Mostrando entradas con la etiqueta supervivencia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta supervivencia. Mostrar todas las entradas

sábado, 28 de octubre de 2023

Atentados

La noticia de la semana pasada en Bruselas ha consistido en el retorno de los atentados islamistas. En este caso, el lunes de la semana pasada, cuando un tipo muy poco recomendable y desde luego poco adaptado a la vida en Occidente se lio a tiros contra unos pacíficos aficionados suecos al fútbol que habían venido a Bruselas a ver cómo su selección jugaba contra los Diablos Rojos, y en lugar de eso se encontraron con un diablo, sí, pero verde y con muy mala leche. Al parecer, la excusa es que alguien quemó un Corán en Suecia. Está bajando el nivel de la ofensa. Para que llegaran las represalias, primero había que maldecir al (falso) profeta, después bastaba con dibujarlo, ahora basta con maltratar un Corán, que no deja de ser un libro, y el día menos pensado nos la vamos a cargar sólo por vender jamón.

Lo que pienso sobre el particular lo dejé bien claro hace ya ocho años, y no cambio una coma de lo que escribí entonces. Yo lo siento mucho, pero está más que demostrado que el modelo de aceptar a los extranjeros con sus propias costumbres incompatibles con nuestro orden público simplemente no funciona. Yo llevo más tiempo como extranjero que como español, pero mi orden público no es incompatible con el local, ni en Alemania, ni en Rusia, ni ahora en Bélgica, y en todos estos sitios he tenido un razonable trato con locales y no se me ha ocurrido montar un "ghetto" de españoles ni mucho menos imponer mis ideas por la fuerza. Los musulmanes tienden a concentrarse en lugares concretos y en ellos a hacer de su capa un sayo de forma todo lo violenta que se tercie, porque ése es lamentablemente el ejemplo que les dejó el fundador de su secta, un personaje violento, belicoso y de costumbres sexuales muy poco edificantes, que no es criticado por las feministas y otras gentes de mal vivir porque dichas gentes comparten con los mahometanos el odio al cristianismo, y eso les une. El día que, Dios no lo quiera, deje de preocuparles el cristianismo, deberían darse cuenta de que entre sí son todavía menos compatibles.

Sea como fuere, entretanto el terrorista se dio a la fuga en moto, sin suicidarse ni nada. Esto es Bélgica, un país que alberga muchos fenómenos chocantes y algunos de ellos tienen que ver con su policía. En este caso, sé que voy a ser injusto, pero se diría que a los policías se les acabó la jornada laboral y dejaron el trabajo de neutralizar al asesino hasta el día siguiente; lo cierto es que al día siguiente lo localizaron y el sarraceno murió de un tiroteo. Consta que era tunecino, que ya venía con mala fama desde su patria, que estaba casado y tenía una hija, que había pedido asilo, el cual lógicamente le fue denegado, porque no se sabe que en Túnez persigan a los opositores políticos, pero eso no hizo que el pollo abandonase Bélgica, sino que siguió viviendo tranquilamente en Schaerbeek, conocido nido de personajes de comportamiento mejorable. Nadie le molestó en serio. Ni en broma. Es más, Túnez había pedido su extradición por delitos bastante comunes, y aquí a nadie se le ha ocurrido que el individuo podía ser peligroso. Lo de Bélgica acogiendo a delincuentes extranjeros es una tradición que viene, al menos por lo que respecta a España, desde que se constituyó en santuario de ETA y últimamente de independentistas catalanes. Todo esto es una actitud arriesgada que en algún momento tenía que terminar mal. Ha tocado ahora.

Habrá que ir haciéndose a la idea de que cambiar la mentalidad de un musulmán no es sencillo, ni ahora ni en tiempos de Felipe III. He oído hablar de algunos, muy pocos, musulmanes que se han convertido al cristianismo, pero no he conocido personalmente a ninguno, sí que se me  permitirá que ponga su existencia bajo una pequeña sospecha.

La chapuza interna ha tenido como consecuencia la dimisión del Ministro belga de Justicia, un señor que ya apareció por esta bitácora con motivo del "pipigate" y que ya no ha podido aguantar más en su puesto. No sé si lo sucedido tendrá como consecuencia que la justicia belga reconozca que es a la justicia como la madre política a la madre, pero me temo que no, porque hay cosas que están profundamente arraigadas en el imaginario colectivo, y la soberbia frente a todo lo que está al sur parece una de ellas.

Entretanto, vamos a rezar porque el siguiente atentado no nos pille cerca ni a nosotros, ni a nuestros allegados, ni siquiera al susodicho ya ex-Ministro de Justicia de Bélgica. Vamos a rezar antes de que sea tarde, como se está haciendo ahora.

martes, 20 de julio de 2021

Be water, my friend

No, al final no ha sido para tanto, porque, a Dios gracias, las lluvias pararon abruptamente el viernes por la mañana y está sucediendo una semana de tiempo seco, que ha contribuido a aliviar las cosas. No me voy a quejar yo, cuando en la zona de las Ardenas ha habido muertos, algunos de muy corta edad, mientras que mis pérdidas se reducen a bienes materiales, y tampoco a tantos de ellos. Al final, las causas del incidente se encuentran en un tapón en uno de los desagües que bajan del tejado; si eso lo combinas con lluvias torrenciales, el agua se estanca y la puñetera ley de la gravedad hace el resto. Ya podía el gobierno español dedicarse a derogar la ley de la gravedad, o a establecer la autodeterminación física; total, puestos a retorcer la realidad, qué más dará una cosa que otra.

Al no hacerlo, el agua busca la manera de llegar lo más cerca posible del centro de la Tierra, y en este caso encontró una grieta minúscula que se agrandó convenientemente con el peso del líquido elemento y que pasó sucesivamente por mi habitación, mojando una serie de libros y libretas que, Dios mediante, se secarán sin excesivo menoscabo. Una parte siguió hasta el piso de abajo, donde hay un plafón y en él un aplique encastrado que se demostró más poroso de lo que parecía, así que por allí pasaba a chorro, con la consecuencia colateral de que saltaron los plomos y se fue la luz, con lo que se perdió la comida que quedaba en la nevera y en el congelador. Adiós, jamón. Adiós, morcillas. Adiós, chorizos. Qué sano voy a comer a partir de ahora.

El agua se coló más aún, no sé muy bien por dónde, hasta el nivel inferior, donde he establecido mis reales de teletrabajo, y allí humedeció una estantería, una impresora, un ordenador y unos cuantos libros necesarios para mi trabajo y que se van secando con pena y paciencia.

Y siguió más abajo, hasta el nivel de la calle, y allí se quedó en el suelo, tras haber mojado el parqué y la madera de los pisos superiores, y se acumuló, y perjudicó aún más de lo que ya estaba a un sofá histórico, que compré por catálogo en Rusia en el lejano 1997 y que lleva desde entonces dando descanso a mis posaderas, además de servir de cuna a Abi el primer día que apareció por Moscú, con sus tiernos dos meses de edad, porque la cuna de verdad la habían llevado a otro lugar. Ese sofá sirvió de conejillo de indias a todos los juegos de mis tres hijos y tenía algunas manchas que lo condecoraban y que se intentaban disimular con una funda que lo cubría. Ahora mismo, tras la tromba de agua, no es fácil encontrar algún lugar sin mancha, y la tentación consiste en darlo de baja en la nómina de muebles de esta casa, antes de que los hongos hagan su aparición, porque ha estado, no diré sumergido, pero sí sumamente expuesto a la humedad. Incluso tras las heroicidades de la señora de la limpieza, que se las compuso para dejar el piso presentable, cuando llegué seguía habiendo algo menos de medio palmo de agua en el nivel más inferior de la casa. Nada que no se haya podido resolver a base de cubos y fregonas, pero, claro, cuatro días nadando no es lo que le toca a un objeto pensado para el secano.

Y es que el agua, si se la tapa por un sitio, encuentra su camino por otro, pero termina por conseguir pasar, una enseñanza que, en estos tiempos en que los planes que hemos hecho se nos han venido abajo, no viene mal recordar.

Entretanto, el tapón ya no existe, el tiempo es soleado, y el olor a humedad se va reduciendo paulatinamente. Nada de lo que me ha pasado es realmente irremediable, excepto los tres días que he pasado temiendo lo peor, así que puedo considerarme afortunado; mucho más, desde luego, que las verdaderas víctimas de las inundaciones, que no están en Bruselas, sino bastante más al este.

Be water.

viernes, 15 de junio de 2012

Paradas técnicas

Vamos a la estación de tren a comprar billetes.

Estar cara al público en Rusia (y no digamos en Moscú) debe ser una experiencia bastante estresante, siquiera sea porque el público es muy abundante y no se acaba nunca. Estar, además, vendiendo billetes de tren en una ventanilla debe ser el peor de los mundos, con tanta gente que no sabe distinguir la mano izquierda de la derecha y a la que hay que vender cosas, a veces, bastante complicadas para sus entendederas. Si a eso añadimos turnos con un día de descanso, sí, pero más largos que un día sin pan, tenemos todos los ingredientes para una persona avinagrada y desagradable.

La foto que ilustra está imagen está tomada en la estación de Leningrado, en Moscú, seguramente la más importante del país. La taquilla está abierta las veinticuatro horas del día y las vendedoras de billetes (digo "vendedoras", porque todas son mujeres, hasta donde he llegado a ver) hacen turnos de doce horas, con relevos a las siete y media de la mañana y a las siete y media de la tarde. Doce horas, doce, de vender billetes sin parar en una garita de tres metros cuadrados. El mito de Sísifo, por lo menos, es al aire libre.

Ciertamente, hay pausas, las que pone el cartel: una hora para comer, a la una de la tarde y a las tres... de la madrugada, y algunas, llamadas, "paradas técnicas".

Las "paradas técnicas" son sagradas y las vendedoras son implacables. La que nos tocó, hay que reconocer que sin mucha cola, era de la antigua usanza soviética. Una mujer entrada en años, con una cabellera cardada con más volumen que las obras completas de Dostoyevsky, y tintada de gena hasta posiblemene terminar con las reservas de la peluquería. Como nos conocemos el percal, anotamos cuidadosamente lo que queríamos en un papel, para no ir dando berridos a través del cristal, y preparamos las copias de los pasaportes. Sí, por una razón misteriosa, los billetes de tren en Rusia, salvo los de cercanías, siguen siendo nominativos.

Antes de nosotros iba una chica algo asustada, que hablaba en inglés, y no en ruso, y que llevaba un papel en la mano, que es la prueba (además del testimonio de Fausto) de que es posible conseguir billetes de tren rusos por Internet. Eso sí, luego de todas formas tienes que pasar por caja a que te den el de verdad, con lo que la utilidad del invento pierde algo.

Nos tocó el turno a nosotros.

- ¿Y los pasaportes?
- Tenemos una copia.
- A ver.

Se la pasamos.

- No se entiende nada.
- Es que está en español.
- ¿Y qué hago?
- Ahora se lo escribo en ruso.

Le podía haber escrito que viajaban Zapatero, Rajoy, Juanca de Borbón y el Sursum Corda, con tal de que lo hiciera en ruso, y me hubiera emitido billetes a su nombre, pero puse los nombres de verdad para evitar líos.

- Vale, pero, ¡huy! Son las once. No me va a dar tiempo a emitirlos todos antes de mi parada técnica.

Uno podría suponer que, total, para no dar la murga al personal, podía acabar con el cliente de la ventanilla y prolongar un poco más la parada después. Eso sería lo normal, pero estamos en Moscú.

- Bueno, pues nos esperaremos.
- Les voy a hacer los de ida, que sí que me da tiempo, y después de la parada les haré los de vuelta.

Aceptamos con resignación. La señora empezó a teclear a diestro y siniestro y a imprimir billetes. El billete de tren ruso consta de dos partes: una se la queda la vendedora y la otra se la lleva el pasajero, para que el revisor se la rompa al acceder al tren. En nuestro caso, y en pleno siglo XXI, la vendedora iba cortando la parte que le correspondía a ella y ensartaba los billetes en una aguja para coserlos. A veces me pregunto para qué ha puesto la compañía de ferrocarriles ordenadores en las taquillas, habiendo aguja e hilo.

A las once y diez, y ni un segundo más, la señora se levantó y salió del cubículo. No sé lo que hace esta gente durante la rimbombante "parada técnica": supongo que servirse un té, eso seguro, y visitar el servicio.

A las once y veinte (bueno, quizá un pelín más tarde) apareció de nuevo.

- Ahora voy a hacerles los biletes de vuelta.

Iba a decir que eso fue coser y cantar, pero, auqnue sí que cosió, lo que es cantar se quedó apartado. En todo caso, en poco tiempo tuvimos los billetes.

Ya sólo quedaba el viaje.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Apuntes del deshielo (II)

Marzo. Ese mes complicado, en que el tiempo atmosférico es especialmente deleznable y en que uno no sabe si los peligros le llegan por el cielo o por la tierra. Marzo. Ese mes en el que, mientras pude, tomé vacaciones para poner tierra de por medio con Moscú y largarme a lugares donde realmente fuera primavera. Marzo. Ese mes que te pone la cara de vinagre esperando un buen tiempo que ya tenía que estar aquí, que ya tienen en casi toda Europa, y que lo que nos deja son chaparrones de aguanieve y riadas de nieve derretida. Marzo. Ese mes en que llueve sin llover, y los charcos se crean a tus pies como por ensalmo. Ese mes en que un paso mal dado te puede llevar a dar con tus huesos en el suelo, y no hay forma de saber la profundidad que puede tener el charco que debes atravesar sí o sí.

Sin embargo, precisamente en este mes, en que todo es gris, húmedo e incómodo, se ven algunas imágenes chulas. Para olvidarnos de los problemas cotidianos, que no son pocos, toca poner alguna nota más agradable.


Por ejemplo, esta herramienta es típica de estas fechas. El que vive en España seguramente no la ha visto en su vida, pero el que vive en Moscú convive con ella con cierta frecuencia. Es un rompehielos manual. Se utiliza clavándolo contra el hielo que hay por el suelo, para quebrarlo y barrer los trozos desprendidos fuera de la zona de paso y evitar así resbalones.


No, no es una tarea muy agradable. Menos mal que para eso están los hijos, que encima se lo pasan bien desempeñándola.


¿Y las papeleras? ¿A qué es elegante esa papelera con sombrerito? Y es que sin sombrerito, a la que caiga una de esas nevadas que todavía siguen atormentándonos, se nos llena la papelera de nieve, y a saber para qué queremos una papelera llena de nieve, como si no hubiera basura más que abundante en toda la ciudad.

De todas maneras, hay que reconocer que el tiempo es malo y la gente, ya de por sí poco amable en una ciudad tan grande como ésta, se pone especialmente susceptible. Como el señor conductor de la foto, que tiene a mano un eficaz auxiliar contra quien se desmande.


Jo. Como para tener un berrinche de tráfico con este pollo. Menos mal que arrancó con fuerza cuando el semáforo se puso verde y ya no lo volvimos a ver.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Cómo cruzar la calle (II)

Creo que ya ha quedado claro que Moscú es un lugar complicado para los peatones. Los automovilistas, las pocas veces que los atascos les dejan espacio para circular, pisan el acelerador desesperadamente y alcanzan velocidades que pá qué y, si alguien se pone en medio, peor para él. Además, Moscú es una ciudad construida a favor del automovilista y contra el peatón, con el resultado de que ni uno ni otro puede circular con un mínimo de calidad.

En estas circunstancias, los peatones que queremos cruzar la calle lo tenemos más negro que un armenio cabreado. Es cierto que hay trucos más o menos legítimos para conseguir pasar. En la primera entrega de esta serie ya describí uno; el segundo lo he descubierto esta misma mañana.

Hace frío. Sí, mientras en la primaveral Europa los pajaritos cantan y las nubes se levantan, en la primaveral Moscú el cielo está cubierto y nieva a capazos. Ha coincidido que hace unos días que puse orden en mis objetos personales, y he descubierto que tenía una braga militar negra que viene de perlas para cubrir el cuello y hasta buena parte del rostro. Desde hace unos días me la vengo poniendo junto con un gorro igualmente negro.

El resultado es que sólo se me ven los ojos. El resto de la cara hay que imaginarlo y la gente, por lo visto, teme lo peor. Yo no soy capaz de matar una mosca (otras cosas sí, pero una mosca no, y hay testigos, ¿verdad?), pero los demás no lo saben, y el aspecto exterior que gasto no ayuda a averiguarlo.

- Pareixes un terroriste (Pareces un terrorista) - me dijo Ro cuando me dispuse a llevarla al colegio.

A Ro no le gustan mucho las sorpresas ni las cosas raras, y todo el camino hacia el colegio iba con la cabeza agachada, por si se cruzaba con alguien y la veían conmigo. En cambio, Ame me miraba riéndose, como con ganas de imitarme a la mínima.

La gente con la que te cruzas sujeta el bolso con fuerza, pero la pinta es un éxito a la hora de cruzar la calle. Normalmente los cochazos pasan de los peatones miserablemente. Conmigo no.

- Ro, ¿veus eixe Lexus? (Ro, ¿ves ese Lexus?)

Ro levanta apenas la vista.

- Li vaig a mirar de front, i ja voràs com es para. (Lo voy a mirar de frente, y ya verás como se para).

Dicho y hecho. Desde la acera, pongo un pie sobre el paso de peatones y miro fijamente al Lexus. En condiciones normales, un Lexus acelera y el peatón se retira asustado, maldiciendo al conductor sólo si es muy beligerante, pero poco más. En esta ocasión, no: el Lexus sigue al principio, pero se va deteniendo y se para. Ro y Ame me miran, y comprueban que estoy mirando fijamente al Lexus.

- ¡Ha funcionat! - dice Ame contentísimo.
- ¡Clar! ¿Qué et pensaves?

Después de dejar a los niños en el colegio, seguí mi camino y la cosa funciona también sin niños. He hecho parar a dos Mercedes, un A4 y, y esto era para nota alta, un Hummer. Y doy fe de que un Hummer no se para ni ante un precipicio.

El sistema, sin embargo, tiene los días contado este año. Miro por la ventana, y el cielo se está poniendo azul, sale el sol y ha dejado de nevar. Un día de éstos hará demasiado calor para la braga militar.

Habrá que volver al otro sistema, que nunca falla.

sábado, 1 de octubre de 2011

Traducción (casi) sin palabras

... de un libro de tareas domésticas, editado en la URSS en los años sesenta.

"... debéis recordar que hay que prepararse cada día para el regreso a casa del marido. Preparad a los niños, lavadlos, peinadlos y cambiadles la ropa, ponédsela limpia y digna. Deben ponerse en fila y saludar a su padre cuando atraviese la puerta. Para cuando esto suceda, poneos vosotras mismas un delantal limpio e intentad arreglaros. Por ejemplo, poneos un lazo en el pelo. No empecéis a conversar con vuestros maridos; recordad lo cansado que está, y el hecho de que debe ir todos los días a trabajar, todo por vosotras. Dadle de comer en silencio, y sólo después de que haya leído el periódico, podéis intentar hablar con él."

Hasta aquí, todo el mundo dirá que vale, que eso es muy discriminatorio, pero que no es distinto a los conocidos manuales de la Sección Femenina de época parecida. Lo que sí es particular es el segundo párrafo, "Consejos para hombres".

"Tras realizar el acto marital con la esposa, debéis permitirle ir al baño, pero no las sigáis; dejadlas que estén solas. Es posible que tengan ganas de llorar."

Y tanto.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Taxis

Sinopsis: En la entrada anterior, la victoria del Levante en el último partido de liga hacía aconsejable desaparecer unos días de Moscú para evitar posibles ataques vikingos.

Como mi equipaje era un maletón tirando a grande, y mi tren salía a las 6.45, decidí pedir un taxi para las 5.45, hora en la que en Moscú ya han puesto las calles, sí, pero por poco.

En España, tú pides un taxi a una hora y diez minutos antes ya lo tienes delante de la puerta con la bandera bajada, así que más te vale salir pitando de casa si no te quieres arruinar.

En Moscú, no. En Moscú, aparte del intrusismo rampante que campa por sus respetos, no veréis apenas taxis por la calle. Alguno hay. Tampoco veréis, si os montáis en alguno, que tengan taxímetro, aunque igualmente comienza a haberlos. Posiblemente tampoco veáis que el taxista conozca la ciudad. Y eso si que no mejora.

Las tarifas eran a tanto por kilómetro, hasta que a alguna compañía y en particular a la compañía municipal de toda la vida, la que fue soviética en su día, se le han comenzado a hinchar las narices y ahora mide las tarifas en tiempo: cuatrocientos rublos (cosa de diez euros) por la bajada de bandera y los primeros veinte minutos, y a partir de ahí veinte rublos por minuto. Un atasco de los habituales puede ser la ruina de un pasajero. Pero, como a las 5.45 de la mañana era poco probable que hubiera atascos, y la estación de tren no está lejos, pensé que no habría problemas.

La víspera llamé al consabido 6270000 de toda la vida, pedí un taxi para las 5.45, puse mi despertador a las cinco de la mañana y me eché a dormir todo lo plácidamente que duermen los que saben que se van a levantar muertos de sueño.

A las cinco me desperté, me levanté, duché y vestí, y a las 5.25 sonó mi teléfono. Correcto. Era la compañía de taxis, que me daba el color, modelo y número de matrícula del taxi, y añadía que estaría a tiempo. Un Ford Focus azul oscuro con el número de matrícula 490.

Un alivio. Recuerdo con horror días, nada lejanos, en que las llamadas eran para decir que nos buscáramos la vida para ir al aeropuerto, y que nos olvidáramos del encargo de taxi que habíamos hecho, porque todos los que tenían estaban en atascos. Todo un servicio infalible.

Salgo a las 5.45 todo ufano... y allí no hay nadie.

Obviamente, me mosqueo y marco el 6270000. Por cierto, ¿cómo lo hacíamos cuando no existían los teléfonos móviles? Son las 5.47, y un contestador automático me dice que "su llamada será contestada en dos minutos" (raro, raro...), luego uno y medio, luego uno...

- Oficina Municipal de Taxis, buenos días.

- Oiga, que he pedido un taxi para las 5.45, me han llamado diciendo que venía a tiempo, estoy aquí fuera, y no hay nadie.

- ¿Y dónde está usted?

Le dije la dirección.

- Permanezca en la línea, por favor.

Me puso la musiquita que ponen todas las centralitas y que se supone que debería tranquilizar al que espera, pero yo veía el segundero cómo corría y estaba negro.

- ¿Oiga?

- ¿Sí?

- Gracias por esperar - dijo con la voz metálica de toda telefonista -. No consigo comunicar con el conductor. Le voy a enviar el teléfono del conductor por SMS para que le llame usted.

- ¿Usted no se da cuenta de la estupidez que está diciendo? Si usted no puede comunicar con el conductor, ¿cómo espera que lo haga yo?

La telefonista calló.

- Bueno, voy a seguir llamándole, pero le envío a usted el SMS de todas formas.

Traducida la última frase al román paladino, quería decir, como comprendí enseguida:

- Yo te envío el SMS y me lavo las manos. Ya te apañarás, pringao.

Las 5.50, y por allí no aparecía nadie.

Las 5.51, y suena el himno de Valencia. Un mensaje. Efectivamente, la telefonista me manda el móvil de Misha, que así se llama el conductor negligente que me ha tocado.

Las 5.52, y marco el número de Misha. Ocupado.

Las 5.53. Ocupado. Dos veces más. Empiezan los juramentos en arameo.

Las 5.54. Ocupado. A los juramentos en arameo se añaden patadas en el suelo.

Las 5.55. Ni se me ocurre rimar algo con la hora que es, ocupado en otros menesteres más tenebrosos.

Las 5.56. El teléfono de Misha ya no está ocupado. Simplemente comunica, sin parar. Vuelven los juramentos en arameo.

Las 5.57. Miradas nerviosas hacia el final de la calle, por donde pasan dos coches sin torcer. No son ellos, o es el típico taxista que no conoce la ciudad y que no lleva un plano en el coche ¿Para qué, si todos los clientes tienen la obligación de saber el camino? Y de GPS no hablemos.

Las 5.58. Comunica. Pienso en si será mejor acogotar a Misha o romperle las piernas.

Las 5.59. Un Ford Focus azul oscuro, matrícula 490, pasa al lado y para.

- ¿Dónde estaba usted?

- ¿Qué pasa? A las 5.45 pasé por aquí y no había nadie, y me puse a ver si por la otra parte de la manzana había otra entrada.

Como a las 5.45 estaba yo allí puntual como un reloj, la traducción al román paladino de la frase era algo así como:

- He llegado tarde, lo sé. Veo que no te mola, así que te diré la excusa que tengo pensada para estos casos.

Al menos, llegué al tren sin problemas, gracias al margen que llevaba, que la estación no está muy lejos y que a las seis de la mañana de un día laborable hay más o menos los coches que hay en Valencia a las seis de la tarde, pero atascos no hay.

* * *

En San Petersburgo, desde hace dos años, la situación ha empeorado considerablemente. Pero hoy se hace tarde, así que toca esperar un poco. De momento, me basta con dejar este enlace oficial del todo, para demostrar la seriedad de nuestro bienamado ayuntamiento.

lunes, 15 de agosto de 2011

Parece que fue ayer, y han pasado dos semanas

Uno llega de vacaciones, algo más moreno, cansado de un pedazo de viaje en varias tandas desde Benicountrí a Valencia, desde Valencia a Madrid, desde Madrid a Moscú, con el consabido retraso de Ibirria; para terminar con una carrera contrarreloj por el aeropuerto de Domodiédovo para pillar el último tren, el de las doce de la noche, y no quedar a merced de los taxistas y de los atascos que, incluso a esas horas, taponan las entradas de Moscú. Parecía Cenicienta a punto de quedarse sentada en una calabaza, y de hecho por poco pierdo una zapatilla en mi carrera desesperada a las taquillas del tren. Las suelo llevar medio desabrochadas en los viajes para quitármelas con rapidez en los controles de seguridad de los aeropuertos.

Uno llega de vacaciones hecho polvo pensando en que es uno de los poquitos españoles que va estar currando el 15 de agosto, cuando toda la Cristiandad celebra la Asunción.

Uno llega pensando en que las cosas difícilmente pueden empeorar, cuando llega a casa sudado y envuelto en el calor pegajoso que se dejó al salir y que, por lo visto, sigue adherido como una lapa a esta bendita ciudad, posiblemente hasta que cambie, de golpe y porrazo, al frío invernal de costumbre.

Uno se mete en la ducha buscando algo de fresquito, pone el agua templada, y le cae un chorretón de agua congelada. Pone el agua caliente, pero el agua sigue saliendo congelada. Espera un rato, y ni pum.

Sí, amigos: la profilaktika ha venido de nuevo. Ya no son tres semanas, como hasta hace dos años, sino sólo diez días, y ya me he librado de cinco, pero sigue doliendo lo suyo.

viernes, 15 de julio de 2011

La lavadora

Tras catorce años de combates prácticamente diarios, la lavadora-héroe de la familia von Buchweizen, adquirida en el lejano 1997 y que ha resistido tres mudanzas y varias reparaciones, parece abocada al desguace. Lo que es lavar, sigue lavando, pero cada vez que lo hace hay que usar la fregona a base de bien, por no contar la serie de desconchones y de trozos de chapa oxidada que la condecoran. En general, los electrodomésticos que compré con ocasión de mi mudanza a Moscú, y que ya están en un estado de decrepitud preocupante, comienzan a dar señales de que lo suyo ya es la tercera edad y de que su relevo está próximo. A día de hoy, además de la lavadora, subsisten el televisor (otro héroe de guerra), la nevera (contra todo pronóstico) y el microondas (éste a duras penas).

Tras duras discusiones sentimentales, porque la lavadora es prácticamente de la familia, hemos tomado la decisión de reemplazarla. Snif.

En España, uno compra una lavadora nueva, y la tienda le vende la lavadora, se la instala y se lleva la vieja. No hay problema. El otro día, estábamos Alfina y yo en Madrid, visitando a la familia política, y a una tía de Alfina se le había estropeado la nevera de manera irreparable. Nevera nueva al canto. Cuando llegamos, la nevera nueva y flamante estaba instalada, de la vieja no había ni rastro, y la tía de Alfina estaba la mar de contenta con su pedazo de nevera, en la que iba a meter, supongo, los tomates que le habíamos traído.

Aquí, no.

En Rusia, puedes comprar una lavadora con gran facilidad.

Incluso te la pueden traer a casa. Sí, ya sé que es lo mínimo, pero no deberíamos dar ciertas cosas por supuestas.

Las tiendas fetén también se ocupan de instalar la lavadora. Pero ya no todas las tiendas, no vayamos a creer. Sólo las fetén.

Lo que no hace nadie, pero nadie, es llevarse la lavadora vieja. Lo suyo sería pensar algo así como: "Mi cliente tiene un problema. Su lavadora no va bien, y quiere una nueva. Le voy a arreglar el problema. Le vendo la lavadora, me llevo la otra, y tendrá una lavadora nueva que funcione."

Pero claro, eso sería lo normal. Llevamos tres tiendas fetén consultadas, y en las tres nos hemos encontrado con un dependiente desmotimado, con peinado lacio, legañas en los ojos, uniforme descuidado e higiene personal remota en el tiempo, con el que la conversación era algo así como:

- Y la lavadora vieja, ¿se la llevan?
- No tenemos ese servicio. Antes lo hacíamos, pero ya no.

"Antes lo hacíamos". La leche. Los tres lo "hacían" antes, y han dejado de hacerlo. Y me refiero no a cualquier tenderete de barrio, sino a MVideo, Eldorado y Technosila, probablemente las tres cadenas de tiendas más importantes de Rusia.

De momento, la cuestión ha quedado aplazada. Como estoy de rodríguez y mis necesidades de lavandería no son interminables, seguramente vamos a emplear poco la lavadora durante el verano, así que las cosas pueden esperar un poco, y después de todo siempre me queda sacar a bailar a la fregona. Al parecer, muchas tiendas, las que no son tan fetén como las consultadas, se limitan a venderte la lavadora y a ponerte en contacto con quienes la montan, que no son ellos (y el precio del montaje va a aparte) y es posible que con quienes puedan llevarse la vieja al reciclaje. Pero parece que el reciclaje cuesta cosa de cuarenta euros. Vamos, que al precio que tenga la lavadora hay que echarle cien euros más para arreglar los pequeños problemas de montar la nueva y que alguien se lleve la vieja, además de los problemas de coordinación de las tres cosas.

Creo que aquí a esto lo llaman servicio al cliente.

miércoles, 13 de julio de 2011

Comercios

En los años del desarrollismo franquista español, y aún antes, los edificios se construían a pie de calle, con un portal por el que se accede a las viviendas y con dos locales comerciales a los lados del portal, que son los que hacen que en España haya tal densidad de pequeños comercios, sucursales bancarias (bueno, ahora veremos cómo queda eso) y tiendas de proximidad, como dicen los finos.

En Rusia, no.

En la Unión Soviética, los jerifaltes comunistas encargados de la planificación decidieron que eso de destinar espacio a las tiendas era fomentar el consumismo y que, para fomentar el consumismo, ya estaba el fasciocapitalismo burgués occidental, dirigido, entre otros, por Franco, ése que pasó, contradiciendo a Dolores. El resultado es que los edificios de viviendas eran, estrictamente, edificios sólo de viviendas y pare usted de contar, mientras que los escasos comercios eran espacios a donde la gente iba a perder la paciencia a base de hacer colas en tres sitios distintos, para escoger, para pagar y para recoger lo comprado. Y gracias si había lo que buscabas.

Pero llegó la disolución de la URSS y del comunismo, y con esto se desataron las ganas de consumir de los rusos. Unas ganas de consumir que estaban ahí, ocultas y con bozal, pero que eran de lo más real. Y apareció la libertad de empresa y lo que no aparecieron fueron locales comerciales, porque nadie pensó en ellos al hacer los edificios. En su lugar, y aún hoy seguimos así, hay quioscos que venden de todo por doquier, pero los sucesivos alcaldes de Moscú (bueno, los dos) tuercen el gesto cuando se dan cuenta de que los quioscos son de una cutrería tremenda y les ponen todas las zancadillas que pueden, y si no les ponen más trabas es porque tampoco se trata de desabastecer la ciudad.

Una muestra de los lugares en que debe situarse el pequeño comercio lo tuve el otro día, cuando tuve que cambiar una cubierta de mi bicicleta. Vivo en el centro de Moscú, ese lugar donde los alquileres pueden superar el PIB de varios países africanos, pero así y todo intenté buscar una tienda de repuestos y, gracias a Yandex, que nos ha cambiado la vida, encontré una muy cerca de mi casa. Bueno, encontré dónde estaba ubicada. Ahora había que encontrar la tienda propiamente dicha.



De momento, estaba en un edificio de viviendas, lo cual no es demasiado ortodoxo, pero, comparado con lo que viene después, va a parecer rutinario.



Cuando avanzaba hacia el lugar donde parecía lógico que estuviera, advertí un minúsculo cartel en una puerta, y menos mal, porque me hubiera vuelto loco buscando. La ubicación de la tienda es algo así como sería en España meter un comercio en la sala de contadores de la luz de un edificio normal.



Y, claro, no es que esperara que el paso hasta la tienda estuviera iluminado, alicatado y limpio, pero uno no sabe si va a comprar la cubierta que le hace falta a una tienda de repuestos de bicicleta o a Mordor.



Las cosas se van haciendo lóbregas por momentos, y sólo cabe esperar que el dependiente de la tienda sea la Bruja Avería o Saurón.



Finalmente, se llega al final del pasadizo. Los dependientes de la tienda posiblemente temen que el posible cliente no tenga arrestos para pulsar el timbre y lo señalizan adecuadamente. Más vale. Cutre, pero eficaz.

Lo que no fue eficaz fue lo que encontré dentro, porque, aunque por dentro no era una tienda satánica, sino bastante normal, no tenían cubiertas como las que me hacían falta.

En eso, mucha diferencia con los tiempos de la URSS no hay.

lunes, 28 de marzo de 2011

Por última vez

El sábado, como en todo el mundo occidental, en Rusia pasamos al horario de verano. Pero no volverá a suceder. El presidente Medvedev ha decretado que, en adelante, ya no habrá más cambios de horario y nos quedaremos toda la vida en Rusia con el horario de verano.

El horario, parece que lo hemos conseguido; eso sí, lo del verano parece más complicadillo.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Alto copete

Lo de la foto es la parte trasera del otrora llamado Hotel Minsk, un agujero soviético situado en plena calle Tverskaya y donde sólo se alojaban los viajeros higiénicamente más indiferentes que aparecían por Moscú. Eso sí, sus precios eran un chollazo en comparación con otros agujeros insondables o con los hoteles de alto copete y cuatrocientos euros por noche que abundan por la zona. Incluso en las guías rusas, tan particulares ellas, aparecía como hotel de dos estrellas, lo cual es una de las calificaciones más incalificables que se puede dar al hotel.

Algo no podía ser en toda esta maraña. O que la higiene del hotel fuera sólo comparable a la pocilga de mi pueblo (también de dos estrellas, al parecer), o que los precios fueran escandalosamente bajos, en desigual competencia con el resto de la oferta hotelera de la zona. Así que pasó lo que tenía que pasar, el Hotel Minsk fue derruido tras 38 años de servicio y comenzaron las obras y el bloqueo de la calle posterior, que era por donde debía ir yo al metro y al trabajo. Maldición.

En Moscú, si algo falta, son hoteles baratos, pero decentes. Lo que está cerca de inaugurarse es el complejo de negocios Summit (con ese nombre, la modestia no va a ser lo suyo), que albergará el hotel de cinco estrellas (esta vez de verdad) Intercontinental a partir de, se supone, verano. Los precios no son conocidos todavía, claro, pero por casos anteriores es probable que en verano haya una oferta de lanzamiento de envergadura, un chollo, a unos trescientos euros por noche. Regalao, tú.

Sea como sea, Alfina y yo, de camino al metro, ya hace algún tiempo que veíamos que la calle por donde nos vendría bien pasar estaba despejándose de escombros, y que a los tayikos que estaban construyendo el hotelazo les abrían la valla para que pasaran.

- ¿Podemos pasar? - le preguntamos al guarda (éste era ruso).
- Nooooo.
- ¿Y cuándo van a abrir el paso?
- No antes de la primavera.
- Pfff...

Otra cosa no, pero puntuales han sido un rato. Ayer empezó la primavera, y hoy han abierto un paso para peatones. Y no hay hielo en el suelo, oye.

lunes, 21 de febrero de 2011

Indumentaria

Todavía estoy escribiendo en Valencia, donde hará cosa de veinte grados sobre cero y una brisilla agradable, pero estoy a punto de volver a Moscú, donde, según las fidedignas referencias que me pasa mi familia, hace un frío que pela. De hecho, acabo de entrar en el pronóstico del tiempo para los próximos días en Moscú, y me he puesto de peor humor que después de dejar pasar un mate en dos. Que ya es decir.

Ayer me preguntaba un amigo, a quien había dicho que llevaban en Moscú toda la semana por debajo de veinte bajo cero, y lo que quedaba, qué ropa nos ponemos allí.

Bueno, pues, por sorprendente que parezca, diez grados sobre cero de Valencia, en cuestión de indumentaria, son algo parecido a cinco o seis bajo cero en Moscú. Sí, ya sé que esta afirmación puede ser un choque importante, y que a mucha gente se le puede haber caído el alma a los pies, pero eso se pasa. También llegué yo el otro día a cenar a casa de mis padres, les pillé viendo "Sálvame" por la televisión, y he sobrevivido a la impresión, e incluso fui capaz de comerme la cena.

Cuando la cosa se complica un poco más y las temperaturas se ponen por debajo de, digamos, diez bajo cero, ya hay que prepararse un poco más, para lo que puede ser de utilidad la foto del tipo ese de ahí arriba, que va vestido igualito que yo cuando la temperatura ronda los diez bajo cero.

La chaqueta no es especialmente gruesa, pero por debajo hay un forro polar, un chaleco de punto, una camisa y una camiseta. Normalmente, salvo que haga viento, que ésa es otra, es suficiente para aguantar sin problemas. De hecho, ninguna prenda de las que lleva el tipo ése ha sido comprada en Rusia.

Las manos, la cara y la cabeza, junto con los pies, son las partes más sensibles. En las manos la solución más radical, pero más eficaz, ha consistido en ponerse dos pares de guantes. Uno más fino y otro ya grueso, como en las marchas de alta montaña. En la cara, braga hasta las narices, y algunas veces también gafas de protección para los ojos, sobre todo los días de viento, pues de lo contrario se congelan hasta las lágrimas. Con eso, y con cubrirse bien la cabeza y taparse las orejas, ya va bien. Se ve a muchos guiris por la calle poco menos que a cuerpo serrano y con la cabeza descubierta, y seguramente deberían preguntarse, antes de que el rigor mortis les paralice del todo, por qué los rusos, que llevan más tiempo allí, van mucho más abrigados que ellos.

Eso no quiere decir que no podamos innovar, que es lo que ha hecho el de la foto con la protección de las piernas y los pies. En los pies lleva unas botarras de montaña estándar. Si uno ve a la población rusa, verá que la masculina lleva por lo común botines, mientras que la femenina incluso lleva tacones, lo cual hay que decir que es arriesgado con el hielo que hay por las calles. Este invierno ya he tenido que levantar del suelo a una chica que intentaba hacer demasiadas cosas a la vez (hablar por teléfono, fumar y guardar el mechero, todo a una), y no vio dónde ponía los pies, y poco después el trasero. Como lo principal, pues, es no resbalar, el de la foto lleva unas botas con un dibujo en las suelas bien señalado.

Atadas a las piernas lleva unas polainas, y ahí sí que se distingue de la población local, porque aquí no las lleva nadie. De mis pesquisas he logrado averiguar que existe una palabra en ruso para "polaina", pero se usa tan poco como las propias polainas y mis compañeros de trabajo tuvieron que rascarse mucho la cabeza para dar con ella.

Lo recomiendo encarecidamente. La nieve en Moscú no es blanca, como la de la foto, que es recién caída, sino un mejunje marrón asqueroso que salpica los pantalones a cada paso que da uno, con lo que uno se presenta en el trabajo como si viniera de un partido de rugby... salvo que lleve unas polainas y que los manchurrones se los lleven éstas. Además, son un cortaviento ideal para abrigar las espinillas.

Esto, hasta unos quince bajo cero. Cuando la cosa se pone realmente seria, que es cuando estamos a veinte o menos, ya hay que echar mano de ropa de invierno de verdad, pero, de momento, de esto no hay foto, porque ¡anda que no hay que tener humor para andar pensando en sacarse fotitos a veintipico bajo cero!

Y quedó pendiente lo de la enseñanza rusa de idiomas y la música moderna rusa... pero eso se queda para otra ocasión, porque me están llamando para subir al avión. Mejor será que me quite las bermudas y me ponga pantalón largo...

viernes, 4 de febrero de 2011

La sucursal del purgatorio mejora

Esta mañana he estado viendo la televisión, cosa que sólo sucede cuando voy corriendo en la cinta, y he visto la demostración palpable de que Rusia, definitivamente, está cambiando.

Porque, sí, es verdad que estaba habiendo muchas mejoras, que hay más dinero en los bolsillos de la gente, que en las calles de Moscú hay más y mejores coches (y más y mejores atascos, claro), que la ciudad está cada vez más lozana, o menos cochambrosa, y que, en general, ahora que los días, poquito a poco, se van haciendo más largos, todo rezuma optimismo, alegría y ganas de vivir.

Pero, para ganas de vivir, las que me ha insuflado la noticia de esta mañana. En Sberbank han introducido un sistema electrónico para ordenar las colas. Vaya, es lo que hemos conocido en España desde hace bastante tiempo: llegas al sitio, por ejemplo, las taquillas de Chamartín, o de la estación del Norte, o cualquier estación de tren, y tomas un numerito, mientras unos paneles te indican a quién le toca y en que ventanilla le están atendiendo. Parece fácil, y elimina problemas incluso en países donde la atención al público es adecuada y la gente hace gala de educación.

Bueno, pues aquí la introducción de esos artilugios era sumamente reducida. Tanto que sólo los vi en Aeroflot, y eso ya fue un avance. En todos los demás sitios, las colas seguían en todo su auge, con todo tipo de artimañas para pasar por delante de los demás, y no es de extrañar, porque la atención al cliente es tan sumamente mala que el hecho de avanzar unos cuantos puestos en la cola significa un buen rato de espera. Y, lo que es esperar, no le gusta a nadie.

Sberbank era uno de esos sitios al que uno ya entra de pésimo humor, y sale con ganas de incorporarse a la guerrilla del Cáucaso. Se trata de la caja de ahorros pública, con oficinas en cada barrio, y en donde todo quisqui tiene que pagar mensualmente los recibos de la luz y del teléfono, y donde los pensionistas van a cobrar su pensión. Los pensionistas, sobre todo si son mujeres y pesan cientos de kilos, son muy peligrosos. Tienen miradas torvas, en plan rayos X, que seguro que producen daños internos, cuando estás delante de ellas en la cola. Si, encima, descubren que eres extranjero, gruñirán eternamente hasta que salgas de allí y pueden que hagan vudú contigo. En Rusia, una cola de ésas, en plan aquí te pillo, aquí te mato, se llama "cola viva" (живая очередь), y dicen bien, porque el más vivo es el más beneficiado de esa cola.

Además, Sberbank es ese sitio donde los cajeros cobran una miseria y tienen un trabajo no mucho menos desagradable que extraer petróleo en Siberia septentrional a cincuenta bajo cero. Aguantar babushkas encolerizadas es lo que tiene. Con lo que los que están trabajando allí son los que realmente no tienen otro sitio mejor en el que ganarse los garbanzos. Todo lo hacen de mala gana, si te equivocas en algo te rugen mientras invocan mentalmente a todos tus antepasados, y son incapaces de hacer cosas aparentemente tan sencillas como estirar el cuello y consultar el cambio oficial del rublo de ese día. Seguramente uno de los sitios donde van los que no han muerto en gracia de Dios, pero no están como para ir al infierno, es una cola en una oficina de Sberbank rodeado de pensionistas con halitosis a principios de mes.

A partir de ahora, las cosas van a cambiar radicalmente. Se acabó proteger a codazos el sitio en la cola, se acabó el pésimo aliento de las pensionistas enfurecidas, se acabaron sus murmullos contra los que las preceden en la cola, porque no se van a enterar de que soy yo. Es cierto que no se acabó aguantar a los cajeros del Sberbank, cosa que sólo terminará cuando les paguen un poco más e incluso les enseñen modales, o cuando en Rusia aprendan lo que significa domiciliar un recibo. Pero esto último me temo que es ciencia ficción. De momento, más vale conformarse con la progresiva desaparición de la cola viva frente a la cola electrónica. Sí, se llama así, que nadie piense mal.

Tras la noticia, llegó una entrevista en la que, increíblemente, había partidarios de la cola viva, que decían, al salir de la oficina del Sberbank que había implantado la cola electrónica, que habían tardado más que con la cola viva y que preferían el sistema antiguo, ése que hacía de las sucursales del Sberbank una subcontrata del purgatorio.

Claro, eran pensionistas. Y estoy por decir que, incluso a través de la televisión, olían a chucrut pasado.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Бахилы

Efectivamente, en los lugares públicos de medio pelo, donde no hay medios más que para ir tirando, cosa que no incluye en ningún caso la contratación de personal de limpieza, hay que hacer algo para que el suelo no tenga más barro que las macetas, y ese algo son las "bajíly".

No es casualidad que haya tenido que ponerlo en ruso, porque, ¿cómo se dice, en español, esa funda repelente de plástico que te toca ponerte en el pie? ¿Fundas de plástico para los pies? Y eso que mi primera relación con ellas fue en España, cuando nació Abi y me dieron unas para acceder al paritorio. Yo las vi y me las puse en la cabeza, aprovechando la gomilla. Creo que el doctor Madueño y la matrona aún se están riendo, y ya han pasado once años.

A partir del 11-S, las bajíly aparecieron por todo el mundo mundial. Hay quien piensa que el asuntillo de las torres gemelas no fue obra de Al Qaeda, sino del gremio de fabricantes de funditas de plásticos, en asociación con la Unión Internacional de Empresas de Seguridad Privada. Desde entonces, o más bien desde un poquito después, cuando pillaron a aquel sarraceno con no sé qué mejunje en los zapatos, nos toca descalzarnos en los controles de los aeropuertos, rezongar lo que no está escrito y pasar el vía crucis necesario para acceder al avión. Y, como te tienes que descalzar, para no enguarrarte las pezuñas con la mugre del suelo, te acabas poniendo las funditas. En los aeropuertos rusos esto está bastante bien organizado, hay asientos para calzarse y descalzarse con cierta comodidad y las funditas son de bastante buena calidad y resisten bien. En cambio, en el aeropuerto más odioso del mundo (Barajas, T-4, creo que es inútil recordarlo), además de que el personal de seguridad parece que tenga a Mourinho como ejemplo de simpatía a seguir, las bajíly están medio escondidas y son un pedazo de plástico finísimo y frágilmente unido que se deshace con sólo tocarlo.

En Rusia, la aparición de las bajíly en cantidades industriales significó la redención para estos lugares públicos de ingresos precarios, entre los que destacan los colegios. Fue estupendo. Los alumnos, ciertamente, se cambian las botas y se ponen el calzado limpio que guardan en sus taquillas, pero los padres que ocasionalmente accedemos al centro educativo por cuestiones como una reunión de padres no tenemos taquillas, así que estamos pillados.

Uno llega, por ejemplo, a esa reunión de padres que se convoca con el ánimo evidente de sablear a los padres de los alumnos para que contribuyan al mantenimiento del colegio y den pasta para agua y papel higiénico, entre otras cosas, y se encuentra con que el segurata le para. Sí, en España, en los colegios, al menos cuando yo iba a clase, había conserje y vale. Aquí hay segurata con vestimenta paramilitar.

- ¿Dónde va usted? (Вы далеко?)
- ¿Yo? A la reunión de padres. (Я? Я иду на собрание)
- ¿Y trae calzado para cambiarse? (А у вас сменная обувь есть?)
- Mmmm... no. (Мммм... нет)
- Pues no se puede. (Нельзя)
- ¿Y qué hago? ¿Me voy a casa? (А что мне делать? Домой?)
- Cómprese unas fundas. (Купите бахилы)
- Bueeeeno (Лаааадно).

Supongo que el precio de coste del plastiquillo no llega a un rublo y seguramente ni a la décima parte de eso. Los seguratas de los colegios los vendían al principio a cinco rublos, pero ya no hay sitio donde no cuesten al menos diez y hasta quince y veinte. Y los hospitales ya hasta tienen máquinas expendedoras que los proporcionan dentro de una capsulilla.

Y luego son incomodísimos. Te los pones antes de que la nieve aferrada a tus botas se haya derretido, y te encuentras con que se derrite dentro de los plásticos, con lo que vas chapoteando por el colegio, aparte de que los fabricante no pensaron en que alguien se los pondría encima de unas botas de montaña del número 43, lo que convierte el acto de envainársela (la bota) en un incordio soberano.

Los que nos vemos sometidos a estas circunstancias, al menos, tenemos un sistema para ahorrarnos el sablazo de los veinte rublos por visita al colegio, y la incomodidad que supone tener que llevar cambio, porque el segurata es peor que los taxistas y no tiene nunca. Y es agarrar un buen puñado en cada visita al aeropuerto. Al aeropuerto ruso, que quede claro, porque en el español no sé qué controles de calidad habrán pasado esos plastiquillos, pero no aguantan ni tres pasos.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Тапочки

Cuando comienza la temporada del barro, hay que tomar medidas para que éste no mancille los hogares de la gente. Por cierto, ¿cuándo comienza la temporada del barro? Bueno, pues la temporada del barro no comienza ni termina, sino que dura todo el año y, como mucho, se transforma, como la energía. Ya sea porque haya nieve, porque llueva, porque caiga aguanieve o porque el suelo esté polvoriento: en Rusia siempre cae algo del cielo; si no es nieve, lo que sea. Y ese algo se queda pegado al suelo.

El resultado es que los zapatos quedan hechos una pena y hay que y hay que hacer algo para que el suelo de la casa de uno no acabe pareciéndose al de la calle, lo cual es un parecido que debe ser evitado so pena de quedar ante las visitas siguientes como unos guarros. La solución es disponer de un cajón lleno de pantuflas, zapatillas de estar por casa, babuchas o como se quieran llamar, con las que calzar a los visitantes.

La situación en mi casa es más o menos ésa. Aquí recibimos a bastante gente y, además, no hay moqueta ni parqué en buena parte de la casa, sino terrazo puro y duro, que en invierno está frío y bien frío. Por lo que he visto por ahí, la gente hace como nosotros (excepto en lo del terrazo), que sólo tiramos las zapatillas cuando están en irreversible estado de descomposición; cuando la cosa se pone fea y llega el momento de cambiar las zapatillas de uno, las viejas no se tiran, sino que se ponen junto a la entrada para que se las pongan las visitas. Cuando no están presentables ni para eso, aún hay quien sólo tira una zapatilla del par, la más achacosa, y forma pares imposibles de zapatillas desparejadas.

Los visitantes extranjeros novatos alucinan obviamente. Muchos pasan directamente, como lo harían en España, de la entrada al salón y sólo se dan cuenta de que han hecho algo inadecuado cuando ven que otros visitantes, más avezados, han tomado unas "tápochki", pues tal es el nombre que este calzado tiene en ruso, y se han cambiado el calzado sin más ceremonias. Entonces preguntan y flipan cuando se dan cuenta de lo que hay.

En España, directamente, ponerse unas zapatillas que sólo Dios sabe por cuántos pies ha pasado es una cochinada. Y yo, cuando intento poner distancia entre mi presente y mi sentido común, para tratar de acercarme a este último, lo veo clarísimo. Por esa pantufla que me calzo despreocupadamente cuando voy de visita puede haber pasado una legión de hongos. De hecho, hay gente que opta por la solución slomónica que hace compatible la limpieza de los suelos y la confianza en la higiene de los pies, y que no es otra sino llevar de casa tus propias zapatillas y cambiarse. A las mujeres les suele caber en el bolso; pero los hombres no solemos llevar bolso, bolsa ni mochila, al menos yendo de visita, por lo que la cosa puede hacerse incómoda.

En los sitios a los que la gente aspira a que la vean como elegante y exudando glamour ésta es precisamente la solución universal. En los teatros y salas de conciertos, las mujeres llegan con una botas de invierno (eso sí, con tacones), se cambian, y se ponen unos zapatitos de charol (con tacones, claro) para lucir pierna. Los hombres, no. Los hombres no nos cambiamos las botazas que lleguemos de la calle. Vamos, alguno habrá tirando a amariconado, pero el común de los mortales de sexo masculino va dejando un rastro de barrillo durante los primeros minutos de su estancia en un teatro, cine o sala de conciertos. Pero al menos ahí hay alguna persona que se resigna a limpiarlo, pero sólo en aras de la dignidad del arte musical o escénico.

Ah, pero, ¿y en los espacios públicos donde la administración es pobretona y no puede pagar a una persona que elimine las inmundicias del suelo?

La solución es radical. Lo veremos en la próxima entrada.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Con botas sucias


Llegó el invierno fatalmente. Las calles están llenas de nieve, y posiblemente ésta se mantendrá blanca en las numerosas zonas verdes de la ciudad y se convertirá en barro en las aceras y en una sopa indecente en las calzadas, por las que monótonamente pasan en procesión continua todos esos vehículos, vehículos y vehículos que han convertido a Moscú en la ciudad más atascada de Europa, y estoy por decir que del mundo entero. Y lo más grave es que, a despecho de que el alcalde Sobyanin ya se habrá hecho cargo del problema y habrá prohibido terminantemente los atascos, éstos se niegan a obedecer y a disolverse y ya campan por sus respetos incluso en fin de semana, los muy sediciosos.

Pero la llegada de la nieve no sólo agrava los atascos, sino que deja el calzado de los que caminamos por Moscú convertido en una pesada losa de barro que cuando entramos en un lugar con temperatura sobre cero se va derritiendo lentamente, dejando trocitos de inmundicia allá por donde pisas durante un buen rato. El barro a medio congelar se agarra al dibujo de las botas y se hace una unidad con él, unidad que ciertamente no es un gran problema mientras vas por la calle; pero, cuando quieres entrar en un edificio, la cosa cambia.

En España, entras a casa, o a donde sea, como si tal cosa. Si ha llovido, cosa que allí no pasa mucho, dejarás el suelo algo mojado, pero no sucio, y sólo si has ido al campo y te has puesto a caminar por la tierra mojada vas a dejar el suelo hecho una pena. Pero, al fin y al cabo, es una pena lavable y, en España, la limpieza del suelo es poco menos que diaria.

Aquí, no.

Aquí, el suelo se friega sólo cuando no queda más remedio y, aun así, con gran pesar de quien tiene que hacerlo. El mejor ejemplo es la mujer de la limpieza de mi lugar de trabajo, a la que llamaremos Marina y a quien jamás he visto con una escoba en la mano. En cambio, la he visto fregar sentada en una silla de oficina, de ésas de ruedas, para no cansarse. Eso es vocación indudable de oficinista, incompatible con el esquivo destino que le ha deparado un oficio diferente y que es evidente que desdeña a diario. Su permanencia en su puesto de trabajo sin siquiera recibir un mínimo rapapolvo sólo se explica por su diligencia en servirle un café al jefe supremo en cuanto llega, cosa que éste aprecia sobremanera, porque el resto del día se lo pasa haciendo cualquier cosa excepto limpiar, y no creo que en su casa sea muy diferente. Últimamente la veo estudiar griego, oculta en una sala para que no le moleste el jaleo propio de nuestro lugar de trabajo, cuando no va contribuyendo a él con su cuchicheo por la oficina. Griego, sí.

Como se ve, en Rusia todo quisqui considera la limpieza del suelo una tarea denigrante, indigna de la preparación y categoría de quien debería ejercerla. Por ello, no queda más remedio que hacer lo posible por evitar que el suelo se ensucie, precisamente aquí, donde los zapatos van hechos una porquería embarrada durante buena parte del año. Una porquería cuyo depósito en los suelos hay que evitar a toda costa, porque luego vienen las marinas de turno a escaquearse de menear la fregona.

Pues para eludir la suciedad hay tres sistemas fundamentales, dependiendo de que estemos hablando de un domicilio particular, un edificio público con pretensiones o un edificio público con el cinturón apretado. Esos sistemas serán el objeto de las próximas entradas.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Cruzar el charco

En estos días de deshielo brutal, en que las temperaturas se mueven a su capricho, la gran protagonista de la ciudad es el agua. El agua sucia.

Te llega por todos los sitios, pero por todos. Cae del cielo, porque llueve; cuando no llueve, también cae del cielo, porque de las tuberías y desagües van cayendo hilillos que golpean monótonamente contra el suelo; te llega de los lados, porque los charcos y los ríos de agua son caudalosos y los coches que los arrollan no van pensando en los peatones que caminamos por las aceras. Vamos, que no te libras de mojarte de ninguna de las maneras. Y eso que, en vista del percal, he aplazado unos días el comienzo de la temporada ciclista, porque, si ya los coches me salpican yendo por la acera, como se me ocurriera disputarles la calzada iba a pasarlas canutas.

Y también llega el agua desde el suelo. Muchas veces, caminando por la ciudad, te encuentras con que no hay forma seca de, por ejemplo, cruzar la calle. No la hay. Todo lo que hay delante de ti es un gran charco de agua sucia opaca a cuya superficie miras tratando de averiguar la profundidad de aquello. Y te quedas con las ganas, porque el fondo ni se adivina, pero no tienes más remedio que atravesarlo o dar la vuelta por donde habías venido. Puede tener un centímetro de profundidad o puede ser una sima insondable en la que te rompas el tobillo.

Todavía nos queda deshielo para rato. Lo veíamos venir al comprobar que había más nieve que nunca.

Acompañando a Ro a una clase, esquivando placas de hielo supurantes, me comentaba:

- ¡Moscú está mal hecho! ¿Por qué no ponen agujeros con barrotes de hierro en el suelo? En Valencia los ponen al lado de la acera, ¿verdad?

Verdad. Y también es verdad que aquí hay desagües (sí, tengo que enseñar a Ro esa palabra), pero en número escaso y aun ésos bloqueados por la inmensa porquería acumulada en todos esos montones de nieve, blancos por fuera y grises y marrones por dentro, sepulcros blanqueados de toda la basura que los diez millones largos de habitantes de esta locura de ciudad somos capaces de generar.

Y, sin embargo, esta mañana, olía a primavera. Al fin. Tres bajo cero, suelo congelado, viento del norte y, así y todo, olía a primavera.

viernes, 12 de marzo de 2010

Al filo de lo imposible

Una de las cosas buenas de estar por una metrópoli importante (y Moscú, indudablemente, lo es) consiste en que te encuentras con gente destacada. Hoy día, en que hay muchos españoles viviendo por aquí, uno más no destaca demasiado, pero en los albores de los noventa, cuando alguien venía desde España, era bastante frecuente que acabaran dando contigo, que eras de los pocos que aguantaban el chaparrón, y conocieras a los que venían.

Y, un día, quienes llegaron fueron los del equipo del programa "Al filo de lo imposible", que pasaban por Moscú de camino al Polo Norte. En Moscú iban a pasar un par de días, antes de desplazarse hasta Dudinka, que es la ciudad donde está el aeropuerto más cercano al Polo Norte; desde allí se desplazarían, por lo que pude entender, hasta Dikson, donde hay un aeródromo militar que era el lugar más septentrional que podían alcanzar en avioneta. Y, a partir de allí, les esperaban tres mil kilómetros de pateo hasta el Polo Norte, ahí es ná.

Por lo que me contaron, donde realmente estaba el problema es en las montañas de hielo previas a alcanzar las zonas más llanas de la banquisa. A partir de allí, ya alcanzaban terreno llano y podían desplazarse con sus trineos con cierta velocidad. Pero, hasta llegar ahí, y mientras lidiaban con los montones de hielo, a veces no avanzaban más de unos pocos kilómetros al día.

Les hubiera venido bien, para aclimatarse, pasar una temporada algo más larga por Moscú, en particular si el tiempo es como estos días.

Porque, después de pasar más frío que un tonto, de que las temperaturas subieran quince grados bruscamente y de que todo comenzara a derretirse, los fríos han vuelto con fuerza y lo han dejado todo más congelado que un sueldo español.

Y, así, igual que los problemas de los chicos de "Al filo" para alcanzar la banquisa, en Moscú tenemos el problema de alcanzar la acera sin rompernos la rabadilla en el intento.



Ahí arriba hay un ejemplo. Se trata de atravesar la franja de hielo de dos metros que separa la acera de la calzada, donde el firme no es demasiado resbaladizo y repetir la jugada al otro lado, posiblemente apoyándose en el coche para no perder la verticalidad. Y no busquéis un paso cebra ni cosa por el estilo, si no queréis perder el tiempo.



... porque el teórico paso cebra se encuentra aquí. La dificultad aumenta. Se trata de atravesar la superficie helada y alcanzar la tierra de promisión, en forma de tienda de vinos y licores que se encuentra al otro lado.

De todas formas, seguramente lo verdaderamente meritorio debe ser volver a casa, atravesando las mismas placas, después de haber visitado como es debido la mencionada tienda de vinos y licores.

lunes, 8 de febrero de 2010

Vocabulario de invierno

Qué bonito es el invierno en Rusia. Eso de que, a temperatura ambiente, el agua no esté líquida, sino sólida, ofrece un montón de posibilidades. Sales de tu casa, miras a tu ventana, y puedes ver una preciosidad en forma de carámbano, o de estalactita, o de como se llame eso. En ruso, hay una palabra para ese trozo de hielo que, por la acción combinada de la gravedad y del frío, queda colgando de las rejas y las ventanas en graciosa contorsión: se trata de los "sasulki".

Efectivamente, el ruso es un idioma con un riquísimo vocabulario en todo lo que tiene que ver con la nieve o el hielo, y todos sospechamos por qué. Por ejemplo, un montón de nieve, en español, sólo es un montón de nieve; en ruso, es algo específico, es un "sugrob". Nada menos.


Y así con muchas más. El español, y también creo que todos sospechamos por qué, es mucho más pobre en el vocabulario del agua en estado sólido, al menos en los lugares más habituales. Quizá en algún dialecto oscense, asturiano o del Aconcagua, donde sí se las tienen que ver con nieve y hielo, tengan algo a propósito. Pero me voy a permitir proponer una palabra para la estalactita de hielo ("sasulki", vamos).



Gotera en conserva.

Porque anda que tiene narices que horas, y hasta días, después de que las precipitaciones hayan concluido, el hielo que se va derritiendo poco a poco al contacto con el calor de tu casa siga colándose por entre las rendijas.