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sábado, 24 de febrero de 2024

Patinetes

Lo de Bruselas con los patinetes no tiene nombre, o mejor no lo tenía. Estaban por todos los sitios y eran de todo tipo o condición. Cualquier mindundi se podía pillar uno alquilado entre los tropecientos que había en cualquier sitio. Y luego, cuando llegaba al sitio al que quería llegar el mindundi, el susodicho mindundi lo arrojaba allí mismo, en mitad de la acera, o tirado por el suelo, o en el bosque, o en el cementerio, o apoyado al reves en una papelera, o encajado en un buzón de correos. Donde más rabia le diera al mindundi.

Pues se acabó. Desde hace unos días, sólo dos empresas (Bolt y Dott, que eran las más grandes. Lime, Tier y Bird eran las otras tres oficiales, y a saber qué más había por ahí) tienen permiso para operar en Bruselas. El resto de la chusma ha perdido esa posibilidad. Es más, el parque móvil, que se calculaba que era de 20.000 patinetes, ha quedado reducido a ocho mil, que sigue siendo abundante, pero menos. Finalmente, el gobierno regional ha designado mil quinientas zonas de depósito de los patinetes, así que se acabó también abandonarlos delante de la entrada de una garaje o atravesados en la acera.

Como no soy usuario de los patinetes, no sé exactamente cómo ha afectado la medida al populacho que los utiliza. Yo sigo viéndolos, pero sí que parece que la cosa se ha vuelto más civilizada. Las dos operadoras que quedan son razonablemente serias y no tienen los patinetes trucados para que vayan a toda leche, así que no se ven tantos conductores suicidas como antes. También parece que se ha terminado realmente lo de dejar los patinetes a donde a uno mejor le pareciera.

Entretanto, he leído y escuchado en la radio que las nuevas autoridades municipales de Valencia se están dedicando también a poner coto a los patinetes, que en Valencia son más bien de propiedad privada, y no de alquiler, como aquí, y que les obligan a ponerse casco, a no llevar auriculares y a ir por donde deben.  Bueno, eso de ir por donde deben, en lugar de por las aceras, parece que afecta también a los ciclistas, ahora que la actual alcaldesa no se desplaza en bicicleta. Dentro de unas semanas volveré a Valencia a comprobarlo personalmente, espero que no en mis propias carnes, aunque yo en general no voy por las aceras (está bien, con alguna excepción), pero me querría detener en lo de la prohibición de llevar auriculares.

En España, hasta donde yo sé, está prohibido a rajatabla. En Bélgica, cuando llegué, yo pensaba que llevar auriculares en bicicleta era obligatorio, porque apenas había nadie que no los llevase. En mis primeras clases de idioma de por aquí, había quien se indignaba por el hecho de que en según qué sitios del mundo estuviese prohibido. También pensaba yo que en Bélgica, al igual que en Moscú, hablar por el móvil en el coche mientras uno conducía era igualmente obligatorio, y parece que no, que también está prohibido.

En fin, debo reconocer que, a fuerza de ver al resto del mundo andar con auriculares, me compré unos de conducción ósea que están de moda, que no aíslan del ruido ambiente, cosa que sería demasiado peligrosa, y los uso por la mañana para oír la radio. Ya sé yo que, en Valencia, me puede caer un multazo del quince a la que se me ocurra llevarlos por ahí, pero es que uno tiene que intentar adaptarse a las condiciones de allá a donde va, no se le vaya a hacer tan tarde como ahora mismo.

miércoles, 27 de enero de 2021

Sobre la dejación de responsabilidad

No sé muy bien cómo, he conseguido llegar a Valencia, una ciudad muy cambiada en estos tiempos de pandemia. Cuando estoy aquí, acostumbro a dar un paseo en bicicleta antes de irme a dormir, y eso he continuado haciendo durante esta semana, pero la diferencia con otras épocas es enorme. Es cierto que estamos a final de enero, que no es temporada que invite a salir por ahí en general, pero el espectáculo que se ve por la ciudad, poco antes de que, a las diez de la noche, todo el mundo deba recogerse por obligación, es bastante triste. Las calles, que normalmente deberían estar repletas de viandantes, están casi completamente vacías, sólo surcadas por ciclistas mensajeros que llevan sus cajas de comida a través de la ciudad, y por algún despistado que se apresura a regresar a lugar seguro, antes de que las patrullas de la policía local se lancen a la búsqueda de posibles infractores del estado de alarma.

La plaza de la Virgen, que normalmente es un lugar que, por la noche, contempla a una multitud de jóvenes ejercitándose con el monopatín, ahora está casi solitaria. Sólo dos personas me ven atravesarla con mi bicicleta y, al verme parado para hacer una foto, se me acercan y me ponen un micrófono debajo de la boca. Resulta ser una reportera enmascarada y su cámara, que quieren saber si soy consciente de que debo respetar el toque de queda a partir de las diez, y si dispongo de un justificante laboral en caso de que, por lo que sea, a las diez esté todavía en la calle.

Son las diez menos veinte, y la plaza de la Virgen no está lejos de mi casa, así que lo más probable es que ellos corran más peligro que yo de recibir una multa, pero les respondo que estoy de vacaciones, y que cuento con llegar a casa a tiempo. La reportera parece sorprendida de que alguien de vacaciones esté en la calle tan a deshora, para lo que se ha convertido España en estos tiempos, y me dice que no desea entretenerme y me anima a volver a casa cuanto antes.

Da que pensar en qué nos hemos convertido. La mía puede ser una intuición errónea, pero creo que la pandemia ha hecho emerger muy visiblemente un fenómeno que venía desarrollándose desde hace mucho tiempo y que se había acelerado en los últimos meses, hasta salirse de madre ahora mismo: la renuncia a la libertad para poder renunciar a la responsabilidad. Es un fenómeno que afecta a todo individuo, pero que ha llegado a su culminación en este caso, en que una amenaza externa, el virus, nos obliga a elegir, y la gente ha decidido delegar su responsabilidad (y su libertad) en el Estado, ese ente que ha ido creciendo hasta convertirse en un monstruo deforme que aspira a ser totalitario. No, no es necesario ser fascista o comunista para ser totalitario; curiosamente, también se puede ser totalitario desde el liberalismo burgués y, de hecho, estoy por apostar que este proceso hacia la renuncia a la responsabilidad comenzó con las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX.

Y así es. En el Antiguo Régimen, con un Estado embrionario y pequeño, y una multitud de cuerpos intermedios, a nadie se le iba a ocurrir delegar toda su responsabilidad en el Estado, porque evidentemente ésa no era su función. Cuando, en la Edad Media, y en la Edad Moderna, las sociedades de aquellos tiempos se enfrentaron a la peste, o a la viruela, aquellas gentes se hicieron responsables de sus actos, que les podían conducir a la muerte, sí, pero no se les ocurriría echarle la culpa de su muerte al gobierno. Ha pasado, me pilló en el momento inadecuado, con la compañía inadecuada, y qué se le va a hacer.

En el momento en que el Estado comienza a engordar, la tentación totalitaria empieza a aparecer. Me atrevo a decir en que el primer momento en que el Estado engorda es cuando la República francesa, acosada por los ejércitos profesionales contrarrevolucionarios, decide proceder a una leva en masa para conseguir un ejército impresionante, moviliza todos sus recursos en esa guerra moderna, y logra derrotar a las coaliciones que se le oponen. Las otras naciones terminarán por imitar a los revolucionarios franceses.

En España, el aparato estatal empezó a engordar durante el siglo XIX, de una manera imperceptible, pero constante. Y, con su crecimiento, fue acaparando funciones que antes no poseía, lo que, a su vez, requería seguir creciendo. De todas manera, el aparato español era relativamente reducido y no dejó de serlo hasta la década de los ochenta del pasado siglo cuando Felipe González subió al poder. Franco es muy criticado, e incluso hay quien lo llama totalitario, pero la verdad es que, si tuvo ganas de ser totalitario, lo que no tuvo nunca son posibilidades de serlo, porque jamás contó con una administración que se lo permitiera.

Bajo Felipe González, en cambio, el tamaño del funcionariado creció, además de configurarse el monstruo actual que es en España la administración autonómica, que se ha tratado de abrir paso rascando competencias de las administraciones central y local, que no por ello se han reducido todo lo que debieran. Ahora mismo, España tiene una administración enorme, como también los países de nuestro entorno. A veces queremos pensar que lo nuestro es lo peor, y no necesariamente es así.

Cuando tienes un bicho tan grande en tu país, lo menos que puedes hacer es confiarle una función, y los ciudadanos españoles lo que hemos hecho es endiosarlo y confiarle la solución a todos nuestros problemas. Por su parte, el Estado se ha dejado querer (y endiosar) y realmente se ha creído un dios, con lo que ha ido adoptando funciones y más funciones y, con el tiempo, ha ido expulsando de esas funciones a todos los que han pretendido competir con él. Otro día escribiré sobre cosillas como la sanidad y la educación...

Desde el punto de vista del individuo, ceder la responsabilidad a otro tiene un peligro enorme, porque también le estás cediendo la posibilidad de coartar tu libertad. Creo que lo que está sucediendo durante la pandemia es un buen ejemplo. Las medidas para atajar el coronavirus, en general, son parecidas en todo el mundo; según el país, o la zona, algunos tienen éxito ahora, y otros lo tuvieron más atrás. Valencia, por ejemplo, como ya he escrito, era una especie de paraíso terrenal poco después de terminado el verano, sin apenas casos, y hoy es lo más parecido al infierno, con el virus campando por sus respetos, contagios a tutiplén, los hospitales colapsados y los cementerios llenos. Pues las medidas no son muy diferentes entre un momento y el otro. Los ciudadanos, dentro de nuestra tendencia ancestral a buscar un culpable (¿cómo vamos a ser culpables nosotros? ¡Eso nunca!), le echamos la culpa al gobierno de cualquier cosa y por cualquier acción que quien sea perciba como errónea, pero eso es porque primero le hemos cedido la responsabilidad, que debía ser nuestra, y la libertad, que también debía ser nuestra.

Esto se está alargando y no estoy seguro de estarme expresando bien. Además, se hace tarde, y ya sabéis que, cuando se hace tarde, las ideas fluyen menos y peor, así que voy a terminar con la foto que he hecho en la plaza de la Virgen, justo antes de que la reportera se me aproximase.

Desconozco por completo si tiene que ver con el próximo Año Santo Jacobeo, pero supongo que sí. En todo caso, tiene toda la pinta de una invitación a ponerse en marcha y a asumir las responsabilidades que hemos espantado y cedido a quien ni las merece ni puede asumirlas. Cuando uno está en marcha, toma las riendas de su vida y no necesita a un Estado que, a fuerza de crecer y crecer, se ha convertido en maestro, médico, enfermero, defensor, padre, madre y, si las cosas se tuercen mucho, también psicólogo (una profesión, por cierto, a la que le tengo una inquina muy especial). Un Estado que ha convertido a todos los ciudadanos en adolescentes caprichosos, pendientes de la última novedad y frustrados cuando no todo sale como uno desea.

Habrá, pues, que ponerse en camino, y yo lo hice, siguiendo la flecha, porque mi casa está precisamente en esa dirección y porque se estaban acercando las diez a marchas forzadas, y se hacía tarde, pero esto no ha terminado aquí. Sólo lo ha hecho por hoy.

lunes, 28 de diciembre de 2020

Carriles bici originales

El cachondeo con el concejal de movilidad de la ciudad de Valencia, Giuseppe Grezzi, continúa sin parar. En esta ocasión, ha sido el objeto de la tradicional inocentada del día de hoy. Y es que, para informar a quienes lean estas pantallas y no sean españoles, el 1 de abril, que es el "fool's day" en medio mundo, en España no pasa absolutamente nada (no sé si en otros países sucede lo mismo). El día equivalente en España, donde se dan las noticias falsas con intención de hacer gracia, es hoy, 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes; todo el mundo buscaba las noticias falsas, al menos hasta que apareció "El Mundo Today" y otras publicaciones satíricas de ese tipo, que ofrecen las mismas noticias falsas y (muchas veces) graciosas todos los días, con lo que el 28 de diciembre no ocurre nada especial.

En esta ocasión, la noticia es ésta, y ha sido ampliamente difundida en redes sociales. Además, desde que los medios de comunicación dan la posibilidad de insertar comentarios a las noticias, siempre hay alguien que queda en evidencia y se toma la noticia en serio.

Supongo que el propio Grezzi estará encantado de ser el protagonista de una inocentada como ésta. Al menos, yo lo estaría en su lugar. Por cierto que, entretanto, he tenido ocasión de utilizar el carril bici de la Gran Vía Fernando el Católico que comentaba el otro día y, como era de esperar, no lo encontré peligroso en absoluto y, desde luego, no en comparación con lo que viví durante mis años de estudiante. Hay espacio para todo el mundo, está todo bien señalizado, y no veo por qué tiene que ocurrir alguna desgracia, como profetizan los más agoreros; al menos, lo que está claro es que las posibilidades de que ocurra la desgracia son mucho menores que antes.

En cuanto a mi impresión de residente extranjero recién llegado a España, pues creo que la gente está mucho más cansada de las restricciones de lo que lo estaba hace dos meses, cuando vine por última vez. Creo que la paciencia se está terminando y que mucha gente que, por lo demás, no tenía un concepto muy elevado de las reuniones familiares de estas fechas, las está echando de menos cuando se las han quitado, además de que, las que ha habido, las ha habido muchas veces en ausencia de algún pariente, y se les echa en falta. Ése ha sido mi caso, por desgracia de forma definitiva, pero también el de muchos otros que, sin llegar al extremo, tienen a sus padres y abuelos confinados en residencias, de donde no les dejan salir en estos días, y que, como mucho, se han podido saludar desde un balcón.

En el caso particular de Valencia, a donde he logrado llegar burlando el cierre perimetral (y porque tenía una causa justa para burlarlo), a ello se añade que, de repente, los contagios han aumentado de forma notable. Durante el verano, y tras el mismo, la Comunidad Valenciana podía mirar a las demás por encima del hombro, gracias a su reducido número de casos, que le valió ser considerada como zona relativamente segura y destino preferente, incluso turístico. Sin embargo, la dicha ha durado sólo unas semanas, hasta el punto de que los datos valencianos son ahora los peores de España, y son las autonomías más castigadas en otoño las que nos miran ahora por encima del hombro, lo cual debería ser una cura de humildad para todos los responsables políticos, que ni eran tan buenos en verano, ni seguramente son tan malos ahora.

En los próximos días deberé seguir desafiando el cierre perimetral de Valencia, porque tengo que desplazarme a Madrid antes de final de año; pero luego tendré que volver a Valencia, porque mi vuelo de vuelta a Bruselas, que compré antes de que se supiera nada de los cierres perimetrales, debería despegar desde aquí. Y, entretanto, el gobierno belga ha adoptado medidas más severas y exige unas pruebas PCR negativas recientes a todo el que acceda a territorio belga, excepto a los residentes. Es decir, que en los próximos días voy a tener que convencer a las autoridades belgas y españolas de que resido en Bruselas, Madrid y Valencia, más o menos al mismo tiempo. Además, parte de esos viajes los haré acompañado de mis hijos... que también deberán convencer a las autoridades competentes de que residen en tres sitios diferentes.

En fin. Veremos si la experiencia acumulada de supervivencia en Rusia me resulta útil en esta tesitura, o me he ablandado excesivamente con las comodidades de Europa Occidental. Pero eso lo veremos en los próximos días. Hoy no, porque se hace tarde.

viernes, 18 de diciembre de 2020

I wanna Grezzi (de nuevo)

Ya sé que no es la primera vez que me pongo con este tema, pero es que me resulta apasionante. Soy ciclista, y espero que por muchos años, y serán muchos años si no tengo ningún percance serio, cosa que será más probable que suceda si hay unas infraestructuras como es debido. He pedaleado en España, en Alemania, en Rusia, un poquito en Francia (parte alsaciana) y ahora pedaleo en Bélgica, sobre todo cuando no hay pandemia que me ponga en teletrabajo forzoso.

España (y no sólo España, seamos serios) es un país en el que, si vas en bicicleta, te etiquetan de progresista, ecologista y muchas cosas a cual peores, ninguna de las cuales soy. Da la impresión de que todo vaya junto, y digo yo que se podrá ser ecologista, y progresista, y no obstante moverse en coche, y no es que se pueda, es que conozco más de un caso y más de dos de ecologismo hipócrita, igual que los hay que progresismo de salón y de vegetarianos que comen jamón de vez en cuando, a escondidas, como un vulgar pecador de la pradera de la religión que se han montado.

De igual modo, se puede ir en bicicleta no por un respeto reverencial por el medio ambiente, ni por luchar contra el capitalismo, sino simplemente porque ir en bicicleta mola, incluso cuesta arriba. Bueno, lo de cuesta arriba sin pasarse.

Mola más todavía cuando puedes circular despreocupadamente, sin temer demasiado que venga un vehículo monstruoso y te lleve por delante. Por eso, cuando leo nuestro panfleto regional valenciano, leo que Grezzi ha vuelto a hacer de las suyas, pero esta vez se ha cortado mucho, y ha montado un carril bici en la Gran Vía Fernando el Católico, en el cap i casal, aunque en la calzada y junto al carril bus, del que no está segregado. Hasta los ciclistas, según "Las Provincias", critican esta vez a Grezzi, o bien "Las Provincias", que ya sabemos que a Grezzi le tiene ojeriza, ha escarbado hasta encontrar un ciclista que critique a Grezzi.

Conozco cada metro de la Gran Vía Fernando el Católico. Durante años fue mi camino de vuelta a casa después de las clases de ruso en la Escuela de Idiomas. En aquellos tiempos feroces, ni siquiera me cabía en la cabeza que pudiera haber un día un carril bici por allí. Además, en mi clase hubo un año un tipo bastante cretino, repeinado y estudiante de Derecho, que no pegaba ni con cola entre aquella panda de peludos que estudiábamos ruso, y que iba con una bicicleta de montaña, cuando apenas existía tal cosa, con no sé cuantas marchas y una aerodinámica que dejaba tieso a cualquiera. Yo llevaba un modelo de frenos de varilla, que distraje de la herencia de un tío abuelo, que llevaba lustros criando polvo en un corral, que los herederos me cedieron con una mezcla de conmiseración y asco, y que fue mi medio de transporte durante mi último año en Valencia, que sigo considerando uno de los años más felices de mi vida. Los piques en bicicleta con mi pijérrimo compañero de clase, que debía vivir por mi zona, eran de órdago, y el teatro de las operaciones era el carril bus de la Gran Vía Fernando el Católico, con su asfalto horadado y desnivelado a fuerza de soportar autobuses de dos cuerpos, camiones y todo tipo de maquinaria como pasaba por allí en aquel entonces, y que, a veces, me pasaba a mucho menos del metro y medio de distancia que, ya entonces, debía respetar al adelantarme. Qué digo metro y medio, ojalá hubiera sido la mitad. En ese contexto, dos estudiantes de Derecho y de Ruso se las tenían tiesas con sus respectivas bicicletas, uno con mejor material rodante que el otro, el cual, sin embargo, a base de orgullo, entrega, y encontrando atajos más cortos que la línea recta, a pesar de Euclides, a veces obtenía ventaja.

Los nietos de aquellos dos ciclistas podrán disfrutar de recorridos menos peligrosos. Porque, si salí no sólo vivo, sino indemne, de aquel año, ello tuvo que ser debido a la milagrosa intervención del ángel de la guarda. No hay otra posibilidad.

En cuanto a que sea un carril no separado del resto del tráfico, e interrumpido por quienes, con todo su derecho, quieren acceder a los autobuses y taxis que circulan por allí, pues qué se le va a hacer. De momento, hay esperanzas para que el asfalto mantenga al menos una apariencia digna, y no los socavones que me ha tocado vivir. Y luego, si comparo con Bruselas (o con Madrid, que yo no sé cómo no fallecen más ciclistas en Madrid, con los carriles suicidas que hay), ya me gustaría en Bruselas tener más carriles como el que veo en las fotos, pulcramente pintado de rojo. Aunque las cosas están empezando a mejorar, el carril bici bruselense más habitual es una bicicleta con una flecha pintada en blanco sobre el asfalto, y allá te las compongas. Sólo últimamente el gobierno socioecologista se ha puesto las pilas con los carriles bici.

Tengo ganas de probar el carril bici de Fernando el Católico, ya abierto al público. Si Dios quiere, tendré la posibilidad dentro de unos días. Lo más probable es que me entre un poco de morriña de aquel año que rodé peligrosamente, pero lo cierto es que todo lo que me recuerda aquel año me produce un poco de morriña, quizá porque los humanos tenemos la tendencia de recordar las cosas buenas, y aquel año hubo muchísimas, y olvidar las malas, que también las hubo. 

Entretanto, me quedan unos días de circular -poco- por los carriles bici sin segregar característicos de la región de Bruselas, lo cual me debería recordar mucho más mis piques con mi conmilitón que el relativamente aséptico recorrido en que seguramente se habrá convertido la Gran Vía. Pero eso será en otro momento, porque ahora se hace tarde, y mañana me toca madrugón.



viernes, 10 de agosto de 2012

Las cosas están cambiando... y van sobre ruedas

La foto que acompaña esta entrada está tomada desde una de las bocacalles que conducen de la plaza Roja a Kitay Gorod, en el mismísimo centro de Moscú. Efectivamente, al fondo se ve la iglesia de Kazán, un pedacito del Museo de Historia y una torre del Kremlin (Ro se sabe el nombre de todas de memoria, pero yo sólo unas cuántas, y ésa no está entre ellas). A la izquierda, se ve la fachada de los GUM, esos grandes almacenes que parecen el castillo de una princesa, y donde ahora hay cosas, sí, pero lo he conocido en tiempos mucho peores.

Bueno, pues lo insólito es lo que hay en primer término: un aparcamiento de bicicletas. Sí, al lado mismito de la plaza Roja, como en Valencia. Es posible que Moscú ya tenga más aparcamientos para bicicletas que Madrid. Bueno, lo cierto es que esto no era muy difícil.

Y es que las cosas han ido cambiando un poquito desde que tomé mi decisión (que nadie comprendió entonces) de comprarme una bicicleta en Moscú y, lo que es peor, de usarla. Entonces era un gesto irracional y que se miraba como el de alguien no estaba muy en sus cabales. Pero, entretanto, el tiempo ha ido transcurriendo, los atascos moscovitas han ido siempre a más, y ya no soy el único que circula por Moscú en bicicleta. El colmo ya se produjo hace un par de semanas, cuando vi una bicicleta exactamente igual que la mía (la mía es una bicicleta plegable especialmente friki). Esto prolifera, aunque lentamente, y no se trata sólo de jovenzuelos, sino que también hay dievushkillas que se creen alternativas (pero que son dievushkillas y lo serán siempre), y un buen número de tayikos constructores. Con éstos hay que andar con ojo, porque manejan lo suficientemente bien las cizalladoras como para hacer desaparecer una bicicleta atada a una farola en un abrir y cerrar de ojos.

Lo que no esperaba es que empezara a aparecer infraestructura ciclista en Moscú, pero lo está haciendo, y este aparcamiento, espero, será sólo el comienzo.

El colmo ya será cuando la gente se conciencie de que los ciclistas somos unos más y tenemos tanto derecho como los conductores de coches a ir por la calzada. Todavía ayer estuve leyendo una guía de Moscú en la que mencionaba que se podía visitar en bicicleta, y recomendaba a los ciclistas ir por la acera. Eso sólo lo puede recomendar alguien que no ha montado jamás en bicicleta por Moscú, pero que le ponen a escribir guías, y escribe lo primero que se le ocurre.

¡Ir por la acera! Las aceras en Moscú, y más en verano, con todas las obras, baches, irregularidades y adoquines sueltos, apenas son buenas para caminar por ellas, cuánto menos para ir en bicicleta. Hay unos bordillos de dos palmos, gente por todos los sitios y, por donde no la hay, y como hemos visto repetidamente, el ayuntamiento de Moscú permite aparcar coches. Y, cuando no lo permite, los propios conductores se arrogan el derecho impunemente.

Pues no. Toca ir por las calzadas, aunque los conductores, especie soberbia donde las haya, y más aquí, pongan el grito en el cielo. Pasa poco, la verdad, pero a veces pasa. Hace unos dos meses, por ejemplo, iba yo tranquilamente por mi camino, cuando sonó un claxon desesperado. Volví la cabeza, y vi a una chica rubia, con gafas oscuras y aspecto desafiante, al volante de un descapotable rojo que, al ver que la estaba mirando, me espetó:

- ¡Lárgate de aquí!

Y acto seguido se metió por el bulevar para hundirse en el atasco, mientras yo, efectivamente, me iba de allí sin ningún problema.

Al final, ese tipo de gente que quiere hacer de Moscú una ciudad falsamente elitista encuentra la horma de su zapato. Fue famoso el año pasado el caso de una chica de alta sociedad que publico un artículo en el que se quejaba de tener que compartir su Moscú con gente pobre y desastrada que le quitaba sitio y no hacía bonito, y proponía que expulsaran a toda esa gente indigna de Moscú y la reubicaran en otro sitio donde no molestaran a la gente-bien. La pusieron bastante a caldo, pero ella dijo esto totalmente en serio, y estoy seguro de que hay muchísima gente que estaba de acuerdo con ella, e incluso puede que alguno que otro sea votante del Partido Comunista.

Entretanto, y mientras prosigue la serie anterior, dejo un par de enlaces que, ojalá, con el tiempo sean el principio de un cambio de mentalidad que vaya mejorando la cochambrosa calidad de vida de ésta mi ciudad. El principal es una bitácora sobre el ciclismo urbano en Moscú (Let's bike it, también con su versión en inglés. Dentro de la página han metido un ciclomapa, donde han registrado los aparcamientos de bicicletas, los puntos de alquiler y, atención, el primer carril-bici de Moscú. Medio kilómetro que no lleva a ningún sitio, sí, pero por algo se empieza, ¿no?

miércoles, 13 de julio de 2011

Comercios

En los años del desarrollismo franquista español, y aún antes, los edificios se construían a pie de calle, con un portal por el que se accede a las viviendas y con dos locales comerciales a los lados del portal, que son los que hacen que en España haya tal densidad de pequeños comercios, sucursales bancarias (bueno, ahora veremos cómo queda eso) y tiendas de proximidad, como dicen los finos.

En Rusia, no.

En la Unión Soviética, los jerifaltes comunistas encargados de la planificación decidieron que eso de destinar espacio a las tiendas era fomentar el consumismo y que, para fomentar el consumismo, ya estaba el fasciocapitalismo burgués occidental, dirigido, entre otros, por Franco, ése que pasó, contradiciendo a Dolores. El resultado es que los edificios de viviendas eran, estrictamente, edificios sólo de viviendas y pare usted de contar, mientras que los escasos comercios eran espacios a donde la gente iba a perder la paciencia a base de hacer colas en tres sitios distintos, para escoger, para pagar y para recoger lo comprado. Y gracias si había lo que buscabas.

Pero llegó la disolución de la URSS y del comunismo, y con esto se desataron las ganas de consumir de los rusos. Unas ganas de consumir que estaban ahí, ocultas y con bozal, pero que eran de lo más real. Y apareció la libertad de empresa y lo que no aparecieron fueron locales comerciales, porque nadie pensó en ellos al hacer los edificios. En su lugar, y aún hoy seguimos así, hay quioscos que venden de todo por doquier, pero los sucesivos alcaldes de Moscú (bueno, los dos) tuercen el gesto cuando se dan cuenta de que los quioscos son de una cutrería tremenda y les ponen todas las zancadillas que pueden, y si no les ponen más trabas es porque tampoco se trata de desabastecer la ciudad.

Una muestra de los lugares en que debe situarse el pequeño comercio lo tuve el otro día, cuando tuve que cambiar una cubierta de mi bicicleta. Vivo en el centro de Moscú, ese lugar donde los alquileres pueden superar el PIB de varios países africanos, pero así y todo intenté buscar una tienda de repuestos y, gracias a Yandex, que nos ha cambiado la vida, encontré una muy cerca de mi casa. Bueno, encontré dónde estaba ubicada. Ahora había que encontrar la tienda propiamente dicha.



De momento, estaba en un edificio de viviendas, lo cual no es demasiado ortodoxo, pero, comparado con lo que viene después, va a parecer rutinario.



Cuando avanzaba hacia el lugar donde parecía lógico que estuviera, advertí un minúsculo cartel en una puerta, y menos mal, porque me hubiera vuelto loco buscando. La ubicación de la tienda es algo así como sería en España meter un comercio en la sala de contadores de la luz de un edificio normal.



Y, claro, no es que esperara que el paso hasta la tienda estuviera iluminado, alicatado y limpio, pero uno no sabe si va a comprar la cubierta que le hace falta a una tienda de repuestos de bicicleta o a Mordor.



Las cosas se van haciendo lóbregas por momentos, y sólo cabe esperar que el dependiente de la tienda sea la Bruja Avería o Saurón.



Finalmente, se llega al final del pasadizo. Los dependientes de la tienda posiblemente temen que el posible cliente no tenga arrestos para pulsar el timbre y lo señalizan adecuadamente. Más vale. Cutre, pero eficaz.

Lo que no fue eficaz fue lo que encontré dentro, porque, aunque por dentro no era una tienda satánica, sino bastante normal, no tenían cubiertas como las que me hacían falta.

En eso, mucha diferencia con los tiempos de la URSS no hay.

miércoles, 8 de junio de 2011

La sonrisa de la milicia

Domingo por la tarde. Estábamos fuera de Moscú, a unos veinte kilómetros del anillo exterior. Yo, al volante; Alfina, de copiloto.

- ¿Qué haces?
- Me meto por ahí. Es por ahí, ¿no?
- No. Todavía no. Hay que seguir,
- ¿Seguro?
- Sí.

Hice una maniobra y volví a la carretera principal, pero no lo veía yo muy claro.

Un par de kilómetros después, al salir de Elektrougli, ya parecía evidente que no era por ahí.

- ¿Y si preguntamos a algún lugareño?
- Ahí hay uno.

Paramos a su altura y, por desgracia, su altura era un lugar donde no había forma de pararse a no ser en mitad de la calzada. El lugareño era joven, de tez morena y aspecto poco avispado, pero era el que había.

- ¿Para llegar a Márino?
- ¿A dónde?
- A Márino.
- Márino, Márino... - empezó a salirle humo de la cabeza -. Sigan recto hasta Frólovo y allí lo verán indicado - dijo, muy lentamente y con un aspecto de inseguridad que asustaba.

Yo, por el vistazo que había conseguido echar al mapa al pararnos en un semáforo, me daba que ese sabía llegar a Márino tanto como a Tegucigalpa.

- ¿Seguro?

Al lugareño no le dio tiempo a responder. Sonó un bocinazo a nuestra espalda, procedente del coche que nos seguía y que se hartó rapidito de esperar a que nos aclaráramos. Y, detrás del coche, venía una furgoneta con los inconfundibles colores blanco y azul miliciano de la temida policía de tráfico, los DPS.

- Vámonos, vámonos, que esto se está liando.

Puse la primera, seguí intentando ver alguna salida, y no vi nada.

- ¿Y si preguntamos a otro lugareño?

Un poco más adelante había una parada de autobús, y sitio para pararse sin molestar. Y lugareños, por si fuera poco, y seguramente más cualificados que el anterior para orientar a forasteros. Me paré, el cagaprisas que venía detrás me pasó escopeteado, y la furgoneta de los de tráfico también me adelantó... pero se paró unos metros delante de mí.

- Ay, ay, ay... - «éstos han visto la parada anterior en medio de la carretera y tienen ganas de recordármela», pensé.

Bajó un miliciano de tráfico, vestido con su azulito característico, y se acercó lentamente a nuestro coche. Siempre lo hacen lentamente, para alargar la tensión y poner nerviosa a la presa. Y a mí se me estaba poniendo una cara de presa tremenda. Bajé la ventanilla. El miliciano llegó a mi altura y yo ya puse la mano en el bolsillo, cerca de la cartera.

- ¿Le puedo ayudar? - preguntó el miliciano.

Me quedé a cuadros. Parecía que se estuviera quedando conmigo. Se suponía que tenía que hacerme la vida difícil, no ayudarme. Esta policía nunca hace lo que se espera de ella.

- Eh... estooo... sí... estamos buscando la forma de llegar a Márino.
- ¿A Márino? Pues por aquí no van bien. Tienen que dar la vuelta y, en el semáforo, meterse por dentro de Elektrougli y ya llegarán a Márino sin desviarse de la carretera.
- Gracias, gracias...

El miliciano volvió a su furgoneta. Nosotros dimos la vuelta en el primer punto legal que encontramos.

- ¿Por dónde era?
- Era por donde decía yo antes.
- Ups.
- Y está visto que fuera de Moscú los milicianos son amables.
- Sí, ¿verdad?

* * *

Al día siguiente, por la mañana, iba al trabajo en bicicleta por la Tverskaya. Me paré en un semáforo, aunque un par de metros delante de la línea, cosa normal entre los ciclistas, por razones de seguridad. Y he aquí que lo hice justo delante de las narices de un miliciano.

El miliciano me miró, se dio un toquecito en su gorra de plato, volteó su porra y se dirigió a mí. Miró la bicicleta y me preguntó con una sonrisa:

- ¿Qué? ¿Es cómodo circular con eso?
- Sí. Es ligerita. La pliego y me la subo al trabajo.
- Ah, muy bien.

El semáforo se puso en verdad.

- Hasta luego - le dije.
- Que le vaya bien - me respondió.

No sé. Seguro que es que hace muy buen tiempo, porque semejante transformación en la temida milicia de tráfico no es fácil de explicar.

lunes, 16 de mayo de 2011

La sirenita

En anteriores entradas, hemos visto que la circulación en Moscú es un caos vergonzoso, y que contribuyen a empeorarla las prebendas que se gasta el elevado número de jerifaltes ensoberbecidos que pululan por sus avenidas haciendo mangas y capirotes de las normas de tráfico y, ya de paso, de las de urbanidad.

Y ya vimos en «El movimiento de los cubos azules» que los automovilistas rusos de a pie (vamos, no es que vayan a pie, claro que no, aunque la verdad es que normalmente llegarían antes) están hasta la coronilla de tanto cretino con sirena y licencia para infringir, y han protagonizado sucesos de lo más chocante.

A los rusos se les podrá criticar muchas cosas, pero una de ellas no es su sentido del humor, ni su ojo para las oportunidades de negocio. Un avispado fabricante ha iniciado la producción de sirenas (azules, por supuesto) para niños, con forma de timbre de bicicleta y que arman una escandalera de quince pares de narices, como las de verdad y la de la foto. Así consiguen que los capullos del mañana se vayan acostumbrando a apartar a la gente inferior que les sale al paso, a ser posible burlándose de ellos, para así perpeturar la merecida fama del tráfico de Moscú como lugar inhóspito y desagradable donde los haya, colocando el nombre de la ciudad en la primera posición de la clasificación de ciudades de tránsito infernal, y alejando así a cualquier perseguidor.

Lo malo es que la foto corresponde a la bicicleta de Ame.

Y el grito que surgió al oír la sirena dentro de casa me correspondió a mí.

lunes, 18 de abril de 2011

Moscú en bici (II)

Es bastante probable que los planes de Sobyanin para transformar a Moscú en algo así como Amsterdam en implantación de la bicicleta tengan bastantes dificultades para dar resultados palpables en forma de una parte significativa de la ciudadanía desplazándose en bicicleta. Voy a tratar de apuntar algunas razones por las que pienso que esto será así:

La primera es de tipo general: los rusos son unos tíos geniales haciendo planes... y una calamidad con patas ejecutándolos. En Rusia hay más planes de transporte que longanizas, y la mayoría de las carreteras siguen estando para llorar, con un asfalto indecente, atestadas de coches hasta la exageración las que entran y salen de las grandes ciudades, con puentes para pasar por los cuales es conveniente confesarse y comulgar primero, y en las que no hay más accidentes porque Dios no quiere. Y esta gente quiere construir en cinco años ciento ochenta kilómetros de carril bici. Anda ya.

La segunda es la lógica de tipo climático. Así como Valencia es el sitio ideal para ir en bici, con temperaturas suaves todo el año, casi sin lluvias y con una agradable brisilla marina (que a veces se enfada, pero sólo a veces), Moscú es otra cosa. Entre mayo y septiembre la temperatura está por encima de los diez grados, que es aproximadamente el nivel de comodidad, pero el resto del tiempo hay que proponerse muy seriamente lo de la bicicleta, e incluso en esos meses de comodidad te puedes encontrar con lluvias muy frecuentes. Y luego hay tres meses, diciembre, enero y febrero, y a veces buena parte de marzo, en que no es que haya que proponerse muy seriamente lo de la bicicleta, es que hay que ser todavía más fanático que yo, que ya es decir. Hay hielo en las calles, puedes llegar hecho un desastre a los sitios con las tormentas de nieve y el barro medio sólido que los coches te salpican y, además, bastantes fabricantes directamente no recomiendan la conducción a nosecuántos grados bajo cero, porque no se fían de cómo puedan responder los mecanismos. Y esos nosecuántos grados bajo cero, aquí, se alcanzan.

La tercera causa es que en Moscú no hay un movimiento ciclista como lo hay, o ha habido, en Valencia. En Valencia ha existido desde hace un par de décadas una cierta concienzación organizada (véase aquí), que tiene el mérito de haber conseguido que su politización (que la tiene) no se pase de rosca, cosa dificílisima en Valencia, y es gracias en parte a su presión que la situación ha mejorado muchísimo, torciendo la voluntad de un gobierno municipal que, como se vio en la entrada anterior, había sido muy crítico con la infraestructura mientras estuvo en la oposición. En Moscú no hay ni rastro de algo parecido. No es que la sociedad civil rusa dé pena, es que no hay rastro de una demanda y los propios y pocos ciclistas que en Moscú somos nos conformamos con que nos sigan considerando unos bichos raros y no nos peguen demasiado.

La cuarta es que, maldición, así como he dicho que la sociedad civil rusa da pena, la única excepción que hay a esto la constituyen precisamente los máximos enemigos del ciclista: los automovilistas. Los automovilistas rusos sí que están organizados, son influyentes, son totalmente apolíticos (ahora bien, aquí son apolíticos hasta los políticos) y son capaces de montarla bastante gorda por un quítame aquí este metro de calzada para construir un carril bici. Y es que pasarse horas y horas en los atascos de Moscú le agria el carácter al más pintado.

Y la quinta es que, después de años de comunismo (ya es sabido que en Rusia, el comunismo siempre tiene por lo menos una parte de culpa de lo que pasa), la máxima aspiración, el sueño más húmedo y la culminación de toda una vida de sinsabores y fracasos era acceder a la propiedad de un automóvil propio. En Moscú había avenidas enormes por las que no circulaba casi nadie y los pocos que tenían vehículo (de motor) propio eran envidiados por la turbamulta. El coche no sólo era un medio de transporte; el coche era - y es - un símbolo de estatus, un símbolo de triunfo, de ser algo en la vida, y de ver por encima del hombro a alguien, como esos seres inferiores que caminan por las aceras o se apelotonan en el metro o en los trolebuses. Esa absurda idea del coche como quintaesencia del triunfo social nos la inculcan en España los anuncios de coches y nos la creemos, o no, pero aquí está grabada a fuego en el colectivo descendiente de la generación anterior que sí que vivió esa sed y que hoy por nada del mundo renunciarán a sus cuatro ruedas, así tengan que pasarse media vida tocando el claxon en los atascos.

O mucho me equivoco, o esa idea del carril bici se quedará en el plan de Sobyanin, escrita y nada más, y los ciclistas seguiremos burlándonos de los automovilistas mientras serpenteamos entre los pocos espacios que dejan y llegamos más pronto que ellos. O haciendo esos ciento ochenta kilómetros en parques, jardines y en lugares donde no hace mucha falta, como han hecho en Madrid. Vaya, que me gustaría equivocarme, pero las cosas son como son, y en Moscú sólo serán de otra manera si Sobyanin es mucho más tozudo de lo que pienso. Y no me lo creo.

viernes, 15 de abril de 2011

Moscú en bici (I)

El alcalde Moscú, Sergey Sobyanin, sigue en sus trece de aligerar el transporte público local. Tras pasar por la experiencia, probablemente poco agradable, de comprobar personalmente cómo es el tráfico de la ciudad en hora punta, se está dedicando a elaborar planes de, como dicen ahora los finos, movilidad. Toda la vida habían sido de transporte, pero ahora la moda consiste en llamarlos de movilidad.

Sobyanin quiere acelerar la construcción de líneas de metro y poner en servicio 82,5 kilómetros más; también se plantea la construcción o reparación de otros ochenta kilómetros de carreteras principales. Esto no es nuevo. No hay plan de transporte ruso (¡y hay muchísimos!) que no se haya planteado la construcción de más líneas de metro y de más carreteras. Pero, atención, porque en esta ocasión hay algo más.

En esta ocasión, a juzgar por lo que dice Vedomosti (que es un diario económico de la misma cuerda que el Moscow Times, pero en ruso), y traduzco:

Los autores del programa también apuestan por la bicicleta. "Se desplaza por la ciudad con una velocidad media de 17 km/h y rodea cualquier atasco, mientras que la velocidad media del automóvil asciende a 25 km/h, y en la horas punta no supera los 17 km/h", alaban así las ventajas de la bicicleta. Un kilómetro de trayecto le cuesta de media al automovilista una media de 5 rublos, y otro tanto son los gastos del Estado, por ejemplo, en infraestructura, según consideran los autores del programa, de modo que los desplazamientos en bicicleta ahorrarán dinero a los ciudadanos y a la ciudad. Proponen construir, hasta 2016, no menos de 150 km. de rutas ciclistas y carriles-bici y construir 10.000 sitios de aparcamiento para bicicletas.

Al leer esto, una lagrimilla de emoción rodó por mis mejillas, y no pude evitar retroceder en el tiempo al lejano 1983, en la Valencia de mis entretelas, tan diferente de la que tenemos hoy, casi treinta años después, desarrollada y endeudada por igual.

Hace tanto tiempo de aquello que Rita Barberá, que parece que ha estado al mando de la ciudad desde su fundación, ni siquiera era alcaldesa. Lo era Pérez Casado, sociata él y último alcalde varón que hemos tenido. En aquel entonces, yo iba al colegio, situado en la otra punta de la ciudad, en autobús, con un grupo de compañeros de distintos cursos que vivíamos más o menos por la misma zona y nos recorríamos la ciudad de cabo a rabo a diario.

Un buen día, uno de los compañeros de viaje, Vicente, dejó de venir en el autobús y pasó a recorrer la ciudad de cabo a rabo, pero a pie. Poco después, cuando le preguntamos por qué había dejado de venir con nosotros, nos respondió que se guardaba el dinero del viaje y que en unos cuantos meses se compraría una bicicleta con los ahorros que conseguía así.

Naturalmente, no le hicimos mucho caso. Una bicicleta. Quin pensament.

Al cabo de unos cuantos meses de peregrinación, y de muchos kilómetros de marcha y contramarcha, Vicente logró ahorrar lo suficiente y se compró la bicicleta, con lo que sus viajes al colegio volvieron a ir sobre ruedas, pero más estrechas que las nuestras. De vez en cuando lo veíamos desde la ventana del autobús, mientras todos los adolescentes que se cruzaba y los veían le jaleaban en burla llamándolo "¡Lejarreta!" o "¡Arroyo!". Qué digo todos los adolescentes: yo mismo me burlé de él en alguna ocasión.

Pura envidia, lo reconozco. Ese verano hice algo que me había impedido tomar el ejemplo de Vicente: aprender a montar en bicicleta, lo que me costó algunas caídas y conocer de primera mano el fondo de varias acequias de mi pueblo, pero se consiguió. Lo que no me planteé, aún, fue usar la bicicleta en Valencia hasta algunos años después.

Pasados estos años, en Valencia, el alcalde Pérez Casado había sido descalabrado por su propio partido (ya entonces lo hacían), que designó para sucederle a Clementina Ródenas, sociata de Ayora y residente en Rocafort, que no estaba muy claro qué hacía de alcaldesa en una ciudad en la que ni había nacido ni vivía, pero estaba. Más o menos por entonces se puso en marcha la primera red de carriles-bici de Valencia. Básicamente era un sólo carril que conectaba el centro con el campus universitario de Blasco Ibáñez, así que llamarlo red era, por lo menos, pretencioso, pero se encontró de frente a la oposición, que en aquel entonces eran Martín Quirós, pepero él, y el líder de la oposición, el recordado Vicente Martínez Lizondo, de Unión Valenciana, que, siempre vehemente, aseguraba que eso del carril bici era un gasto inútil y que nadie iba por él. Cosa normal, porque no llevaba más que a la universidad desde un lugar donde no vivían universitarios.

En aquel tiempo, los transportes municipales de Valencia estaban de huelga casi todas las semanas, así que durante muchos días me tocó, a la fuerza, seguir el mismo recorrido de mi compañero Vicente mientras ahorraba para la bicicleta. Al final, ya ni esperaba el autobús y echaba a andar directamente hacia la universidad. Y, al final, como Vicente, acabé por traerme la bicicleta del pueblo, en un viaje emocionante de cuarenta y pico kilómetros con final urbano por primera vez en mi vida, y en dar comienzo a mis rutas ciclistas urbanas entre las oraciones de mi madre, que no estaba muy convencida de la seguridad del artefacto. Me tocó pagar en mis propias carnes las burlas de los adolescentes que me cruzaba, que no dejaban de llamarme "¡Perico!", "¡Lucho!", ¡Parra!".

Pasados un par de años, la oposición pasó al poder, y Rita al sillón de la alcaldía, que no ha dejado desde entonces. González Lizondo pasó a ser primer teniente de alcalde, con lo que el carril bici, como era de esperar, aunque no fue suprimido, quedó bastante estancado. Yo iba por él cuando no tenía demasiada prisa, cosa poco frecuente, pero la gran mayoría de mis desplazamientos, igual que hoy, eran por la calle pura y dura. Lo que no cambiaban eran los adolescentes gritándonos a los ciclistas en tono de burla, cada vez menos "¡Perico!", y cada vez más "¡Induráin!".

Y eso que Valencia, fuerza es decirlo, ha mejorado enormemente en cuanto a comodidad ciclista se refiere. Hoy hay algo más de cien kilómetros de carril bici, servicio de alquiler de bicicletas y cada vez que voy a Valencia veo más y más ciclistas, eso por no contar los recorridos por el río saliendo de la ciudad, que han mejorado igualmente. El plan-E, del que tanta gente se ha reído, le ha dado un impulso final y, aunque quedan muchas cosas por hacer, las cosas han cambiado muchísimo desde que Vicente ahorró lo suficiente para comprarse una bicicleta y convetirse en el primer ciclista urbano del que tuve conciencia.

Eso sí. Los adolescentes siguen gritando cosas. Aunque ahora simplemente gritan: "¡Dopado!"

Y ahora, pregunta, ¿será el plan de transportes de Moscú el comienzo de un desarrollo ciclista como el de Valencia? A ver si a la próxima medito sobre el asunto.

martes, 5 de abril de 2011

Estertores invernales

Entretanto, a Moscú ya ha llegado la primavera, es decir, las temperaturas que tenemos en España en un invierno malo, pero que aquí nos saben a gloria. Eso sí, se han hecho esperar, porque, aunque no nos lo creamos, el viernes pasado todavía sucedió esto:



Se trata de una tormenta de nieve del quince, igualita a la que me pilló en la calle, en bicicleta, poco después, cuando yo creía que ya había pasado. Qué fuerte. Es verdad que este año tenía tantas ganas de ir al trabajo en bicicleta, en lugar de andando, que quizá adelanté un poco más de lo necesario el cambio de vehículo, ¡pero es que lo contrario sería de nenas! De todos modos, cuando arreció la tormenta ya sólo veía chispitas blancas que me caían en los ojos y no permitían ver absolutamente nada. Y, si yo no veía nada, era probable que los conductores de los coches que me rodeaban estuvieran pasando por la misma experiencia, en la quien más tenía que perder era yo, de manera que me bajé hasta que escampara.

Al cabo de poco, el suelo, a punto de comenzar abril, estaba así:



Pedalear por una capa de nieve de cinco centímetros es curioso. Se diría que es ir como arena.

Lo malo es que debajo de la arena no hay baches.

Ay.

miércoles, 16 de junio de 2010

Si las bicis hablaran

Hola, soy el Bulto Misterioso, y soy una bicicleta plegable un pelín rara. Digamos que, en realidad, muy rara. Hace ya unos cuantos meses que mi dueño, que se hace llamar Alfor von Buchweizen y que es una persona que también es muy rara, se dio cuenta de que yo no funcionaba bien, y me llevó a reparar. Cuando me construyeron, mi fabricante no tenía representante en Moscú, pero de eso ya hacía tres años, y entretanto mi fabricante ya tenía gente por aquí.

De todas formas, mi dueño no quedó satisfecho de la cuestión. Se ve que, para mi modelo, no sabían qué hacer. Entonces se puso a escribir a España, donde me habían comprado, y consiguió que le diesen el nombre de un taller en Valencia donde me repararían. Qué bien. Claro, a mí me habían fabricado en Taiwán, pensando en que circularía por sitios como Londres. Parece que Londres es una ciudad bastante limpia. En cambio, a mi dueño no se le ocurrió otra cosa que llevarme a Moscú, donde hay un alcalde, Luzhkov se llama, al que le gusta echar porquerías al asfalto para conseguir que no se hiele. Efectivamente, no se hiela (bueno, al final sí), pero me dejó los piñones hechos una porquería y la transmisión saltaba.

Durante el mes siguiente, mi dueño siguió circulando conmigo, pero yo no lo veía muy contento. Cada vez que los piñones se escurrían, torcía los labios y eso es mala señal. Pero, al final, llegó el día de ir a Valencia, mi dueño me metió en mi bolsa y me llevó al aeropuerto.

- ¿Qué es eso? - preguntó la señora que se estaba ocupando de la facturación.
- Una bicicleta - dijo mi dueño.
- No facturamos bicicletas gratis. Tiene que pagar setenta y cinco euros.
- ¿Cómooooo?
- Lo que oye.
- Pero, ¿cómo puede ser? Usted ha visto esto, es un bulto normalillo.
- Es material deportivo.
- ¡Qué va a ser material deportivo!
- Las bicicletas son material deportivo.
- Ésta no. De hecho, técnicamente no es una bicicleta. No cumple con la definición de bicicleta. No podría participar con ella en una competición de bicicletas. La federación internacional lo prohibiría.
- Ah, ¿no? Entonces, ¿qué es?
- Es parecido a un carrito de bebé. Incluso ve que tiene el mismo tamaño.
- Pero es una bicicleta.
- No.
- Ábralo.
- Ahi va. Mire.
- Mmmm... es un caso raro. No parece una bicicleta. Sergey, ¿que te parece?
- ¿Es una bicicleta? - respondió el tal Sergey - Entonces tiene que pagar ciento cincuenta euros.
- ¿Quéeeeee? - creo que mi dueño se estaba alterando.
- ¿Sabe? - dijo la señora - Voy a llamar al representante de la compañía y ya le dirá lo que tiene que hacer.

La señora marcó un número de telefono.

- ¿Sí? ¿Es la representante de Iberia?
- ...
- Tenemos aquí un señor que quiere facturar una bicicleta que no parece una bicicleta ¿Qué hago?
- ...
- Sí, tiene ruedas, pero son bastante pequeñas.
- ...
- Es lo que le he dicho yo, pero no quiere pagar.
- ...
- No, pesar pesa poco. Unos diez kilos.
- ...
- No sé. Es como una bicicleta infantil, pero rara.
- ...
- Vale. Se lo digo.

Y la señora se dirigió a mi dueño.

- Que tiene que pagar.
- Que venga aquí esa representante y me lo diga.
- Bueno, vale, espérese aquí.

...

- Mire, ahí viene la representante.
- ¿Qué pasa?
- ¡Que me están intentando hacer pagar por facturar este bulto, que pesa diez kilos!
- ¿Y qué es? ¿Una bicicleta?
- Algo así, pero no.
- Pues tendrá que pagar.
- ¿Cómo que pagar? ¿Y dónde pone eso?
- En nuestra página web lo pone.
- Pues en el billete no.
- Lea la página web.
- Pero, ¿cómo se les ocurre?
- Es así y ya está.

Mi dueño puso el grito en el cielo, diciendo que era un cliente frecuente y que qué era eso de hacerle pagar por transportar una bicicleta ligera y pequeña. La representante no le hacía caso.

Pero mi dueño tuvo suerte, porque entonces llegó un grupo de turistas andaluces hablando todos a la vez. La representante no estaba acostumbrada a oír hablar a tanta gente al mismo tiempo.

- Venga, venga, factúraselo - dijo a la empleada de facturación.
- ¿Sin pagar?
- Sí, esperemos que nadie diga nada.

Los turistas andaluces hablaban cada vez más. Mi dueño se había librado de la multa por los pelos, pero se había librado.

***

Pocos días después, de vuelta hacia Moscú, mi dueño llegó conmigo y con la bolsa cerrada al mostrador de facturacuón del aeropuerto de Valencia.

- ¿Qué es eso? - preguntó el señor.
- ¿Eso? - dijo mi dueño, como si se asombrase de que hubiera algo - ¡Ah, eso!
- Sí, eso.
- Es una ayuda técnica al desplazamiento. Lo pueden usar los enfermos.
- Ah, bueno, claro, una ayuda al desplazamiento. Perdone, yo es que lo tengo que comprobar.
- No faltaría más.

Y el señor me facturó enseguida sin rechistar. Así que ya sabéis. Yo pensaba que era una bicicleta, y me he convertido en ayuda técnica al desplazamiento. Porca miseria.

lunes, 12 de abril de 2010

Desgaste

En muchas ocasiones, los que estamos viviendo por Rusia nos quejamos de que nuestras cosas se quedan hechas polvo en cuatro días que las usamos. Eso sirve para los trajes, que se manchan que no veas con el barro y polvo, para los coches, que no hay quien los saque a la luz con la corrosión producida por las mil porquerías que se echan para evitar que se forme hielo en Moscú, y prácticamente con cualquier utensilio que se emplee en Moscú.

Y eso incluye las bicicletas.

Mi bicicleta, plegable, fue comprada en España por internet hace tres años. Entretanto, ha comenzado a venderse también por aquí. El otoño pasado, justo antes de que comenzaran las nevadas, ya noté que algo no iba bien y, como la semana pasada los problemas seguían, después de la pausa invernal y de una limpieza a fondo, la lleve a ver si la reparaban.

- Sí. La correa de transmisión, que está muy suelta y salta los dientes de los piñones.
- Ya... es que este modelo... ¿de cuándo es?
- Lo compré hace tres años en España.
- Ya... bueno, es que aquí tenemos unos modelos distintos específicos para Rusia.

Me los enseñó. En lugar de mis ruedas de plástico y mi piñón de plástico para que fuera lo más ligera posible, los fabricantes, para poder vender en Rusia, habían metido ruedas de radios metálicos y piñones especiales. Los míos, como pude comprobar, estaban que daban pena y allí no tenían repuestos.

- Ufff... ¿y poner una rueda de las suyas?
- Es que entonces no le podemos meter los frenos, porque el cuadro también en distinto. No querrá ir por ahí sin frenos, ¿no?
- Más bien no.

Resultó que no me podían ayudar y que el bulto misterioso estaba en las últimas.

- De todas formas -dije-, en su página web dicen que la correa de transmisión aguanta 60.000 kilómetros, y yo seguramente no llevaré ni cinco mil, y ya está floja.
- Bueeeeno... sesenta mil kilómetros... claaaro... pero eso es en Londres, que allí está todo limpio. En Moscú, si aguanta ocho mil kilómetros, ya es un logro.
- Ufff...
- De todas formas, la bicicleta le ha durado tres años ¡Tres años! Es un resultado excelente.

Tres años... tres años... mi bicicleta de Valencia todavía es la misma con la que aprendí a montar.

- Bueno, sí, pero es que esto es Rusia.

Ya tardaba en salir la excusa rusa más extendida.

viernes, 8 de mayo de 2009

La que se va a montar mañana

En atención a las fechas en que nos encontramos, voy a hacer una pequeña pausa antes de acometer el último capítulo de la serie sobre hospitales rusos. Y es que Moscú es una ciudad particular por muchos motivos. Uno de ellos es la ausencia de carriles-bici; porque, así como en muchas ciudades europeas están por la tarea de establecer redes de carriles-bici para descongestionar el tráfico y quitarle espacio al coche, aquí no.

Aquí, este año, se están viendo más ciclistas, sí; pero todos vamos por nuestra cuenta y riesgo: la ciudad no nos ayuda.

En cambio, Moscú se dedica a la originalidad. Mañana se celebra la victoria sobre los nazis en la segunda guerra mundial y habrá un espectacular desfile militar por la calle Tverskaya. Por este motivo, se han pintado las líneas amarillas que veis en la foto de arriba, que a simple vista no se entiende para qué existen.

Sí, puede que en Moscú no haya carril-bici, pero Moscú es pionera en algo y, si no, ¿a que en vuestra ciudad no tenéis carril-tanque?

viernes, 19 de diciembre de 2008

Requeteciclista

Finalmente lo conseguí. Me he graduado. He conseguido salir de casa y llegar al trabajo en bicicleta y, al final, pude sacar la foto que ilustra esta entrada. Sí, señor, con nieve.

No fue sin problemas. La víspera, al ver que, a siete bajo cero, pretendía salir de casa en bicicleta como si tal cosa, se produjo una conjuración de toda la familia.

- Pero, ¿vas a ir en bicicleta? - dijo Alfina.
- Sí, claro.
- Para ya, que te estás pasando. Ya no tiene gracia y te la estás jugando, que te puedes caer en una placa de hielo y que te pise un coche.
- Pero si no hay placas de hielo.
- Я вам сегодня не советую ехать на велосипеде (No le recomiendo ir hoy en bicicleta) - terció Liudmila, que acababa de llegar de la calle.

Yo seguía pensando que no había para tanto. Entonces llegó Ro.

- Sí, papá, sí que n'hi ha gel, i s'esbara (Sí, papá, sí que hay hielo, y resbala) - y me señalaba con el dedo como recriminándome que me atreviera a salir así.

A mí, que una niña de siete años, que además es mi hija, me riña porque piense que soy imprudente, me descolocó bastante. No sé por qué, pero le hice caso y me quité los aros de los pantalones.

Y el caso es que, en realidad, ni placas de hielo ni ná: el piso estaba perfecto y no había el menor peligro. Tuve que volver del curro a pateo.


Pero hoy nada me ha detenido, y aquí tenemos la foto, con MI bicicleta rodeada de nieve.

Lo malo es que al llegar al trabajo he visto lo que ponía en primera página del panfleto proyanqui, que es el que se reproduce ahí al lado.

"Los meteorólogos dicen que el ligero polvo de nieve de Moscú de esta semana no es nieve de verdad, sino que está formado en parte por vapor y otras emisiones procedentes de las fábricas locales. La nieve de veras sólo está prevista para este fin de semana."

Malditos sionistas, con lo contento que estaba yo. Y me temo que lo tengo mal para graduarme este fin de semana... porque, una vez más, ¡nos vamos a España a pasar la Navidad! Creo que la temporada ciclista en Moscú, esta vez sí, ha terminado hasta dentro de unos tres meses.

viernes, 12 de diciembre de 2008

Put me back on my bike!

El título de esta entrada son las últimas palabras apócrifas de Tom Simpson, que no es un pariente de Bart o de Homer, sino un ciclista profesional inglés que la palmó en el Tour de Francia de 1967, subiendo el Mont Ventoux, a causa de pasarse con las anfetas y de mezclarlas con alcohol, con una diarrea y con los cuarenta y pico grados del verano de 1967, que, según mi madre, fue un verdadero infierno. Mi madre pasó todo el verano de 1967 en un avanzado estado de gestación que parecía no terminar nunca, así que lo recuerda muy bien.

Pero eso fue entonces. Entretanto, nos encontramos en el invierno de 2008, y algo hay en común con 1967: que hace una temperatura desusadamente alta y que, en consecuencia, "I'm back on my bike".

Efectivamente, nevó tímidamente a finales de noviembre y ya parecía que esto iba en serio, pero he aquí que las temperaturas se han vuelto farrucas, subieron ¡en diciembre!, llovió un par de días, la nieve se derritió y yo, que ya estaba a punto de mandar al bulto misterioso al desván, vi que la cosa podía prolongarse, y así ha sido hasta hoy. Si el invierno de 1941 hubiera sido como éste, igual la Wehrmacht hubiera celebrado el año nuevo en el Kremlin.

De todas formas, si ya en cualquier época del año un ciclista en Moscú es un tipo bastante raro, hace ya un mes largo que me miran con incredulidad extremada. Porque sí, el suelo permite circular sin grandes resbalones y las temperaturas son benignas, pero una cosa es el cambio climático y otra las horas de luz en invierno, que no han cambiado. Primero tuve que ponerme las lamparitas a la salida del trabajo, cuando ya era noche cerrada, pero es que ahora ya me las tengo que poner a toda hora. Hay días que parece que no haya amanecido.

La gente está mohína porque no hay nieve. Parece que Ded Moroz va a tener que ponerle ruedas al trineo. Yo, en cambio, estoy encantado: se puede pisar con garbo cuando se va andando, se puede rodar tranquilamente en bicicleta, la porquería no se acumula bajo la capa blanca (con lo que quizá marzo será menos mugriento que de costumbre) y, muy importante, mis niños no han sacado el trineo del desván.

Porque seguro que sospecháis a quién le tocará tirar del trineo cuando caiga la primera nevada seria, ¿verdad?

lunes, 20 de octubre de 2008

Provocando a la tercera

Pues bien, ha llegado el momento de atreverse con la prueba del nueve de la paciencia de las autoridades rusas con los ciclistas en general, y con los ciclistas españoles en particular: los OMON, que son algo así como los GEO españoles, es decir, unos tipos que tienen muy poco sentido del humor mientras trabajan.

A pocos metros del cruce glosado en la entrada anterior, en Gazetny pereulok, se encuentra la sede moscovita del Ministerio del Interior ruso, custodiada por una pléyade de mastuerzos con boina azul. Vamos, algo así como la antigua sede de la Gestapo en la Prinz-Albert-Straße, pero en eslavo.

Cuando algún pez gordo quiere acceder al Ministerio del Interior, su voluntad tiene preferencia sobre cualquier otra circunstancia, incluidas las señales de tráfico. En el caso que nos ocupa, algún jerifalte, o su chófer, a saber, no estaba por la tarea, sin duda tediosa, de dar la vuelta a la manzana, y decidió entrar en Gazetny pereulok por las bravas, en dirección prohibida y a toda viroya... justo en el momento en que, por el otro lado de la calle, entrando desde la Tverskaya, este ciclista servidor de ustedes trataba de llegar a su destino.

Los omones, passando ampliamente de los atascos que se pudieran provocar y tratando a los gai como basurilla (lo cual, por otra parte, es un notable acierto de los omones), apartaron a éstos últimos y cortaron Bolshaya Nikitskaya y cerraron Gazetny pereulok a cal y canto para dejar paso al jefazo ambulante, con lo que me vi ante la dudosa perspectiva de someterme y esperar a que el ambiente y el camino se despejaran, o hacer a los omones un corte de mangas virtual y meterme en Gazetny pereulok y, de paso, en camisa de once varas.

Ni que decir tiene que la postura genuinamente española es la segunda ¿Alguien se imagina, por ejemplo, a Curro Jiménez diciendo cosas como: "Algarrobo, ahí vemos a unos cuadrilleros de la Santa Hermandad cerrándonos el camino para dejar paso al Corregidor. Vamos a ponernos al borde de rodillas a dejar paso y rendir pleitesía a este honrado sirviente de la Reina"? ¡Pues claro que no! ¡Ése no sería Curro Jiménez, sino un impostor!

Aprovechando el carácter anfibio de la bicicleta, mitad peatón, mitad vehículo, esquivo el control por la acera y vuelvo a aparecer por la calzada a las espaldas del omon, pedaleando tranquilamente, hasta que veo aparecer al pez gordo dentro un coche todavía más gordo. Paso delante de las narices de otro omon, que me ve y, cuando consigue cerrar la boca, lanza un grito desesperado:

- ¡ATENCIÓOOON! ¡CICLISTA!

Los omones de cabecera comienzan a moverse nerviosos. El coche del jerifalte se lanza por el Gazetny pereulok y yo, que seré provocador, pero no totalmente cretino, me hago a un lado, lo dejo pasar y, acto seguido, continúo mi camino como si tal cosa, mientras los omones de guardia berrean:

- ¿QUÉ PASA? ¡HAY QUE PARARSE CUANDO TE HACEN LA SEÑAL!

Y yo, mientras me alejaba con una sonrisilla en la boca, les dije a mi espalda encogiéndome de hombros:

- ¿Qué señal? ¡Yo no he visto nada!

Con lo cual hemos demostrado que las bicicletas, en Moscú, son objetos rodantes no identificados, con lo que las autoridades de tráfico no tienen una reacción formada contra ellas. No es por dar ideas a posibles magnicidas, pero, si yo me tuviera que dedicar, Dios no lo quiera, al magnicidio, la forma más adecuada de eludir los controles ya la he narrado. Eso sí, el problema es el de la fuga, pero bueno, no iba a ser todo infalible...

viernes, 17 de octubre de 2008

Provocando a la segunda

Habíamos dejado la entrada anterior en el momento en que la bicicleta se acerca a la trampa mortal establecida por los gai en el cruce entre Voznesensky Pereulok y Bolshaya Nikitskaya. La trampa aparece bien planteada en la foto que ilustra esta entrada. Y la clave está en la señal de dirección obligatoria hacia la derecha, pegada a la pared del edificio, muchas veces a una altura demasiado elevada como para que lo vean los conductores desde su sillón ¿Hay algún motivo para haber colocado la señal y prohibir el giro a la izquierda? Pues yo diría que ninguno en especial, tanto más cuanto que las calles concernidas no sn demasiado anchas y la incorporación a la izquierda no sería demasiado difícil.

Con eso, el conductor que aparece por allí y quiere acercarse al centro, resulta que no puede. Debe girar a la derecha y dar mas vueltas que un tonto en una ciudad en que los atascos se dan hasta de madrugada, con lo que el retraso es segurísimo. Ah, si se pudiera girar a la izquierda... bueno, parece que ahora no pasan coches... ¿Y si...? El conductor sucumbe a la tentación, gira a la izquierda y, automáticamente, ¡zas!, de detrás de un coche (en este caso, lo tenéis ahí, aparcado frente a la sucursal del Citibank) aparece un gai barrigudo y mal encarado que esgrime la porra en actitud pendenciera, detiene al conductor que en mala hora cayó en la tentación del giro fácil, lo sermonea, le soba los documentos y finalmente opera un trasvaso de efectivo de la cartera del conductor a la suya propia.

Volviendo al asunto de la españolidad de la rebeldía, ¿os imagináis al cura Merino diciendo a su guerrilla: "Acólito, ved ahí noramala que esta señal nos fuerza a girar a la derecha. Bien nos vendría para nuestro propósito de acometer al francés ir a la izquierda, pero respetemos la señal, así sea absurda, y demos unas cuantas revueltas. Antes prefiero dejar escapar la compañía ésa de dragones herejotes que pasar por encima de dicha orden."? ¡Pues claro que no!

La bicicleta gira descaradamente a la izquierda aprovechando que no viene absolutamente nadie. El gai surge de ningún sitio y se me queda mirando sin saber muy bien qué hacer. Al final, siente vergüenza torera y suelta sin mucha convicción:

- ¡A ver si no pasamos por encima de la doble línea continua!

Pero entonces, detrás de mí, un incauto automovilista decide girar a la izquierda en el mismísimo cruce de autos y el miliciano decide pasar del ciclista y pensar en víctimas más lucrativas.

Con lo cual, la segunda provocación ha quedado igualmente impune. Como está visto que los gai están demasiado amaric... adocenados para rugir como es debido a los ciclistas, antes del fin de la temporada ciclista procede provocar a la quintaesencia de la mala leche, al cabreo personificado, al culto al desagrado ¿A la Guardia Civil? No, hijos, no, los picoletos son unos benditos, me refiero a las fuerzas especiales del Ministerio del Interior: a los OMON.

Como la cosa es seria, mejor lo dejamos para la próxima.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Provocando a la primera

Ahora que la temporada ciclista, lamentablemente, se encamina hacia su fin, es hora de hacer algo extraordinario y yo, que siempre, como buen español, he tenido un deje de rebelión frente al poder, he resuelto provocar al cuerpo de seguridad más temido por el ciudadano ruso: la milicia de tráfico, conocidos más comúnmente como los gai.

Si circuláis por España en bicicleta, advertiréis que tanto la Guardia Civil como la policía local son sumamente indulgentes con los ciclistas y nos perdonan todo tipo de violaciones del código de circulación. Ellos saben que lo que nos guía es nuestra seguridad personal, que ya está bastante comprometida por el hecho de ser nuestra propia carrocería, y que hacemos lo que podemos.

En Moscú, observad la foto de arriba. Se trata del acceso al ayuntamiento de Moscú, en la calle Tverskaya, uno de los lugares más atestados de gai por metro cuadrado; además, hay una hermosa señal de dirección prohibida. En realidad, la señal está puesta para fastidiar a todo lo que no sean coches oficiales, porque la calle que hay a continuación es de doble sentido. Pasar por allí acortaría nuestro camino, pero, claro, están la señal y el gai. Ahora bien, ¿va un español de pro a arredrarse por una mísera señal de dirección prohibida y un gai celador apalancado junto a la misma?

¡Pues claro que no! ¿Qué españoles seríamos? Hay que recordar a gente española que no se conformó con inclinarse ante lo que no estaba permitido: Viriato, San Hermenegildo, Pelayo, el Cid Campeador, Lope de Aguirre, Daoíz y Velarde, el cura Merino, Curro Jiménez, Manuel de Santa Cruz... a todos éstos se la sudaba que les prohibieran algo ¿Pero alguien se imagina al Cid Campeador diciendo a su mesnada algo así como: "Álvar Fáñez, ved ahí una señal de dirección prohibida y un sarraceno impidiendo el paso. Por vida mía, demos un rodeo para evitarlo, no fuéredes a irritar al señor destas tierras."? Ni de coña.

La bicicleta, al llegar a la altura de la señal, gira esquivando al peatón que pretende cruzar por su camino. Saludo con una inclinación de cabeza al gai, que, naturalmente, no responde al saludo; paso por debajo de la señal de manera totalmente impune y sigo mi camino por la calle siguiente, el Voznesensky Pereulok, completamente sólo (claro, no todo el mundo se salta la señal a la torera).

Bueno, pues la provocación a los gai no ha sido respondida, pero la cosa no ha terminado: unos metros más allá se encuentra uno de los caladeros más productivos para los mejores pescadores de infractores de entre los gai: el cruce entre Voznesensky Pereulok y Bolshaya Nikitskaya. Alto pilotaje, tú.

Pero eso lo dejo para la próxima.

lunes, 28 de julio de 2008

Un paseo nostálgico

Esto de estar de rodríguez permite hacer cosillas que de ordinario no son posibles. Yo ya sé que el estereotipo de los rodríguez consiste en irse de farra por ahí aprovechando que nadie controla, o en zamparse todas las películas de vaqueros que ponen por la tele mientras se cena un bocata rápido, pero a mí no me programaron para ir de farra y en Rusia no pasan películas de vaqueros por la tele, así que el sábado por la mañana me levanté, eso sí, más tarde que de costumbre, y decidí tomar la bicicleta e irme de visita a la que fue mi residencia durante los años duros de los primeros noventa, a donde desde entonces no había vuelto. Lo más que había hecho había sido pasar cerca, camino del aeropuerto, y ver cómo había quedado la estatua de Thälmann.

Como buen ciclista, busco los momentos y lugares en que los coches estorben menos. Y pensé que hacia el mediodía apenas habría tránsito, pero no. En Moscú hay tránsito siempre. Además, Moscú tiene muy mala pata, porque entre ríos, canales y vías de tren, hay un montón de obstáculos que dividen a la ciudad en partes relativamente aisladas, y los puentes y túneles tienen unos sentidos del tráfico bastante mareantes. Al jaleo hubo que añadir que, inesperadamente para mí, el Zenit de San Petersburgo jugaba contra el Dinamo de Moscú, y que mi camino pasaba precisa e irremediablemente por delante del estadio, que estaba acordonado por la policía, el ejército y los omones (que son unos mastuerzos no demasiado amistosos equivalentes a los GEO españoles). Aquí, con el fútbol, no bromean. El partido era por la tarde, pero varias horas antes del mismo había un dispositivo de seguridad que más parecía que fueran a celebrar una cumbre del G-8. El caso es que fui esquivando aquello como pude y ya me vi en la zona que había sido teatro de mis operaciones.

Yo la recordaba gris y sucia, supongo que porque la primera impresión, que es la que se queda más grabada, había tenido lugar a finales de enero, casi sin luz natural, y con el desastroso alumbrado público de aquellos años. El sábado, sin embargo, hacía un día estupendo, soleado, con temporatura agradable, y todo estaba verde y florido.

De momento me dirigí a la que había sido mi casa, pero efectivamente hay cosas que han cambiado. Los vecinos han debido ponerse de acuerdo (y eso sí que es una novedad), y en este tiempo han cerrado a cal y canto la puerta de entrada al patio interior e instalado un telefonillo con combinación. Lástima, porque me hubiera gustado sacar una foto del elemento distintivo del patio interior, una estatua de un pionero partisano en actitud combativa que mis amigos, jocosamente, llamaban "monumento a los niños tirando piedras".

Me resultó chocante encontrarme allá delante, sin poder pasar. Después de todo, aquélla había sido mi casa durante año y medio, a la que había entrado sin el menor problema, y he aquí que la verja cerrada me recordaba que yo ya no pertenecía a aquel lugar.

La verdad es que la casa la recuerdo con cariño. No era la típica casa construida aprisa y corriendo en los años sesenta (las "jruschyovkas"), sino que se trataba de una construcción de calidad. Mi casera, una mujer encantadora, insistía en que la habían construido prisioneros de guerra alemanes. Y remarcaba lo de alemanes. Ya nos hemos ocupado de las complicadas relaciones entre rusos y alemanes. Los rusos, cierto, no son amigos de los alemanes, pero reconocen que lo que hacen los alemanes está bien hecho y lo ponen por las nubes. De hecho, Alemania es el primer exportador a Rusia desde hace mucho tiempo.

Di la vuelta por fuera y alcancé a ver el que fue mi balcón. Casi todos los vecinos habían optado por cerrarlo y ganar terreno, pero mi casera no lo había hecho, ni había cambiado las ventanas. Y yo creo que hizo bien. El piso, en aquel entonces, estaba impecable, a diferencia del de los vecinos de rellano, un nido de detritus que me obligó a no cejar nunca en la lucha contra todo tipo de insectos, y tampoco hubiera ganado mucho haciendo una obra innecesaria.

Con una sonrisa, me di la vuelta, pero, antes de volver a la que ahora es mi casa, decidí pasar por mi lugar de aprovisionamiento en aquellos difíciles años, en que lo difícil era, precisamente, el aprovisionamiento: el mercado Leningradsky.

Pero de eso ya escribiré mañana, que hoy ya le he dado bastante a la tecla.