miércoles, 29 de agosto de 2007

La boda (I): Gannivet Lecter y sus amigos

Pues señor, comenzaré por la descripción de los personajes que se sentaron a la mesa, pero no sin antes fijarnos en el novio, que, al fin y al cabo, era el causante de todo el embrollo. Le llamaremos Gannivet Lecter, porque su nombre no lo usaremos aquí por principio, y su seudónimo habitual está tan extendido que sería violación del consabido principio de anonimato.

Gannivet Lecter, pues, apareció un buen día por Moscú y rápidamente se aficionó tanto al país como, sobre todo, al paisanaje, que pronto no hubo forma de sacarle de allí, hasta el punto de que anduvo recurriendo a subterfugios y artificios diversos con tal de prolongar sus días por aquellas tierras. Quiso Dios que de los mencionados artificios, y de las aventuras que corrió durante su desarrollo, no sólo no saliera demasiado desquiciado, sino incluso con un trabajo decente y ciertos posibles, que le han llevado a dar el paso de abandonar la soltería, cierto que después de una larga y minuciosa, muy larga y muy minuciosa, búsqueda de candidatas a acompañarle en el susodicho paso.

En sus andanzas por Moscú destacan dos compañeros de correrías que han comido con Gannivet más de cuatro veces y bebido más de cuarenta, cuales son Roberto (a quien no vamos a presentar a estas alturas, cosa que seguramente agradecerá) y Kloonich, también conocido por "la Máscara", por su habilidad para aparentar seriedad, probidad, altura de miras, costumbres pacatas y morigeradas e interés por la cultura y los espacios abiertos, cuando en realidad presenta curiosas semejanzas con Gannivet Lecter, menos hábil a la hora de disimular sus inclinaciones nocturnas.

Además de estos dos, se sentaban a la mesa los compañeros de Roberto en Kolomenskoye, la Zorra y el Coronel. Y a la Zorra le acompañaba su compinche habitual en Moscú, alrededor del cual orbitó frecuentemente su existencia, y él mismo, literalmente, mientras residió allí. Planeta, que así le llamaremos, había llegado a Moscú con la misión de dar un impulso a una empresa española de envergadura, cosa que consiguió gracias a su capacidad de liderazgo y buen hacer laboral, entre otros factores; de paso, se aficionó igualmente a las oportunidades de ocio y solaz que brinda la capital rusa y atrajo a la misma a un satélite, al que con el tiempo dicen que el Coronel bautizó con el sobrenombre de la Zorra. Pero, como de las andanzas de estos dos personajes no estoy apenas informado, ni quisiera yo que estas líneas redundaran en su desdoro, mejor será que termine esta semblanza con la sugerencia a Roberto, que siguió sus hazañas más en detalle, o a otro escritor más enterado que yo, de que glosen sus aventuras.

Por su parte, el Coronel es un personaje que exige un esfuerzo de síntesis para condensar sus facetas en un párrafo. Así como algunos van a trabajar tan elegantes como si fueran a una boda, el Coronel iba a trabajar, o a cualquier sitio, como si volviera de una boda, que no es exactamente lo mismo. En todo caso, merece una entrada aparte, pero, de momento, bastará decir que en la boda, como Kloonich, también llevaba una máscara, pero en forma de carrillo inflamado y aspecto demacrado, patibulario y enfermizo. Al parecer, se había escapado de un hospital vasco por la mañana para asistir a la boda, después de haber sido ingresado en circunstancias oscuras.

De momento lo dejo, aunque queda algún personaje por nombrar, pero eso quedará para mañana.

domingo, 26 de agosto de 2007

Entrada por encargo

El novio se me dirigió cuando me estaba despidiendo de él para irme a dormir a casa (de hecho, a su casa) después de la boda y me dijo:

- Quiero en el blog un resumen de lo que se dijo en la mesa.
- ¿En el blog? - balbucí.

Y hasta aquí llegó la conversación, porque ya era las tres de la madrugada y Abi, Ro y Ame no podían aguantar mucho más, que bastante habían hecho (Alfina sí, Alfina se hubiera podido quedar lo que hiciera falta). Eso sí, es algo que me obligará a extenderme algo durante las próximas entradas sobre ciertos representantes de la fauna española en Moscú y a hacer encaje de bolillos para respetar la política de anonimato. Espero que Roberto, que estaba por allí, ayude con lo suyo, ¿vale, Roberto?

miércoles, 22 de agosto de 2007

Una de espías

Para acabar, antes de las vacaciones, ahí va otra entrada menos culinaria. Rusia es un país que, como gran potencia que es, periódicamente tiene tiranteces con otras grandes potencias. Eso no es nuevo y les pasa a todos de países de cierto fuste. A España le pasa bien poco, dicen que por eso del talante que estamos derrochando durante los últimos tres años y pico, pero bien podría ser porque lo de gran potencia nos viene un poco grande últimamente, y así los demás países de relumbrón no se molestan en llevarse ni bien ni mal con nosotros.

Con Rusia no pasa eso. Últimamente se lleva bastante mal con un número de países pequeñajos que están por aquí cerca, siendo Georgia o Estonia los casos más destacados; pero también se lleva bastante mal con algún país de más peso, y el que más ha destacado durante el último trimestre es el Reino Unido, con el que ha habido algún rifirrafe en forma de expulsión mutua de diplomáticos y declaraciones progresivamente subidas de tono, hasta que, gracias a Dios, llegó el verano y se demostró que las vacaciones son más importantes que las trifulcas. Vamos bien.

Pues parece que el Reino Unido tiene la mosca tras la oreja con los servicios secretos rusos y sospecha que están detrás del envenenamiento de un señor, un tal Litvinenko, del que yo nunca había oído hablar hasta que lo envenenaron con un mejunje hace unos meses. El mejunje se llama polonio y yo tampoco lo había oído nombrar nunca hasta el suceso en cuestión. Resumiendo muy por encima, el tal Litvinenko, al parecer, era un antiguo agente ruso que se fue por patas del país, se instaló en Londres y periódicamente ponía a caldo a los dirigentes rusos, azuzado, apoyado, financiado o yo qué sé qué por Berezovsky. Berezovsky es un tipo más bien desagradable, forrado hasta las orejas, exiliado igualmente en Londres y que de vez en cuando amenaza con montar una gorda por aquí.

Sea como fuere, el caso es que el tal Litvinenko fue misteriosamente asesinado y los británicos, muy moscas porque en su país haya pasado una cosa semejante, opinan que hay un ex-espía (o no tan ex) ruso que podría saber algo sobre el asunto y con el que les gustaría hablar en serio. Este señor, de repente, se ha encontrado muy a gusto en Rusia y ha dicho que de mil amores responderá a las preguntas de los señores jueces británicos, sólo que sin moverse de su casa. Y ahí ya se ha agarrado la trifulca.

Yo no tengo ni idea de geopolítica, estoy muy lejos de ver conspiraciones contra Rusia o de Rusia y el Reino Unido me resulta bastante indiferente, pero, al oír los pormenores del asuntillo, me vinieron a la memoria un par de hechos históricos de hace unas cuantas décadas que no resisto la tentación de relatar, sin que, Dios me libre, esté acusando a nadie de nada. Y, para que no se me acuse, como en ocasiones ocurre, de partidismo, voy a ser ecuánime y a repartir los papeles protagonistas entre dos personas, una de cada bando: un blanco y un rojo.

Aquí tenemos al blanco. Se trata del general Evgenii Miller, que en la guerra civil rusa dirigió las fuerzas del Ejército Blanco en el norte del país con un éxito más bien pobre, todo sea dicho, tanto que a principios de 1920 tuvo que abandonar el país y emigrar, para formar parte de la Unión Militar Rusa (ROVS, en sus siglas rusas), una especie de ejército blanco en el exilio, en el que fue ascendiendo hasta convertirse en 1930 en su presidente.

Por cierto que, en calidad de presidente de la ROVS, puso incluso su granito de arena en la guerra civil española, ya que dio orden a las unidades operativas de que disponía de enrolarse con los nacionales, como así hicieron algunos. De hecho, no sólo hubo rusos en el bando republicano, pero ésa es otra historia.

En septiembre de 1937, mientras estaba tranquilamente en París, el general Miller fue secuestrado por un grupo de agentes del NKVD, antecesor de la KGB, que se habían hecho pasar por diplomáticos alemanes; fue conducido en barco hasta la Unión Soviética, condenado a muerte y ejecutado en mayo de 1938. Desde la cárcel, se dirigió repetidamente a Yeschov, entonces jefe del NKVD, con el ruego de que le dejaran ir a misa, aunque fuera atado, y más adelante que le dejaran al menos tener unos evangelios en la celda, pero corrían malos tiempos para semejantes inclinaciones y Yeschov no se molestó en responder a semejante enemigo del pueblo. Pues no tenía trabajo él ni nada ordenando arrestos y purgas.

Y éste es el rojo, mucho más conocido que el anterior. Se trata de Lev Bronstein, alias Trotsky, prácticamente el número dos del bolchevismo, después de Lenin, organizador del Ejército Rojo e ideólogo afamado. Al morir Lenin, como es sabido, tuvo sus rencillas con un cargo ejecutivo del Partido, el secretario general, un tal Stalin, que fue ganando poder y más poder hasta que, en 1929, Trotsky fue invitado a dejar de mancillar con sus pies el suelo soviético y exiliarse. Pasó por Turquía, Francia, Noruega y finalmente recaló en Méjico, donde fue bien acogido por el gobierno priista de entonces y donde llevaba una vida bastante cómoda, aunque no tranquila, allá por 1940, cuando fue asesinado de mala manera por un agente del NKVD, Ramón Mercader, español por cierto, aunque no sea un orgullo ser su compatriota.

Es aleccionador el editorial de "Pravda" al respecto, bajo el título "Muerte de un espía internacional" y con casi total seguridad dictado por el propio Stalin. Traduzco: "Ha entrado en la tumba una persona, cuyo nombre es pronunciado con desprecio y maldición por los trabajadores de todo el mundo. Las clases dominantes de los países capitalistas han perdido a un servidor leal. Y los servicios secretos extranjeros se han visto privados de un agente eficaz a lo largo de muchos años, de un organizador de asesinatos."

Y así terminaba el editorial: "Trotsky se enredó en sus propias redes, llegando al límite de lo que puede llegar a caer un ser humano. Le mataron sus propios partidarios. Acabaron con él los mismos terroristas a los que enseñó a asesinar desde su rincón. Trotzky, que organizó los perversos asesinatos de Kirov, Kuybyshev, Gorki, se convirtió en víctima de sus propias intrigas, traiciones, maldades. De esta manera, tan poco gloriosa, ha terminado su vida esta persona despreciable, pasando a la tumba con el sello en la frente de espía internacional y asesino."

Creo que, hasta hoy, queda algún estalinista que opina que Mercader era un trotskista decepcionado que actuaba solo, y que Stalin, pobrecito, no tuvo nada que ver con su muerte. Los demás comunistas, y Trotzky lo era y de qué manera, tampoco acaban de criticar a Stalin, en una muestra de que ciertos partidismos tienen graves consecuencias sobre la percepción de las cosas. En todo caso, que Dios nos libre de la gente del NKVD, en cualquiera de sus denominaciones sucesivas.

jueves, 16 de agosto de 2007

Cocina para exiliados (V): tortilla española

Seguimos con las patatas, y pasamos al plato español por excelencia. Porque, cuando hablamos de cocina española, en realidad la cosa tiene algo de trampa, ya que no hay una comida española propiamente dicha, sino casi tantas como pueblos hay en España; así, yo, que soy valenciano, no cocino normalmente lo mismo que un gallego o un vasco. Eso de la "cocina española" es un cubo demasiado grande con muchas cosas dentro que no tienen gran cosa que ver unas con otras, salvo en que casi todo está buenísimo.

Pero hay una excepción: la tortilla de patatas, o tortilla española. Ésa sí. Ésa está en cualquier bar de España, sea donde sea, si quiere retener la clientela. Y debe ser nutritiva a saco, a tenor de los éxitos de su inventor, que se cuenta que fue el general Zumalacárregui, el cual estaba formando el ejército real prácticamente de la nada, andaba escasillo de fondos (y así siguió toda la guerra), y tenía una alimentación de pobre de solemnidad, mientras iba esquivando a las columnas enemigas que le superaban en número varias veces y le perseguían con muy malas intenciones. Parece que, hartos ya de patatas guisadas, que era el rancho de rigor para su tropa, se decidió en su cuartel general cuajarlas con unos huevos que tenían, y los soldados devoraron el resultado. Y digo que debe ser nutritiva la tortilla, porque a partir de ahí al ejército de Zumalacárregui no lo paró nadie mientras vivió su general: deshicieron a toda columna enemiga que les puso delante y se hicieron los amos en el norte de España. Luego, posiblemente, algún espía enemigo debió hacerse con la receta de la tortilla española y la guerra se equilibró.

En Rusia no hay nada parecido a esto, aunque a los rusos les gusta presumir de inventores, una moda que viene del período estalinista y que ya comentaré en otra ocasión. Pero vamos con los ingredientes, para tres personas (si hay más gente, yo recomiendo cuajar dos o más en lugar de hacer una demasiado grande):

1. Cuatro huevos.
2. Tres patatas medianas (para hacerse una idea, cosa de medio kilo).
3. Aceite (unas seis cucharadas) y sal.
4. Dos cebollas medianas.

Uuuuyyy... lo de las cebollas es una cuestión peliaguda. La tortilla de patatas nació en una guerra civil y, aún hoy, divide a los españoles en dos bandos irreconciliables: unos la quieren con cebolla y otros no quieren ni oír hablar de eso. Yo, sinceramente, soy cebollista. Así pues, y con las prevenciones ya reseñadas en la entada anterior sobre la calidad de la patata rusa, lo cierto es uno de los platos más sencillos de reproducir en el extranjero, porque los ingredientes son fáciles de conseguir. Así se hace la tortilla española. Es más, así la hice yo ayer:
  1. Se corta la patata en láminas de un par de milímetros. Hay quien las corta a cuadrados o hace las lonchas más gruesas, pero, como lo hago yo, la patata se hace más rápidamente.
  2. Se pica la cebolla bien menuda.
  3. Se pone el aceite a calentar y, cuando está bien, pero no demasiado, se echa la patata y la cebolla. Yo dejo que la patata se fría un poco más de la cuenta, porque me gusta así (se ve claramente en la foto de la sartén), pero eso no es totalmente académico. La patata debe tomar color amarillo, pero no quedar crujiente. A punto de sacarla, se echa la sal a gusto, pero teniendo en cuenta que hay que echar más cuanta más cebolla tenga la tortilla.
  4. Se baten los huevos en un recipiente aparte. La clara y la yema deben quedar homogéneas. Hay discusión sobre si debe haber espuma al batir. Yo creo que no, porque puede cuajar demasiado después y hacerse dura.
  5. Cuando la patata y la cebolla estén a punto, se añaden a los huevos en el recipiente. Lo más correcto es esperar hasta que se enfríen para evitar que el huevo cuaje antes de tiempo, pero quien haga una cosa así es que está desganado.
  6. En la sartén debe quedar un poco de aceite, que ahora debe quedar muy caliente. Si no, hay que añadir lo que haga falta para que la tortilla no se pegue, porque éste es el momento decisivo.
  7. Con el aceite muy caliente, se echa todo a la sartén. Hay quien remueve con un tenedor hasta que empieza a cuajar, y entonces, con el mango de la sartén, se mueve para "hacer bailar" la tortilla. Si se pega, estamos perdidos, aunque no del todo, porque tendremos un revuelto de patatas, que también estará bueno, pero no es lo mismo.
  8. El momento de darle la vuelta suele ser bastante intuitivo y depende de que nos guste la tortilla bien seca o más jugosa (pero, para empezar, unos dos minutos ya da para que coja consistencia y se pueda pensar en darle la vuelta). Lo normal es darle la vuelta con un plato, y yo incluso lo hago con dos para más seguridad (y porque tengo lavavajillas). Se pasa de la sartén a un plato, se pone el otro encima en sentido contrario, se le da la vuelta al "platillo volante" que queda y se devuelve con cuidado la tortilla a la sartén.
  9. Se vuelve a agitar la sartén con el mango para que la tortilla baile.
  10. Al cabo de un minuto, o quizá un poco más, seguramente la tortilla ya está bien cuajada. Es cosa de retirarla de la sartén y pasarla a un plato. Y que aproveche.
Bueno, pues, después de esta explicación, me ha entrado hambre ¿Veis la foto de arriba de esta entrada? Pues aún queda media, pero dentro de poco ya no quedará.

lunes, 13 de agosto de 2007

Cocina para exiliados (IV): patatas bravas.

Rusia es el primer productor mundial de patatas, por lo que podría esperarse de su cocina un empleo masivo de la misma. Y, ciertamente, así es, en sopas, en puré o como guarnición; pero, por desgracia, la primacía mundial en la producción de patatas sólo se refiere a la cantidad. La calidad de la patata rusa deja bastante que desear, si bien ha mejorado algo, no gran cosa, en el último lustro.

En estos días de rodríguez, estaba yo pensando qué prepararme de cenar cuando recordé mis años de juventud y salida a cenar con los amigos, bocadillo bajo el brazo y ración de patatas bravas en el bar de la esquina. Aquí, si voy a lo menos remotamente semejante a un "bar de la esquina" y pido unas "derzkie kartoshki" (дерзкие картошки), que es lo más parecido a una traducción literal del concepto en castellano, iba a tener problemas, como poco, con el camarero y, si las cosas se ponían feas, con los de seguridad del local, por pensarse que me estaba choteando de ellos. Así que iba a tener que encargarme del antojo sin ayuda externa.

Lo del bocadillo se podía arreglar, pero ¿lo de las patatas bravas? Bueno, pues vamos con los ingredientes necesarios:

1.- Patatas. Lo ideal es que sean alavesas, que están de miedo. Las rusas están bien para puré, pero por algo es que la cocina rusa no las acaba de ver como plato principal. Ahora bien, traer patatas de Álava parece excesivo, así que nos conformaremos con las rusas. Vamos a poner tres medianejas, que no es cuestión de quedarse con hambre.

2.- Guindilla. Tengo. No es fácil encontrar en Rusia, pero se puede.

3.- Pimentón picante. Casualmente, tengo para toda mi vida, al ritmo que lo voy gastando. Me traje en un viaje, pero me consta que, aunque tampoco es fácil, se puede conseguir aquí.

4.- Sal y aceite. De eso no hay escasez por aquí.

Ah, y las patatas bravas se comen con ajoaceite. Efectivamente, lo de conseguir ajoaceite en el supermercado, como ahora se puede en España, tiene mala pinta, así que igualmente hay que cocinarlo uno mismo. La ventaja es que lo puedes hacer a tu gusto.

Así que, ya de paso, pues haremos ajoaceite, para lo que necesitamos dos dientes de ajo (bueno, los amariconaos ponen sólo uno), aceite de oliva, un huevo y unas gotas de limón. Entre nosotros, hay un método abreviado para cuando hay prisa: comprar mayonesa, añadir los dientes de ajo y machacarlo bien en un mortero. Sí, ya sé que es herético lo que escribo, pero los resultados cantan y, cuando uno está de rodríguez, no es cuestión de eternizarse en la cocina.

Así pues, se pone el aceite en la sartén y, cuando está caliente, se echan las guindillas para que el aceite pille el gusto. Hay quien también les echa uno o dos dientes de ajo, pero, como luego tenemos el ajoaceite, yo creo que no hay que cebarse con ello.

Cuando ya está el gusto cogido, que puede ser al minuto, se echan las patatas, previamente peladas y cortadas en trozos, que yo prefiero más pequeños que en los bares españoles y que, en el caso de la patata rusa, muchas veces quebradiza y poco consistente, recomiendo que sea así. Se echa sal y a esperar que se frían dando vueltas a la patata de vez en cuando. Para gustos, colores, pero lo mejor es hacerlas a fuego fuerte, para que queden ligeramente crujientes por fuera y más blandas por dentro, cosa que vale con tal de que no queden crudas.

Justo antes de sacarlas del fuego se echa el pimentón picante, con cuidado de que no se queme (se quema enseguida), que le dará un lozano color rojo a la patata.

La sacamos, la servimos en un plato, añadimos el ajoaceite a un lado, y con esto ya nos hemos montado nuestro bar de la esquina sin salir de Moscú. Si lo acompañamos con un bocadillo de atún con olivas (fácil de conseguir en Moscú) y una jarra de sangría (mmmm... esto de la jarra de sangría me da una idea para la siguiente entrada de cocina) en una cálida noche de verano, con unas almendritas fritas con sal, va a parecer que nos hemos llevado la carta del Bar Garrofa (el clásico de mi pueblo). Faltará el ambiente del lugar, con los parroquianos machacando las mesas con las fichas de dominó y sosteniendo el palillo entre los dientes, pero tampoco se puede tener todo de repente.

sábado, 11 de agosto de 2007

Otro día en las carreras

Igualito, igualito, que el año pasado. Mis dos semanas de rodríguez en Moscú no las estoy pasando de juerga en juerga y de desfase en desfase (como que lo iba a contar aquí, aunque así fuese, ¡ja!), sino trabajando (este mes no mucho, hay que reconocerlo) repasando alguna cosilla que se quedó pendiente en junio, entrenando y tomando parte en una carrera, la misma del año pasado.

Se podría repetir todo lo que escribí en aquellas dos entradas, excepto alguna cosilla, a saber:

1.- El párrafo relativo al rendimiento deportivo de un servidor de ustedes. Qué mal, Dios mío, qué mal. Venía de correr la semana pasada en Valencia, con un calor de espanto, a muy poquito más de cuatro y medio, y parecía que estaba en mejor forma que nunca. Pues el desastre en forma de flato en el kilómetro ocho, y todavía faltaban siete, me ha hecho arrastrarme por el asfalto hasta la meta. Tengo que remontarme varios años para encontrar una marca tan mala en mi historial.

2.- Los "premios". El año pasado fue un helado y un diploma; este año ha sido un diploma (no faltaría más), una Pepsi de seiscientos mililitros... y una medalla doradita con una cinta de la bandera rusa. No, no, no he ganado nada, creo que eso ya ha quedado meridianamente claro, es que se la daban a todo el que terminaba la prueba, y hasta ahí llegué.

3.- El medio de transporte. Vista la experiencia del año pasado y los problemas para llegar en coche, decidí ir en metro. A la ida, todo bien; a la vuelta... ¿he dicho alguna vez que algunos de los pasajeros del metro de Moscú, en verano, se duchan mucho menos de lo que debieran? Pues, si no lo he dicho, es la ocasión. A la vuelta, un penetrante olor a sudor lo impregnaba todo.

Lo malo es que era yo quien lo despedía.

Qué vergüenzaaaaa... la gente entraba en el vagón donde estaba yo y se alejaba todo lo que podía. Por muy mala que hubiera sido la marca, quince kilómetros son kilómetros y ahí había sudor seco y oloroso como para hacer retroceder a un ejército y obligar a repartir máscaras antigás entre la población civil. Si habré sudado que, al volver a casa, pesaba tres kilos menos que al salir (lo cual, en mi caso, es un porcentaje MUY elevado de mi peso), y eso que ya me había bebido la Pepsi.

Vamos, creo que si la milicia hubiera entrado en el vagón y me hubiera expulsado del mismo por vagabundo, la gente lo hubiera aplaudido y hasta yo les hubiera dejado ejercer su función para conmigo sin rechistar. Pero el trato de la milicia a los vagabundos que pululan por el metro tiene su miga. Lo dejaremos para otra entrada.

viernes, 10 de agosto de 2007

En la marshrutka

Opina BAR si, a pesar de todo, no hubiera sido mejor ir en taxi. Tentador, sí, sobre todo ahora que los taxis son coches decentes, con espacio atrás, maletero y esas cosas. El problema, aparte de que el taxi es como cuarenta veces más caro, son los atascos que se montan en la ciudad. Los lunes por la mañana de verano, la gente, que ha pasado el fin de semana en la casa de campo, apura al máximo para volver al trabajo, y los atascos de entrada que se montan son de agarra y no te menees. En cambio, la marshrutka llega como puede hasta el metro más cercano a las afueras y, a partir de allí, habrá calor, aglomeraciones, malos olores, sudor y codazos, pero atascos no.

Lo que sí es cierto es que las marshrutkas son para gentes más duras que el pan del domingo. Precisamente eso las hace interesantes. Mientras los señoritos se van en taxi a mil quinientos rublos (unos sesenta dólares, BAR), el pueblo no puede o no quiere permitirse más de cuarenta rublillos (dolar y medio, a ojo). Y yo soy pueblo. Y tenía prisa. En cuanto a lo de ser más duro que el pan del domingo, pues se va consiguiendo, pero requiere práctica constante, y el taxi reblandece las posaderas.

Así que me acerqué a la parada de la marshrutka. De las quince plazas, había como cinco ocupadas. El asiento del conductor estaba vacío, así que me giré a un tipo que estaba pululando por allí (los aeropuertos de Moscú están llenos de gente que pulula eternamente).

- ¿Va usted a Plánernaya?

Se encogió de hombros mientras gruñía algo y se fue, de lo que deduje que no era el conductor. Me dirigí a otro, grueso, moreno y mal encarado, que también pululaba.

- ¿Va usted a Plánernaya?
- A Rechnoy Vokzal -musitó entre dientes, como si no quisiera que lo entendiese.
- ¿A dónde?
- ¡A RECHNOY VOKZAL! -berreó mirándome torvamente.

También me venía bien, así que subí. Enfrente de mí había una parejita. Ella, una chiquilla dulce y educada, acababa de llegar de Francia, de un intercambio para estudiar francés, y él, un estudiante de ciencias delgado y bien parecido, había venido a recogerla con una flor en la mano (la flor estaba ya en la mano de la chica, pero yo supuse que la había traído él). Al lado de ellos, había una mujer delgada de mediana edad que no dijo ni mu en todo el viaje.

Y al fondo estaba todo un campeón, un jovenzuelo vestido de negro, con la camisa (negra) por fuera, camiseta roja, chapa del Che, chapa anarquista, gafas de sol, muñequera molona y madre al lado. La madre, otra mujer delgada, le había venido a recoger y él le estaba contando sus aventuras por Italia, donde parece que había ido a jugar un torneo de fútbol internacional y de paso a sembrar el pánico por las playas, bañándose en todos los sitios donde no se podía. Se ve que habían perdido casi todos los partidos, pero él se había hinchado a meter goles. La madre le decía que hablara más bajo, cosa que el jovenzuelo hacía durante los siguientes dos segundos, pero enseguida volvía a elevar la voz.

Entró una jovencita con el pelo sobre la cara y amplias gafas oscuras, por lo que no estoy seguro de que fuera guapa o no. La barbilla era agraciada, al menos; entraron un par de personas ojerosas con pinta de trabajadores nocturnos del aeropuerto a quienes les había llegado el relevo.

Quedaban tres plazas libres. Había la esperanza de que el conductor diera por bueno el pasaje y saliéramos ya, pero éste era de los que maximizan el beneficio, y bufaba mirando en derredor suyo por si venía algún pasajero más. En esto, se oyó su voz fuera de la furgoneta, a mis espaldas:

- Pero, ¿dónde quiere usted que meta todo este equipaje?

Su interlocutor musitó algo inaudible.

- Bueno, vamos.

El conductor asomó la cabeza, miró al interior, y me dijo:

- ¡Apártate!

Opté por no exigirle que me lo pidiera por favor y me aparté. Y entonces entró, primero, un niño pequeño; después, una mujerona gruesa y desmejorada; además, un hombre de mediana edad corpulento, el de la camiseta a rayas de la foto de la última entrada; y, finalmente, un montón de bultos entre maletas, bolsas de deporte y bolsas del supermercado. Al hombre no le quedó sitio más que para clavar el codo en mis costillas, como ya quedó dicho, y adoptar una posición poco menos que de break-dance, aprovechando el espacio libre que le dejaba su equipaje.

Debo reconocer que, en estos casos, yo hubiera enviado la dureza y esas zarandajas a la porra y hubiera ido en taxi, pero permitirse el taxi es algo que no todos podemos hacer, y parece que a mi compañero de asiento le venía bien el ahorro.

En sí, la marshrutka es una tartana desvencijada, sucia, atestada de pegatinas mugrientas, con asientos incómodos, lunas polvorientas, chapa al descubierto, suspensión lamentable y mecánica mejorable. Pero llega a los sitios. Los conductores se saben todos los atajos, las malas artes en la carretera, las maniobras indecentes y los cambios de carril repentinos y por sorpresa. Y así llegamos al metro.

El conductor abrió la puerta y mi compañero de asiento quitó el codo de mis costillas y se puso a sujetar como pudo sus maletas. Bajó a trancas y barrancas con la mujerona y el niño, cargó todos los bultos que pudo, dejó uno solo a la mujerona y se dirigió al metro sudando. La parejita de Francia y flor, con el chico llevando el pedazo de maleta, entró también en el metro sin tantos problemas. La madre y el hijo garrulo desaparecieron entre la multitud, y así lo hicieron los demás pasajeros.

Yo tomé mi mochila, entré en el metro y me monté con dirección al trabajo. Y pensé en el pobre hombre de las maletas y del codo en mis costillas, la mujerona y el niño, en el hombre endurecido a la fuerza, mientras que otros, en su situación, prescindimos de la dureza y buscamos formas más cómodas de salir del aeropuerto, aunque ello nos haga rascarnos el bolsillo y nutrir a la mafia de chulos de taxista que infestan Sheremetyevo. Otros no tienen esa opción.

miércoles, 8 de agosto de 2007

El retonno (II)

Como el rublo es el rublo, y los mil quinientos rublazos que nos iba a soplar el taxista aeroportuario y sanguijuelo serán mejor empleados en otros menesteres, decidí calzarme la mochila a la espalda y usar el transporte público de masas. Y ahí había tres opciones para llegar a mi curro en el centro, a unos treinta y pico kilómetros del aeropuerto:

1.- El autobús de línea. Seguro, pero parsimonioso hasta la exasperación. al cabo de hora y media, me dejaría en una estación de metro, y al cabo de media hora más podría fichar. Retraso monstruoso seguro.

2.- La combinación autobús-tren. A nadie se le ocurrió poner una estación de tren en Sheremetyevo, cuando lo inaguraron, más o menos hacia finales de los setenta. La más próxima está a unos diez kilómetros. Como los responsables de Sheremetyevo han visto que sus aeropuertos competidores, Domodiedovo y Vnukovo, sí que tienen tren, se han puesto las pilas y están montando una vía, pero la construcción va aún más lenta que el autobús del párrafo anterior. Entretanto, un autobús, que pasa cada hora, deja al pasajero en la estación de tren, desde donde en tren se accede a una estación cercana a una de metro y así se puede llegar al curro, pero este sistema igualmente es de dos horas en el mejor de los casos. Retraso monstruoso seguro.

3.- La marshrutka. Una fregoneta "Sobol" atestada de asientos encajados de manera inverosímil para que quepan quince pasajeros, preferiblemente delgados. Salen cuando se completa el pasaje, como en el puente aéreo (pero es el único parecido que tiene con él) y te dejan en la estación de metro más cercana al aeropuerto. Única posibilidad de llegar al curro sin un retraso de los de "qué morro tienes, chaval" o algo peor.

(No, el taxi no necesariamente es más rápido. Con la de atascos que se montan los lunes por la mañana de entrada a Moscú, podía llegar al curro a la hora de comer... y con la cartera vacía)

Como cumplo el requisito básico de la delgadez (sobre todo después de la convivencia diaria con Duralex y Sedlex, mucho mejores que una liposucción) y disponía de los cuarenta rublos que cuesta el pasaje, me lancé a la marshrutka. De momento, ahí va la foto que saqué. No se ve el otro codo del señor de espaldas con la camiseta de rayas horizontales porque lo tenía clavado en mis costillas. Pero no se lo reprocho, porque no había ningún otro lugar para meterlo en la fregoneta, y tampoco pretendía que se lo cortara.

lunes, 6 de agosto de 2007

El retonno (I)

En otra ocasión hubo una entrada que trató sobre el retorno a la ciudad desde uno de los aeropuertos de Moscú, el de Domodiédovo. Hoy, aprovechando la feliz circunstancia de mi vuelta a la capital rusa, voy a dedicarme a glosar la vuelta desde el prestigioso nido de la nunca suficientemente bien ponderada Aeroflot: el aeropuerto de Sheremetyevo.

En realidad, el choque y los sudores fríos empiezan unas horas antes, cuando, tras una semana de vacaciones, duras, pero vacaciones, asomo la nariz por el mostrador de facturación de Aeroflot en Barajas y me encuentro con una cola kilométrica, que, además, es una cola rusa, de las de "tonto el último" y "sálvese quien pueda". Y ojo, no son sólo los rusos los que hacen lo posible por colarse: hay españoles, curtidos por los años en Rusia, que han desarrollado una habilidad tan envidiable para ponerse inadvertidamente los primeros y hacerse con los mejores puestos en el avión, que no puedo sino envidiarles por no ser capaz, ¡aún!, de vencer los escrúpulos que me dio la educación germánica de orden, Reihenfolge y Schlange stehen, strikt der Reihe nach!.

"Uuuuuuffffff... se acabó la buena vida, y se acabaron las vacaciones", es el inevitable pensamiento que, con un escalofrío en la espalda, acude a la cabeza del viajero.

A partir de ahí, mientras hacemos cooooolaaaaaaa, podemos decir que hemos entrado en Rusia, aunque de hecho, la entrada en sí no se producirá hasta unas horas después. Y así, tras un vuelo nocturno y un duermevela agónico con el sueño, aderezado con las amables palabras de los auxiliares de vuelo, que me sacan de mi somnolencia ofreciéndome un llamado desayuno, a las dos de la mañana, y me dan a elegir entre carne o pescado, aterrizamos en Moscú, nos pasean por el aeropuerto (totalmente saturado ya a las siete de la mañana, como todo en Moscú), primero en el avión, luego en el autobús destartalado que nos lleva a la terminal y finalmente nos conducen hasta el control de pasaportes que, al menos, últimamente funciona con cierta rapidez, no como en otros tiempos.

Un último control, el aduanero, que no pasa normalmente de ser una mera rutina (eso sí, hay excepciones, por ejemplo aquí y aquí), y pasamos a la zona exterior.

De inmediato, un enjambre de taxistas piratas se arroja sobre el pasajero. El aeropuerto de Sheremetyevo es uno de los lugares más lucrativos de todo Moscú, por lo que, para disputarse su, digamos, control, no es que haya habido tortas: es que ha habido muertos. Finalmente, una de las "empresas" logró hacerse con el mismo e instalar una caseta de contratación de taxis, pero sigue habiendo espontáneos que se ofrecen al viajero por unos precios de escándalo. Si uno va a la caseta, por unos cuarenta euros puede disponer de un coche moderno excelente; el enjambre de taxistas tratará de ocultarte la caseta y de hacerte ver que sólo con ellos puedes salir de allí, mientras te persigue machacándore con sus "Такси, пожалуйста" (Taxi, por favor), "Куда мы с вами поедем?" (¿A dónde vamos?), "Недорого, такси." (Taxi, barato) y ofreciéndote precios de hasta ochenta y noventa euros por meterte en sus tartanas viejas. Si te ven avezado, ajustan más el precio y, si ven que regateas y que sabes cuánto te iba a costar la tarifa oficial, es posible sacar precios mejores, pero de la tabarra iniciática al llegar a Moscú no te libra nadie.

Si uno es un viajero de bajo coste, como yo, y le resultan caros los cuarenta euros (bueno, eso seguro), tiene otra posibilidad: el transporte público desde el aeropuerto. Pero, como se hace tarde y tengo sueño, mejor dejo esta experiencia inenarrable para la siguiente entrada.

domingo, 5 de agosto de 2007

Para gustos, oleajes

Después del periplo por las playas rusas del Mar Negro, y a la espera de que Roberto cumpla su intención y nos regale con sus experiencias por Sochi, la futura ciudad olímpica, y después de una fugaz estancia por la playa por excelencia de Valencia, la Malvarrosa, a mí me tocó volver a la cruda realidad moscovita, mientras la familia probaba unas terceras playas, en esta ocasión las situadas en las Baleares. Y les llamé por teléfono.

- ¿Cóm va aixó, Ro? ¿T'agrada la plaja? (¿Cómo va eso, Rocío? ¿Te gusta la playa?)
- Síiiiiii.
- ¿I està millor que la de Valencia? (¿Y está mejor que la de Valencia?)
- Está molt millor, papá. En la de Valencia n'hi ha ones, mentre que aci està tot planet (Está mucho mejor, papá. En la de Valencia hay olas, mientras que aquí está todo llano).
- M'alegre que t'agrade ¿Es pot posar Abi? (Me alegro de que te guste ¿Se puede poner Abi?)
- Sí, ara li done el telèfon. Adeu. (Sí, ahora le doy el teléfono. Adios)
- Abi.
- ¡Hola, papá!
- ¿Cóm està la plaja? ¿Millor que la de Valencia? (¿Cómo está la playa? ¿Mejor que la de Valencia?)
- No, papà, la de Valencia està molt millor. Alli n'hi ha ones, i aci no n'hi ha res. (No, papá, la de Valencia está mucho mejor. Allí hay olas, y aquí no hay nada).

Bueno, vamos bien. A ver si a los quince años siguen así, no les gustan los mismos chicos y hay paz en casa.

viernes, 3 de agosto de 2007

Apologética infantil

- Dios no existe - dijo Duralex, quizá algo contrariado por el hecho de estar camino de misa.

- ¡Sí que existe! - exclamó Abi.

- No, no existe.

- Existe, y además creó todas las cosas. Lo dice en la Biblia.

- No creó nada. Hubo un big-bang y se creó todo. Me lo ha dicho mi papá. También me ha dicho que la gente ha ido al espacio, y que quien fue primero fue una perra, y no vieron a Dios.

- Pero sí que existe.

- No. Hubo un big-bang.

- ¿Y quién creó el big-bang?

Silencio. En esto, llegamos a la iglesia y entramos. Duralex, ejemplo de ateísmo precoz y militante, se mantuvo toda la celebración sentado y en silencio, con cara de pocos amigos. Y Abi va para apologeta, a poco que quiera.

* * *

- ¿Tú estás bautizado? - me preguntó Sedlex.

- Sí.

- ¿Pero de bebé o de mayor?

- De bebé.

Sedlex me miró y dijo.

- Yo me bautizaré cuando sea mayor.

Bien. Desde luego, respecto a la situación anterior, es un avance.