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martes, 10 de enero de 2012

Religión y emigración (I)

La imagen está tomada ayer, en Valencia, camino de casa de Kukoc, o sea, más o menos al lado de donde he pasado toda mi infancia y gran parte de mi juventud y en la manzana contigua a mi parroquia de toda la vida.

Protestantes, al parecer, pero rusófonos. "Новая жизнь" es "Vida nueva" en castellano. Como íbamos con prisa, no nos paramos demasiado, pero miré un papel pegado a la ventana y el cartel estaba de arriba abajo en ruso y era una lista de las actividades de la congregación. Es más que evidente que no estaban buscando adeptos españoles, ni de ningún otro país, sino sólo rusos, ucranianos, bielorrusos, moldavos y, en general, gentes del espacio rusófono. Lo único que estaba en castellano eran las palabras "Iglesia evangélica" del cartel de la foto.

Inmediatamente, Abi y Ro vieron el cartel y les chocó. Les dije que no eran exactamente de los nuestros, por mucho que el cartel estuviera en ruso y en español y que nosotros también seamos gente de iglesia. Ame leyó con dificultad las dos palabras en castellano y de carrerilla las dos en ruso. Es evidente que su capacidad lectora en castellano sufre con el hecho de que su profesor sea su padre, y no Ella Lvovna, que no se anda con chiquitas a la hora de hacerle juntar letras.

El caso es que, en los tiempos en que yo vivía por allí, no me puedo imaginar un lugar menos propicio a la aparición de una iglesia protestante sólo para rusoparlantes, en una zona sin protestantes, con una parroquia católica bien servida y, por si fuera poco, sin hablantes de ruso, más que un estudiante un pelín friqui que atendía por Alfor von Buchweizen y que tenía un nivel penoso.

Y, sin embargo, allí está la congregación, y me imagino que será por algo.

viernes, 30 de diciembre de 2011

Turismo

Estamos todos por España, aprovechando que Rusia se para completamente los primeros diez días de enero y que los profesores, a la vista de que la tropa, a Dios gracias, no tiene excesivos problemas académicos, no han puesto pegas a adherir los últimos días de diciembre a los primeros de enero.

Pero no sólo lo hemos hecho nosotros, ya lo creo que no. Un buen montonazo de rusos, a juzgar por lo que vemos por las calles, ha decidido olvidarse de la nieve por unos días y venir a España a hacer turismo. Y así nos lo hemos venido encontrando. En Sevilla, de vez en cuando nos encontrábamos con grupitos que hablaban en ruso, y Abi y Ro, o Ame, pasaban todo el rato girando la cabeza y diciendo en voz bajita unos a otros: "¡Son rusos!" En verano y en la playa uno pensaba que eso era frecuente, pero en diciembre y en Triana uno no se lo espera.

Sin embargo, están. En grupos pequeños, y atendiendo a las indicaciones de los guías, también rusos, que les acompañan. Como hemos visto en los viajes de este verano, los rusos cultos, que los hay en abundancia, quieren que les cuenten bien lo que ven, y como su cultura no alcanza por lo común al dominio de idiomas extranjeros, se ven abocados a pagar por guías que les hablen en ruso. Y, como esos guías no abundan, les toca pagar bastante por un servicio que no es siempre impecable. Lo digo porque, entrando al barrio de la Santa Cruz, capté unas cuantas frases de uno de los guías y no me quedé muy contento con lo que decía.

Es cierto que soy bastante quisquilloso en eso. Como cuando unos turistas hispanoamericanos se pararon en la calle Betis junto a la placa que marcaba las crecidas del Guadalquivir, y un sevillano (los sevillanos aprecian mucho su ciudad y son los primeros en contar cosas a los turistas que ven por las calles, sin ir más lejos a nosotros mismos) se paró a contarles historias sobre las barcas que guardaban los habitantes de Triana en las azoteas, para escapar en caso de crecida. Ya puestos, se puso a contar toda la historia de Sevilla, y dijo a los turistas que Fernando III había sufrido una rebelión en todo su reino dirigida por su hijo Alfonso X, y que sólo Sevilla había permanecido fiel al rey. Yo, que oí eso, por poco no salto a decir los verdaderos nombres de los reyes protagonistas del altercado, pero Alfina me contuvo y ahí ya me paré. Después de todo, la parte fundamental era que Sevilla había sido el apoyo del rey legítimo en la rebelión, y eso sí era verdad.

El caso es que esta tarde, ya en Valencia, me he encontrado una pareja de rusos de mediana edad, sin guía, grabándose a sí mismos con su cámara de vídeo lo que leían de un folleto, mientras avanzaban junto al Miguelete hacia la Almoina. Está visto que las cosas evolucionan inevitablemente, y que encontrar guías con ruso fluido y conocimientos de las ciudades españolas no es tarea sencilla. A ver si Abi o Ro se dedican a esto y nos sacan de pobres.

En todo caso, si un ruso siente morriña y echa de manos el saló, el alforfón o la cerveza Báltika, sólo tiene que buscar un poquito, y encontrará cosas como la de la foto.




Una tienda rusa, "queridos alimentos", al ladito mismo de la Torre del Oro. Y olé.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Devoluciones

Los trámites para la devolución del IVA en el aeropuerto de Barajas es algo que los españoles que vivimos en el extranjero remoto (es decir, fuera de la UE) conocemos bien. Uno llega al aeropuerto y lo primero que tiene que hacer es no facturar. En la T-4, el garito de la Guardia Civil está después de los mostradores de facturación. Nunca me ha pasado, pero el guardia del puesto puede perfectamente solicitar que le enseñes el objeto que has comprado y que te llevas fuera del territorio de aplicación del IVA. Si has facturado, se siente.

Como en mi grupo, cada una de las participantes iba en vuelos diferentes, yo me quedé con las que volvían, como yo mismo, a Moscú. Eran siete personas, todas mujeres, y cuatro de ellas, que no era la primera vez que pisaban España, habían tomado la precaución de pedir a El Corte Inglés (quién si no) que les hicieran las facturillas especiales del tax-free. Otras tres debían ser relativamente nuevas en el ajo, o habían comprado a saber dónde, y la última había sido más comedida y no había comprado nada que superara en su conjunto los noventa euros a partir de los cuales ya se puede pedir la devolución.

Les enseñé la ventanilla a las cuatro que venían conmigo, me quedé con sus maletas, procurando que el guardia civil viera que las teníamos, y a éste, que venía de explicarle prolijamente a un turista despistado que sólo con el tique de compra a pelo no le podía sellar nada, se le vio aliviado cuando vio que sus siguientes cuatro clientes hablaban un español más que decentillo y lo tenían todo en orden. Ni siquiera se molestó en comprobar más que el pasaporte y lo selló todo.

Tras facturar, pasar la m**rd* de control de seguridad que tienen allí y llegar a la terminal satélite, les llevé al puesto donde les darían el dinero. Aquí ya comencé a darme cuenta de que estaba ante un caso tirando a especial y manirroto. Yo, cuando voy a España y compro algo, suelen ser cosas como material informático (esos teclados con la eñe que no se encuentran por otros sitios), y quizá algo de ropa y calzado, que en Rusia va muchísimo más caro. Y ya está. Teniendo en cuenta que al final lo que te devuelven viene a ser, en los mejores días, el 10% de lo que pagaste, lejos del 18% que es el tipo del IVA español, y que el reciente incremento del IVA en dos puntos ha ido a parar directamente a la entidad gestora y rapiñadora, pues como que tampoco estoy muy entusiasmado. Normalmente voy buscando mucho más precios baratos que comercios con la pegatina del tax-free.

El caso es que, cuando lo he hecho, me he llevado unos treinta euros los días de más éxito. Mis compañeras de viaje, en cambio, parecía que hubieran cambiado su ajuar entero, Dios mío. La que menos salió de la caja con ochenta euros, y la que más supero muy holgadamente los cien. En El Corte Inglés deben estar llorando de pena por el viaje de retorno de semejantes clientes. Un poco más e Isidoro Álvarez las cita en el informe anual.

¿Qué es lo que hacen cuatro rusas en un aeropuerto con pasta fresca en su bolsillo y hora y media por delante antes del embarque de su vuelo? Síiiiiii, eso precisamente, saquear las tiendas. Yo las acompañé por pura curiosidad y porque, tal y como veía el percal, me temía que alguna pereciera bajo el peso y el volumen de los bultos que tenía y que no hacían sino aumentar.

De paso, ya tengo una idea de lo que compran las rusas en los duty-free. Éstas no fumaban, a Dios gracias, y además conocían bastante bien España. Compraron turrón en cantidades enormes. Yo espero llegar a tiempo de comprarlo en Mercadona por cuatro chavos, porque ocho euros por tableta por un turrón industrial, y eso que se supone que viene sin impuestos, es una faltada de narices. Compraron jerez y coñac para aburrir, y una tuvo un antojo y se compró chocolate. Ya dije en la primera entrada de la serie que lo suyo era el dulce, y su volumen lo testificaba.

Claro, a la salida de la tienda hubieran hecho falta un par de porteadores de safari para llevar todo aquello. Me hice con un carrito del aeropuerto y, mal que bien, pudimos llegar a la puerta de embarque. Iberia, siempre tan cariñosa con el vuelo de Moscú, no sólo obliga a los pasajeros a pasar cinco horas en un asiento tan parecido a un zulo que no falta sino que las azafatas vayan con pasamontañas y boina negra por el avión, repartiendo el Zutabe y el Gara en lugar del ABC y El País; no, Iberia, además, pone el avión en el último rincón del aeropuerto, lo más lejos posible, como para que los pasajeros vayamos haciendo camino a Moscú.

Al final, pues, llegamos a la puerta de embarque y mis compañeras lograron agarrar todas las bolsas que llevaban y que las tapaban casi por completo. Como yo me senté más bien hacia delante, y ellas iban en la parte trasera, no vi cómo consiguieron colocar tanto bulto en los estantes superiores, pero tuvo que ser digno de verse.

Y con esto termina la serie del viaje, mucho más tranquilo que en otras ocasiones en que los participantes eran todos hombres y alguno con tendencias muy marcadas hacia el levantamiento de vidrio. Pero ya tocaba volver a Moscú, donde siguen pasando cosas.

martes, 8 de noviembre de 2011

Prejuicios (II)

Era mi primera visita a Santiago. Siempre me había imaginado que llegaría andando, desde Astorga, desde Burgos, quizá desde Roncesvalles, que llegaría a la plaza del Obradoiro por el camino francés, bajo un cielo gris y una llovizna, y que iría de corrido a ver al Santo a rezar y a dar gracias por haber completado el camino.

En lugar de eso, llegué en un autobús desde el aeropuerto, acompañado por un grupo de rusas (y un ruso zumbón) que no entendían de la misa la media y que se preguntaban quiénes eran esos tipos barbudos con botas de montaña, aspecto desaliñado y unas conchas rarísimas colgadas del mochilón que, de vez en cuando, aparecían por la plaza con aspecto despistado. Y no había ni cielo gris, ni llovizna, sino una noche clarísima y, al día siguiente, un día totalmente claro y soleado con apenas alguna nube inofensiva dando vueltas por el firmamento. La antítesis de lo que me imaginaba yo cuando hojeaba las guías del camino que había leído en mi casa.

* * *

Por la tarde, a la mesa, la rusa que no hablaba aún suficiente español para hacer de intérprete era objeto de conversación. La gente se hacía lenguas de lo bien que hablaba nuestro idioma... para llevar sólo seis meses por allí.

- Pues esta chica - me dijo la española que estaba sentada a mi lado - lleva camino de hacer lo mismo que tú, pero en España, porque está ennoviada con un chico español, de por aquí.

Segundo prejuicio: Si un español habla bien ruso, eso es necesariamente porque su churri es rusa.

- Eh - repuse enseguida -, que mi mujer es española.

- ¿Ah, sí? - mi interlocutora pareció confundida, como si semejante posibilidad hubiera que excluirla completamente.

A la salida, me puse a meditar si conozco algún -otro- caso de español casado con no-rusa y que hablase ruso por los codos. La verdad es que le di muchas vueltas a la cabeza y, como no encontré ninguno, terminé por reconocer que, en este caso, es posible que el prejuicio tenga algo de fundamento. Para ser sincero, es más frecuente el caso del español que, por muy casado con rusa que esté y mucho tiempo que lleve con ella viviendo en Rusia, sigue hablando un ruso macarrónico.

Supongo que básicamente la cuestión consiste en que no hay matrimonios de españoles que vivan en Rusia y lleven allí más de, digamos, cuatro o cinco años (bueno, hay uno, si lo sabré yo). Las estancias a largo plazo de españoles se reducen a los numerosos, y muchas veces inestables, casos de matrimonios mixtos. Entre ellos hay españoles que hablan un ruso excelente y que me pueden dar sopas con ondas en fluidez y desparpajo, y españoles que, tras años y años de estancia y matrimonio, siguen pensando que el ruso es un idioma sumamente difícil y que ellos, con tal de saber pedir una cerveza y quedar con las chicas, ya van bien.

A uno se le queda, así, un poco una cara de bicho raro. Quizá no había caído en la cuenta de esto hasta ahora. Lo mío sería hablar ruso como los indios o, para hablarlo bien, estar casado con una rusa; pero resulta que no pasan ninguna de las dos cosas. Lo más que tengo en casa son tres personas cuya lengua materna se puede decir con toda justicia que es el ruso, pero me da la impresión de que yo ya hablaba mucho más que decentemente antes de que apareciera cualquiera de las tres.

En estos pensamientos, fruto seguramente de las calenturas, dejé al grupo en el parador y yo me metí en la catedral. Y no por haber llegado en autobús, y no a pie, dejé de admirar su obra, de rezar ante la tumba del Apóstol, de abrazar la estatua como los peregrinos, aunque sin tanto mérito como ellos, y hasta de confesar y comulgar. Hay que decir que lo de confesarse con un sacerdote gallego tiene su mérito. La penitencia la tuvo que repetir tres veces, porque no me quedaba yo muy seguro de lo que me quería imponer, no sé si por el acento, por su hilillo de voz, o simplemente porque hay gallegos que son así.

Y la próxima vez, ojalá la llegada sea a pie.

* * *

Y con esto el viaje va llegando a su fin. El Levante, tras dos derrotas consecutivas, se ha alejado de la cabeza, así que Fadrique, o eso espero, se habrá olvidado de las humillaciones pasadas.

Pero todavía queda un aspecto importante del viaje: pasar por el duty-free del aeropuerto con quince rusas.

La cosa promete.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Prejuicios (I)

Tras el viaje por Cuenca y por Madrid, la siguiente etapa estaba en el lugar más característico de Europa, allí donde gentes de todo tipo y condición acuden desde cualquier lugar. Obviamente, me refiero a Santiago de Compostela.

Santiago de Compostela era un lugar donde se suponía que iba a descansar un poco de mis funciones de traductor. Teníamos traductora local, una rusa veinteañera, tirando a monilla (y, por tanto, muy diferente a casi todas mis compañeras de viaje), que llevaba algún tiempo viviendo por allí y estudiando español, así que me las prometía muy felices y descansadas.

Por desgracia, no hubo para tanto. La rusa se había embebido muy rápidamente del carácter galaico local. Le preguntabas algo y te respondía de forma bastante ambigua, con un "no sé", "depende" o "podría ser". En cuanto comenzó a traducir, o lo que parecía ser traducir, se hizo evidente que no era lo suyo, y que tenía que estudiar bastante más español para hacer un papel digno. Vamos, que como traductora era una promesa, pero estaba aún muy lejos de ser una realidad. Teniendo en cuenta que estaba rodeada de profesoras de español y de un servidor, que de traducir algo sé, lo más probable en que, encima, sintiera la presión, y eso que fuimos de lo más discretito.

En cuanto hubo que traducir algo más serio (y, en particular, a alguien más serio), la rusa insinuó que quizá fuera mejor pasar el testigo a otro más avezado, así que di un paso al frente. Tuve la suerte de que no me tocó nada demasiado técnico, sino unas palabras de bienvenida, que vienen a ser casi todas iguales, así que solté el ruso con una fluidez sobrada.

Al acabar, le di las gracias a mi interpretado en español, idioma que obviamente hablo sin acento, ni siquiera valenciano.

- Ah, pero, ¿usted no es ruso?
- Pues claro que no. Soy español.
- Ah, es que pensaba que usted era ruso. Como lo oía hablar ruso, y es un idioma tan difícil.

Primer prejuicio: Ningún español es capaz de aprender ruso.

¿Es verdad? Claro que no, pero hemos de creérnoslo. La mayor parte de los españoles que podrían hablar ruso están medio acomplejados y pasan en cuanto pueden al castellano. Y hacen mal. Todos los que hablamos ruso, y hemos empezado tarde a hacerlo, hemos soltado barbaridades en nuestros primeros años, pero para llegar a un nivelillo aceptable hay que asumir que tenemos que pasar por eso.

Los rusos, en cambio, por lo general no se cortan un pelo, y al poco tiempo de entrar en contacto con un idioma ya se lanzan y lo hablan mejor que peor, y no digamos cuando tienen enfrente a un nativo. Por muy bien que hable ruso el nativo, el ruso se empeñará en buitrear y hablar el idioma del otro (que, si es español, normalmente estará encantado). Tenía yo una secretaria que hablaba un castellano totalmente ortopédico, con unos giros que no sé en qué manual habría aprendido, y que se empeñaba en hablar castellano conmigo y traducirme lo que le contaban en ruso, con lo que no me enteraba yo ni de la mitad, me terminaba por poner nervioso y le rogaba que me lo dijera en ruso. De eso nada. La chica seguía erre que erre martirizando el castellano, y de paso a mí. Ya digo yo que tenía esa secretaría.

Pero no es éste el único prejuicio. Hay otro. Pero hoy se ha hecho muy tarde, así que queda para otro día.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Reclamaciones

De vuelta por Madrid, después del breve paso por Cuenca, resultó que el hotel se columpió con nosotros cosa mala. Baja uno a desayunar, y se encuentra con una cola del quince. Son las siete y veinte de la mañana, nuestro autobús salía a las ocho, y tardo quince minutos, quince, en acceder a la sala. El resultado es que lo que hubiera debido ser un desayuno tranquilo, con un cuarto de hora largo para nutrirse tranquilamente, se convierte en una carrera de obstáculos, que se complica cuando, por las prisas y por un codazo involuntario de un japonés con tanta prisa como yo, me tiro medio vaso de zumo de naranja por encima de la ropa y tengo que perder cinco minutos suplementarios en cambiarme de ropa (y veinte euros suplementarios que me cobró la lavandería del hotel por dejarme la ropa como antes de mancharla).

Como no sé por qué capricho el personal del hotel no abrió la sala que tenía al lado mismo de la sala de desayunos y que hubiera deshecho la cola como un azucarillo, me cabreé con el hotel y decidí que la cosa no se quedaría así. Durante todo el día estuve intentando soliviantar a mis compañeros rusos de grupo para que presentaran una reclamación, como yo mismo pensaba hacer, para darle más fuerza.

El resultado de mis intentos de encender a las masas fue bastante lamentable.

- Voy a presentar una reclamación por lo que ha pasado esta mañana con el desayuno ¿Por qué no presentan ustedes una también?

Las rusas me miraban como si fuera un extraterrestre.

- Eso no sirve para nada. Igual que en Rusia. - decían ellas.
- Que sí. Que sí que sirve. - decía yo.

Una de las rusas, por lo demás muy maja, emitió unas risitas, no sé si de simpatía o de conmiseración.

- ¿Va usted a reclamar? ¡Qué mono!
- Tampoco ha sido para tanto. Total, un cuartito de hora - intervino otra.
- ¿Y por qué va a reclamar? - preguntó una tercera.
- ¿Y servirá para algo? Yo creo que no.

Lamentablemente, la muestra de rusas era lo suficientemente significativa, lo cual da pie a una reflexión, y es que uno de los motivos por los que las cosas en Rusia, sobre todo en materia de servicio, vayan tan sumamente mal es que la gente se conforma con cualquier cosa. Es posible que los rusos se quejen, pero lo hacen mal y en la intimidad, como Aznar hablando catalán, y nunca toman el bolígrafo después de que les traten de pena con ánimo que no dejar títere con cabeza allí donde los desprecian. Y, con ello, la consecuencia es lógica: los dueños de los servicios saben que disponen de impunidad poco menos que garantizada y siguen tal cual, tocando las narices al personal por pura antipatía. Y es verdad que las cosas han mejorado, pero ha sido por la competencia, no por que el ruso medio se haya puesto gallito.

Por la tarde, a la vuelta al hotel, fui a recepción ya con la sangre fría que da el haber pasado varias horas desde el suceso, y dije que quería poner una reclamación.

En España, poner una reclamación en un hotel debe ser chungo para el establecimiento. Lo digo porque lo he intentado hacer dos veces, y en las dos el gerente salió disparado de donde estuviera y movió cielo y tierra para que no lo hiciera. La primera vez lo que me habían hecho tenía remedio y el hotel lo remedió. En esta ocasión, aunque el gerente me ofreció compensarme, yo no vi cómo podía hacerlo y le dije que ya tardaba en pasarme la hoja de reclamación. Lo hizo, rellené la reclamación, se la di para que rellenara su parte y me pasara copia, y me dijo que me la llevarían a mi habitación.

Pasaron dos cosas. Mejor dicho, una, y fue que en el resto de mi estancia en el hotel las colas para el desayuno desaparecieron como por ensalmo, así que para algo sí que sirve reclamar. La segunda cosa no pasó, porque de la copia de mi reclamación nunca más se supo. Ante la fuerte sospecha de que mi reclamación haya desaparecido, creo que en la Consejería de Consumo, o como se llame, de la Comunidad de Madrid van a tener noticias mías.

Pero lo importante es que en España, al menos, hay un sistema para reclamar. Los españoles somos también muy perezosos para hacerlo, y hacemos mal, porque las cosas funcionan mejor cuando se protesta ante las pifias. Los rusos no es que sean perezosos, sino que pedir el libro de reclamaciones es algo que está totalmente fuera de sus planteamientos vitales. Y así nos va en Rusia en nivel de servicio, en administración pública, y en tantas otras cosas que más parecen pensadas para martirizar cristianos que para servir al público.

¿Acaso no se puede reclamar en Rusia? Yes, we can, y de hecho me vienen a la cabeza sucesos del pasado muy divertidos. Pero ésa es otra historia, y le tocará a otra entrada, aunque, la que la cuenta realmente bien, es Alfina.

P.S.: Entretanto, el Levante ha perdido el liderato de primera división, pero ahora viene la fase en que Fadrique deja de ser iracundo para convertirse en blasonador, y no sé muy bien qué fase es peor, así que creo que me quedaré por España unos días más hasta que la granotera deje de estar en posiciones de Champions League. Jo, con lo tranquilos que estábamos en segunda B.

lunes, 31 de octubre de 2011

En Cuenca

Los viajes con rusos, como ya habíamos visto en otra ocasión, son el terror de los guías turísticos. En esta nueva experiencia, el viaje tiene lugar con rusas, y con rusas cultas, lo cual cambia un poco el panorama. Pero sólo un poco.

Como mi paradero en Madrid podría haber sido descubierto, nos encontramos en Cuenca, en mitad de Castilla la Nueva y, más concretamente, en el centro histórico, en la plaza que hay delante de la catedral. Como el guía no habla ruso, se pone a hablar en español, y este servidor de ustedes traduce al ruso lo que va diciendo.

- La catedral de Cuenca es la quinta de España por su tamaño, como veremos cuando entremos en ella. Es de principios del siglo XIII, y comenzó a construirse poco después de la conquista cristiana por parte de Alfonso VIII, en 1177, por lo que tiene más de ocho siglos. En 1902 cayó una torre vecina sobre ella, derrumbando la fachada principal. La actual fachada se comenzó a construir poco después, pero en 1920 el cabildo catedralicio se quedó sin medios, y por eso parece que está sin terminar. Bueno, de hecho está sin terminar.

El grupo de rusas miraba la catedral con cierto desinterés. El ruso pasaba ampliamente del guía y había aprovechado para ir a fumar.

- Eso sí, gracias a que está si terminar, podemos contemplar a través de ella el maravilloso cielo de Cuenca - dijo el guía, señalando las ventanas.

Yo iba traduciendo obedientemente al ruso para los que andaban escasos de castellano.

- Y ahora vamos a ver las casas colgantes, resultado de aprovechar el sitio al máximo. Si la ciudad tenía mil habitantes cuando la conquistó Alfonso VIII, llegó a tener diez mil, y no había sitio en el casco viejo para tanta gente, así que se aprovecharon los lugares más insólitos. Vamos por allí.

Tomamos por la derecha de la catedral, seguidos parsimoniosamente por parte del grupo, que se iba desperdigando, cuando de repente...

- ¡Eh, mirad!
- ¡Qué mono!
- Una foto, una foto...
- ¡No os asustéis, chicas!

Todas las señoras de agruparon. La mayoría sacaron sus cámaras y se pusieron a sacar fotos con desesperación. El guía flipaba y me dijo aparte:

- Tienen detrás la catedral de Cuenca, un edificio impresionante de ochocientos años de antigüedad, y la foto se la sacan a un gatito encima de una moto. Turistas...

viernes, 28 de octubre de 2011

Rusas en España

Sinopsis: El Levante se coloca líder de primera división, desplazando al Real Madrid. Para evitar los comentarios de Fadrique, un madridista radikal que vive en Moskú, decido poner pies en polvorosa rumbo a las Españas acompañando a un grupo de profesoras.

Cuando un español oye, hoy día, hablar de rusas, le pasa algo parecido a lo que les sucedía a nuestros padres cuando, en los años setenta, oían hablar de suecas. Uno se imagina a unas jovencitas estupendas y desinhibidas dispuestas a todo con los machos ibéricos a los que, sin embargo, sacan un palmo de estatura.

Entretanto, con las suecas nos hemos relajado bastante. En los primeros noventa, al menos, estudié con alguna que otra en la Universidad, y no me dio la sensación de que tuvieran un aspecto que mereciera beber los vientos por ellas, la verdad; y poco tiempo después cayó el telón de acero y las eslavas acabaron por hacer pasar de moda a las suecas. Y, entre las eslavas, un lugar principalísimo los ocupan las rusas, sobre todo si están cañón y tienen hoyuelos en las mejillas y otras cosas menos evidentes que no voy a describir aquí.

Y es injusto, al menos hasta cierto punto. Cuando un españolito piensa en rusas, excluye automáticamente las que tienen más de veinticinco años, cosa que no debería ocurrir, porque, después de todo, son mayoría.

Mis compañeras de viaje en esta ocasión son rusas, cultas, enamoradas de España y, con alguna excepción, no iban a provocar muchas tortícolis repentinas por giros de cuello imprudentes en quienes se cruzaran con ellas por la calle. La mitad son profesoras de español, y la otra mitad son señoras que tienen academias de idiomas. Bueno, miento, hay un ruso, masculino, en el grupo, pero se está pasando todo el rato con aires de superioridad quejándose de todo y es un poco pelma, así que me concentro en el resto.

Así como en España los profesores de ruso se conocen entre ellos casi sin excepción (o así era cuando yo estudiaba), en una curiosa endogamia indestructible, me da a mí que algo parecido ocurre con los profesores (o, para ser exactos, las profesoras) de español en Rusia. Tras un par de días de convivencia, me da a mí que no es casual que se hayan embarcado éstas, y precisamente éstas, en un viaje, con la de profesorado de español que debe haber por todas las Rusias. Compartían el mismo patrón de mujer, en la cincuentena, a veces avanzada, con un notable nivel de español, obviamente, casadas y con un hijo (prácticamente todas con uno, y no más) y una no menos notable afición por los dulces, que se refleja en sus formas corporales (menos en dos de ellas, que tienen un figurín de impresión): la frase más repetida en las comidas es "ne mogú bez sladkogo", que quiere decir "me pirro por los dulces", mientras devoran pastelitos con aire culpable y ojillos encendidos de placer.

Y, eso sí, todas son encantadoras. Supongo que, si no lo fueran, no serían profesoras de español, profesión en la que difícilmente van a enriquecerse gran cosa, y se habrían dedicado a algo más lucrativo.

Las de las academias de idiomas son algo distintas. Menos una, no hablan español, son más jóvenes... bueno, son más jóvenes dos de ellas; hay una tercera que trata de rejuvenecer, pero se ha pasado con el bótox y le ha quedado una pinta de sonrisa permanente, como si fuera un comodín de póquer. Una cosa que tienen en común con las profesoras es que también les pierden los dulces. He de reconocer que a mí también, pero tras los dulces vienen quince kilómetros de carrera continua.

Y éste es el grupo de gente entre quienes me oculto para evitar a los fadriques de la vida; pero, ahora que sabe por dónde ando, no sé muy bien qué hacer para esquivarlo.

Algo se me ocurrirá, supongo...

viernes, 23 de octubre de 2009

Crimen y Castigo (II)

- ¿Qué le pasa a ese señor?

La pregunta me la hizo la persona a la que íbamos a visitar, y con quien estábamos comiendo. Se refería a Iván.

- Mmmm... posiblemente ha tomado algo que le ha sentado mal.
- ¿Ah, sí?

Iván conservaba el aspecto desaliñado del episodio anterior; además, su cabeza, torcida, descansaba sobre su hombro derecho, con la boca entreabierta, y hasta me pareció que le caía la baba por la comisura del labio. Para estar, técnicamente, trabajando, su pinta era de patética a directamente desastrosa. De vez en cuando, regresaba de su estado de semiinconsciencia y levantaba la cabeza, sólo para regresar rápidamente a su sopor anterior.

- Sí. Y, además, habrá dormido poco, seguro.
- Eso parece.
- Ah, por cierto...
- ¿Sí?
- No tendremos vodka en toda la comida, ¿verdad?
- Hombre, ¿vodka?, pues no.
- Además, ¿qué tal si le decimos a los camareros que no dejen las botellas de vino encima de la mesa?
- Creo que voy entendiendo por dónde van los tiros.
- Eso es... que los camareros sirvan vino de vez en cuando, pero sin dejar las botellas sobre la mesa. Vaya, por si acaso.
- Bueno, ahora se lo diremos, cuando se acerquen.
- Si no, luego, todo son líos.

Los camareros fueron trayendo los entremeses y recogiendo los pedidos para el segundo plato. Quien más quien menos fue diciendo si quería carne o pescado.

- Y ese señor, ¿qué va a comer?
- ¿Sabe qué? Tráigale pescado. A la plancha, para que sea más digestivo.
- Bueno. Total, se lo va a dejar igual.

Su vecino de mesa, a su debido tiempo, consiguió espabilarlo lo suficiente como para que probara algo. Después de los postres, conseguimos arrastrarlo hasta la sala vecina, donde estaban los cafés y una breve presentación de la empresa que íbamos a visitar. Iván se desplomó sobre la mesa tal cual llegó y se quedó con la cabeza entre los brazos cruzados todo el rato. Por lo menos, antes su vecino de mesa había logrado apartar su café.

Al final, conseguimos hacer reaccionar a Iván lo suficiente para que se arrastrara y lograra acompañarnos en nuestras visitas. Así, de paso, se aireaba, lo que, teniendo en cuenta el olor que desprendía, que no era precisamente de santidad, no podía menos que mejorar el ambiente del grupo.

Acabando la visita, y después de haber respondido muchas preguntas interesantes del resto del grupo, aunque habiendo soportado alguna pregunta a cual más estúpida de Iván, que se estaba reanimando a medida que avanzaba el día y se acercaba la noche, volvimos a la recepción. Iván, resacoso al fin, tenía sus propias urgencias fisicas y se encaró con la recepcionista:

- Где у вас вода? (¿Dónde hay agua?)

La recepcionista se le quedó mirando aterrada, retrocedió unos centímetros y dijo tímidamente en un inglés muy bueno.

- Do you speak English?

Iván sólo alcanzó a decir:

- Water!

Al final le dieron lo que quería.

- ¿Pero este tío no era intérprete de inglés? - le pregunté al organizador.
- Sí, eso dijo ayer.
- Pues sí que se le ha olvidado rápido.

Y con esto lo dejo con una pequeña reflexión. Porque es lástima que, en un grupo razonablemente nutrido de rusos, casi siempre haya alguno empeñado en buscar los límites de su cuerpo y, una vez encontrados, sobrepasarlos ampliamente. Porque, de esta manera, el resto del grupo, que se divierte dentro de los límites y no olvida que, después de todo, se trata de trabajar y además lo hace, se queda rápidamente en el olvido; de lo que se acuerda la gente es del estrafalario que monta el espectáculo convirtiéndose en el actor principal. Luego se quejarán de que la imagen de Rusia está por los suelos, pero eso tiene mucho que ver con lo que sus representantes perpetran allá por donde van, ya desde dentro de los aviones. Y, por lo que hace a los aviones, ya lo hemos visto en más de una ocasión.

Pero ahora toca volver a Rusia a seguir con la campaña, que el invierno ya está cerca.

lunes, 19 de octubre de 2009

Crimen y castigo (I)

La cena, como suele suceder en saraos semejantes, fue razonablemente copiosa y regada como es debido, con la inclusión de chupitos a voluntad al final de la misma. No parece sino que los anfitriones, al ver que los huéspedes son rusos, aumenten la cantidad de bebidas alcohólicas sobre la mesa con el fin de quedar lo mejor posible. Hay que reconocer que, en eso, aciertan de lleno.

A la salida, y teniendo en cuenta de que el día siguiente comenzaba con un madrugón y seguía con un programa bastante apretado, con viaje en tren incluido, lo prudente y profesional hubiera sido recogerse lo más pronto posible. Los tártaros fueron prudentes y profesionales, o estaban agotados después de sus distintas andanzas, y no tardaron en hacer mutis; yo acompañé a los más recalcitrantes al hotel y crucé la puerta del mismo, precedido de la mayoría del grupo, que mansamente se dirigió a sus respectivas habitaciones; pero, cuando me di la vuelta, descubrí que las tres personas que había detrás de mí ya no estaban. Vamos, era como si Madrid se los hubiera tragado.

***

A la mañana siguiente, dos de los tres estaban a primera hora en pie de guerra, al parecer sin haber sufrido daños de consideración la víspera. El tercero resultó un poco más difícil de revivir. Se trataba, precisamente, de Iván, que habíamos conocido en la entrada anterior como un hombre de negocios bien vestido, antiguo intérprete de inglés.

La persona que bajaba por las escaleras tras varias llamadas a su habitación y una visita de un compañero de juergas para asegurarse de que seguía vivo guardaba efectivamente un ligero parecido con Iván. Pero sólo ligero. Olía a rayos; su peinado, que la víspera era clásico y semejante al de un Madelman, ahora se parecía más bien al de Rod Stewart, pero en grasiento; su traje del día anterior no se sabía por donde andaba, aunque seguía vistiendo su chaqueta, sobre la que posiblemente había dormido, a juzgar por las arrugas que presentaba; los pantalones habían sido reemplazados por unos vaqueros descoloridos y los zapatos de marca ahora eran unas zapatillas de deportes a rayas verdes y naranjas que herían la vista, y probablemente también los pies. La corbata debía estar apelmazada en la maleta que arrastraba con dificultad. Físicamente tenía la cara hinchada y enrojecida, con una cicatriz, que hasta entonces no me había llamado la atención, en el pómulo izquierdo. Hacía media hora que intentábamos que bajara, y el tren sabíamos que no nos iba a esperar.

***

Llegamos por los pelos, con unos últimos metros a carrera limpia, empujando a los más rollizos del grupo. Al final, con el tren ya en marcha, me desplomé en mi asiento con un suspiro y me puse a relajarme un rato viendo la película (de la que ya escribiré otro día, por cierto). Iván estaba también por allí cerca, pero se le veía inquieto y conchabó a otros dos para pasearse por el tren... y quizá algo más, pero no quise enterarme.

***

De lo que sí me enteré, y conmigo todo el pasaje del tren, es de los rugidos que se escuchaban en el cuarto de baño de nuestro vagón un par de horas después, cuando ya estábamos a punto de llegar a nuestro destino y nos apelotonábamos con nuestras maletas, precisamente, junto a la puerta del baño. Los pasajeros se miraban entre sí preguntándose qué sonido sería aquél. Supongo que lo dedujeron cuando la puerta del baño se abrió y vieron salir a Iván, con la misma pinta y olor que quedaron descritos arriba y, eso sí, digo yo que algo más aliviado después del arrojo que había mostrado. Y lo de arrojo no va por haber sido valiente.

Bajamos del tren, y en la estación, mientras esperábamos que nos recogieran, todavía encontró Iván espacio suficiente como para apretarse una cerveza procedente del bar de la estación, supongo, porque yo no sé cómo conseguía tener casi siempre una cerveza en la mano. Parecía una prótesis inseparable del cuerpo, más que una botella. Si fuera la primera del día, podría pensarse que es lo en Rusia se conoce como "opojmélitsya", es decir, mitigar los efectos del resacón del quince con algo de alcohol; pero, por una parte, eso es algo que se hace con vodka, porque la cerveza apenas es una bebida alcohólica y, por otra, me da la impresión de que Iván ya se había pasado por la cafetería del tren, y no sólo para romper su ayuno.

***

En la fábrica que visitamos más adelante seguramente tardarán algún tiempo en olvidarse de Iván. Pero eso quedará para la siguiente, y última, entrada de la serie.

viernes, 16 de octubre de 2009

A la mesa

Durante el día siguiente, todo fue razonablemente bien hasta que llegó la hora de comer. Nuestro contacto en Madrid nos había prevenido una comida estupenda en un restaurante situado a las afueras de la ciudad y, por supuesto, ya que estábamos en España, en las mesas había vino.

Los comensales pasamos la comida conversando tranquilamente sobre todo lo divino y lo humano, probando el vino, pero sin cometer excesos y, en general, nutriéndonos a base de bien. Mi compañero de la derecha, un español expertísimo en Rusia, era quien había organizado el programa de viaje; el de la izquierda, a quien llamaremos Iván, era un ruso bien vestido, que hablaba con una voz extraña, como de un cheli con puntillo, y que, según decía, había sido intérprete de inglés antes de dedicarse a los negocios. Al fondo de la mesa, junto a los tártaros, se había sentado un representante, español, de la fábrica que íbamos a visitar después de comer. Lo llamaremos Julio.

Nos acercábamos a los postres cuando los camareros pusieron sobre la mesa cuatro botellas de vodka y vasitos para todos.

- Pero, ¿tú habías pedido esto? - le dije al organizador.
- ¿Yo? ¡Qué va! - me respondió.

Iván miró la botella que tenía más cerca y se dispuso a destaparla.

- Bueno, no sé si deberíamos - dijo otro de los comensales mientras acercaba el vasito a Iván.
- Es que nos están provocando - dijo el de los dos metros, acercando el vasito igualmente.
- Pero, ¿de dónde c*j*n*s ha salido esto? - decía yo.
- A ver - dijo el organizador a un camarero-. Yo no había encargado vodka.
- No, no - dijo el camarero-. Ha sido ese señor del fondo.

"La m*dr* que lo p*r**..."

- Sí, he sido yo - dijo Julio, que se había acercado-. Como son rusos y luego van a ver la fábrica, he pensado que estaría bien darles de beber un poco, así luego les parecerá bien todo lo que vean y se ablandarán.
- Todo podría ser...

Los tártaros se pusieron muy contentos. Bueno, y no sólo los tártaros. Iván, mi vecino de mesa, se sirvió él mismo, cosa que no veréis muchas veces, porque no es demasiado correcto. Los demás la verdad es que fueron entre moderados y directamente abstemios; Iván me ofreció llenarme el vasito, pero yo ya le había dicho al camarero que ni se molestase en ponérmelo, y el organizador había hecho lo propio. Ya digo que el organizador, persona muy avezada en Rusia (aunque no partidaria del vodka), sabía una cosa importante sobre los rusos: que a los rusos les gusta muchísimo empinar el codo, pero hay algo que les gusta más todavía.

Lo que realmente les gusta a los rusos es hacer empinar el codo a los demás. Y, si los demás son extranjeros, el placer que reciben es de orgásmico para arriba.

Así pues, los dos tártaros y sus inmediatos vecinos de mesa se pusieron a llenar el vasito a Julio y a hacerle beber. Julio se resistió, pero se resistió poco. Al primer amago de resistencia, se oían gritos de "¡nos ofendes!", aunque, claro, él no los entendía.

- ¿Qué me están diciendo? - preguntaba a lo lejos.
- Que, si no bebes, les ofendes.
- ¿Y qué hago?
- Hombre, tendrás que beber.
- ¿Sí?
- Sí.

Chupito que te crio.

Luego el tártaro bajito se levantó y pronunció un brindis a grito pelado encomiando la amistad entre los pueblos y alabando la hospitalidad del pueblo español, mientras los otros clientes del restaurante, que no entendían ni jota de qué hacía un energúmeno así berreando en mitad del salón, le miraban medio flipados.

- ¿Qué hago? - decía Julio.
- Tienes que beberte el vasito hasta el fondo.
- ¿Hasta el fondo?
- Sí.
- ¿Y si...?
- Si no, se ofenden.

A la salida del restaurante, varios chupitos y brindis después, los rusos, que no habían bebido mucho, y menos para sus posibilidades, estaban bien, pero el que estaba realmente bien era Julio, que estaba con la risa floja. Se subió en su coche y nos guio hasta la fábrica.

- Pero, ¿cómo va conduciendo? ¡Con todo lo que ha bebido! -decía uno de los rusos, sorprendido.
- Yo pensaba que se subiría en el autobús con nosotros -decía otro.
- Pero, tíos, ¡que los que le habéis llenado el vaso erais vosotros! -les dije yo, abriendo los brazos.

Por fortuna, en la fábrica había un compañero suyo que le sustituyó para dirigir la visita, mientras de vez en cuando miraba con extrañeza a Julio, al que yo iba apartando para que no se escuchara mucho lo que iba diciendo, mascullando o balbuciendo. Si no, luego, todo son líos.

Con esto acabó el día, y llegó la noche. Y la noche es peligrosa, pero, como se hace tarde, lo dejaremos para la próxima.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Tártaros

Durante el vuelo, no pasó nada demasiado raro, salvo que a uno de los rusos, que medía cerca de dos metros, no hubo manera de embutirlo en el zul... en el asiento que Iberia le había destinado. Con pena y trabajo pudimos sacarlo de allí, estirando lo que pudimos, y le metimos en un sitio cerca del pasillo donde, al menos, de lado cabía bastante bien. Cuando pasaba el carrito con la comida tenía que hacerse un ovillo en el asiento, pero el resto del tiempo lo pasó de manera aceptable, salvo por los improperios de los pasajeros que iban o venían del servicio, tropezaban con sus piernas y se creían que les estaba poniendo una zancadilla.

Otros dos miembros del grupo, aunque no eran demasiado altos, sí que estaban bastante rellenitos, con lo que hubieran necesitado asiento y medio, por lo menos, para colocarse con cierta comodidad. Embutidos en aquella jaula, pasaron el viaje lo mejor que pudieron.

En cuanto a los dos tártaros de la entrada anterior, que eran tirando a delgados y no muy altos, tuvieron el suficiente espacio entre ellos para empinar el codo con cierta holgura. De hecho, cuando salimos del avión, tenían ciertas dificultades para respetar la línea recta e iban entonando, o más bien desentonando, canciones patrióticas, algo así como "Rossiya velikaya straná" (Rusia es un gran país). Para quien sepa algo de Tatarstán, una región que en los primeros noventa era abiertamente separatista y se las daba muy poco menos que de país independiente, ver a aquellos dos pollos cantando eso era algo parecido a lo que en España sería un coro compuesto por Otegi y Carod-Rovira cantando el "Que viva España".

En cualquier caso, los tres rusos que habían sido torturados cruelmente en las celdillas-asiento de Iberia consiguieron al fin desentumecerse lo suficiente como para emprender la marcha hacia la salida, y los dos tártaros se calmaron lo suficiente como para seguirnos. Sin más novedades, llegamos al hotel, pero ahí llegó la cena, con vino a discreción. Lo que les faltaba a los tártaros, que, al poco tiempo, ya no estaban en condiciones de cantar, sino sólo de balbucir oscuramente algo apenas inteligible. No sé cómo se enteraron de que estaba teniendo lugar un acto de apoyo a la candidatura olímpica de Madrid, con concierto incluido, así que les señalé en un mapa dónde estaba el hotel y dónde la Cibeles, y allá que se dirigieron. Los demás nos fuimos a dormir.

Al día siguiente, los tíos estaban allí como unos machotes, a primera hora. Habían bajado a desayunar antes que yo.

- ¿Qué tal el concierto? - les pregunté.
- No llegamos - confesó uno.

En fin, quizá con su apoyo la candidatura de Madrid hubiera tenido mejor suerte. O no.

lunes, 12 de octubre de 2009

Viaje de negocios

La semana pasada, como ya había pasado en otras ocasiones, estuve en España acompañando a un grupo de rusos. La primera vez que apareció dicho fenómeno por esta bitácora se trataba de gente dedicada a la producción metalúrgica (aquí, y siguientes); la segunda, de unos cuantos técnicos y presentadores de televisión. En esta tercera ocasión, la mayoría de los trece participantes pertenecían al tantas veces denostado sector público ruso.

Cuando nos reunimos todos en la casilla de salida (la puerta de embarque del vuelo de Iberia), ya nos presentamos y nos pusimos cara. Como es usual en estos casos, al principio todos éramos un poco reservados, pero al final del viaje algunos era como si hubieran hecho la mili juntos. Todos parecían buena gente, quizá con alguna inclinación poco saludable alguno que otro, y por eso es lástima que en estas entradas no vaya a dedicarme al encomio de la mayoría de buenos, sino a la descripción de la minoría de... mmm, excéntricos. Pero es lo que tienen estas cosas: cuando en un cajón de naranjas hay dos de ellas podridas y de color verde moho, nadie se fija en que las demás sean excelentes, sino que desecha el cajón por culpa de las dos únicas malas. Así, en un grupo, quienes destacan son los peores, por mucho que no sean los más ni mucho menos.

En todo caso, el comienzo ya resultó un poco inquietante, cuando dos de los integrantes del grupo, que eran tártaros, se me acercaron.

- ¿Y cuánto dura el vuelo?
- Pues dura unas cinco horas -les respondí con la certeza del que ha perdido la cuenta de las veces que ha hecho el mismo vuelo.
- ¿Cinco? Nooo. En el billete pone que salimos a las seis y llegamos a las nueve.
- Sí, pero en cada caso es hora local. Llegamos a las once hora de Moscú, porque hay dos husos de diferencia.
- Pero, cuando fuimos a Londres, tardamos tres horas.
- Claro, es que Londres está más cerca de Moscú que Madrid.
- Ah, sí, ¿eh?

Se miraron, y el más alto le dijo al más menudo.

- Creo que no hemos traído bastante whisqui.

Tragué saliva. Mucha.

lunes, 27 de octubre de 2008

En el museo del Prado

Los que sois habituales de aquí ya habréis notado que me encanta la pintura. Quizá por ello, en el último viaje que realicé a España, acompañando a un grupo de rusos, me alegré mucho cuando en el programa, como momento cultural, se incluyó una visita al museo del Prado, que hacía bastante tiempo que no visitaba.

Los viajeros que me acompañaban eran gente peculiar, periodistas todos ellos y, como tales, se supone que con una cultura general razonable. Quieren algunos pensar que el nivel cultural ruso es elevadísimo y desde luego muy superior al español. Ufff... cada vez me permito dudarlo más y, después de viajes como el presente, no digamos.

En el grupo se incluye un auténtico crack, presentador de televisión de programa de éxito, al que llamaremos Sergey, que no es su auténtico nombre. En su descarga hay que decir que era el único que hablaba inglés de verdad, aunque todos los demás decían que lo hablaban (y, como mucho, lo balbucían torpemente); en su debe, en cambio, tiene el hecho de ser un pelmazo endiosado al que nada le parecía bien. Iban con él dos súbditos suyos bastante grises, que formaban parte de su equipo.

El otro equipo estaba formado por un cámara con tendencias hippies, un redactor tímido y una redactora de mediana edad que probablemente fue muy guapa de joven y que realmente seguía siéndolo, y que además tenía un cuerpazo. O sea, un cuerpo enorme: de cien kilos seguro que no bajaba.

Ah, en el grupo también teníamos a Yuppie, que recordaremos que era una especie de mosquita muerta, rubita y de ojos azules. Bueno, eso es lo que parece a simple vista, pero al rato de llegar a Madrid ya se había enrollado con nuestro Sergey. La verdad es que no le pagamos para eso...


Bueno, pues esta tropa, después de protestar por todo y de caminar por desgana a lo largo del programa, resulta que llega al Prado, se les contrata un guía de narices y se le pone ante un recorrido básico, que era todo lo que podíamos hacer en el escaso tiempo disponible. Llegamos a la exposición permanente y el guía nos hace pasar de largo por la excelente colección de Juan de Juanes. A los rusos seguramente no les iba a decir mucho Juan de Juanes, pero a mí sí y me quedo girando la cabeza mientras van pasando los cuadros y aparecemos por las salas dedicadas a la escuela flamenca, donde el guía da una breve pincelada teórica, para pararse un poco después junto a "El jardín de las delicias" del Bosco y empezar una explicación más detallada.

- ¿Dónde están los demás? - me dice.

Giro la cabeza, y veo que de los siete sólo quedan tres.

- Bueno, tú no te preocupes, tú haz como si estuvieran.

El guía se encoge de hombros y comienza a explicar el cuadro. Luego pasamos a ver "Las tres gracias", de Rubens, lo cual, teniendo en cuenta que es el primer día de la exposición de Rembrandt, y que hemos pasado por allí, resulta muy apropiado.

- ¿Ya sólo son dos?

- Bueno, es que esto, más que un museo, parece "Diez negritos". Pero tú a lo tuyo.


El guía decidió no esforzarse por entenderlo, explicó el cuadro, y luego nos hizo pasar a ver el supercuadro de Tiziano, "El emperador Carlos en Mühlberg". Por suerte, en el camino se nos unieron Yuppie y Sergey, muy agarraditos, que pasaban por allí y decidieron honrarnos con su presencia. Prefiero no saber de dónde venían ni qué habían estado haciendo.

Después pasamos a la gran sala de Velázquez. Siempre que paso por allí no puedo evitar que me entre un escalofrío. Para mí, Velázquez es lo más de lo más, y me quedo embobado viendo "El triunfo de Baco", "La fragua de Vulcano", "Las meninas"... y eso sin llegar a "La rendición de Breda" de la sala vecina.

Me saca de mi embobamiento Sergey, que con voz de hastío dice:

- Bueno, ¿es que no vamos a ver Goya?

Dios mío, ¿qué he hecho yo para merecer esto? Este tío se encuentra en la sala donde está expuesta la obra del monstruo más monstruoso de todos los tiempos y, en lugar de tratar de aprender algo, de atender a las explicaciones del guía, y desde luego de embelesarse con lo que tiene delante, sólo se le ocurre preguntar cuándo van a ver Goya. Pa' matarlo.

El guía, al que en un momento vi cómo apretaba los labios y se cogía con fuerza una mano con la otra, dijo que sí, que claro que íbamos a ver Goya.


Al poco tiempo, fuimos a ver Goya y nos paramos delante de "La familia de Carlos IV", después de pasar por algunos retratos. El guía comenzó a explicar peculiaridades del cuadro, pero, cuando intentó hablar de María Luisa de Parma, de Godoy y del Príncipe de Asturias, Sergey debió verse superado y lanzó un suspiro, justo antes de darse la vuelta y mirar a otro lado.

El guía abrió mucho los ojos. Mucho.

- Caaalma, caaalma... yo llevo con ellos dos días - traté de tranquilizarlo.

- Pero, ¿no era éste el que quería Goya?

- Seguramente es que le sonaba.

- Éste sólo quiere meterle mano a la otra.

- Hombre, de momento, parece que se conforma con eso. Luego, no sé...

A la salida, nos encontramos a los tres que nos faltaban tirados por allí. Menos mal, porque si se me llegan a desmandar ya me veía yo llamando a la Unidad de Desaparecidos.

- ¿Qué? ¿Qué tal el museo? - les pregunté.

- ¡Muy bonito! ¿Vamos a cenar?

- Sí, hombre, sí. No todo ha de ser alimentar vuestro espíritu.

lunes, 26 de mayo de 2008

Guías turísticos

El viaje de negocios de hace dos entradas era a la villa (y ex-corte) de Madrid. Finalmente, Jasp pudo ver la final de la liga de campeones en Moscú y llevarse un cabreo de aúpa porque el Chelsea la pifió a última hora. Es curioso, pero casi todos los rusos son aficionados del Chelsea. Vale que el dueño del equipo es Román Abramovich, que es ruso y está forrado, pero precisamente por eso uno pensaría que no les iba a gustar mucho que los dineros del petróleo ruso se los gastase un oligarca despreocupado en montar un equipazo de fútbol en Londres (¡precisamente en Londres!) a golpe de talonario. Sí, eso pensaría cualquiera, pero los rusos piensan de otra manera y les encanta el Chelsea.

Por eso supongo que Jasp lo debió pasar mal por varias razones. Una, porque el Chelsea perdió; otra, porque no lo hizo hasta las tres de la madrugada, hora de Moscú; tercera, porque seguramente no durmió, ya que su avión a Madrid salía un par de horas después; y cuarta, porque el estado de atontolinamiento en que se vio sumido tuvo como resultado dejarse el móvil en casa. Sin embargo, en su descarga, hay que decir que a base de café consiguió pasar el día bastante bien, así que, hacia la tarde, acabado que hubimos el trabajo, nos fuimos con Yuppie a dar un paseo por el centro.

Yo, de Madrid, no conozco mucho. Así como de Moscú me sé cada barrio, de Valencia cada casa y de mi pueblo cada baldosa, de Madrid tengo nociones bastante remotas, cosa que quedó de manifiesto de inmediato.

- ¿Y dónde está el museo del Prado? - me preguntó Yuppie, mientras bajábamos por Recoletos.
- Debe ser ese edificio de ahí - y le señalé a un edificio enorme, de estilo clásico, que se alzaba a la izquierda y al que nos íbamos acercando.
- Pero ahí pone "Biblioteca Nacional" - dijo Yuppie cuando nos acercamos un poco más.
- Ejem... sí, claro... entonces es que es la Biblioteca Nacional, y que el Prado está en otro sitio.

Los metí por la calle de Alcalá, y luego fuimos a parar a Sol. Tenían interés por ver el oso y el madroño, y les llevé hasta él y hasta les dije que el del caballo era Carlos III. Luego les llevé a la plaza Mayor, pero me perdí un par de veces, cosa que allí me suele pasar, y sólo conseguí llegar preguntando a alguno que me pareció local y que me orientó muy amablemente. Ya para entonces, mis dos compañeros no tenían muy claro si yo era el guía adecuado, a pesar de que les dije sin asomo de duda que el de la estatua ecuestre de la plaza Mayor era Felipe III. Jasp, que dijo que había estado antes en Madrid, debió pensar que menos reyes y más orientarse, y tomó el mando del grupo.

- Vamos por aquí, que debe estar la judería.
- ¿Judería? - dije yo, que no sabía que en Madrid hubiera judería.

Y nos metió en Chueca, mientras yo me hacía cábalas de que si los judíos fueron expulsados de España en 1492 y Madrid no se convirtió en corte hasta 1561, poca judería podía haber allí. Pero decidí seguirle sin rechistar.

- Debe ser por la derecha - dijo Jasp.
- No sé, Jasp, aquí, judíos, no sé, pero locas hay unas cuantas.

Dimos alguna vuelta y revuelta más.

- Pero, Jasp, ¿usted sabe por dónde va?
- No sé. Yo creo que el barrio judío debe estar por aquí.
- ¿Pero aquí hay barrio judío? Es la primera vez que lo oigo.
- Sí, el barrio judío. O, ¿cómo se llama también?, el barrio gótico.

Me quedé mirándolo fijamente.

- Jasp, el barrio gótico está en aquella dirección - dije, señalando al Este-. Pero nos pilla un poco lejos de aquí. Está a algo más de seiscientos kilómetros, en Barcelona.

Moraleja: Si no duermes, no conduzcas.

miércoles, 19 de marzo de 2008

Doce rusos en Bilbao (III): modelos de negocio

- ¿Y usted de qué trabaja? - le dijo Nizhny Tagil a Ivánovo.
- ¿Yo? Yo soy tecnólogo de mi fábrica - dijo Ivánovo.
- ¿Y eso qué es? ¿Jefe de obra? - Nizhny Tagil estaba especialmente retador, y más con lo que había trasegado, mientras que Ivánovo, que no habia probado gota y parecía que ésa era su costumbre, tenía que cargar con la cruz de conversar con él durante la cena.
- No. Tengo autoridad sobre la planta. De hecho, el jefe de obra está sometido a mí jerárquicamente.
- ¡Pf! - y Nizhny Tagil sacudió la cabeza con desaprobación - Vaya cosa, tecnólogo.
- Tecnólogo, sí.
- ¿Y de dónde sácáis los ejes? - Nizhny Tagil seguía rascando.
- Los compramos en Inglaterra.
- ¿En Inglaterra?
- Sí. Y luego los montamos.
- ¡Vaya cosa! ¡Vosotros no sois una fábrica! ¡Vosotros sois una línea de montaje, y ya es mucho!
- No estoy de acuerdo. Compramos los ejes y otras piezas fuera, sí; en Inglaterra, o en Japón. Pero también les vendemos el producto terminado. Se llama coo-pe-ra-ción - Ivánovo, con todo lo buena persona que era, estaba llegando al límite.
- ¿Cooperación? ¡Se llama traición! ¡Estáis creando puestos de trabajo en el extranjero! ¡Lo que tenéis que hacer es hacerlo todo vosotros mismos! ¿Voy a comprar piezas de hierro a los extranjeros? ¿Yo? ¿Yo, que estoy sentado sobre minas de hierro? No, no y no: yo voy a crear puestos de trabajo en Rusia.
- Pues véndales el hierro, y cómpreles la pieza terminada. Ellos la hacen bien, pero el producto terminado lo hacemos nosotros más barato, y ellos nos lo compran. Insisto, cooperación.
- ¡A hacer puñetas con tu cooperación! ¡Todo se puede hacer en Rusia! ¡Todo! ¡Tenemos hierro, tenemos gente y tenemos tecnología! ¡Somos los mejores! Y no necesitamos tu famosa cooperación, tecnólogo, porque nosotros lo podemos hacer todo, sin necesidad de quitar trabajo a los rusos y dárselo a los extranjeros. Los extranjeros no saben hacer nada mejor que nosotros. Nosotros somos mejores.

"Jo, pensé, qué tío ¡Cómo se adapta! No lleva ni un día en Bilbao, y ya parece que haya nacido aquí, en el mismo centro."

lunes, 17 de marzo de 2008

Doce rusos en Bilbao (II): En el Guggenheim

Como habíamos dicho antes, el grupo de rusos que me acompañaba en Bilbao era de perfil técnico, a excepción de la chica, que, como filóloga germana, era de letras y a la que se podía suponer una sensibilidad artística mayor que al resto. Desde luego, yo me preguntaba qué hacía una filóloga en semejante grupo y, ya puestos, también se lo pregunté a ella:

- Wie lange arbeiten Sie schon mit diesen Leuten? (¿Cuánto tiempo lleva usted trabajando con estas personas?)
- Wie lange? (¿Cuánto tiempo?)
- Ja. (Sí)
- Sechs Monaten, ungefähr. (Seis meses, más o menos)
- Und wie erlebt eine Germanistin den Alltag in einer so technischen Umgebung? (¿Y cómo es el día a día de una filóloga germánica en un ambiente tan técnico?)
- Ganz normal. (Totalmente normal)
- Wirklich? (¿De verdad?)
- Ja. Warum denn nicht? (Sí, ¿por qué no?)
- Ich nehme an, Sie sind mit ihnen zum ersten Mal in einem Museum. (Entiendo que ésta es la primera vez que está usted con ellos en un museo)
- So ist es. (Así es)
- Dann werden wir sehen, wie sie heute reagieren. (Pues vamos a ver cómo reaccionan hoy)

La cosa comenzó potente. Pasamos todos juntos a la nave principal, la de la foto, donde hay unas enormes estructuras metálicas. Los rusos se pusieron a verlas. Casi todos parecían muy interesados, pero no diría yo que en la dimensión artística de la obra.

- ¿Qué aleación habran utilizado? - preguntó Yaroslavl.
- Parece el tipo de estructura que utilizábamos en los astilleros cuando trabajaba allí - repuso Elektrostal.
- Pero, ¿realmente es metal? - inquirió Ivánovo.

Rostov dio unos toquecitos suaves con la mano, como unas palmaditas de nada, en la estructura.

- No suena a metal.
- ¿Cómo que no? - dijo Nizhny Tagil, mientras daba un puñetazo con todas sus fuerzas en la estructura, arrancando un tañido profundo - ¡Claro que es de metal! Lo que pasa es que hay que darle fuerte.
- Estooo, creo que será mejor que nos vayamos a otra sala - propuse, mientras con el rabillo del ojo veía a una celadora acercarse hacia nosotros desde el otro extremo de la sala, probablemente no para felicitar a Nizhny Tagil por el sonido que había logrado obtener.
- No estaba mal esta sala, no - dijo Perm.
- Sí, se ve que son buenos fundidores - concluyó Ural, mientras salíamos de la sala. La celadora echó al aire un suspiro y, al ver que nos íbamos, desistió de perseguirnos.

Luego pasamos a otra sala, en la que habían unos cuadros muy chulos hechos con platos pintados. Uno era un autorretrato del autor.

- Aber das ist doch prima! (¡Pero si esto es estupendo!) - le dije a la filóloga.
- ¿Qué es esto? - preguntó, con evidente desagrado, Nizhny Tagil.
- Es un autorretrato del autor, que tiene toda una serie realizada con platos - dijo la chica, que había alquilado una audioguía e iba escuchando la versión alemana y tratando de explicar las cosas a los demás, traduciendo al ruso sobre la marcha.

A todo esto, Yaroslavl, Ivánovo, Ekaterimburg y Perm se habían ido por su cuenta y ya no los volvimos a ver hasta la exposición del surrealismo del cuarto piso.

Ural volvía a tener ganas de fumar y ya no veía tan claro que le gustara el museo.

Rostov se puso muy cerquita de la chica, pero no parecía que fuera por escuchar las explicaciones.

Moscú y Elektrostal comentaban que el museo se veía interesante, pero que ellos habían sido educados de otra manera más conservadora.

Entonces se oyó a una celadora, muy nerviosa, poniendo el grito en el cielo. Me di la vuelta y la oí dirigiéndose en castellano a Nizhny Tagil, que no entendía ni jota.

Al dar la vuelta a una sala había una estructura tubular atravesando una pequeña pared de cemento. Nizhny Tagil estaba junto a ella y la celadora junto a él.

- ¡No se pueden tocar las obras! - decía la celadora. Llegué corriendo y se lo traduje a Nizhny Tagil.
- ¿No? Entonces, ¿para qué las exponen?
- ¿Qué ha dicho? - me preguntó la celadora.
- Dice que lo siente mucho y que no sabía que estaba prohibido -traduje de manera, como se ve, algo libre.
- Pues dígale que no se toca.
- Dice que las exponen para que el público las vea - le dije a Nizhny Tagil.
- Pues vaya birria.
- Dice el señor que hace usted muy bien su trabajo - le dije a la celadora-. Este señor es de una ciudad de Rusia y ha venido a Bilbao a ver el museo.

La celadora se calmó un poco.

- Venga, ya nos vamos de la sala.

Al salir de la sala, Nizhny Tagil parecía poco dispuesto a seguir familiarizándose con el arte moderno.

- Yo me voy. Les espero fuera ¿Para qué me voy a quedar? ¿Para ver platos rotos?

Ural vio el cielo abierto y salió con él acariciando su mechero.

- Ein hervorragend ausgebildeter Mensch. Er wird sich dieses Besuches mit Tränen erinnern (Una persona excelentemente formada. Se acordará con lágrimas de esta visita) - le dije a la filóloga con toda la sorna de que era capaz.
- Ach, die sind alle wie Kinder (Son todos como niños).
- Aber Sie haben wohl doch gesagt, dass Sie bisher keine kulturelle Schwierigkeiten im Umgang mit diesen Naturwissenschaftlern gefunden haben. (Pero usted dijo que hasta ahora no se había encontrado con dificultades de tipo cultural en el trato con esta gente de ciencias).
- Eben. Bisher (Eso es. Hasta ahora)

Rostov se puso junto a unos tubos de metal que había en otra sala.

- ¿Y esto es arte moderno? - le preguntó a la filóloga, que seguía intentando aclararse con la audioguía.
- Sí.
- Ah, pues entonces estoy rodeado de arte moderno en la fábrica de helicópteros, sobre todo cuando los obreros se dejan algo a medio hacer.

La visita siguió sin mayores novedades. Encontramos a los cuatro en las salas del surrealismo y Moscú se unió a ellos. Rostov seguía pegado a la filóloga y yo me quedé con Elektrostal, que era un señor bastante tranquilo y poco conflictivo, viendo las últimas salas del museo.

Finalmente salimos, pero allí no estaban Nizhny Tagil ni Ural. Los volvimos a ver cuando quedamos para cenar, y Nizhny Tagil presentaba un sospechoso olor a alcohol. Ural no, probablemente porque el pestazo a tabaco lo ocultaba.

Y claro, durante la cena estuvieron bastante... particulares, sobre todo nuestro amigo Nizhny Tagil, que ya ha quedado claro que suple su escasa visión de mundo con un carácter franco y poco dado a disimulos. Pero eso ya lo dejo para la siguiente entrada.

martes, 11 de marzo de 2008

Doce rusos en Bilbao

El grupo era bastante diverso. Dos eran de Moscú o de sus alrededores inmediatos, pero los demás eran de ciudades menores (Ivánovo, Yaroslavl, Perm, Rostov, incluso Nizhny Tagil...). Once eran hombres, de los que sólo uno hablaba inglés, y los once eran ingenieros de formación; y había una mujer, filóloga germánica, jovencita ella, que hablaba muy bien en alemán y algo peor en inglés y que era quien pastoreaba al grupo, sobre todo cuando yo me escaqueaba o me dedicaba a hacer de intérprete en cualquier circunstancia.

Llegamos, pues, a Bilbao, nos metimos en el hotel y enseguida nos fuimos a comer. Senté a los doce en una mesa del café Iruña y me puse hacia el centro. Aquello parecía una caricatura de la Última Cena. El camarero se acercó algo inquieto, pero se alivió algo cuando se dio cuenta de que al menos uno hablaba castellano.

- A ver, ¿qué os pongo?

Así me gusta. Nada que "¿Qué van a tomar los señores?" ni de "¿Vos querés que os traiga la carta?". Eso es un camarero español tradicional, y lo demás perversiones del original.

- Voy a preguntar.

Y me dirigí a los rusos. Comencé a traducirles la carta mal que bien, pero como vi que no se aclaraban, la cosa tardaba y ya eran las tres y media, abordé al camarero y le dije:

- Ven p'acá. De primero, ensalada mixta para todos, y de segundo, dorada para todos. Nos pones tres platos de ibérico repartidos por la mesa y otros tres de Idiazábal. Para beber, vino.
- ¿Os pongo unas botellas de agua?
- Adelante.

El camarero se fue contentísimo, por lo fácil que iba a resultar servir aquello. Al poco tiempo comenzó a aparecer la comida, empezando por el queso y el jamón.

- ¿Y esto que es? -preguntó Ivánovo, señalando el jamón- ¿Bacon?
- No, es jamón -respondí.
- ¿Jamón?
- Es carne de cerdo, de la pierna del cerdo.

Ivánovo lo probó con inseguridad.

- No está mal ¿Está ahumado?

Aquí ya me faltaron las palabras en ruso para decir "curado". Intenté explicarles algo el proceso de producción, pero me di cuenta de que se estaban pasando al queso.

Llegó el vino, un Rioja estupendo, nos servimos todos y a todos les gustó, aunque seguro que alguno echó de menos algo un poquito más fuerte. Pero entonces el camata trajo el agua, y Nizhny Tagil, que estaba sentado a mi lado, abrió mucho los ojos.

- ¿Agua con el vino? - preguntó, poco menos que indignado.
- ¿No? - le dije, aunque hablé con un poco de dificultad, porque tenía la boca llena de ibérico, visto que no estaba teniendo mucho éxito entre los comensales.

Ural llevaba un buen rato inquieto y se salió a la calle, evidentemente para fumar, seguido inmediatamente por la chica, que tenía las mismas intenciones y que debía llevar un rato esperando a que alguien se decidiera. También se levantó Rostov, pero éste más bien porque lo que quería era ligar con la chica. A todo esto, poco a poco los comensales se iban animando y, en vista de que los primeros platos no venían, iban dando buena cuenta del queso y un poco menos del jamón. Pero del jamón ya me encargaba yo, para que no sufrieran.

Trajeron la ensalada.

- ¡Oh, cuántos vegetales? - dijo Perm.
- ¿Todo esto son vegetales? - me preguntó Yaroslavl.
- Estoo... no, eso de ahí es atún.

Como había hambre, y de buena parte del jamón ya me había encargado yo, dejaron de hacer preguntas tontas y se pusieron manos a la obra. Pronto llegó el segundo.

- ¿Y esto qué es?
- Esto es pescado.
- ¿Y qué pescado?
- Bueno, en español se llama "dorada".
- ¿Y en ruso qué pez es éste?

"¡Leches! ¿Y yo qué sé?", pensé, rebuscando en vano.

- En los restaurantes de Moscú también hay dorada - dijo el que era de Moscú-, pero es muy cara. Yo nunca la había comido. Bueno, al menos en la carta de los restaurantes pone "dorada".
- Sí, sí, pero ¿qué pez es? - insistió Nizhny Tagil, que era un cincuentón bastante faltón y evidentemente poco viajado.
- Pues en ruso no lo sé - dije.

Y Nizhny Tagil me miró como diciendo "Pues vaya inútil que me han sentado al lado".

(Por cierto, ahora sé que en ruso también se dice "dorada", o bien con el término técnico "aurata". El de Nizhny Tagil no se coscó, aunque, teniendo en cuenta que Nizhny Tagil está a varios miles de kilómetros del hábitat habitual de la dorada, tampoco hay que eprochárselo demasiado).

Al final, se lo comieron todo, les di de postre tarta de San Marcos para todos, a pesar de los lamentos de la jovencita, que decía que era "ein kleines Mädchen" y quería guardar la línea, se lo hice comer todo y salimos de allí.

La clave de lo sucedido me la dio al día siguiente, cenando, mi amigo Xabier, bilbaíno a más no poder con el que me escaqueé para cenar.

- Es que es perder el tiempo. A los guiris no hay que darles de comer, porque no lo aprecian. Llevé a comer a un sueco, dijo que le gustaba el jamón, pedí jamón, y el tío va y quita lo blanco ¡Lo blanco! ¿Será posible? - decía Xabier indignado y con toda la razón del mundo.

Pero volvamos con el grupo de rusos, que, tambaleándose después de la comilona, camina por la ría en dirección al Guggenheim con la intención de visitarlo.

Pero lo que pasó en el Guggenheim, que tiene todavía menos desperdicio que el jamón ibérico, lo dejo para la siguiente entrada.