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martes, 22 de febrero de 2022

El tapón se erosiona

Pues vaya, tocaba escribir de Bogdán Jmelnitsky, pero entretanto parece que el ejército ruso ha entrado en las dos republiquetas que acaba de reconocer, en una operación que recuerda a las que sucedieron en 2008 cuando Rusia reconoció a Abjasia y Osetia del Norte. Pero no son exactamente iguales. Abjasia y Osetia del Norte eran dos territorios autónomos con una identidad propia desde hacía mucho tiempo, y nos podremos remontar a la Edad Media si queremos.

En cambio, Donetsk y Lugansk tienen más o menos la misma personalidad que Cartagena y Albacete, por poner una comparación española. Son una especie de cantón cuya población es étnicamente indistiguible de la que les rodea, cosa que en Abjasia y Osetia del Norte no ocurre, porque ésos tienen lengua propia y no es precisamente el georgiano. Y, aun así, no son sino una especie de protectorado de Rusia. Donetsk y Lugansk, todos cuyos habitantes deben tener pasaporte ruso a estas alturas, no creo que den ni para eso. Ya veremos.

Siguiendo con mi teoría, Ucrania debería ser un estado tapón y los ucranianos conformarse con ello, pero los acontecimientos no parecen ir por ahí. Yo no sé lo que estará pasando sobre el terreno, pero supongo que el número de prorrusos en Ucrania, que andaba por cerca de la mitad de la población, se habrá reducido drásticamente. Primero, porque los territorios donde eran hegemónicos, que eran Crimea y las dos republiquetas, directamente ya no están en Ucrania, al menos de hecho. Segundo, porque en estas circunstancias es probable que los que queden, que seguro que quedan en toda la zona costera del Mar Negro, estarán calladitos como fiambreras, suponiendo que no hayan cambiado de opinión. Y, en tercer lugar, porque los prorrusos en Ucrania tengo la impresión de que son algo así como los comunistas en Rusia: entrados en años y, fatalmente, en declive por razones estrictamente demográficas. Me da a mí que los jóvenes son más parecidos a los catalanes: educados en vernáculo y con contenidos educativos diríamos que sesgadillos en un sentido.

Y, a propósito de educación (sesgadilla, si se quiere), vamos a ver qué se estudia en Rusia sobre estos asuntillos. En este caso, me voy a basar en uno de los tesoros que me llevé de Moscú: la Enciclopedia de Historia para niños. Uno pensaría, siendo español y con la LOGSE o cualquier ley educativa basura que tenemos, que una enciclopedia infantil tendría unas cuantas paginitas dedicadas a decir que la Segunda República era un oasis de felicidad en medio de un desierto de oscurantismo franquista o reaccionario, y que dedicarían dos líneas al resto de los períodos históricos.

En Rusia, no.

La Enciclopedia Infantil de Historia que me traje de Moscú consta de tres tomos de setecientas páginas cada uno. Eso sí, tiene mapas, grabados y dibujitos, pero también tiene texto, ya lo creo que lo tiene.

El primer tomo tiene un capítulo sobre numismática, otro sobre falerística, nociones de genealogía y  heráldica, un nutrido capítulo de historiografía y sólo después comienza a tratar de los pueblos veteroeslavos del primer milenio después de Cristo, que es el equivalente a nuestro Neolítico (la historia de Rusia tiene cierto retraso con respecto a las épocas en el resto de Europa, creo que ya escribí de esto en alguna ocasión). Hacia el final del primer tomo hay un capítulo que se titula: "La gran rivalidad entre Rusia y la Unión Polaco-Lituana en el siglo XVII. Anexión de Ucrania".

Yo ya sé que las comparaciones son odiosas, pero por aquellas fechas más o menos se produjo la unión entre España y Portugal, y apostaría porque hay la tira de escolares españoles que ignoran completamente que estuvieron las dos estuvieron unidas en algún momento. Y no digamos la de niños que desconocen, no ya lo más básico, sino lo que significan las palabras numismática y falerística (también es cierto que en España, en general, somos poco de medallitas, mientras que en Rusia se chiflan por ellas). Pero volvamos a lo que importa.

A principios del siglo XVII, Rusia era una birria que estaba pasando por la digestión del período confuso (del que ya quedó algo dicho aquí, aquí y aquí, e incluso en las entradas posteriores) y los polacos se paseaban por las llanuras como querían, mientras que los suecos, que entonces eran una de las grandes potencias de Europa, de la mano de Gustavo II Adolfo, dominaban la salida al mar por el norte. La nueva dinastía, los Románov, achicaba agua como podía. En 1618, los polacos estaban en Mozhaisk, que hoy está al ladito mismo de Moscú, y en Kaluga, que hoy son poco menos que ciudades dormitorio de la capital. En 1634, los polacos estabilizaron su situación y Rusia reconoció que tenía a los polacos delante de las narices después de sufrir una serie de derrotas cuando intentaron recuperar Smolensk. Miguel Románov y su sucesor Alejo Mijáilovich bastante tenían con enfrentarse a los motines de hambre que estallaban en las diferentes ciudades de sus dominios de manera poco menos que rutinaria.

En esto, en 1648 se produjo el levantamiento de los cosacos zaporogos al mando de su hetmán Bogdán Jmelnitsky contra los polaco-lituanos. En la Enciclopedia Infantil se callan piadosamente los motivos del alzamiento, aunque el transcurso de las campañas se narra profusamente. Parece que Bogdán Jmelnitsky tenía sus rencillas con un vecino católico y que los tribunales no le dieron la razón, lo cual le enfadó bastante y le llevó a liarla parda. Cuando uno lee la enciclopedia infantil, parece que el motivo de la revuelta no fuera sino la liberación del pueblo ruso (en la Edad Media y Moderna era el adjetivo común para todos los ortodoxos de aquella zona).

En 1649, Jmelnitsky, unido al jan de Crimea Islam-Guiréi (que muy ortodoxo no es que fuera) derrotaron en Zvorov al ejército del rey Juan Casimiro, pero el jan dijo que hasta ahí había llegado y Jmelnitsky, que sin los crimeos era bastante menos cosa, firmó la paz con los polacos y se quedó como gobernador autónomo de la Ucrania de la vertiente derecha del Dniéper. Hasta hoy, el Dniéper sigue marcando la línea divisoria entre la parte predominantemente rusa o rusófona y la parte predominantemente ucraniana, que entonces se quedó bajo la soberanía directa de Polonia.

La paz duró poco. Y es que eso de la autonomía es una situación inestable por naturaleza, cuando unos lo que quieren es la independencia y los otros que los insurrectos vuelvan al redil. En 1651, los polacos derrotaron completamente a los cosacos en Berestechko, y Jmelnitsky tuvo que escaparse del jan tártaro, que lo había hecho prisionero. La lucha siguió con suerte diversa, hasta que llegó 1654. Los cosacos habían tanteado a los rusos para que les echaran una mano, y es verdad que Alejo Mijáilovich era bastante enemigo de los polacos que les tenían la mano en la garganta, pero también esa misma mano servía para ayudarle a sofocar los motines, así que el zar iba dando largas a los cosacos. Y ahora le cedo la palabra a la Enciclopedia Infantil. Esto es lo que se enseña a los niños en Rusia:

El 1 de octubre de 1653, el Zemsky Sobor (lo más parecido a unas cortes que había en Rusia entonces -y casi en cualquier momento-) decidió aceptar la petición del ejército cosaco y su hetmán de ser acogidos bajo la protección del zar. Inmediatamente, el boyardo Vassili Vassiliévich Buturlin, el secretario Alferiev y el diácono Lopujin se dirigieron a Pereyaslavl (actualmente Pereyaslavl-Jmelnitsky), donde debían reunirse los representantes de los distintos estamentos del pueblo ucraniano. Los rumores del objeto de tal viaje se expandieron rápidamente, así que en las distintas ciudades se les iba recibiendo con solemnidad.

El 8 de enero de 1654 se reunió en Pereyaslavl la rada secreta de los jefes cosacos, que confirmó la intención del ejército zaporogo de someterse al vasallaje de Rusia. A continuación, los tambores empezaron a llamar al pueblo a la rada. Jmelnitsky tomó la palabra y dijo: "¡Señores generales, capitanes, centuriones, tropas zaporogas y todos los cristianos ortodoxos! Ya hace seis años que vivimos sin soberano, entre peleas sin fin y derramamientos de sangre con persecuciones a manos de nuestros enemigos, que quieren arrancar la iglesia de Dios, con tal de que el nombre ruso no se recuerde en nuestra tierra..." Y el hetmán propuso al pueblo que eligiera entre cuatro poderosos gobiernos, dispuestos a acogerlos en su defensa: "El primero es el emperador turco... el segundo, el jan de Crimea; el tercero, el Rey de Polonia. Y el cuarto es el zar ortodoxo y gran príncipe de toda Rusia Alejo Mijailóvich, soberano oriental, al que ya desde hace seis años le imploramos constantemente que venga con nosotros". Tras valorar a los turcos, tártaros y polacos, el hetmán concluyó que, excepto Rusia, "excepto el alto brazo del zar, no tendremos ningún otro defensor; si alguien no está de acuerdo con nos, vaya a donde desee: camino libre". Los reunidos empezaron a gritar: "¡Queremos estar bajo el zar ortodoxo oriental! ¡Mejor morir bajo nuestra sagrada fe que someterse a quienes odian a Cristo o a los paganos!" Pavel Teteria, general de Pereyaslavl, empezó a andar alrededor de la reunión, preguntando: "¿Todos lo queréis así?" "¡Todos sin excepción!" Jmelnitsky dijo: "¡Sea, y que Dios nuestro Señor nos dé fuerzas bajo el poderoso brazo del zar!" El pueblo respondió: "¡Dios, confirmanos! ¡Dios, danos fuerzas! ¡Que estemos unidos por los siglos de los siglos!" De esta manera tuvo lugar la unión de ambos pueblos hermanos.

Pues esto no sé si se corresponde exactamente con la verdad histórica, pero que se corresponda o no a la misma importa poco, por cuanto es lo que se ha enseñado a las últimas generaciones rusas. No creo que la Enciclopedia Infantil sea un manual escolar, porque es muy bestia como libro, pero es una excelente obra de referencia. Obviamente, la versión bajo la que se educó Putin y toda su generación eran manuales bolcheviques que omitían las referencias a Dios, pero no lo de la unión de dos pueblos hermanos. En Rusia no hay prácticamente nadie que no crea que, en el fondo, ucranianos y rusos son la misma cosa.

Tres siglos después de esa unión, Jruschov, ucraniano él, tuvo la brillante idea de celebrar el tricentenario regalando Crimea a Ucrania, lo cual nos ha llevado a cosas como la situación de 2014.

Tras el episodio que acaba de narrarse, los polacos no se quedaron quietos, pero ahora el frente iba a ser más amplio. Los rusos atacaron en lo que hoy es Bielorrusia. La campaña de 1655 tuvo éxito en Bielorrusia, pero no tanto en Ucrania. Y en 1657 falleció Jmelnitsky. Su sucesor, Iván Vygovsky, se pasó inmediatamente a los polaco-lituanos y firmó con ellos el tratado de Gálich que devolvía Ucrania a Polonia. Claro, eso no le gustó a mucha gente, que prefería seguir con Rusia. Seguro que esto nos suena de algo, lo que quiere decir decir que lo que está pasando en el siglo XXI ya pasaba en el XVII. En 1659, el voivoda ruso Trubetskoy, como un Putin cualquiera, penetró con sus ejércitos en Ucrania oriental y no tardó en dar de tortas a Vygovsky y en imponer como hetmán a Yuri Jmelnitsky, hijo de Bogdán, que confirmó lo dicho en la rada de Pereyaslavl. Eso sí, sin dejar de mirar de reojo a los polacos, por si tocaba echar marcha atrás.

La ocasión de dar marcha atrás llegó cuando los polacos destrozaron completamente en la campaña de 1660 al ejército ruso del general Sheremetyev, que había avanzado hasta Leópolis (o Lvov, o Lviv, según como prefiera cada uno). Yuri Jmelnitsky, que vio la batalla desde lejos, se sometió de inmediato a los polacos, pero ya no consiguió recuperar la Ucrania oriental.

Tras unas cuantas tortas en el frente bielorruso, más bien favorables a los polacos, el rey Juan Casimiro y el líder cosaco Pavel Teteria pasaron a la acción en Ucrania. Por cierto que a Pavel Teteria lo hemos visto hace unos párrafos en la rada, animando al personal a someterse al zar de todas las Rusias, pero entretanto había pasado a tomar las armas precisamente para evitar eso mismo. Qué tiempos. Los rusos también tenían un ejército cosaco que les ayudaba, en este caso mandado por el hetmán Briujovetsky, y entre los dos lograron detener a los polacos.

Los años siguientes en Ucrania fueron un auténtico carajal, y no sería la última vez. Quizá toque contarlo en la próxima entrada, que no es que hoy se esté haciendo tarde, pero es que esto está quedando muy largo.

miércoles, 2 de febrero de 2022

Tras los pasos de don Juan de Austria

En la anterior entrada habíamos realizado una aproximación a la batalla de Gembloux, pero las cosas es mejor verlas sobre el terreno, así que esta bitácora se desplaza a la aldea de Temploux, hace 444 años y algún que otro día, para ver cómo podían ser las cosas un frío día de enero, o principios de febrero, de 1578. De momento, jorobadillas. Uno se baja del coche en Temploux, o donde sea en Bélgica, con un vientecillo molesto y un cielo gris y medio lluvioso, y se pregunta qué diantre hace a la intemperie, teniendo una casa donde ponerse a cubierto. Y eso sin tener enfrente a un ejército de veinticinco mil soldados de los Estados Generales dispuestos a dar un disgusto a las tropas del Rey de España y mandarlas de vuelta al Luxemburgo de donde venían.

Don Juan de Austria llevaba algún tiempo en Namur, ciudad que cuenta con unas fortificaciones impresionantes, pero que dejaremos para otra ocasión. El ejército de los Estados Generales se suponía que estaba haciendo un simulacro de asedio no muy afortunado, porque ni de lejos contaba con los medios para rematarlo, así que comenzó una retirada hacia el Oeste, en dirección a Bruselas. Don Juan de Austria observaba los movimientos de los ejércitos desde una elevación, y supongo que los debió observar de cine, porque el paisaje de la zona es tan sumamente llano que le hubiera bastado con subirse, no a una elevación, sino a un taburete.

Alrededor de Temploux, que era el lugar donde estaba la tropa de los Estados Generales, fue donde se montó el cirio, muy probablemente sin intervención de ningún tipo, como no fuera rezando desde la colina donde estaba, de don Juan de Austria, que vio cómo, al mínimo empuje de la caballería española, la desbandada de los rebeldes fue casi inmediata. De hecho, el camino, o los caminos, entre Temploux y Gembloux están jalonados con lugarcillos donde hubo ligeros encuentros entre destacamentos españoles y tropeles neerlandeses en retirada: Ferooz, Lonzée, Bossière... la escabechina a aquellos insurrectos fue de las que hacen época. Doce kilómetros hay entre Temploux y Gembloux y, a despecho del tiempo de perros que debía estar haciendo por aquel entonces, los levantiscos soldados de los Estados Generales debieron hacerlos a una velocidad inusitada, perseguidos, supongo que entre carcajadas y algún que otro improperio, por los tercios que ellos habían pretendido desalojar. Supongo que más de uno de los soldados españoles tenía más de una cuenta pendiente con aquellas gentes que les habían hecho la vida imposible mientras estuvieron allí de guarnición, no mucho tiempo antes. Y las cuentas hay que cobrárselas.

Ya que estamos aquí, sin embargo, vamos a dejar a los tercios hacer su trabajo, y nosotros podemos hacer una pausa en la persecución de un ejército en desbandada, y dar un paseo por Temploux. Al fin y al cabo, no somos Alejandro Farnesio y no tenemos ninguna intención de dejar claro quién mandaba allí. Ya nos reuniremos con don Juan de Austria en una próxima entrada, ante los muros de Gembloux, porque es fuerza que se detenga allí algún tiempo para tomar la ciudad, lo que nos dará ocasión de alcanzarlo.

lunes, 31 de enero de 2022

Gembloux

Ahora que hay días de todo lo divino y, lo que es peor, de todo lo humano, el 31 de enero es el Día de los Tercios ¿Y por qué el 31 de enero? Pues porque el 31 de enero, pero de 1578, hace exactamente hoy 444 años, tuvo lugar la batalla de Gembloux, en la que los tercios españoles, y de otros lugares de la Monarquía Hispánica, se enfrentaron a un nutrido ejército levantado por los Estados Generales de Borgoña, que venían con muy malas intenciones, pero escasa pericia, a expulsarles del oriente de lo que hoy es Bélgica, que era por donde se aproximaban los tercios hacia Bruselas.

La cosa venía de antiguo. Supongo al lector familiarizado con la rebelión flamenca de 1568, y de cómo el duque de Alba ejecutó una solución militar con mucho éxito... militar. El rey Felipe II se convenció de que quizá había que llevar a cabo una política más comprensiva, y sustituyó al duque por Luis de Requesens, que era amigo personal suyo, porque se habían criado juntos, y que era una excelente mezcla de diplomático y militar, que se había distinguido en las Alpujarras y Lepanto. La cosa no salió bien, porque la situación estaba demasiado enrarecida y porque las tropas españolas empezaron a ser objeto de emboscadas (y no sólo por parte de los protestantes, sino también de los católicos), lo cual, junto con la crónica falta de pagas y una de las bancarrotas españolas, les llevó a cosas como el saco de Amberes, que la leyenda negra ha contribuido a que todos creamos que la culpa exclusiva era de las tropas españolas, sin que se diga muy alto (ni muy bajo) todas las guarradas que las autoridades amberinas habían perpetrado contra los españoles antes del saqueo. Pero de eso ya tocará escribir en otra ocasión.

Y por un tercer factor, que era la pésima salud del gobernador, ya desde hacía tiempo, que le llevó a la tumba, a los cuarenta y siete años, en marzo de 1576. La interinidad en que quedaron los intereses españoles no benefició nada a su posición, hasta que el rey nombró gobernador general a un peso pesadísimo de entre quienes tenía a su disposición: nada menos que a su hermanastro, el de la foto, don Juan de Austria, el vencedor de las Alpujarras y de Lepanto, donde ya se había encontrado, obviamente, con su antecesor Luis de Requesens.

Desde el punto de vista de quien conoce la historia posterior, nada más fácil que decir que don Juan de Austria pecó de pardillo (también es cierto que estaba a punto de cumplir treinta años). Para pacificar los ánimos, consintió en que los tercios salieran de aquel avispero, pero lo que consiguió fue que los Estados Generales se declararan en abierta rebelión, habida cuenta de que el gobernador carecía de tropas con las que hacerse respetar. Don Juan de Austria vio que la cosa se ponía chunga, y se replegó a las zonas que le eran leales, Luxemburgo y Namur; desde allí esperó el retorno de los tercios, que efectivamente empezaron a movilizarse de vuelta, encabezados por un general que no tardaría en hacerse conocido, Alejandro Farnesio, que por cierto era sobrino suyo, además de compañero de estudios. Como paso preliminar para la ofensiva, el ejército hispánico se acantonó en Namur.

Los Estados Generales levantaron un ejército numeroso, de veinticinco mil soldados, con un gran contingente de mercenarios, y lo lanzaron contra los tercios. El encuentro se dio en ¿Gembloux?

Pues no está claro del todo. Sí que está claro el transcurso de la batalla, que fue una victoria por goleada de las tropas españolas. Una avanzadilla española que había ido de inspección trabó contacto con el enemigo. Cuando el jefe de la caballería, Octavio de Gonzaga, le ordenó retroceder, de forma quizá un poco brusca, el jefe de las tropas avanzadas dijo cabreado que él era español y no retrocedía, es decir, la bravuconada típica de la época. En lugar de arrestarlo, Alejandro Farnesio dobló la bravuconada, movilizó a la caballería de la que disponía, unos dos mil jinetes, se puso al frente de la misma y resultó que desbarató completamente a la caballería de los Estados Generales, que se puso en fuga y arrasó en la huida a su propia infantería. A partir de ahí, la persecución que se produjo deshizo completamente el ejército de los Estados Generales, muchos de cuyos componentes no tenían muy claro por qué luchaban y estaban incómodos con la presencia de herejes entre sus filas, siendo ellos católicos.

Don Juan de Austria regañó -pero sólo un poquito- a Alejandro Farnesio, por haberse puesto en peligro como soldado, cuando el rey lo había enviado a Flandes como general. Luego los dos enviaron sendas cartas a Felipe II elogiando la actuación del otro.

Los rebeldes se refugiaron en la ciudad de Gembloux, efectivamente, a donde llegó poco después el ejército español, al que no le costó gran cosa tomarla. El resto de la campaña es otro asunto, pero concluyó con el fallecimiento por tifus de don Juan de Austria en octubre del mismo año de 1578, a quien sucedió como gobernador general el propio Alejandro Farnesio, de quien ya hemos hablado alguna vez en esta bitácora como de quien hubiera concluido con la rebelión de los Países Bajos, si no le hubieran obligado a hacer demasiadas cosas con los medios que tenía a su disposición.

La duda, con respecto a esta acción, en la que los tercios consiguieron eliminar un ejército entero sin más que unas pocas decenas de bajas, reside en saber dónde estuvo en realidad el campo de batalla. Parece indudable que fue al sur de Gembloux, pero no hay una idea exacta de dónde fue exactamente. He leído que, en realidad, donde seguramente tuvo lugar fue cerca de un lugar llamado Temploux, que se pronuncia casi igual y que hoy es una pedanía de Namur situada a unos pocos kilómetros de lo que entonces ya era el centro de la ciudad. Parece verosímil que la retirada desordenada del ejército de los Estados Generales les llevase a Gembloux, que está a pie a doce kilómetros totalmente llanos de Temploux, como primera plaza fuerte donde lo que quedaba de la tropa pudiera refugiarse después de los sopapos que se había llevado.

En todo caso, la victoria tuvo una gran resonancia, minó la moral de los Estados Generales y preparó la vuelta de todo el sur de los Países Bajos a la obediencia del Rey de España. No es extraño que su aniversario sea conmemorado como Día de los Tercios.

Pero, ¿qué hacemos aquí, entonces? Nada útil, así que toca desplazarse al teatro de las operaciones y ver qué hay por allí.

Ahora bien, tocará hacerlo otro día, porque hoy se hace tarde.

jueves, 25 de marzo de 2021

Gente que pasó por aquí y por allá: Mariano Téllez-Girón

Aquí tenemos al segundo piernas que hizo carrera en Rusia, primero, y después en Bélgica. Tiene en común con Juan Van Halen, además de esas dos cosas, que también se batió el cobre contra los carlistas, pero en este caso el orden es diferente, porque en el caso de Van Halen primero pasó por el extranjero, antes de pelear en España, y en el caso de Mariano Téllez-Girón, duque de Osuna, primero se unió a uno de los ejércitos españoles que peleaban entre sí, y luego se marchó al extranjero a recorrer mundo.

A decir verdad, el XII duque de Osuna ya había pasado de refilón por estas pantallas, pero hace muchísimo tiempo, casi diría que en los albores de esta entretanto provecta bitácora. La verdad es que nuestro hombre era un segundón, pero de qué familia, tú: descendía de casi todo el mundo con posibles en España, y no sólo en España.

A los dieciocho años, con un mero titulillo de marqués que le dejaron sus ancestros mucho más titulados, se enroló en el ejército liberal y se pasó la guerra persiguiendo carlistas, normalmente sin alcanzarlos, porque ya se sabe que los carlistas, otra cosa no, pero movilidad, toda la que hiciera falta. En 1837, después de perseguir al mismo Carlos V hasta las Vascongadas (también sin alcanzarlo), ya quedó muy cansado y fue licenciado del ejército. Cuando se recuperó, comenzó a meterse en asuntos diplomáticos.

En 1844 murió su hermano mayor sin descendencia, y le tocó una infinidad de títulos nobiliarios, además de que el régimen liberal había dislocado los derechos de propiedad dividida del Antiguo Régimen y le tocó la plena propiedad de una barbaridad de tierras. Vamos, que estaba forrado hasta extremos inconcebibles. Y no sólo estaba forrado, sino que, a diferencia de sus antepasados, tenía ahora la capacidad de gastar lo que le viniera en gana de todos sus bienes: ya no había fideicomisos, ni mayorazgos, ni ninguna limitación a la libre transmisión de la propiedad. Gracias a los revolucionarios liberales, todo era suyo, y plenamente suyo.

Eso se notó en Rusia. En 1856, tras haber representado a doña Isabel (segunda) en algunos saraos de las monarquías europeas, se le mandó de embajador a San Petersburgo con motivo de la subida al trono de Alejandro II, un destino no demasiado fácil, habida cuenta de que el Imperio Ruso se había posicionado con Carlos V en la Guerra de los Siete Años. El duque de Osuna, sin embargo, consiguió una posición destacada en la corte del Zar gastando dinero de su propio bolsillo a diestro y siniestro, y los que hemos vivido en Rusia nos hacemos una idea de que, para destacar en Rusia por el dinero que gastas, hay que ser realmente un mago del derroche. En el caso de Osuna, ofreciendo banquetazos a todo San Petersburgo. Se dice que en uno hizo tirar a sus invitados la vajilla de oro al Nevá, para ahorrar el trabajo del fregoteo a sus sirvientes. Yo no sé qué palacio sería ése, pero sus invitados debieron ser unos expertos en el lanzamiento de disco, porque hay canales que están cerca de los palacios, pero el Nevá ya está a unos cuantos metros de cualquier edificio, al menos hoy. En todo caso, supongo que la vajilla sacaría de pobre, al menos por un tiempo, a más de un transeúnte, a no ser que lo descalabrara de un golpe, porque la vajilla sería de oro, vale, pero si te abre el cráneo da igual de lo que sea.

A base de gasto y dispendio, consiguió en relativamente poco tiempo que su embajada, que en principio era provisional, se transformase en permanente ante la corte imperial rusa. Ya vimos, aunque hace mucho tiempo, que a su subordinado Juan Valera, que sí era diplomático de carrera, no le acababa de hacer tilín su jefe e hizo lo posible porque dejara de serlo, cosa que logró en relativamente poco tiempo.

Después de doce años, en 1868, estalló otra revolución en España y allí terminó la embajada de Osuna, que presentó la dimisión al gobierno provisional. Para entonces, su fortuna estaba seriamente comprometida, por su increíble prodigalidad, y él parecía realmente incapaz de frenar su tren de vida, a  pesar de que sus administradores le advertían de que estaba en las últimas. Llegó a contratar como administrador a Bravo Murillo, que había sido un ministro que logró poner algo de sensatez en la hacienda española de doña Isabel, pero éste terminó dimitiendo como administrador de Osuna, incapaz de gobernar aquello. Para colmo de males, hacía poco tiempo que se había casado con una jovencita a la que más que doblaba la edad y que era también bastante manirrota.

La mayor parte del resto de su vida, hasta su fallecimiento en 1882, la pasó Osuna en Bélgica, con su mujer. La madre de Osuna, que falleció cuando él era muy pequeño, era hija del duque de Beaufort-Spontin, que había sido gobernador general de los Países Bajos austríacos, y él era dueño del castillo de Beauraing, que restauró completamente con dinero que ya no tenía, pero lo dejó niquelado, sin dejar él y su mujer de vivir a todo boato. Su esposa, una princesa alemana, María Leonor de Salm-Salm, acostumbraba a repartir monedas entre quienes encontraba en sus paseos en coche, y supongo que no sería calderilla miserable.

El duque de Osuna consiguió fallecer, en su palacio de Beauraing, sin recortar gastos, pero a su fallecimiento se descubrió el pastel. Todo lo que tenía estaba hipotecado, y ni así bastaba para pagar los gastos más esenciales. En un último alarde, su tumba era una filigrana con una lápida que enumeraba todos sus títulos, pero el escultor ya no pudo cobrar su trabajo, ni siquiera tras ir a juicio. Su esposa tuvo que ir vendiendo hasta los muebles de Beauraing, y fue en una de estas mudanzas, que se hacían también en la oscuridad, en que uno de los mozos que transportaban los muebles, y que se alumbraban con velas, provocó involuntariamente un incendió que dejó el palacio de Beauraing convertido en cenizas. Su herencia en España -no tuvo hijos- fue objeto de un sinfín de pleitos entre posibles herederos, y reales acreedores, que duraron muchos años y que terminaron con la división de los títulos de Osuna y con la transmisión de bastantes bienes a la Biblioteca Nacional o al Museo del Prado.

Hay bastantes estudios sobre la personalidad del duque de Osuna. Indudablemente, hay algo de enfermizo en una prodigalidad tan extravagante. El propio zar Alejandro II tuvo que reconocer que no podía competir con los banquetes y fiestas que daba Osuna; tenía un tren privado que unía San Petersburgo y Madrid, que utilizaba para todo tipo de ocurrencias (como enviar a alguien a comprar una corbata que le gustaba a París); quizá sea exagerado lo que se afirmaba de él que podía recorrer España sin salir de sus tierras, pero no lo era que podía viajar de San Petersburgo a Madrid pasando siempre la noche en una casa de su propiedad, cuyos sirvientes además tenían orden de tenerlo todo preparado por si llegaba.

Se especula con que tenía mucho que ver con esta actitud una inseguridad de fondo, derivada de lo temprano que se quedó huérfano, siendo el segundón de la familia. Probablemente ayudó que, contrariamente a lo que pasaba con sus antepasados, él podía disponer no sólo de sus rentas, ya de por sí enormes para la época, sino también de sus propiedades, que ya no eran "manos muertas", sino que podían ser enajenadas e hipotecadas y por las que recibió enormes créditos, incluso de sus propios administradores, a tipos de interés totalmente usurarios.

En todo caso, en esta entrada ha aparecido el nombre de un lugar, Beauraing, que unos años después se haría famoso, pero no por albergar las ruinas del otrora fastuoso palacio del duque de Osuna. Sin embargo, no es éste el momento de escribir sobre este particular, porque ahora se hace tarde. Ya habrá ocasión para ello.

domingo, 21 de marzo de 2021

Gente que pasó por aquí y por allá: Juan Van Halen

Esta bitácora comenzó en Rusia en mayo de 2006, permaneció allí hasta diciembre de 2012, y desde entonces lleva penando por Bélgica. Igual que ella, hay otros españoles que han hecho un recorrido similar, y voy a dedicarme a recordar a alguno de ellos.

El primero es Juan Van Halen, un tipo bastante revoltoso de la primera mitad del siglo XIX. Ha salido mencionado un par de veces por aquí, y seguramente es hora de tratar de él de manera un poco más pormenorizada. Con ese apellido, es fácil pensar que muy español no sería y, en efecto, descendía de un antepasado flamenco, pero su familia llevaba bastante tiempo en España.

Cuando pasó lo del 2 de mayo, capituló y se hizo afrancesado e incluso participó en las guerras napoleónicas, en el ejército francés, aunque no en España,. Derrotado Napoleón, lo normal es que hubiera ahuecado el ala y se hubiera exiliado en Francia, como todo afrancesado que se precie, pero nuestro hombre debió mover hilos excepcionalmente bien, porque no sólo terminó congraciado con el bando patriota español, sino que le reconocieron el grado militar e incluso recibió un ascenso. Para ser liberal hasta la médula, y masón hasta el tuétano, en plano sexenio absolutista, no está nada mal.

Sin embargo, como la cabra tira al monte, y nuestro hombre era muy cabra, se lio en alguno de los pronunciamientos liberales que el gobierno deshacía en aquellos tiempos de forma poco menos que rutinaria y, tras fugarse de la prisión donde le habían recluido, y donde parece que la vigilancia era mejorable, o que más bien había órdenes de hacer la vista gorda y de dejarle irse, acabo exiliado en 1818 en San Petersburgo, en la corte de Alejandro I, que es dudoso que se pueda considerar un tipo muy liberal, pero que tenía entre sus consejeros más próximos a otro español, Agustín de Betancur, que debió interceder por Juan Van Halen para que le diese un destino adecuado. Lo mandó al Cáucaso a pegarse con el turco.

Hasta ahí, bien, pero como la cabra seguía tirando al monte, y es que hay gente que no aprende ni quiere aprender, volvió a meterse en líos, conspiraciones liberales y logias masónicas diversas en San Petersburgo, así que el zar resolvió que ni Betancur ni leches, y puso a Van Halen de patitas en la frontera con el imperio austríaco (no, aún no era austro-húngaro, todo llegaría). Entretanto, resultó que en España un tipo bastante traicionero, de nombre Rafael del Riego, en lugar de irse a América a someter a los liberales de allí y reducir aquellos virreinatos a la obediencia, utilizó las tropas a su mando para montar un pollo y hacer caer el absolutismo, al menos de momento, y Van Halen aprovechó y volvió al ejército español, ahora liberal.

Duró poco. Cuando los franceses entraron en España en 1823 no las tenían todas consigo, pero, en lugar de una resistencia a muerte, como en 1808, lo que encontraron fue un ejército realista español de cincuenta mil hombres que se les unió con mucho gusto en la tarea de reinstaurar al Rey en la plenitud de sus derechos. Van Halen, viendo que igual era tentar demasiado a la suerte quedarse por España, se fue por patas hacia América, donde no le fue muy bien, así que en 1830 lo encontramos en el Reino de los Países Bajos, una especie de Benelux del siglo XIX que unía lo que hoy son Bélgica, los Países Bajos propiamente dichos y Luxemburgo bajo la autoridad de la casa de Orange. Un invento del Congreso de Viena, vamos.

Por alguna razón, los belgas lo consideran belgo-español, supongo que por tener un antepasado flamenco que, por una feliz casualidad, es por línea paterna y le ha dejado su apellido, aunque llevaran siglos siendo españoles. Supongo que de flamenco no hablaba ni jota (como cualquier bruselense de hoy en día, vamos), pero que el francés lo debía dominar a la perfección, pues no en vano había estado varios años en el ejército francés. El caso es que se monta una trifulca en Bélgica, o mejor dicho en los Países Bajos meridionales, y los mandamases de la revolución-trifulca se dan cuenta de que disponen de pasta, ya que no en vano se trata de regiones ricas, pero andan fatal de cuadros con experiencia militar. Y ahí aparece Van Halen. Les cuesta poquísimo darle el mando del ejército miliciano, y a él le cuesta aún menos aceptarlo.

La campaña es un éxito, en buena medida porque enfrente tiene a un ejército cuya oficialidad es del norte, pero cuya soldadesca es más bien del sur, mucho más poblado que el norte, y no tiene el menor ardor guerrero. Van Halen sale victorioso de la campaña, escribe un libro con más anexos que relato, es encarcelado por si le da por pensar en un golpe de Estado, es rápidamente rehabilitado, y no tarda mucho en darse cuenta de que allí no se le ha perdido nada más, que en Bruselas llueve mucho y que, oye, igual por España hace falta.

Y, efectivamente, vuelve a España, donde, por aquellas fechas, Fernando VII ya no es lo que era y ha dejado de perseguir liberales. Se reincorpora al ejército, igual que su hermano Antonio, para confusión de muchos historiadores que tienen problemas en distinguirlos, y los dos participan en la siguiente guerra, que enfrenta a los liberales españoles, ahora llamados cristinos o isabelinos, o simplemente guiris, con los realistas, ahora llamados carlistas, o simplemente carcas. Brillar, brillar, no es que brillaran mucho. De hecho, a Antonio Van Halen le hicieron jefe del ejército del Centro, y Cabrera le fue dando de bofetadas todo el tiempo, salvo en la última campaña, la de 1840, en que las fuerzas eran demasiado desiguales.

El resto de su vida lo pasó Juan Van Halen sin meterse en demasiados líos. Ya sólo salió una vez al exilio, lo que en su caso hay que considerarlo un mérito importante, y falleció más o menos tranquilamente en España. Sus descendientes masculinos siguen llamándose Juan Van Halen hasta hoy mismo, y el actual representante de la dinastía es un político del PP (además de literato, vale, seguramente su perfil político no es el más importante) que se hizo famoso hace unos años por utilizar un par de latinajos en un discurso en el que criticaba a la entonces Ministra de Cultura, y hoy vicepresidenta del Gobierno, en que quedó muy claro que no es necesario ser mínimamente culto para que te hagan ministra de Cultura. Al menos, en España.

Ya hemos encontrado, pues, un español que pasó por Rusia y luego por Bélgica, como esta misma bitácora, para terminar en España (eso no lo sabemos todavía, en el caso de esta bitácora). Por lo demás, está bitácora, ni su autor, son de tendencia masónica o liberal, pero eso es otro asunto.

Escudriñando, será cosa de intentar buscar a otro español que haya realizado el mismo periplo, pero la verdad es que parece difícil. A ver si rascando un poco por ahí encontramos algo, pero eso será otro día, porque hoy se hace tarde.

lunes, 26 de noviembre de 2012

El maestro Juan Martínez

Mi abuela me contaba, cuando yo era pequeño y ni se sospechaba que fuera a pisar Rusia algún día, pero se sabía positivamente que me gustaba la historia, que en la herencia de su madre, mi bisabuela, había un libro que se había publicado por fascículos sobre un bailarín español que había pasado la guerra civil rusa y que contaba cómo fue aquello. "Aquello sí que fue duro, más incluso que lo nuestro", decía mi abuela. Teniendo en cuenta que mi abuela se convirtió en viuda de guerra, que en guerra pasó las de Caín, y que se libró por los pelos del paseo y de dejar huérfana del todo a mi madre, el libro le tuvo que impresionar bastante.

Sin embargo, a continuación, mi abuela se lamentaba de que los coherederos habían hecho desaparecer el libro, y que por eso no podía pasármelo a mí, su nieto y ahijado. Por las fechas, debió ser la edición prínceps de 1934 la que formaba parte de la herencia; en las décadas siguientes, el autor debió tener problemas para imprimir sus obras en España, pues se trataba de Manuel Chaves Nogales, un periodista sevillano de izquierdas bastante incomprendido por toda la España de entonces, y la de después, que se exilió al comenzar la Guerra Civil española.

Con los años, sin embargo, pude leer el libro, en las ediciones posteriores a 1975, cuya portada aparece en la imagen que ilustra esta entrada. Narra las aventuras (mejor dicho, las desventuras) de una pareja de bailarines de flamenco que, en 1917, tienen dificultades para conseguir contratos, en plena Primera Guerra Mundial, y les dice que Rusia está muy bien y que la guerra ni se nota y que hay contratos a mansalva. Eso es dar un buen consejo, ¿verdad? El resultado es, como sabemos los que tenemos la ventaja de vivir en el futuro, muy diferente al prometido, y los dos bailarines, Juan y Sole, van dando tumbos de mala manera durante los seis años siguientes, por Moscú, San Petersburgo y, la mayor parte del libro, Kíev, pasando hambre, temiendo por su vida y llevando, en suma, una vida de lo más desastrada, hasta que en 1923 consiguen salir del país.

En estos seis años, Juan Martínez, el protagonista, blasona de que llega a hablar ruso igual que los mismos rusos. Para los que llevamos algún tiempo más en el país del que él llegó a estar, no es difícil encontrarle, sobre todo en la transcripción de nombres, faltas que ponen a las claras que, como casi todos los españoles, Juan Martínez es de lo más optimista cuando juzga su propio dominio de los idiomas.

A pesar de eso, el libro es interesantísimo para los que estén atraídos por la Historia contemporánea rusa. Eso sí, no es un tratado de Historia de la Guerra Civil rusa, sino una narración de las peripecias de la pareja protagonista, en plan muy personal, en las que aparecen bolcheviques, blancos, independentistas y polacos, y todo tipo de personajes, la mayoría de los cuales está retratada de forma bastante negativa. Y no es para menos, teniendo en cuenta la que estaban montando y cómo se estaban cargando el país.

Sin embargo, lo que más me impresionó del libro fue el momento en que Juan Martínez y Sole, ya hacia el final de la obra, abandonan el país con rumbo a Estambul, en un barco donde se han colado sobornando a diestro y siniestro con sus últimas joyas. Juan Martínez llora porque deja Rusia y sabe que no volverá, y eso que lo ha pasado de purísima pena y ha estado más de tres y más de cuatro veces a punto de quedarse allí de cuerpo presente. Y eso es así y prácticamente todos los que han abandonando Rusia así lo atestiguan: por pésima que sea la calidad de vida (lo sigue siendo, aunque menos que antes), Rusia engancha de alguna manera, y todo el que ha pasado por aquí echa de menos el país, aunque casi nadie sea capaz de decir exactamente por qué. Bueno, los que salen de marcha y ponen cara de periscopio en las discotecas saben perfectamente qué echan de menos, pero no me refiero a eso.

No digamos yo, que no tengo queja alguna de la vida que he estado llevando estos últimos años, con todos los líos que hay, y que si salgo del país es porque... porque ya toca, supongo, asuntos laborales aparte, que no vienen al caso y que, como sabe todo el que ha seguido esto, no forman parte de la temática de esta bitácora.

Así que veremos qué hago yo cuando suba al avión, porque, si Juan Martínez, que casi lo matan, llora como un niño cuando sale del país, no sé qué voy a tener yo, que entré con las manos en los bolsillos y salgo bastante mejor que cuando entré.

Pero eso, me temo, que lo sabré al final de esta semana. No antes.

domingo, 28 de octubre de 2012

Rusia como unidad de destino (I)

¿Para que sirven los países? ¿Sirven, en general, para algo? Es posible que en estos tiempos de globalización la pregunta suene superflua, y que tendamos a diluir las personalidades nacionales en eso que se da en llamar "aldea global", pero la pregunta ha inquietado, y sigue inquietando, a muchísima gente.

El caso más interesante, no sé si por lo que tiene de fracaso, al menos visto desde el presente, es el español, y quizá sea una buena perspectiva para interpretar lo que está pasando ahora mismo en España, pero a eso se está dedicando un montón de gente en mi país, unos tirando de la manta para romperla, y otros tratando de mantenerla entera, aunque la manta ya apenas sirva para abrigar, que es para lo que fue tejida. Como hay tanta gente sosteniendo ideas la mar de peregrinas sobre la integridad (o no) de España, y aunque yo creo que la mayoría no saben por dónde van, pasemos a otra cosa.

Ya hemos introducido en otra ocasión en esta bitácora, aunque sea muy por encima, el tema del destino al que está llamada Rusia. Hace algún tiempo, veíamos una entrada sobre los eslavófilos, que representaban una teoría sobre cuál era el papel de Rusia en el mundo. Para resumir sus ideas, Rusia existe para ser sostén de la Cristiandad ortodoxa, y ahí entra de lleno la teoría de la "tercera Roma", es decir, Moscú. La primera Roma (la que se sigue llamando así) es una traidora que ha abrazado la herejía católica (ya hemos visto repetidamente que los católicos no somos nada bien vistos por aquí); la segunda Roma (Bizancio) ha caído en manos de los musulmanes, y queda la tercera Roma, Moscú, que es depositaria de la legitimidad imperial (cuando Iván III se casó con Sofía Paleólogo ya comenzó a tener miras más altas que el mero principado de Moscovia) y que no caerá.

Los eslavófilos, además, introducían un elemento racial en la argumentación, que en una mentalidad católica es impensable, pero no en una ortodoxa: los rusos, que son la potencia ortodoxa por excelencia, tienen la obligación de prohijar a los pueblos eslavos (y ortodoxos... bueno, no todos son ortodoxos, pero ya se irán corrigiendo los que no lo son todavía) y liberarlos del yugo otomano.

La corriente eslavófila (vamos a ser anacrónicos, pero es para entenderse) no tuvo rival desde que Iván III se sacudió de encima a los tártaros hasta que terminó el siglo XVII. El principado de Moscovia era un lugar totalmente eslavófilo, centrado en zurrarse contra los enemigos de la fe ortodoxa, y así tenemos a Iván el Terrible con una política exterior que le enfrenta literalmente a todo quisque no-ortodoxo; tenemos un movimiento ciudadano que se niega a ser regido por los católicos polacos y, extinguida la dinastía legítima, elige otra, y nada menos que al hijo de un patriarca; tenemos la expansión por Ucrania del siglo XVII, a costa de los polacos.

Entonces llega la corriente opuesta, con un zar, Pedro I, que se ha pasado la infancia y la juventud rodeado de los extranjeros que residían en Moscú, que decide viajar por Occidente a ver cómo es aquello y que vuelve convencido de que ya está bien de creerse la reserva espiritual de Oriente. Pedro I es el primer occidentalófilo que aparece en la historia rusa; al menos es el primer occidentalófilo con cierto poder. Y se dedica a suprimir cosas, y no sólo las barbas. Su política exterior no es muy diferente, aunque sí mucho más exitosa, de la de Iván el Terrible, pero consigue meter un golazo a los más tradicionalistas de su imperio cuando suprime el Patriarcado. La Iglesia queda totalmente supeditada al Estado, o más bien apartada a un segundo plano. En lo cual Pedro I se comporta exactamente igual que todos los modernistas que le precedieron y le sucederían, en Rusia, en España o en casi cualquier otro país (digo casi porque está Bélgica, suponiendo que Bélgica sea un país): parte del programa consiste en darle un palmetazo a la Iglesia... pero sin que se note demasiado. Si el palmetazo es evidente y se nota, entonces no se trata de un modernista, sino directamente de un revolucionario.

Es sumamente interesante leer en este contexto el capítulo que dedica a Pedro I el académico Kartaschyov, un estudioso exiliado después de la revolución de 1917 y que escribió una monumental "Apuntes sobre la historia de la Iglesia Ortodoxa rusa", obra que tuve la feliz idea de comprar hace algunos años. Kartaschyov hace un auténtico encaje de bolillos para defender la indefendible idea de que Pedro I era un fervoroso creyente, cuando los hechos, y casi todos los autores que se han ocupado del caso, coinciden en que Pedro I era más bien tibio en cuestiones de fe. Y si no que lo digan los veterocreyentes, que bajo su reinado comenzaron a poder respirar.

Los siglos XVIII y XIX son los de la lucha entre la tendencia tradicionalista eslavófila y la modernista occidentalófila, con ventaja en general de la primera, en particular bajo el reinado de Nicolás I, que es el zar eslavófilo por excelencia: se dedica a guerrear contra los turcos, esos opresores de pueblos eslavos; no toleró a los veterocreyentes, en su calidad de protector de la ortodoxia; y, en política exterior, y por hablar de España, y como buen tradicionalista, siempre reconoció como rey de España a Carlos V, y luego a Carlos VI a la abdicación del primero (sólo a su muerte se reanudaron las relaciones diplomáticas con el gobierno de doña Isabel). Curiosamente, con los católicos fue mucho más tolerante que con los veterocreyentes: de hecho, la iglesia de San Luis, única iglesia católica de Moscú durante muchos años, fue construida en parte con fondos que donó él.

Nicolás I murió, pero sus sucesores no cambiaron demasiado de línea. Los modernistas occidentalófilos, que seguían existiendo, básicamente se dedicaron a esperar su oportunidad. Y entretanto iba surgiendo otra tercera tendencia, ésta menos conciliadora que los modernistas: los revolucionarios.

Y con esto llegamos al año crucial en que la eslavofilia empieza seriamente a tambalearse: 1905.

miércoles, 11 de abril de 2012

Deportistas

El emperador Nerón era, por lo visto, aficionado a las carreras de carros. En el año 67 participó en los Juegos Olímpicos, en su modalidad favorita, en la que competían carros tirados por cuatro caballos. Para asegurarse la victoria, Nerón compitió en un carro tirado por diez caballos. Debía tener un mecánico mejor que los de Red Bull. Los otros participantes, evidentemente, no tenían acceso a los equipos técnicos de Nerón, y además eran unos envidiosos que se retiraron indignados, con los cual Nerón corrió solo y, claro, ganó, aunque estuvo a punto de no hacerlo porque se cayó dos veces del carro. P'haberse matao.

Las cosas no han cambiado demasiado en estos dos últimos milenios. Lo demuestra el presidente de Turkmenistan, Gurbanguly Berdymujamedov (sí, todo eso), gran aficionado a las carreras de coches. Leamos la noticia, cuyo original está aquí.

El presidente de Turkmenistán, Gurbanguly Berdymujamedov, elegido en febrero para un segundo mandato, demostró que sabe vencer no sólo en el terreno político, sino también en el deportivo.

El sábado llegó al circuito de carreras de Asjabad en un lujoso deportivo Bugatti Veyron, para saludar a los aficionados a las carreras de coches que se habían reunido para ver la competición. Inesperadamente para todos, tomó parte en la carrera, obteniendo una convincente victoria sobre sus oponentes, según informa ITAR-TASS.

Durante la inauguración, Berdymujamedov preguntó al presentador de la ceremonia: "¿Puedo participar yo también?" Al recibir una respuesta afirmativa, el presidente se puso al volante de un poderoso coche Volkicar de fabricación turca y tomó la salida a la señal de los jueces. Berdymujamedov superó a sus contrincantes, al obtener el mejor tiempo del circuito.

Los organizadores de la competición decidir entregar el coche en el que compitió el presidente al museo nacional del deporte.


Como dicen bastantes comentaristas rusos, éste al menos no ha encontrado casualmente ninguna ánfora del siglo VI en el Mar Negro, como hacen otros.

¿Y en España no pasan estas cosas? ¡Claro que no!, diremos vehementemente.

Bueno, bueno, no estemos tan seguros... algún caso conozco y puede que escriba sobre él.

viernes, 17 de febrero de 2012

Si vas a Calatayud...


... no tengo nada que recomendarte.

Pero, si da la casualidad de que hoy estás en Madrid, y te interesa la historia de Rusia (y la de España, claro), no deberías perderte esto.

Al menos, yo, si estuviera en Madrid, no me lo perdería. Promete mucho.

martes, 27 de septiembre de 2011

Capital cultural

San Petersburgo fue la capital de Rusia hasta 1918, momento en que Lenin y sus compinches, que habían llegado al poder un par de meses antes, decidieron escaparse a Moscú por piernas antes de que llegaran a la capital las tropas del Kaiser Guillermo. Algún día habrá que escribir sobre el manejo de la guerra contra los alemanes que hicieron los primeros comisarios populares, y que dejan a Gila a la altura de Napoleón, por lo menos.

Desde 1918, la capital rusa ha venido siendo Moscú. San Petersburgo, entonces Petrogrado, se quedó en segundo plato, su población se redujo considerablemente y, en resumidas cuentas, vino bastante a menos, aunque nunca dejó de ser una ciudad preciosa y un centro cultural de primer orden, hasta el punto de que los peterburgueses están especialmente orgullosos de ser la capital cultural de Rusia. Que yo sepa, en ningún sitio oficial está escrito que lo sean, pero ya es algo que está arraigado y de lo que nadie duda, ni siquiera en Moscú. Y menos ahora, en que el presidente es de San Petersburgo, también lo es el actual primer ministro y pasado y próximo presidente, y también lo es la presidente del Senado. Como para andarse con chiquitas...

Por eso, uno pensaría que, a diferencia de Moscú, los músicos que actúen en San Petersburgo no necesariamente tienen que estar acabados. No me queda claro, después de ver los carteles que en la isla Vasilievsky anuncian los conciertos de este otoño. Tom Jones era el más repetido, junto a algunos grupos de fama ínfima, pero el escalofrío me dio cuando vi el siguiente cartel.


Luego lo leí, pero, en cualquier caso, creo que estaremos todos de acuerdo en que Pavarotti está acabado.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

El viaje (VII): Iván Susanin

El monumento (a Iván Susanin) es una columna de granito que se eleva sobre un pedestal del mismo material y está coronada con el busto del zar Miguel Fedorovich; a los pies de la columna hay una figura de bronce de Susanin, rezando de rodillas; el pedestal está adornado con bajorrelieves e inscripciones; en la columna están los escudos de Rusia y de la gobernación de Kostromá.

Para recordar quién era este Iván Susanin, hay que echar la vista atrás a alguna de las entradas de este verano y situarnos de nuevo en los albores del siglo XVII, concretamente en 1612. Los falsos demetrios, ladroncillos y todo tipo de pretendientes a cual más estrafalario pululaban por Rusia, al igual que las patrullas polaco-lituanas de Segismundo Vasa, que había tomado Moscú y aspiraba a coronarse como zar. Moscú había sido liberada por el ejército popular de Minin y Pozharsky, y la asamblea que se reunió había elegido como zar a un jovenzuelo de quince años, Miguel Románov, pariente lejano de los Rúrik y que residía, en el destierro, en Kostromá. Sus padres habían sido obligados a entrar en religión para quitárselos de enmedio, y así se daba la circunstancia de que Miguel Románov era hijo de un cura y de una monja, como decía la leyenda urbana que sucederá con el Anticristo.

Los demetrios, a esas alturas, estaban de retirada, pero no los polacos. Segismundo Vasa envió a un importante destacamento a Kostromá para decirle a ese Miguel Románov, adolescente imberbe, quién era el zar de Rusia. En aquel tiempo, y aun hoy, a las tierras de Kostromá, entre otras, se las llama "Zalessky", es decir, tierras tras el bosque. Y es que, efectivamente, por madera no será, y los bosques de la zona, lo que es densos, siguen siéndolo a base de bien, y los incendios del año pasado no han hecho nada por paliarlo, porque no fueron por allí.

Los polacos, que no debían andar sobrados de mapas ni de brújulas, preguntaron a un lugareño por dónde dar con el zar electo. El lugareño era un tal Iván Susanin, que les hizo de guía por un atajo que decía conocer. El atajo debía existir, pero no conducía a Kostromá, ni al escondrijo de Miguel Románov, sino directamente al otro mundo, porque de los polacos, ni de Iván Susanin, volvió a saberse nunca nada más. Al menos de cuerpo presente, porque, desde entonces, Iván Susanin es considerado en Rusia como el prototipo de enteradillo que dice que sabe por dónde ir a los sitios y, en realidad, no da una. Seguro que todos conocemos a alguno...

Sea como fuere, Miguel Románov se salvó y se convirtió en zar. Y, andando el tiempo, en Kostromá se erigió un monumento al héroe local. Vemos la foto de los tiempos de Gilyarovksy.



Y la foto que saqué yo el otro día.



Obviamente, la diferencia entre ambas son los cables y semáforos que hay por todos los sitios, y el monumento a Susanin. Los comunistas no tenían nada contra Susanin, que era un campesino proletario y que, de haber vivido en otros tiempos, se hubiera unido naturalmente a la revolución; pero en ese monumento aparecía en actitud servil ante el primer Románov, el primer sujeto reinante de esa dinastía tenebrosa y autocrática. Abajo, pues, con el monumento. Doce metros de columna fueron enterrados por allí, y la plaza se quedó vacía.

Como no era cosa de ofender a Susanin, los comunistas elevaron a pocos metros de allí otro monumento a Susanin, esta vez sin zar, que continúa hoy día mirando al Volga.

Entretanto, en la plaza de Kostromá hay una pirámide sobre la que se ha pintado el antiguo monumento. Al parecer, los trozos de la columna de mármol se podrían recuperar y hay quien piensa en restaurar el monumento como estuvo siempre con motivo del cuarto centenario de los Románov, que, como quien no quiere la cosa, es dentro de dos años.

A ver a quién traen para celebrarlo, porque, lo que son los descendientes actuales de los Románov, no parece fácil que se pongan de acuerdo para nada, cuánto menos para juntarse en Kostromá. Pero ésa es otra historia, que habrá que contar a su debido tiempo.

viernes, 26 de agosto de 2011

El viaje (III): La piedra azul

En los albores de la Historia, antes de la llegada de las tribus eslavas a lo que hoy conocemos como Rusia Central, y más concretamente a la región que rodea el lago Pleschéevo, la población local estaba compuesta por tribus paganas ugrofinesas, cuyos cultos religiosos no son bien conocidos, pero entre los que destacaba el que realizaban a una enorme piedra de unas doce toneladas de peso que, según la leyenda, habían traído desde su emplazamiento original. La piedra era de color gris oscuro, pero, tras las lluvias, mientras estaba húmeda, parecía ser de color azul, y de ahí se le quedó el nombre.

La llegada de las tribus eslavas desplazó a los originarios habitantes ugrofineses a donde aún hoy habitan, en las regiones del norte. Los ugrofineses, por mucho aprecio que le tuvieran a la piedra, decidieron dejarla allí con sus doce toneladas y salir por piernas y a la ligera antes de que fuera demasiado tarde. Suponemos que los eslavos, tan paganos como los ugrofineses, se encontraron con la piedra azul y decidieron hacerla, igualmente, objeto de su culto.

A partir del año del Señor de 988, San Vladimiro, príncipe de Kíev, se convierte al cristianismo y con él todos sus estados, región del lago de Pleschéevo incluida. Siglo y pico después, a sus orillas, Yuri Dolgoruky, conocido por sus fundaciones diversas, fundó la ciudad de Pereslavl-Zalessky, junto a la que pronto surgieron varios monasterios y, algunos decenios después, incluso uno de los santos más conocidos de la ortodoxia, San Alejandro Nevsky.

Pero eso no puso fin al culto a la piedra azul. Como es sabido, una cosa es que el cristianismo abomine de las supersticiones, y otra muy distinta que los cristianos lo hagamos, por incorrecto que sea; si a eso juntamos que los rusos, entonces y ahora, son supersticiosos en gran medida, y le añadimos cierta persistencia de un poso pagano más o menos latente, tenemos que las celebraciones junto a la piedra azul continuaron con aproximadamente la misma frecuencia que antes, y que los habitantes de las orillas del lago creían a pies juntillas -y siguen creyendo hoy- que la piedra tenía propiedades curativas.

Los buenos monjes del monasterio de San Borís y San Gleb no dejaban de decir al pueblo que, en realidad, lo que habitaba en la piedra azul eran fuerzas impuras, pero ni así lo alejaba de la piedra. A principios del siglo XVII, durante los tiempos confusos en los que surgieron los falsos demetrios que fueron objeto de una serie anterior en esta bitácora, la piedra fue sumergida en el lago Pleschéevo. Quieren algunos que fue el zar Basilio IV el que ordenó arrojarla al lago desde las alturas del monte en cuya cima se encontraba; otros creen que fue el monje Onofre, por indicación de San Irenarco de Rostov, el que la hundió. Si fue así, el tal Onofre debía ser un tipo como para no enfadarse con él, por muy monje que fuera y por si acaso.

Sea como fuere, pasaron algunos años y la piedra surgió del fondo del lago como si tal cosa y, poco a poco, fue acercándose a la orilla y asomando la puntita, sin que se sepa bien cómo pudo pasar eso. Atónitos, los monjes lo dejaron estar de momento; pero, unos decenios después, decidieron seguir el consejo de "si no puedes con tu enemigo, únete a él" (como hizo el Real Madrid con Drazen Petrovic), y resolvieron utilizar la piedra azul para cimentar una iglesia que pensaban construir un poco más al sur. Transportar el pedrusco y sus doce toneladas era una tarea de chinos, y ellos eran rusos, así que la cosa no terminó de salir bien. Puesto que no había bestia de carga capaz de transportar semejante mole y el monje Onofre ya hacía tiempo que no estaba disponible, pensaron que acertarían montando en lo más crudo del invierno la piedra azul sobre un trineo y deslizándola sobre el lago helado hasta el punto previsto.

Evidentemente, la piedra, el trineo y toda la impedimenta se hundió miserablemente en el lago, porque, sí, el hielo terminó por romperse. Con ello, pareció que los monjes, ya que no habían hecho uso de la piedra, al menos habían terminado radicalmente con toda forma de culto idolátrico que no fuera practicada por posibles submarinistas paganos.

Que si quieres arroz, Catalina. Unos cuantos decenios después, a mitad del siglo XIX, la piedra azul volvió a emerger del fondo del lago como si tal cosa, sin que nadie supiera cómo era posible semejante prodigio. Y ya se quedó donde hoy día aún puede ser visitada para aprovechar sus presuntas virtudes curativas.

El autobús tomó el desvío hacia el monasterio de San Nikita, pasó por delante del mismo y, un par de kilómetros después, se detuvo. Bajamos del autobús y, por una senda que, como en cualquier lugar turístico, estaba flanqueada por chiringuitos donde se podían adquirir todo tipo de artesanía y otros recuerdos, llegamos a la piedra.

La piedra azul sigue siendo una atracción visitada y, de hecho, la afluencia de gente era bastante notable. Parece que, no hace tanto tiempo, la piedra había emergido hasta tal punto que poco menos que tenía la altura de una persona; desde entonces, poco a poco se va hundiendo de nuevo, sin que los científicos puedan explicar muy bien las razones de este subibaja. Quizá sean estos tiempos poco propicios para el paganismo, por lo que la piedra, que no deja de ser un ídolo pagano, haya resuelto dejar la superficie para emerger nuevamente en un futuro más halagüeño para su culto.


Yo más bien pienso que, cuando encima de ti se sientan a diario varios cientos de personas, el hundimiento progresivo es coherente con las leyes de la física ¿O no?

* * *

Y, tras una breve visita al monasterio de San Nikita y cien rublos menos en mi cartera, seguimos viaje hacia Rostov. Por mi parte, di los cien rublos por bien empleados, aunque la forma de arrancarlos me sigue haciendo torcer el gesto, porque la historia de la piedra me había gustado mucho.

viernes, 12 de agosto de 2011

Impostores (X): el ladroncillo

Habíamos dejado a Marina Mniszech, hace dos entradas, embarazada en Kolomenskoye, y custodiada por el atamán cosaco Iván Zarutsky, al que habíamos visto como uno de los primeros partidarios del Pseudodemetrio II. Éste había sido asesinado en diciembre de 1610. Un mes después nació un niño, al que llamaron Iván Dmitrievich, "como su abuelo" Iván el Terrible. Popularmente, sin embargo, y como era hijo del ladrón de Túshino, se le conocía simplemente como "el ladroncillo".

Marina y su hijo, con el ejército cosaco de Zarutsky, eran una fuerza a considerar, y aquí se vieron las consecuencias de que Marina hubiera sido coronada zarina en 1606, aún antes de casarse con Pseudodemetrio I. En el campamento militar que había formado la primera resistencia contra los polacos, el hijo de Marina fue proclamado heredero del trono. Y, ciertamente, fuera quien fuera el padre del niño, la madre se consideraba zarina, había sido coronada, y no reconocía la renuncia que le había arrancado a la fuerza Basilio IV.

Las disensiones intestinas, una constante de los rusos cuando no hay un tipo duro al que reconozcan todos (Putin lo sabe bien), acabaron con el campamento militar que hubiera debido liberar Moscú de los polacos. Entonces se conoció la noticia de que en Pskov se había levantado Pseudodemetrio III, y Zarutsky le prometió fidelidad e intentó defender sus derechos; pero, como ya sabemos desde la última entrada, la aventura del ladrón de Pskov salió mal, y Zarutsky, Marina y su hijo se vieron forzados a retirarse al sur. Intentaron levantar a los cosacos y dirigirse de nuevo a Moscú; pero, cosa increíble, los cosacos no les hicieron caso en absoluto. Y eso era una señal de que el tiempo de los impostores estaba quedando atrás.

El grupo de Zarutsky consiguió llegar a Astracán, apoderarse de la ciudad, matar al voivoda local y mantenerse en la zona el invierno de 1613-1614.

Para entonces, en Moscú ya los polacos habían abandonado la ciudad y el cónclave que se reunió había elegido a Miguel Romanov, que es el de la imagen, como zar. No es que el tiempo de los impostores estuviera terminando, sino que los tiempos confusos también lo habían hecho, y la única traba a la normalización de Rusia eran Zarutsky, Marina Mniszech y el ladroncillo. Pero les quedaba poco.

En marzo de 1614, el voivoda Simeón Golovin fue enviado por Miguel Romanov a Astracán con un ejército y con las intenciones que pueden suponerse. Astracán se levantó contra Zarutsky, el cual, con Marina, el niño y los cosacos leales que le quedaban se refugió en el Kremlin (no he estado en Astracán, pero tengo entendido que el Kremlin merece la pena). Por la noche, lograron huir al mar Caspio y esconderse cerca de allí, en la orilla. Pero ya la gente estaba demasiado cansada: los cosacos locales delataron su escondite a Golovin, que les hizo prisioneros y les condujo a Moscú fuertemente custodiados. Zarutsky fue torturado y empalado y el infeliz ladroncillo ahorcado públicamente en la puerta de Serpujov de Moscú (más o menos donde ahora está la estación de tren de Paveletsky).

Marina Mniszech fue enviada a Kolomna y encarcelada en su Kremlin. Sobre su suerte final hay diversas versiones y leyendas, pero parece que murió de una enfermedad. Si vais a Kolomna, cosa recomendable en cualquier caso, y visitáis el Kremlin de allí, la torre donde murió Marina Mniszech, y que aún hoy lleva su nombre, está junto al mismo puente, en la esquina de la muralla.

* * *

Y así se terminó el tiempo confuso y los candidatos a reemplazar al infeliz hijo de Iván el Terrible. Y no, no son los únicos impostores, ni mucho menos, que ha habido en Rusia, pero los demás van a quedar para una mejor ocasión, porque esto ya cansa, ¿no?

miércoles, 10 de agosto de 2011

Impostores (IX): el ladrón de Pskov

No, las vidas de Demetrio Ivánovich no habían terminado todavía, aunque ahora iban a proseguir bastante lejos, lejos del sur o del oeste de Rusia, que era donde había florecido en sus anteriores vidas. Esta vez estamos en enero de 1611, sólo un mes después del enésimo asesinato de Demetrio Ivánovich, que no hay forma, ni la habrá, de que fallezca de muerte natural.

Y hemos de trasladarnos a Nóvgorod, ciudad amenazada por los ejércitos suecos, que la tomarían en verano de aquel año de 1611, pero que en enero estaban ocupados en Korela, una ciudad a las orillas del lago Ladoga que les había prometido Basilio IV si le ayudaban. Allí, en el mercado de Nóvgorod, se produjo una nueva resurrección de Demetrio (que a estas alturas, recordemos, incluso estaba canonizado), cuando un menda, cuyo verdadero nombre era seguramente Sidorka, salió a grito pelado diciendo que era el zarevich Demetrio, salvado milagrosamente. Ooootra vez. Estaba visto que al Demetrio no había forma de enterrarlo.

De Nóvgorod lo echaron con cajas destempladas; en Ivangorod, más al norte, ya en marzo, repitió la jugada, diciendo que no había muerto en Kaluga, sino que se había salvado milagrosamente. Allí le creyeron, y sonaron campanas y le hicieron fiestas.

Pero la calidad de los distintos demetrios iba decayendo rápidamente. Si el primero era un tipo inteligente, fino y agradable, y el segundo era un zafio, pero listo como el hambre, éste tercero ya no estaba en condiciones de dar mucha guerra. El impostor pidió parlamentar con los suecos, pero un embajador de los mismos, que había conocido de cerca al primer falso Demetrio, dijo sin lugar a dudas que se trataba de un falsario, con lo que Carlos IX, el rey de Suecia, que debía ser un antecesor del dueño de IKEA, que incluso en Rusia se jacta de que todo lo hace legal y sin sobornos, prohibió todos los contactos con él y se puso a combatirlo.

Pseudodemetrio III, que es como ha pasado a la historia, consiguió reunir un pequeño ejército y pidió a la ciudad de Pskov que se sometiera, y la verdad es que Pskov estaba por la tarea, pero no terminó de decidirse.

En aquella situación, Moscú y el oeste de Rusia estaba en manos de los polacos, el norte, incluida ya Nóvgorod, en manos de los suecos, excepto la facción del Pseudodemetrio III. En el sur, donde había gobernado el Pseudodemetrio II, la situación era totalmente confusa, y en el este se había organizado, a partir de Nizhny Nóvgorod, una resistencia ciudadana espontánea dirigida por Minin y el príncipe Pozharsky, a la que se iban uniendo distintas ciudades rusas. El lío continuaba.

Pseudodemetrio III se dedicó a saquear los alrededores de Pskov, pero el ejército unido de suecos y novgorodianos que le perseguía le hizo largarse de allí por piernas en agosto de 1611 y quedarse en Gdov, una pequeña ciudad junto al lago Chúdovo, unos cien kilómetros al norte de Pskov. Los suecos, que no pudieron entrar en Pskov, intentaron atraérselo, pero él dijo que tururú y se dedicó todo el otoño a combatir a los suecos, en general sin mucho éxito. Después de todo, su formación no era militar, y el ejército sueco, en aquel tiempo, era la flor y nata de Europa y no tardaría en poner en jaque a los mismísimos tercios españoles, cuánto más a una tropa desdichada como la del impostor aquél.

Pskov era un punto aislado en medio de un mar de ejércitos suecos y polacos, aunque prácticamente inexpugnable (el que haya estado allí y haya visto el Kremlin, en la imagen de arriba, sabrá lo que digo). De hecho, ha padecido innumerables asedios y sólo ha caído tres veces, siempre ante los alemanes: en 1240, 1918 y 1941. Visto que el único ejército ruso en la zona era precisamente el de Pseudodemetrio III, le abrieron sus puertas al pretendiente en diciembre de 1611. Las cosas comenzaron a mejorar para el usurpador, y algunas ciudades rusas, incluso de lejos, le reconocieron como zar.

Pero ya digo que la calidad de los demetrios iba empeorando. Sidorka comenzó a dedicarse a la mala vida y, lo que es peor aún para la popularidad de uno, a dársela pésima a los habitantes de Pskov, que siempre han sido muy celosos de lo suyo. Las cosas se le torcieron y tuvo que salir huyendo de Pskov en mayo de 1612, antes de que le corrieran a gorrazos, perseguidos por los habitantes de la ciudad, que le alcanzaron a los dos días.

Pseudodemetrio III, el ladrón de Pskov, fue encadenado y conducido a la ciudad. En el camino, una patrulla polaca atacó a la partida de Pskov. Éstos mataron al pretendiente y se dieron a la huida.

¿Es el final de Demetrio Ivanovich, por fin? El de Demetrio Ivánovich, sí; pero a esta historia todavía le queda un poco más, porque, ¿no habíamos dejado en la última entrada a Marina Mniszech en Kolomenskoye, embarazada?

lunes, 8 de agosto de 2011

Impostores (VIII): Marina Mniszech

Cuando el primer falso Demetrio fue asesinado por el futuro Basilio IV, la flamante zarina, la polaca Marina Mniszech, salvó la vida por los pelos. Asustada por el jaleo, salió corriendo de sus aposentos y se mezcló con el servicio.

Marina Mniszech era una polaca de estatura pequeña y, muy probablemente, un pibón de aquellos tiempos, pero un pibón de armas tomar, de los que llevan los pantalones en casa de uno y, por encima de todo, con una ambición de poder sin parangón. La compañía perfecta y el apoyo ideal para alguien decidido a todo con tal de llegar a lo más alto, como Pseudodemetrio I, y como su propio padre Jerzy, con quien siempre se entendió a las mil maravillas.

En la noche de la muerte del falso Demetrio I, como quedó dicho arriba, Marina Mniszech se escondió y no llegó a contemplar con sus propios ojos la muerte de su marido. Basilio IV envió de vuelta a su casa a los polacos que habían venido con Marina y su padre, pero se quedó con los más importantes de rehenes, y entre ellos estaban, precisamente, los dos Mniszech. Basilio IV les confiscó sus bienes y, tras un breve período de arresto, les envió a Yaroslavl, por si le eran necesarios para negociar con el rey de Polonia, Segismundo III.

Como vimos en la entrada anterior, Basilio IV empezó a tener problemas casi inmediatamente, y en verano de 1607 tuvo que ponerse a la cabeza del ejército y dirigirse contra el autoproclamado voivoda de Demetrio, Iván Bolotnikov. Para caerle bien a los polacos y que no se cabrearan demasiado, decidió liberar a Marina y a su padre y mandarlos a Polonia. El verano de 1608 les condujeron a Moscú y obligaron a Marina a "abdicar" del trono ruso (al fin y al cabo, había sido coronada, incluso unas horas antes de casarse con el Pseudodemetrio I); hecho esto, les pusieron en libertad y de camino a casa con una pequeña escolta.

Pero las cosas no eran tan fáciles. En la entrada anterior, habíamos dejado al ladrón de Tushino, Pseudodemetrio II, convirtiendo a Tushino en la segunda capital de Rusia, con su zar, su corte, su Duma y su ejército. Faltaba una zarina, y puesto que "estaba casado", sólo podía ser una, y ésa era Marina.

En una audaz operación, Pseudodemetrio II envió un comando polaco a su servicio que interceptó a Marina y a su padre cerca de la frontera con Polonia y los condujo a Tushino. De hecho, Marina Mniszech no ofreció resistencia; bien mirado, ella no había visto morir a su marido y posiblemente esperaba una especie de milagro (y de ésos ya había visto varios). Naturalmente, cuando llegó por fin a Tushino, se encontró con algo que no esperaba, y que no es probable que le gustara. Así como el primer falso Demetrio era, según parece, una persona agradable y bien parecida, el segundo era grosero y un auténtico zafio que no tenía nada que ver con su antecesor en la impostura. Pero, eso sí, tenía poder y dinero, que era precisamente lo que ansiaban los dos Mniszech, cada uno una cosa.

A Jerzy Mniszech, el padre, directamente lo sobornaron con un dineral y lo mandaron de vuelta a Polonia, de donde no sólo no volvió nunca más, sino que se opuso en el Parlamento polaco a las propuestas de intervenir en los asuntos internos rusos, aunque sin mucho éxito.

En cuanto a Marina, que entonces tendría unos veinte años y muchos toros lidiados, tras un primer impulso de ni acercarse al bribón ése que se hacía pasar por su marido, se lo pensó mejor y vio que, después de todo, tenía una oportunidad de ocupar el trono ruso y dijo que sí, que ese señor era su marido, el zar legítimo. No obstante, le debía quedar algo de dignidad, porque se casó con él en secreto. El Pseudodemetrio II estaba en la cima de su poder, y la conquista de Moscú parecía próxima, pues constantemente se pasaba gente a su campo.

Basilio IV, cabreado y desesperado, pidió ayuda a los suecos, que enviaron un ejército de 15.000 hombres que derrotó al pretendiente, y de paso se quedó con parte del norte de Rusia, incluyendo Nóvgorod. Cuando lo vieron, los polacos, que entonces estaban en guerra con Suecia, entraron a saco en Rusia y se encaminaron directamente a Moscú, derrotando a todo ejército que se le oponía. Mientras tanto, las partidas de Pseudodemetrio II se manejaban por el país sin oposición. Un jaleo tan grande no se volvería a ver en Rusia hasta 1917.

Pseudodemetrio II, que ya quedó dicho que era un gañán, y que veía peligrar Tushino, amenazado por los suecos, por los moscovitas y porque la gente se estaba cansando de sus medidas confiscatorias para mantener el tinglado, abandonó Túshino con los cosacos más fieles que tenía, pero sin Marina, y se fue a Kaluga (sí, esa ciudad donde ahora se agrupa la tercera colonia de españoles en Rusia).

En cuanto a Marina, el destino de esposa abandonada no le apetecía ni un poquito, por lo que decidió ir ella también a Kaluga. Una noche de febrero de 1610, con un frío que pelaba, disfrazada de húsar y acompañada sólo de algunos cosacos y de una sirvienta, dejó Túshino y se dirigió a Kaluga, lo que significaba un viaje de 250 kilómetros por las carreteras de entonces y con unas nevadas brutales. Como es lógico, se perdió completamente y apareció en Dmítrov, exactamente en dirección contraria, con el contratiempo de que precisamente un ejército de Basilio IV estaba asediando la ciudad, defendida por un destacamento polaco. Marina, dice la leyenda, colaboró en la defensa, hasta que el ejército moscovita se quedó sin suministros y tuvo que levantar el asedio. A final de marzo Marina consiguió llegar a Kaluga.

Hartos de tantos desastres, los boyardos depusieron a Basilio IV y lo enviaron como rehén a Polonia, donde no tardaría en morir prisionero. En su lugar, pasó a gobernar la Duma de los boyardos, compuesta entonces de siete personas, una especie de experimento que no tenía poder más que en Moscú, rodeada de suecos, polacos y de las milicias del Pseudodemetrio II. A éste era el que más temían los boyardos, porque tenía muchos partidarios en Moscú; de hecho, era más popular que ellos.

En Kaluga, entretanto, parece que Marina y Demetrio volvían a llevarse bien. Es más, en verano, Marina tuvo que abandonar Kaluga y dirigirse a Kolomenskoye, un lugar más tranquilo: se había quedado embarazada.

Los boyardos de Moscú estaban en una situación tan desesperada, siempre esperando una revuelta que diese el poder a Pseudodemetrio II, que se avinieron a un paso no menos desesperado: abrir las puertas del Kremlin a los polacos y ofrecer la corona al hijo del rey de Polonia. Segismundo III no dijo ni sí ni no, pero los polacos sí entraron en el Kremlin en septiembre, con lo que el poder pasó de hecho al jefe de la guarnición.

Eso fue duro para el pretendiente, que había preparado un nuevo ataque sobre Moscú, llegando hasta Márino, que hoy es un barrio de la ciudad. Tuvo que volver a Kaluga, y ahí fue donde las cosas se torcieron definitivamente. Mientras preparaba un nuevo ataque contra Moscú, le llegaron noticias de que el jan de Kasímov, vasallo suyo, planeaba matarle para pasarse a los polacos. Pseudodemetrio desbarató la conspiración y mató al jan de Kasímov. Al pariente del jan, Piotr Urúsov, que era el jefe de la guardia del pretendiente, lo arrestó durante seis semanas; no obstante, al salir de la cárcel, lo volvió a nombrar jefe de la guardia.

Pero los tártaros, y Piotr Urúsov lo era, aunque bautizado, son gente que llevan bastante mal que se metan con su familia. Pseudodemetrio II debió haberlo sabido. Como se le olvidó, el 11 de diciembre de 1610 salió a pasear por los alrededores de Kaluga con Piotr Urúsov. No volvería vivo del paseo.

Pero, ¿de verdad se habían acabado las vidas de Demetrio Ivánovich?

viernes, 5 de agosto de 2011

Impostores (VII): el ladrón de Tushino

Lo primero que hizo Basilio IV nada más subir al trono fue traer a toda prisa de Úglich los restos del zarevich Demetrio y exponerlos en la catedral de Arcángel, en el Kremlin, a la vista de quien quisiera cerciorarse de que estaba muerto y bien muerto. Inmediatamente fue canonizado, con el fin inconfesable, pero totalmente real, de poner fin a sus "resurrecciones". Así que, si hay gente que se queja de que Juan Pablo II ha sido beatificado muy rápidamente, con lo de "santo súbito" y esas cosas, no sé qué pensarán de esto, tanto más cuanto que el niño, en vida, no tenía muchos atributos de santidad, como ya se vio.

Pero está visto que Demetrio tenía siete vidas.

No habían pasado ni dos meses, cuando por el sur de Rusia comenzó a rumorearse que Demetrio no había muerto en Moscú. Sin siquiera verlo aparecer, varias zonas del sur proclamaron zar a Demetrio y dejaron de someterse a Basilio IV. A falta de Demetrio, apareció un cosaco, Iván Bolotnikov, que decía ser un voivoda enviado por Demetrio para organizar una campaña contra Moscú. El mismo Andrey Teliatevsky, cuñado del primo segundo... al que ya conocemos dando bandazos, reconoció a este Demetrio que ni siquiera había aparecido. Pero Iván Bolotnikov fue derrotado en Tula, después de que Andrey Teliatevsky, el cuñadísimo, se pasara de bando una vez más, y Basilio IV lo mandó cegar y encerrar. Ya se ve que la cosa estaba calentita.

En verano de 1607, un desconocido levantó la mano en Starodub y dijo que él era Demetrio, que por segunda vez se había salvado de los mercenarios asesinos que pretendían matarlo. Se le conoce como Pseudodemetrio II. Toda la gente con ganas de marcha, que eran muchos, se le unieron: polacos que habían llegado con el primer falso Demetrio y no sabían muy bien qué hacer, campesinos que se habían fugado de sus tierras y, como siempre, cosacos, encabezados por su atamán, Iván Zarutsky, del que volveremos a oír hablar más adelante.

"Resucitado" de nuevo, Demetrio se dirigió contra Moscú, y esta vez con éxito. El ejército del zar Basilio IV fue destrozado, y Pseudodemetrio II llegó a los muros de Moscú. Entonces, Moscú tenía muros; pero Pseudodemetrio II no pudo entrar en Moscú y lo que hizo fue acampar en Tushino.

Tushino era entonces un pueblecito situado a unos quince kilómetros (catorce verstas, si nos ponemos puntillosos) de Moscú. Hoy no es más que un barrio de Moscú, que yo recuerdo con algo de espanto. El caso es que allí se plantó el Pseudodemetrio II con su corte, su Duma, su patriarca y su ejército. Sólo le faltaba una zarina.

¿Sólo? ¡Si eso era lo de menos!

miércoles, 3 de agosto de 2011

Impostores (VI): El primer falso Demetrio (II)

Ya tenemos al Pseudodemetrio I entrando en Moscú mientras suenan las campanas. Para convencer a los moscovitas de que era realmente quien decía ser, el chaval, que ya se ha visto que era un tipo atrevido y que no eludía los riesgos, se encontró con la monjita Marta. Eso no tendría nada de particular si no fuera porque la monjita Marta era nada menos que, supuestamente, su propia madre, María Nagaya, viuda de Iván el Terrible, que tras la ¿muerte? del verdadero Demetrio en 1591 se había metido monja. Si eso no es un órdago a la grande por parte de Grigori Otrepiev, no sé qué iba a serlo.

Bueno, pues el órdago le salió de cine. María Nagaya reconoció en Grigori a su hijo e incluso le hizo mimos. Con esos antecedentes, la ceremonia de consagración como zar siguió inmediatamente, lo cual convierte al Pseudodemetrio I, hasta donde yo sé, en el único caso, al menos en Europa, de éxito, siquiera temporal, de una impostura como ésa.

Ya antes de llegar a Moscú, se las había arreglado para apartar de ella a quien mejor podría reconocerlo, el patriarca Job, de quien había sido secretario antes de fugarse a Polonia. Desde fuera de la capital, cuando su entrada era cuestión de días, lo desterró a Staritsa, aunque desde luego ayudara el hecho de que Job hubiera excomulgado a todos los que prestaran juramento al usurpador y contara a todo el que quería escucharlo que de Demetrio nada, que era un truhán que había sido secretario suyo y se había fugado del monasterio. Hay que reconocer que al patriarca Job no le faltaba valor, y también hay que reconocer que el supuesto Demetrio era moderado en sus castigos, porque lo normal hubiera sido apiolarse al ex-patriarca, así como hubiera sido normal apiolarse a Vassily Shuisky, que encabezó una conspiración contra él nada más llegar, fue condenado a muerte por la Duma, acusado por el propio Pseudodemetrio y, cuando lo iban a ejecutar, el zar le conmutó la pena de muerte por la de destierro a Vyatka, pero a los pocos días lo amnistió.

El caso es que el Pseudodemetrio I había vivido varios años en Moscú en su anterior "reencarnación" y, de hecho, es normal que bastante gente lo reconociera. Si fue así, lo cierto es que callaron, por si acaso, probablemente con buen criterio.

El tío se portó bien, hay que reconocerlo. También perdonó a los Godunov, incluyendo a Andrey Teliatevsky, el cuñado del primo segundo del zar, y también amnistió a los que los Godunov habían represaliado, que no eran pocos. Basmánov, por fin, fue nombrado consejero real. Luego le dio por luchar contra la corrupción, subiendo los sueldos a los funcionarios y castigando los sobornos con pena de muerte. No sé si eso sería una idea para Medvédev, que también anda preocupado con este asuntillo de la corrupción, pero mejor será no darle ideas, por si acaso.

Sería un impostor, pero era un currante. Daba audiencia dos días por semana, participaba personalmente en las reuniones de la Duma y, al parecer, tenía pensado abrir una universidad en Moscú (hasta 1755 no se abriría). En esto, le salió un competidor: un Pseudopedro, supuesto hijo de su hermano Teodoro I, que había levantado a los cosacos del Don, pero que no representaba un peligro inminente. Estaba visto que la impostura creaba escuela. Demetrio, que sabía como tratar a los usurpadores, le invitó a Moscú sin más.

Al zar le faltaba una zarina, claro, y aquí reaparece un personaje especial, la hija del voivoda Mniszech, Marina, que ya dije que va a ser el principal protagonista de todo este período confuso. Ya se sabe que se habían comprometido en Polonia, antes de que Grigori Otrepiev empezara la campaña. En los diez meses que tardó Marina en llegar a Moscú, por mucho compromiso que hubiera... en fin, que el falso Demetrio no perdió el tiempo. En mayo de 1606 Marina Mniszech apareció en Moscú con su padre y dos mil polacos, el 8 de mayo fue coronada zarina e inmediatamente ella y el Pseudodemetrio I se casaron.

Hasta aquí, el cuento de hadas. Esto parece "El gato con botas", o algo así (bueno, si exceptuamos que el falso Demetrio no fue nada fiel a su novia mientras la esperaba). El prota se convierte en zar y se casa con la princesa, y ahora todos los cuentos acaban con una frase estándar: "y fueron felices y comieron perdices". Normalmente los cuentos llegan hasta aquí, y los autores guardan silencio pudorosamente sobre los detalles de lo que sucedió después.

En este caso, la situación es algo distinta, porque esto sucedió en 1606 y es un suceso real.

El 15 de mayo de 1606 aún estaban celebrando la boda y la coronación. Ya de por sí, los rusos son la pera celebrando bodas, con lo que, si la boda era de su zar, no digamos cómo sería. Unos ciudadanos, en esta situación, le dijeron a Basmánov que en Moscú se estaba montando una conspiración, y de las gordas. Basmánov salió corriendo a informar al zar, que no le hizo ni puñetero caso, ocupado como estaba celebrando su boda y en pleno jolgorio.

El conspirador era, una vez más, Vassily Shuisky, todo un profesional. La noche del 16 al 17 de mayo de 1606 los conspiradores abrieron las cárceles y armaron a todos los delincuentes. El pueblo, que veía que al zar le rodeaban demasiados polacos, y los polacos no es que estén muy bien vistos por Rusia, y si no que se lo digan a Juan Pablo II, se unió a los sediciosos, asaltó el Kremlin, arrasó la resistencia de la guardia y cosió al zar a cuchilladas, y junto a él a Basmánov, que fue el último que no se separó de él.

Vassily Shuisky, el investigador que habíamos visto en Úglich desterrando las campanas de la ciudad a Siberia, el general que había asediado al pretendiente Demetrio en Kromy, el conspirador amnistiado, en fin, se había salido con la suya y se convirtió en el zar Basilio IV.

Pero sus problemas no terminaron ahí.