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miércoles, 13 de septiembre de 2023

Complejos

En los últimos tiempos he tenido a varios grupos de amigos en mi casa de Bruselas, visitando el país. Bélgica les parece muy bonita, sobre todo a quienes han tenido la suerte de visitarla con buen tiempo, pero también a los otros, que han tenido la ocasión de disfrutar de ciudades como Brujas o Gante, o Lovaina, a las que, por cierto, esta bitácora también deberá referirse más pronto que tarde.

El caso es que, tras mucho pateo durante el día, llega el atardecer y la fatiga, y una ojeada a las noticias que vienen de España. Como cualquier español sabe, y más si ha estado por España recientemente, en la prensa no se ha estado hablando más que del piquito del ya ex-presidente de la Federación de Fútbol a una de las jugadoras de la selección femenina de fútbol o, pasando a asuntos de la actualidad política, del hecho de que la gobernabilidad de España está en manos de quien más claramente aspira a disgregarla.

Noticias como éstas, que no son buenas, han ido creando el desasosiego en mis invitados, que indefectible piensan en el efecto que tendrán sobre la opinión pública en el extranjero. Mis invitados consideran que la imagen de España en el extranjero es mala y que estas noticias nos van a acabar convirtiendo en el hazmerreír de Europa entera. Porque España es diferente, y peor, que los países de nuestro entorno.

Es curioso cómo la autoflagelación se enseñorea de los españoles, no sé por qué motivo preocupados por lo que los demás piensen sobre nosotros. Para los que estamos fuera y no estamos sometidos a la propaganda televisiva que padecen los residentes en España, creo que es bastante evidente que España no es diferente a los países de nuestro entorno. Cada país tiene sus propias miserias, a las que no hacemos caso en España porque estamos concentrados en lamernos nuestras propias heridas imaginarias.

Pongamos el caso de Bélgica. En lugar de rasgarse las vestiduras por el piquito de Rubiales (que hubiera pasado totalmente desapercibido de haber sucedido en un país que no estuviera gobernado por una caterva de locas), el país está concentrado en el “pipigate”, que afecta al Ministro de Justicia belga, un liberal flamenco que no hace mucho que celebró su cumpleaños por todo lo alto e invitó a sus amigachos de juventud. Sus amigachos, que eran una banda de heavies a los que sólo la edad y la alopecia han obligado a prescindir de la melena, pillaron una cogorza de campeonato y se dedicaron a reverdecer laureles enfrentándose con la policía. La policía que tenían más cercana resultó ser el vehículo de escolta del ministro, aparcado frente a la residencia donde tenía lugar la francachela, así que hasta en tres ocasiones salieron de la casa y mearon toda la cerveza que habían ingerido sobre el coche.

Los escoltas se lo tomaron a mal. No reaccionaron de momento, pero de alguna manera el asunto llegó a la prensa, que dijo que había sido el propio ministro de Justicia uno de los autores del desaguisado.

Rápidamente, el ministro convocó a la prensa para desmentir tamaña afirmación. Hay que decir que la forma de desmentirlo fue, cuanto menos, original, porque mostró en su propio ordenador portátil imágenes que le mostraban a él, posiblemente tan pedo o más que sus amigachos, orinando desnudo sobre un colega, o sobre el césped, en otro lado de la casa, mientras explicaba muy serio que, como se trataba de él mismo, no podía estar al mismo tiempo meando al coche de la policía, y que los que habían hecho eso eran tres amigos suyos, cuyo comportamiento desaprobaba. Eso es el actual ministro de Justicia belga. No me dirán los lectores que se trata de un asunto mucho más gracioso que el del piquito de Rubiales. Pues en España, ensimismados en nuestra propia basura, ni nos hemos enterado de esto.

¿Y del escándalo político de que el gobierno de España esté en manos de quienes aspiran a disgregarla? Eso es algo que en Bélgica no debe siquiera llamar la atención. El partido más votado en Bélgica en la Alianza Neoflamenca (por cierto, el que da apoyo a Puigdemont), un partido independentista que aspira a que Bélgica desparezca, porque defiende la secesión de Flandes, donde vive bastante más de la mitad de la población, y que en el Parlamento Europeo es tan de derecha que comparte grupo parlamentario con los polacos de Ley y Justicia y con Vox, a los que la prensa española tilda de extrema derecha un día sí y otro también. Pero es que el segundo partido más votado en Flandes, y creciendo, es Vlaams Belang, que está bastante más a la derecha de la Alianza Neoflamenca y para el que, supongo, la prensa española carece de calificativos, por haberlos gastado todos para adjetivar a los anteriores. En este contexto de ingobernabilidad, que un prófugo de la justicia española condicione el gobierno de un país es algo que sólo puede considerarse anecdótico y un hecho curioso, como mucho.

En fin, que no. Que no hay país que no tenga sus miserias y que los españoles hacemos muy mal en creer que las nuestras son las más vergonzantes, porque no es cierto. Y eso por no pararnos en cosas como el Reino Unido y los sucesivos ridículos brexiteros, el gerontófilo presidente francés o el canciller alemán, últimamente aparecido con un parche en el ojo. Y ya no me paro a hablar de Italia, porque los italianos se llevan la palma con diferencia y, sin embargo, no se sabe cómo, se las arreglan para mantener el estilazo.

Me detendría más a referir situaciones ridículas que afectan a otros países menores que los que he mencionado arriba, pero eso daría lugar a una entrada larguísima, y el tren en el que me encuentro se halla cerca de su estación destino, París Este. Como no quiero guardar los bártulos de escritura aprisa y corriendo, mejor será que vaya concluyendo esta entrada, antes de que se haga tarde.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Gostis (y IX): en el Pato Hambriento

Mis gostis querían ir al Hungry Duck, y resulta que el Hungry Duck, en sus buenos tiempos (y aquéllos lo eran), era la discoteca más desfasada de Occidente. Así se anunciaba, y probablemente no le faltara razón.

Aquello era la repera. Valía literalmente todo. Te podías encontrar allí mujeres absolutamente despelotadas, parejas (o tríos, o cuartetos) en arrebatos súbitos de pasión erótica, sexo en grupos masivos, trozos de carne tirados por el suelo apenas cubiertos por ropa y supurando alcohol por todos los poros. El Hungry Duck era la quintaesencia del Moscú de los segundos noventa, totalmente carente de normas morales que no fueran más allá de desfasar más y más aún. Y los martes, para que el negocio no les bajase en esos aburridos días de entre semana, los dueños montaron las "Ladies' Nights".

Las "Ladies' Nights" tenían un mecanismo muy sencillo. A eso de las siete de la tarde se abría el garito, pero sólo se dejaba entrar a mujeres, que además tenían barra libre. Ni un hombre dentro. Durante un par de horas, una jauría de mujeres estaba dentro del bar bebiendo gratis. Después se dejaba entrar a los hombres (éstos sí, pagando), que se encontraban dentro con una recua de mujeres marchosas y medio borrachas (o sin el medio). No veo necesidad de describir lo que podía pasar a continuación, y más teniendo en cuenta que en Moscú, y más concretamente en aquel lugar, los límites, si los había, estaban lejísimos.

Llegó el segundo milenio, y con él Putin y los suyos. Alguien debió percatarse de que, si no ponían coto, aunque fuera un poquito, al desmadre que era Rusia entonces, no sólo es que no la iba a reconocer ni la madre que la parió, es que se iba a convertir en la Tailandia de Europa. Y las cosas fueron cambiando un poquito, a Putin comenzó a vérsele en público con el patriarca Alejo, que tendría sus cosas, sí, pero que era la única referencia moral aprovechable que había disponible.

El Hungry seguía funcionando. Al parecer, un diputado de la Duma fue llevado allí de forma más o menos casual y lo que vio le hizo flipar en colores. En la Duma comenzó a hablarse del Pato, lo cual indudablemente era una buena publicidad y en casi cualquier otro país hubiera sido beneficioso para su popularidad, pero en Rusia las autoridades son únicas para el hostigamiento a un negocio y, efectivamente, el Pato fue hostigado hasta caparlo. Últimamente ha abierto de nuevo en un lugar diferente, y este verano he pasado un par de veces por la puerta y hasta he estado a punto de entrar a ver cómo se lo habían montado, pero me rajé.

Aquella noche, no.

Kúkoch, destrozado después de la orgía compradora en el mercadillo de cedés, decidió quedarse en casa. Manolo y Spassky sólo querían salir un rato y Tortajada decía que también, así que la noche prometía ser pacífica. Para hacer tiempo, Tortajada pilló una botella de whisky que no sé de dónde salió (en Rusia, parece que el alcohol surge por arte de birlibirloque) y se puso a darle algún tiento.

- Ayayay - dijo Spassky.
- ¿Qué pasa? - le pregunté.
- Que Tortajada está bebiendo... y tú no sabes cómo se puede poner cuando bebe.
- Pero si es un probo funcionario municipal... una persona intachable. Por muy chiflado que se ponga, nunca será incontrolable.
- Tú no lo has visto.

No le hice mucho caso.

El Hungry Duck estaba en Kuznetzky Most, prácticamente a pie de metro, y a dos paradas de metro de donde vivía yo entonces. En el breve paseo de casa al metro ya empecé a percibir algo extraño.

- I believe in Chiquito... ¡Viva! - decía Tortajada, mientras le daba otro tiento a la botella.

Me rasqué un poco la barbilla.

- ¿Lo ves? - me decía Spassky, mientras Manolo se compraba un helado en el quiosco más cercano.
- Bueno, si sólo es esto...
- Ya verás.

Llegamos al Pato, y entramos sin muchos problemas, tras pagar los cuarenta rublos de entrada. Hoy, cuarenta rublos son un euro; entonces un rublo equivalían a veinticinco pesetas, con lo que, más o menos, un euro venían a ser seis rublos. Unos seis euros era la entrada. Manolo, Spassky, Tortajada y yo entramos, apartando las densas nubes de humo que había por allí.

El Pato era pionero en muchas cosas, pero una de ellas era que todo el mundo podía hacer lo que le diera la real gana, sobre todo si lo que le daba la gana era bailar en la barra. El Pato tenía una barra que formaba una circunferencia (bueno, más bien una elipse, pero nos entendemos), en cuyo centro había dos mesas. Una de las mesas era donde los camareros servían bebidas, porque la barra estaba llena de gente bailando y, claro, allí no se podía trabajar. En la otra mesa bailaba una chica desnuda, salvo un minúsculo tanga. Esa chica había sido contratada por el local para enardecer al personal y, de hecho, conseguía que muchas chicas se desinhibieran totalmente. Bueno, o al menos parcialmente.

- I believe in Chiquitoooooo! - decía Tortajada, que ése sí que estaba totalmente desinhibido.

Los cuatro nos pusimos a bailar sobre la barra, aunque nos costó bastante encontrar sitio. No bien nos hubimos subido los cuatro, cuando Tortajada dio un brinco, que en su estado nadie hubiera sospechado que fuera capaz de dar, y apareció en la mesa del centro, bailando junto a la chica de las tetas al aire.

Yo creo que le salvó que llevaba gafas y cara de panoli. Un... ejem... camarero, vestido de negro, fornido y con el pelo al centímetro, se le acercó, indudablemente indicándole que si quería bailar tenía la barra, como todo el mundo, y que dejase en paz a las go-gos.

Tortajada dio otro salto, pero se equivocó de lado de la barra y apareció en el lado opuesto al nuestro. La cosa se ponía complicada. Nosotros seguíamos bailando como si tal cosa, pero Spassky no perdía ripio de lo que pasaba con Tortajada.

Tortajada se dio cuenta de que se había ido al lado contrario, y se puso a hablar con el "camarero" que le había reprendido, para que le dejase volver a nuestro lado pasando por la mesa del centro. El "camarero" negó vehementemente con la cabeza, pero, en cuanto se dio la espalda, Tortajada dio un saltito y apareció otra vez bailando junto a la go-gó. Y esta vez incluso parecía que estaba a punto de manosearla un poco.

El camarero segurata se dio la vuelta y se encaró con Tortajada con ganas de dejarle muy clarito quién mandaba allí. Por una inspiración inesperada, Tortajada dio otro saltito y apareció en un tercer lado de la barra, esquivando al camarero. A su lado había bailando una chica, bastante desinhibida, tanto, que prácticamente tenía las tetas fuera. Aparte de las tetas, que la verdad es que imponían bastante, el aspecto del resto de la chica era poco atractivo, por no decir de adefesio completo, pero Tortajada ya estaba más allá de todo eso y empezó a bailar a menos de diez centímetros de ella, y acercándose cada vez más.

La tetuda no parecía oponerse al asunto. De hecho, parecía estar en un estado etílico en todo semejante al de Tortajada, con lo que incluso hacían buena pareja. Sólo faltaba que Tortajada perdiera las gafas para que se concentrara únicamente en los pechos, que muy miope tenía que ser para no verlos, y no pudiera ver el resto de la chica, que quizá le hubiera disuadido de estar por allí. Lo malo fue que la tetuda estaba allí con un maromo, y con un maromo inmenso, de los que necesitan varios espejos de cuerpo entero para verse del todo. El maromo, todo hay que decirlo, estaba tan ebrio como los otros dos, y quizá como los otros dos juntos, pero debía ser de esa subespecie a la que le da la borrachera violenta.

Tortajada corría peligro, y esta vez no le iba a salvar la cara de panoli, ni las gafas. El maromo estaba ya a su lado con ganas de enviar a Tortajada a varios metros de allí de un soplido, cuando apareció Spassky, que se había abierto paso trabajosamente entre la barra, se interpuso entre el maromo y nuestro amigo, y le dijo al maromo que tuviera compasión de los funcionarios municipales españoles en estado de embriaguez. Antes de que el maromo tuviera tiempo de apartar de un manotazo a Spassky, éste ya había logrado separar a Tortajada de la tetona y traérselo junto a nosotros, para alegría de Manolo, que hacía tiempo que no le daba un abrazo.

Tortajada no estaba conforme del todo, y lo cierto es que conseguía no quitarle ojo, simultáneamente, a la go-gó de la mesa del centro y a la tetona. Supongo que son las ventajas que tiene ser bizco. Así que, ni corto ni perezoso, dio un brinco, cayó sobre la mesa central, tropezó con la go-gó, no sé si adrede o sin querer, cabreó al camarero segurata, dio otro brinco, aterrizó junto a la tetona, sorprendió al maromo, que por poco no se cae de la barra, se abrazó a la chica, le dijo no sé qué ni en qué idioma, y luego empezó a dar vueltas alrededor de ella. Era difícil hacer más en los diez segundos que duró todo esto.

Tortajada estaba consiguiendo algo que parecía imposible: que echaran a alguien del Hungry Duck, y que ése alguien fuera él. Es más, durante varios años he estado presumiendo de amigo original.

- Y soy amigo de Tortajada, que estuvo cerca de ser expulsado del Pato.
- Eso es imposible - decían todos.

Finalmente, Spassky se encargó de apartar al maromo de las inmediaciones de Tortajada, mientras yo me encargaba del segurata y le prometía que no volvería a ocurrir algo así, y la go-gó se apartaba de la mesa, porque ya había bastante gente semidesnuda y no hacía falta caldear más el ambiente; la misma tetuda había pocas prendas de las que se pudiera desprender, y había algunas mujeres más igual de desprendidas que, para mi gusto, estaban de mucho mejor ver que la de Tortajada, pero esto sólo corrobora que los gustos de Tortajada y los míos eran diferentes.

Como el segurata ya nos había pillado ojeriza, y hay enemistades que es mejor no cultivar, decidimos ir saliendo de allí poco a poco.

- Venga, Tortajada, que nos vamos.
- ¡No! ¡No! I believe in Chiquito! In Chiquito! ¡Yo me quedo!
- Bueno, tú verás, pero nos vamos al Papa John's.

Entretanto, la tetuda había caído de la barra, cargada con el peso etílico que gravitaba sobre su cabeza, y yacía semiinconsciente sobre una mesa, al otro lado de la barra.

- ¿Y qué hay en el Papa John's?
- ¡Bah! No te interesará... Todos los sábados, a la una de la madrugada, hacen un concurso de camisetas mojadas, y luego subastan la camiseta.
- ¡Vamos al Papa John's! I believe in Chiquitoooooo...!
- Que sí, que ya lo sabemos...

* * *

Bueno, así era Moscú en los salvajes noventa. Y la verdad es que no ha cambiado demasiado. Es menos basto, si se quiere, y lo que sí es es muchísimo más caro.

Los gostis se fueron al día siguiente por la tarde. Kúkoch, Manolo, Spassky y Tortajada, éste último con un notable dolor de cabeza y una afortunada amnesia etílica, tomaron la derrota de España. Mi novia volvió de Tallin al día siguiente, justo el famoso 17 de agosto de 1998 en que el rublo se devaluó un 400% y los felices años noventa acabaron de golpe; todavía siguió siendo mi novia unos cuantos meses más, sin traumatizarse mucho por la escena de los gostis quitándose los pantalones al llegar a su casa, pero finalmente dejó de serlo.

Y así termina el recuerdo que esta bitácora ha dedicado a esos personajes entrañables, los gostis, con unas lagrimitas en su despedida, porque nos hemos acostumbrado a ellos y porque, aunque es verdad que, mientras los tenemos cerca, dan mucho por saco, cuando se van dejan un vacío muy grande y se les echa de menos.

Y ahora, a por el siguiente asunto, retomando un tema anterior ¿Es Rusia una unidad de destino en lo universal?

jueves, 4 de octubre de 2012

Gostis (VIII): Comprando recuerdos

Al final, mis gostis volvieron de San Petersburgo, después de gozar de la monumentalidad de la ciudad, de sus incomparables vistas y de la riqueza cultural y museística que atesora, en los términos que quedan fielmente reflejados en la entrada anterior. Pero todo lo bueno termina, y finalmente, un buen día, hubo que abandonar la capital del Norte y volver a Moscú, que supongo que habrá que llamar capital del Sur, por raro que resulte.

Era sábado, y el sábado era el gran día de ir a la Gorbushka, el mercadillo de cedés, que era el objetivo número uno del viaje, al menos para Kúkoch y para Manolo. Tortajada, de verdad, parecía más proclive a ir de museos, y Spassky era menos aficionado a los discos que los otros dos.

No consiguieron levantarse a las ocho, a diferencia de lo previsto en su plan, porque Kúkoch no ha estado nunca para esos trotes, pero finalmente nos pusimos en marcha. Nada más llegar, comenzó a llover y a hacer viento frío, así, de agosto, y Manolo, que iba sin abrigo, y Kúkoch, que iba sin chubasquero, las pasaron negras. Pero nada, ¡dureza!

Al que va hoy a la Gorbushka (yo mismo, sin ir más lejos, el mes pasado) le resulta difícil imaginar lo que era aquello a finales de los noventa. Hoy es un respetable lugar comercial en el que se puede encontrar (casi) todo lo que tiene que ver con la electricidad en plan doméstico y con los contenidos digitales.

Entonces, no.

En aquel tiempo, aquello era una jungla absolutamente espontánea que invadió el parque de Filí y que, los fines de semana, montaba chiringuitos en cualquier situación, lloviera, nevara o hiciera un sol de justicia. Un rastro musical con una preponderancia absoluta de discos piratas. Por dos dólares y medio podías encontrar todo tipo de música popular; si no lo encontrabas pirateado (me pasó con Gary Glitter, por ejemplo), podías preguntar en varios sitios, en la confianza de que poco después estaría pirateado y ya lo tendrías a mano. La oferta encajando con la demanda y a la propiedad intelectual que la zurzan.

La actuación de los gostis en el mercadillo fue muy destacada, con su traductor puesto.

- ¡Tienen Foo Fighters! (entonces a los Foo Fighters, que se acaban de retirar, no los conocía prácticamente nadie)
- Pues claro.
- ¿Por cuánto van?

Le pasé la pregunta al vendedor, que debía estar flipando ante la visión de cuatro cabezas con mirada codiciosa paseándose por su chiringuito.

- Quince rublos.

Entonces, un dólar eran seis rublos. Sólo dos días después de aquella visita colapsaría el rublo complementamente, pero eso es otra historia.

- ¿Quince?
- Eso dice.
- Pero eso será si nos llevamos uno.
- Bueno, sí. Otras veces que he venido ha habido algunos descuentos si te llevabas varios.
- ¡Eh! Vamos a juntarnos todos.
- Fíjate. Están casi todos los discos de Roxette.
- Qué puesto más bueno.
- Me los llevo todos.
- Oiga, ¿y si compramos diez?
- Dice que si compráis más de diez, os los deja en trece rublos.
- Bueno, diez compró yo solo.
- Y yo.
- Pregúntale a cuánto nos los deja si compramos más de treinta.
- Dice que entonces los deja en doce.
- ¡Vamos a ver si le apretamos más!
- El puesto es muy bueno. Anda... ¡si tienen Saxon! ¡Y Thin Lizzy!
- Eh, déjamelo a mí.
- Pregúntale si tiene más de Thin Lizzy.
- No dice que no, pero que os trae más mañana, si queréis.
- Que lo haga.
- Oye, que dice que si pasáis de cincuenta, os los deja por once rublos. Oye... por once rublos, creo que también yo voy a comprar algunos.

De ese puesto, entre todos, salimos habiendo comprado noventa y un discos. Noventa y uno. Precio de mayorista, o poco menos. Eso sí, si llego a saber que los rublos que tenía en el bolsillo iban a valer la cuarta parte dos días después, me dejo allí hasta la última moneda.

Como aquello era imposible de cargar tuvimos que comprar allí mismo una bolsa de viaje y un par de mochilas para meter tanto disco. En total, a base de picotear por aquí y por allá, salimos de la Gorbushka con seiscientos discos. No sé si batimos algún récord.

Kúkoch y Manolo estaban radiantes.

- Pues yo creo que deberíamos volver aquí mañana, en lugar de ver la ciudad o viajar a algún pueblo.
- Sí, sí, estaría bien.
- Bueno -dijo Spassky-, pero hoy es sábado. Podíamos salir a ver el ambiente.
- ¿Con el frío que hace?
- No es tanto, mariconazo ¡Dureza!
- Alfor, ¿qué tal? ¿Salimos por ahí?
- Bueno, venga...
- ¿Qué sitios conoces?
- No sé. Está el Papá John's, el Hungry Duck...
- ¿El Hungry Duck? ¿Pato Hambriento? - dijo Tortajada, que había terminado un cursillo de inglés del ayuntamiento de Albal.
- Sí. Hay uno que se llama así.
- Vamos a ése, ¿no?
- A... ¿ése...? ¿al Pato?
- Sí.

Ay, ay, ay... menos mal que mi novia se había ido a Tallin.

martes, 2 de octubre de 2012

Gostis (VII): En San Petersburgo

Querido Sepp:

Como era de esperar, el viaje a San Petersburgo ha dado bastante de sí. No sé si debo avergonzarme o no, pero lo cierto es que yo iba con ganas de realizar alguna actividad cultural. Además de nosotros cinco, nos acompañaba mi novia, la de la cena en la que esta gente se quitó los pantalones, y su amigo Adolphe, un francés con conocimientos básicos de español. Sin embargo, con los profundos conocimientos de inglés de Manolo (sobre todo), Spassky y un Kúkoch que, incomprensiblemente, sólo tiene acento valenciano cuando farfulla inglés, no hubo el menor problema de comunicación: Adolphe tuvo que mejorar su español a marchas forzadas.

El día de la partida trataron de ir a ver la momia de Lenin, pero sólo fue para encontrarse con que los viernes cerraban el chiringuito, así que tuvieron que dejarlo para otra ocasión más propicia. Luego ya nos dirigimos a la estación de tren, encontramos el nuestro, dejé a estos chicos en su vagón y yo me fui al mío, porque, debido a un malentendido, no pude comprar los billetes al mismo tiempo que ellos y, cuando fui a hacerlo, ya no quedaba sitio en su vagón. Supongo que debió correr la voz de que estos cuatro insignes viajeros se desplazarían a San Petersburgo en dicho tren, y los billetes se vendieron rápidamente, todo con tal de contemplar el espectáculo.

Los muy cabrones dicen que durmieron fatal, pero lo cierto es que los malditos sólo se despertaron con el tren ya parado en destino, y bajaron los últimos del vagón y con las legañas colgándoles de los ojos, y eso que el revisor del vagón les había estado golpeando a la vuelta desde media hora antes.

- Yo ya lo había oído, pero no hacía mucho caso - decía Kúkoch.

Llegamos al albergue, que sólo estaba a dos paradas de metro, y nos aposentamos más o menos. Mi habitación estaba aceptablemente bien. La compartía con Adolphe y Tortajada y las camas eran sólidas. En cambio, peor suerte corrieron Kúkoch, Spassky y Manolo, a quienes tocaron unos somieres que te "abrazaban" en cuanto te tirabas sobre ellos. El intento de cambiar de habitación no tuvo resultado, y es que estos son unas nenas, se quejan de todo.

La mañana se pasó de paseo por la orilla del río, hacia la fortaleza de San Pedro y San Pablo. Vimos la tumba del último zar, al que enterraron hace un par de semanas, y también las mazmorras donde penaban los revolucionarios, y el museo histórico. Y luego salimos de allí y, por la playa del río, y después de comer un bocado, llegamos hasta la plaza del Palacio, frente al Hermitage, que posiblemente sea el museo más importante del mundo. Tras un rato un poco tonto, Adolphe, Kúkoch y Spassky (y mi novia) se metieron a verlo, aunque poco podrían ver en las menos de dos horas que pasarían finalmente allí; en tanto que yo, que ya he estado seis veces en el Hermitage y ya está bien, me fui a la Kunstkamera con Manolo y Tortajada. La Kunstkamera es el museo etnográfico de Rusia, y también alberga la colección de Pedro I de curiosidades y bichos raros, incluyendo una especie de museo de los horrores, con fetos con dos cabezas, tipos deformes, ovejas bicéfalas y todo tipo de malformidades. Contra todo pronóstico, Manolo no fue retenido en el museo ni incluido en la colección del mismo, y así nos reunimos todos poco después en la columna de Alejandro I, en la plaza del Palacio.

Después de un rato de callejeo por la avenida Nevsky, terminamos en un tugurio de una bocacalle bebiendo cerveza. Cuando cerraron el bar, seguimos ante la puerta con una mezcla de vodka con naranja y, al terminar, bueno, aquello había que verlo. Esta gente no sabe beber. No sabe beber seis cervezas de medio litro cada uno y tres litros de vodka con naranja entre seis. Así, España nunca saldrá adelante. Pero nos dimos cuenta de que Tortajada sólo habla inglés cuando está borracho ("I believe in Chiquito! No puedo, no puedo...") y que, en estos casos, el que los controla es ¡Spassky!, lo que me faltaba por ver. De momento, el intento de entrar en un club en la avenida Nevsky falló, porque 20 dólares de entrada frenan a cualquiera, a pesar de que la promesa de sexo fácil en el interior (pero pagando, ¿eh?) les hizo dudar más que en otras ocasiones.

Hay una peculiaridad de San Petersburgo, ciudad construida sobre unas cincuenta islas, y es que a las dos de la mañana levantan los puentes que las unen para permitir el paso del tráfico fluvial. Claro, el resultado es que, si vives en otra isla (como nosotros...), te quedas colgado hasta que vuelvan a bajar los puentes, a eso de las cuatro y media. Yo insistí bastante sobre este punto, pero nadie me escuchaba y, finalmente, me volví hacia el albergue a eso de la una, para evitar problemas.

Hice mal, creo, porque me perdí algunos sucesos estelares. Poco antes de que me separara de ellos entablaron conversación con dos nativas, que les llevaron a una discoteca en pleno canal Griboyédov, que es una de las zonas con más marcha de la ciudad. La entrada no es gratis, pero ellos la esquivaron enseñando los pasaportes, y les dejaron pasar. Luego Manolo se puso a bailar con una rusa, y esta parecía corresponder, pero entonces apareció el novio de la rusa con un colega. Spassky se puso a salvar a Manolo del desastre, cosa que no me creería si no la hubieran corroborado todos. Mientras tanto, Tortajada no encontraba una de las fichas del guardarropa, y quería sacar una cazadora. Como sin ficha no se la daban, pidió hablar con el jefe del encargado; llegó el dueño, y tampoco se la daba, así que pidió hablar con el jefe del dueño. Por desgracia, el dueño no tenía jefe. Al final, consiguió sacarla, y al día siguiente encontró la ficha del guardarropía en su bolsillo trasero. Es posible que esta noche vuelvan a la discoteca, a ver si con la ficha se llevan una prenda gratis.

El caso es que cayeron en la trampa, porque al salir todos los puentes estaban levantados, y nadie quiso conducirles hasta la estación de Finlandia, que era donde estaba el albergue. Una disciplinada marcha de dos horas bajo la luz de la luna les llevó hasta allí. Claro, a las dos horas ya habían bajado los puentes y pudieron pasar andando, pero si se hubieran quedado quietecitos dos horas, en lugar de caminar sin ton ni son, se hubiera alcanzado el mismo resultado.

Ayer, domingo, les costó un poco levantarse. Yo tenía pensado, dentro de mi programa cultural, ir a Tsárskoie Seló, cerca de la ciudad, para ver el palacio Yekaterinsky, que aún no había visto. Tortajada, repuesto más o menos de su hazaña de la víspera, se metió todo el día en el Hermitage. Momento destacado de la mañana fue la degustación del desayuno, cosa que me terminó de demostrar que estos chicos son unas nenas: dos salchichas hervidas, un té mísero (¡gratis!), y estos no son capaces de terminarlo, vivir para ver. Es más, ni siquiera vieron la cucaracha que correteaba por la cocina, y aún así ni tocaron el desayuno. Gentuza, en suma. Unas nenas.

Spassky, Kúkoch y Manolo dijeron que vendrían a Tsárskoie Seló, me quedé esperándoles mientras se recuperaban y al final se rajaron. Total, que se quedaron vegetando por la ciudad, mientras a la excursión fuimos mi novia, Adolphe y yo.

A la vuelta, comimos algo, nos reunimos junto a la columna de Alejandro I y dimos algún paseo por la estatua de Pedro I, la catedral de San Isaac y, finalmente, dimos un instructivo paseo en barca por los canales de San Petersburgo. Digo instructivo porque había una guía que nos explicaba por dónde pasábamos y qué edificios eran aquellos, pero me temo que mis compañeros no entendieron ni jota y, si algo entendieron, maldito si les interesó.

Y a la salida del crucero nos volvimos los que trabajamos en Moscú, y estos chicos se han quedado en San Petersburgo un día más. La ciudad ha sobrevivido a guerras, bloqueos nazis, inundaciones, y hasta un par de revoluciones, así que podemos esperar que el paso de estos cuatro monstruos no termine con ella definitivamente.


También en esta ocasión tengo un pequeño índice de frases significativas sobre la estancia de estos chicos por tierras rusas.

"Así que coméis espaguetis todos los días ¿Y a qué restaurante vais?" (Miguel, un tipo un pelín pijo que trabaja en el Consulado)
"Hay que aprovechar esos helados a cincuenta pesetas" (Kúkoch, después de comprar el tercer helado consecutivo)
"Eso es el Hermitage" (Yo, señalando hacia el famoso museo) "¡Ah! ¿Es ahí donde hacen esos bocadillos que decías?" (Spassky)
"Si yo, que todo el mundo dice que soy un maricón, aguanto, todo el mundo aguanta ¡Dureza!" (Manolo, en un momento de relajo de los demás)
"Voy a ver los helados, o los pastelitos... o cualquier cosa" (Spassky, después de comerse un bocadillo de medio metro, y todavía con hambre)
"¡Ah, era eso! Yo pensaba que señalabas a una mujer" (Manolo, que no oyó muy bien mis explicaciones sobre la Catedral de San Pedro y San Pablo)
"Yo antes de conocer a Spassky era un desgraciado" (Pepe, a mi novia, ya con un litro de cerveza entre pecho y espalda)
"I believe in Chiquito! No puedo, no puedo..." (Tortajada) "¡Yupi!"
"Ya no podemos pedir nada, van a cerrar el bar" (Adolphe, resignado) "Pero, ¿podemos consumir?" (Manolo, pensando en el litrico de vodka que había comprado por la calle)
"Yo no hablo, yo follo" (Tortajada, totalmente borracho, negociando el precio de entrada en el club de alterne en la avenida Nevsky)
"Y quiero hablar con tu jefe" (Tortajada, al dueño de la discoteca donde estaban teniendo una trifulca)

(...)

"¡Tengo un dolor de cabeza! Parece que tenga tres o cuatro cabezas..." (Kúkoch)
"Ah, pero, ¿enseñamos los pasaportes al entrar?" (Tortajada)
"Sí, y tú querías dárselos" (Spassky)
"Cuando tienes resaca, te bebes hasta el agua de los floreros" (Tortajada)
"Oye, si te deportan, ¿quién paga el avión?" (Spassky)
"Este minuto y medio he estado orgulloso de ti" (Spassky, a Manolo, que había dicho algo razonable) "Incluso ha seguido el régimen" (Kúkoch, recordando que hacía minuto y medio que Manolo no comía ningún helado).

Esto es todo de momento. Estos chicos siguen por allí, así que se puede esperar cualquier cosa, incluso que no puedan tomar el tren esta noche a Moscú. Pero no, no caerá esa breva.

Alfor von Buchweizen

domingo, 30 de septiembre de 2012

Gostis (VI): Museos.

Querido Sepp:

Estos chicos siguen dando toda una lección de cómo sobrevivir en Moscú, aunque a veces las disensiones entre ellos (normales, para quienes les conocemos un poco) provoquen reacciones insospechadas. Como ayer, por ejemplo, en que Tortajada consiguió sacar adelante, con el apoyo de Spassky y Kúkoch, una visita al museo Pushkin. En esta ocasión, Manolo se quedó en minoría, y ya sabemos que los cuadros no son lo suyo. Nuevamente consiguieron pasar enseñando el DNI y diciendo que era su carné de estudiante. Al final, van a conseguir que los porteros de museos rusos exijan el DNI y rechacen los carnés de estudiante de verdad.

En tan apurado trance, Manolo fue a la cantina del museo y debió beberse en cinco minutos, por aburrimiento, cosa de un litro de cerveza, convirtiéndose en uno de los primeros visitantes borrachos del museo. Sin embargo, su actuación no fue demasiado aparatosa, y sólo intentó apoyarse sobre uno de los cuadros, en un momento de mareo, recibiendo la oportuna bronca por parte de la vigilante.

Aunque en menor medida, porque ya están pensando en el viaje a San Petersburgo, también han dicho alguna frase genial, que paso a recoger:

"Manolo, no hace falta que me abraces para andar por el museo" (Spassky)

"¡Os he reunido a los tres!" (Manolo, abrazando a Spassky, Kúkoch y Tortajada)

"No entiendo cómo no te puede gustar el arte ¡Si tú eres arte!" (Kúkoch)

"Un día es un día. Si hay que madrugar, se madruga. Hay que ir a las diez al mercadillo de cedés." (Kúkoch)

"Yo me gasto aquí menos que en Valencia." (Kúkoch)

"Sí, sí, yo, en Valencia, no como todo el día por quinientas pesetas, como aquí" (Spassky)

"Podíamos meter los espaguetis con mucho aceite, para que resbalen bien, en una botella de Fanta de dos litros, y nos los llevamos a San Petersburgo." (Manolo)

"¿Y podíamos ir a algún pueblo ruso, algo lejos de Moscú?" (Tortajada)

"Algún sitio que sea muy de pueblo, que vayan todos con boina." (Spassky)

"Quiero un sitio donde pueda cambiar baratijas por oro" (Kúkoch) "O que lleve yo una boina y la pueda cambiar por un gorro ruso".

"Es que no comprendo tu dieta, Manolo, cabrón. Dices que todo el día griechka, que quieres adelgazar, y luego vas y te comes tres kebabs, un litro de cerveza y tres helados." (Spassky)

Deseame suerte en San Petersburgo. Que me va a hacer falta. De todas formas, la temperatura de 13º y la lluvia que está cayendo deben contribuir a enfriar los ánimos de esta gente.

Alfor von Buchweizen

viernes, 28 de septiembre de 2012

Gostis (V): Tranvías y calzoncillos

Durante el viaje de estos chicos necesitaba alguien en quien desahogar mis penas. En Valencia quedaba mi amigo Sepp von der Ebene, conocido común de ellos y mío, que ya ha aparecido en alguna entrada de esta bitácora.

Querido Sepp:

La verdad es que esta gente no deja de sorprenderme. Sus últimas aventuras por estos parajes son dignas de mención, y a ello voy, a mencionarlas.

Anteayer hicieron un esfuerzo supremo y se levantaron tempranísimo, de forma que consiguieron llegar al Kremlin, que era su objetivo para el día, a la una, cuando solamente hacía tres horas que lo habían abierto. Consiguieron pasar por precio de estudiante enseñando los DNI, en su estilo, liando a la cajera y mientras una rusa a la que habían convencido para que les ayudara por si fallaba lo de los DNI ("Idióms?") se aguantaba la risa como podía. Allí lograron que la milicia le cascara a Kúkoch una multa de 25 rublos por hacer fotografías dentro de una de las catedrales, mientras Spassky, que era el dueño de la cámara fotográfica, huía hacia el otro lado, dejando la solidaridad y otras zarandajas para otro momento.

Luego pasaron a recogerme al trabajo, y fuimos a comprar los billetes a San Petersburgo, no sin que Manolo, con un ataque agudísimo de hambre, insistiera en comer algo, lo que fuera, por el amor de Dios, y acabáramos comiendo un burrito en el metro. Bueno, Manolo se comió dos, y más hubiera comido si no fuera porque ya nos iban a cerrar la taquilla de los billetes y hubo que arrancarle de allí a la fuerza.

En la taquilla se portaron bastante bien. Sólo cambiaron de opinión siete veces sobre los trenes que querían tomar a San Petersburgo.

Pero a continuación tenían uno de los grandes problemas de su estancia ¿Cómo comportarse en sociedad? Porque, de forma totalmente incomprensible, les cayeron bien a mi novia, que se empeñó en invitarles a cenar, algo absolutamente insensato, pero, ¿qué se le va a hacer? Sin embargo, superaron la prueba con bastante solvencia, e incluso llevaron algún regalito a la anfitriona: un paquete de espaguetis de cuatrocientos gramos, un paquete de griechka, una botella de jarabe de fresa, otra de kvas y un rollo de chocolate (con mucho pan y poco chocolate). Además, como hacía calor, al llegar a la casa se quitaron unánimemente los pantalones para estar más cómodos y se quedaron en calzoncillos. Mi novia debió respirar profundamente cuando se fueron, pero no debe haber quedado demasiado disgustada, porque ¡se viene con nosotros a San Petersburgo! Creo que mi novia no me va a durar demasiado, a este paso.

Ayer tuvo lugar uno de los días más emocionantes de su estancia. Tortajada (la excepción culta del viaje) huyó de casa por la mañana un rato, pero contó con la solidaridad de Kúkoch, Spassky y Manolo, que se quedaron sobando y vegetando por casa hasta las cuatro de la tarde, y sólo entonces, al volver Tortajada, fueron a comprar algo para comer. Después de una siesta (todo era poco para descansar del día anterior), decidieron que nunca habían cogido un tranvía en Moscú, y que ya iba siendo hora. A las ocho de la tarde, o sea, poco antes de llegar yo del trabajo y de comprar mis billetes a San Petersburgo, decidieron salir valientemente de casa y tomar el primer tranvía que les paró cerca. Subieron, llegaron hasta el final de trayecto, y el conductor les obligó a bajar; obedientes, bajaron, se quedaron a la puerta, hasta que el conductor les dijo que ya podían subir. Subieron, y les llevó al otro final de trayecto, y les obligó a bajar. Bajaron, esperaron ya a que les volviera a dejar subir... y el conductor arrancó y se fue, porque eran las once y se iba de retiro. No me han conseguido explicar cómo volvieron a casa, pero me consta que lo conseguieron.

Su idea para hoy consistía en ver la galería Tretyakov, ya sabéis, el museo ese de iconos. Los iconos son "esos cuadricos que venden en las tiendas de souvenirs", según su definición. Luego no sé lo que pretenden hacer, porque tal vez se cansen por allí y porque no me quedó muy claro cómo van a estructurar el resto de su estancia. En todo caso, envío una nueva selección de frases, profundas como ellas solas.

"Alfor, ¿te molesta que me quite los pantalones largos en el ascensor?" (Manolo, entrando a casa en calzoncillos) "Es que, si te molesta, me los quito dentro de casa".

"Oye, dime qué hay de postre, a ver si me conviene repetir el primer plato" (Kúkoch, a mi novia, que les había invitado a cenar)

"¡Qué desinhibidos son!" (Mi novia, a mí, después de que Kúkoch, Manolo y Spassky se quitaran los pantalones largos y se quedaran en calzoncillos)

"Hay confianza, ¿no?" (Kúkoch y Spassky, antes de quitarse los pantalones)

"Oye, yo no he venido a Moscú a quedarme entre cuatro paredes ¿Vamos mañana al museo ése?" (Tortajada, tal vez un poco harto del plan)

"Bueno, va, habrá que ir." (Spassky, compasivo)

"Oye, Alfor, a mí no me gustan los cuadros, dime algo donde pueda ir" (Manolo)

"Venga, cabrón, vente al museo, a ver si te culturizas un poco" (Spassky)

"Puedes ir a pasear por la calle, a ver tías, porque, para encontrar algo que te guste más..." (Yo, pasando ya un poco de esta gente)

"Y por la tarde podíamos ir a esa calle Arbat que os conté..." (Tortajada, otra vez, hojeando el libro sobre Moscú que se ha comprado)

"¿Mañana por la tarde? No, no hagamos planes a largo plazo" (Kúkoch)

"Alfor, ¿aquí la gente es feliz?" (Manolo, sin avisar)

"Nos esperan un par de días muy duros en San Petersburgo. Habrá que descansar." (Spassky, tumbado en el sofá)

"Podríamos no comer en San Petersburgo ¡dureza!" (Kúkoch)

"¿Qué hay que ver en San Petersburgo?" (Tortajada)

"¿Hará frío en San Estrasburgo?" (Manolo)

"A San Petersburgo podemos llevar una cazuela de espaguetis. Fríos, y con aceite y nueces están buenísimos. Yo lo hacía siempre en la objeción." (Spassky)

"Hemos tenido un día durísimo" (Spassky, diciendo ¡uf! sentado en el sofá, después de explicar lo del tranvía)

Vaya, que San Petersburgo promete. Ya mandaré algo. a ver si me comentáis qué reacciones despierta en Valencia su estancia aquí. Avisaré cuando vayan a volver, para que Rita Barberá tome medidas preventivas.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Gostis (IV): Comida.

Viene de estos sitios:
Primera parte.
Segunda parte.
Tercera parte.

La vida de un gosti de bajo presupuesto en Moscú es bastante espartana. Estos chicos decidieron que vivir en Moscú tenía que ser más barato que hacerlo en Granollers, y ya lo creo que puede serlo. Comíamos espaguetis todos los días. También cenábamos espaguetis todos los días. Éramos una reserva ambulante de hidratos de carbono, y buena falta que nos hacía, porque éstos se ponían a fastidiarse mutuamente los planes, para divertirse, y más de un día hubo en que no hicieron nada por no ponerse de acuerdo, en una suerte de democracia destructiva poco ejemplar.

Pero lo peor fue cuando descubrieron el alforfón. Entonces, el alforfón iba barato, no como últimamente, que se perdieron un par de cosechas y está por las nubes.

- ¿Qué es esto?
- Pues según en qué idioma lo quieras. En castellano es alforfón, pero hasta los españoles lo llamamos griechka, que es como se dice en ruso.
- ¿Y a qué sabe?
- Mmmm... es difícil de explicar.
- ¿Cómo se cocina?
- Se hierve un rato en agua.
- ¿Sólo?
- Hombre, yo le hago un sofrito con chorizo y jamón y lo riego con aceite de oliva abundante, pero mis colegas dicen que soy un sacrílego por desperdiciar el chorizo y el jamón.
- ¿Y el aceite de oliva no?
- Sí, el aceite de oliva también.
- Pero si lo hierves solo, ¿está bueno?
- Sin duda. Es el alimento del futuro, ambrosía de dioses, y la comida del hombre superior.

Cualquiera que haya probado el alforfón a palo seco se estará dando cuenta de que yo exageraba un poco en mis alabanzas de tan excelente alimento. La griechka no es el bálsamo de Fierabrás, vale, pero no es tampoco néctar y ambrosía. Pero eso a mis invitados les daba igual. Bastaba con que fuera barato, nutritivo y abundante. Y eso el alforfón lo es.

Luego vino lo de ir al mercadillo de CD a comprar compactos piratas. Pero mejor me quedo con una selección de frases de aquellos figuras en sus primeros días.

"Es mejor que la sandía que hemos comprado esté mala. Así nos dura más." (Kúkoch)
"Si saco por la aduana una maleta con ciento cincuenta CD's, ¿me dirán algo?" (Manolo, después de que entre los tres se compraran sesenta CD's en un sólo puesto, y les hicieran precio de mayorista)
"En Rusia hace mucho calor y se come mal. No es como dicen en España." (Spassky, después de un menú barato a base de borsch, griechka, kvas y pelmennis con smetana).
"A vosotros los pelmennis os deberían gustar: Los masticas una vez y los comes toda la tarde. Así ahorráis" (Yo, saliendo de la cantina).
“Oye, Alfor, ¿te molesta que te llame Alfor?” (Manolo, de sopetón)
“¿Nos harán precio de mayorista si compramos quinientos yogures?” (Kúkoch, durante la cena)
“¡Dureza!” (Kúkoch, dando un golpe seco en la mesa con los nudillos, después de servirse un plato de griechka para cenar)
“Are they really twenty-eight years old?” (Megan, una amiga norteamericana, después de ver el comportamiento de estos chicos en el tren, camino de Sergíev Posad) “I can’t believe it!”
“Estoy muy cansado ¿Abandonamos?” (Manolo, a los cinco minutos de empezar un partido de baloncesto que acabaría durando hora y media)
“Estábamos jugando bien, pero teníamos una rémora, llamada Manolo, que, cuando le dices “arriba” se cree que tiene que tirar el balón por encima de él” (Spassky y Kúkoch)
“Yo que estaba dando lo mejor de mí mismo...” (Manolo, como autodefensa)
“Eres todavía más vago que yo.” (Kúkoch, a Manolo)
“Yo lo conozco, y sí, eres aún más vago que Kúkoch” (Spassky, a Manolo)
“Estos parece que se han aburrido de tanto dormir, y que se les ve algo más animados para salir” (Tortajada, que, en vista del plan, decidió ir de paseo por su cuenta)
“Ese cabrón de Alfor ya nos podía haber dicho lo de los mosquitos un mes antes, y no justo antes de salir” (Kúkoch)
“Manolo ha vuelto a negociar según su estilo. Le ofrecían veinte, y ha dicho que era poco y ofreció treinta” (Spassky)
“Que Manolo no negocie los taxis” (Kúkoch)
“Oye, ¿hay cedés en San Estrasburgo?” (Manolo, algo flojo en geografía, pensando en ir a San Petersburgo)
“Jo, mañana levantarse a las doce para ver el Kremlin ¡Uf! ¡Será duro!” (Spassky, tumbado en el sofá, viendo la tele)
“Desde que estoy aquí sólo tengo hambre y sed ¡Aj! ¡Normalmente sólo tengo hambre!" (Kúkoch)
“Moscú no es caro ¡Qué cosas dice Alfor! Basta con comer espaguetis y griechka. Granollers es más caro.” (Spassky)

En la entrada siguiente de esta serie, llegará otro momento álgido. Los gostis, comportándose en sociedad en una visita a la novia de su anfitrión. Lo de "comportarse" es sólo una forma de hablar.

viernes, 24 de agosto de 2012

Gostis (III): Primer día en Moscú

Una de las cosas más molestas para los que tenemos invitados es la hora de comer. Quieras que no, hay días en los que toca comer fuera, y entonces llegan los líos, porque, aunque ahora la mayoría de los menús de los restaurantes están en inglés (o, mejor dicho, en algo similar al inglés), no siempre ha sido así y, de todas formas, los restaurantes en Moscú costaban y siguen costando bastante, así que, si los invitados son de pocos posibles, toca ir a lugares de tercera división. Y en los lugares de tercera división no se andan con melindres.

Y, claro, a la hora de elegir qué comer, Fulanito pregunta qué pone ahí, Menganito te interpela diciendo que no le gusta el queso y Zutanito quiere pedir dos primeros en lugar de un primero y un segundo. Si uno acaba por hacer caso a todos estos chicos, el resultado puede ser desquiciante.

Cuando entramos en el figón los seis, cuatro gostis, una novia y yo mismo, decidí tomar por la calle de enmedio cuando conseguí llegar al mostrador:

- Borsch, huevos, pelmenny y kvas. Cinco raciones de todo.

Los gostis ni se enteraron, pero mi novia sí y, como conocía el lugar, pidió otra cosa.

Fueron apareciendo las viandas. Nos sentamos los seis, y yo fui repartiendo a cada uno lo suyo. Kúkoch se dio cuenta de que uno de nosotros tenía un menú diferente.

- Novia, y tú, ¿por qué no comes lo mismo que nosotros?
- Es que no tengo mucha hambre, y he de comer poco.

El sitio era barato, y ése era su mayor mérito, porque el borsch era un caldo aguado con colorante rojo y algunos desechos de carne en el fondo del cuenco; los huevos, los más pequeños del mercado (y sin chorizo, que es peor); los pelmenny, una masa para acabar con el hambre en el mundo, porque masticabas al mediodía y repetías hasta bien entrada la noche, y el kvas era, finalmente, un mejunje amargo de botellín, y caliente.

- ¿Esto es lo que comes todos los días?
- Todos.
- Bueno, pues nosotros también nos lo vamos a comer ¡Dureza!

Y pusieron manos a la obra con un entusiasmo encomiable. Consiguieron acabarse el borsch hasta el final; lo de los huevos, con echarles sal, tampoco era tan complicado; el kvas, la verdad, había que tener mucha sed para beberlo, pero, siendo el caso, podía trasegarse. Lo que sí fue difícil fue lo de los pelmenny. Kúkoch se echaba uno a la boca, y miraba a los demás. Manolo iba a decidir dejarse la mitad.

- Es que no puedo más...
- Tú te los comes, como todos ¡Dureza! - le dijo Spassky, mientras trasegaba como podía todo aquello.

Tortajada, por su parte, estaba echando muchísimo de menos los almuerzos a base de bocadillos de blanco y negro con ajoaceite, acompañados de ensalada valenciana, en el bar de la plaza de Albal, pero tragaba poco a poco todo aquello.

Al final, consiguieron terminárselo todo. Salieron de allí con orgullo.

- Muy bien, Manolo, durante cuatro segundos, incluso he estado orgulloso de ti.

- Tíos, yo me tengo que ir a trabajar - les dije -. Por aquí, llegáis derechos a la Plaza Roja. Nos vemos luego, en casa.

- Oye, pero, ¿no venden un plano turístico por algún sitio? - preguntó Tortajada.
- Emmmm... ¿plano turístico? No. Aquí, no.
- ¿Y cómo vamos a visitar la ciudad?
- Anda, Tortajada, ya nos apañaremos - terció Spassky.
- Siempre con los planos, con los planos... si nos perdemos, ya preguntaremos a alguien - dijo Kúkoch.
- ¡Pero si no sabemos ruso!
- Nada. Aquí dominamos todos los idiomas ¿No, Manolo?
- ¿Idioms? Pues claro que yes.

Les dejé, no estando muy seguro de si volvería a verlos.

* * *

Las ocho y media de la tarde serían cuando llegué a casa y me encontré allí a los cuatro. Kúkoch, Spassky, Manolo y Tortajada estaban pletóricos. Habían ido a la Plaza Roja y allí habían comenzado una auténtica exhibición de raterío (que hoy no funcionaría: aviso para ilusos): Spassky cambió la camiseta que llevaba puesta, y que estaba bastante raída, por otras dos de San Basilio; fueron dando vueltas al Kremlin, sin saber cómo entrar exactamente, y acabaron por comprarse un mapa, por cierto, muy bueno, aunque al Kremlin no consiguieron entrar. El colofón final consistió en pillar una mashina, que es un coche cualquiera al que paras por la calle. De hecho, al llegar a casa me recibieron con una sonrisa de oreja a oreja.

— ¡Oye, oye! —preguntó Kúkoch— ¿Cuánto pagarías tú por un coche desde la Plaza Roja hasta aquí?
— Hombre, depende ¿A qué hora?
— Las siete de la tarde.
— Pues, digamos, cosa de 25 rublos.
— ¡Bien! ¡Eso es lo que hemos pagado!
— Es que vimos a una tía que ponía la mano —dijo Spassky— y dijimos: “Vamos a hacer lo mismo, y luego no la cogemos, sólo para probar.” Y le ofrecimos diez, pero fuimos viendo que era poco, porque nos pedían treinta o cincuenta. Al final lo conseguimos por 25, y bueno, ya subimos.
— Hemos de superarnos —insistió Kúkoch, secundado por Manolo—. Mañana lo conseguiremos por veinte.

(continuará)

miércoles, 15 de agosto de 2012

Gostis (II): El viaje

Hace algo más de un año, empecé una serie llamada "Gostis", cuya primera y hasta ahora única entrada se puede recordar aquí. Ha llegado, creo, la hora de proseguirla, antes de que hasta yo me olvide de qué iba aquello.

Como no soy de Madrid ni de Barcelona, y mis amigos son bastante reacios a viajar más allá de Vinaroz, los invitados que he tenido en todos estos años se pueden contar con los dedos de las manos. A muchos les asustan los trámites que tendrían que hacer para conseguir el visado; otros tienen los bolsillos demasiado apolillados como para poderse permitir un viaje que, quieras que no, barato no es, por mucho que el alojamiento sea gratuito; finalmente, otros piensan que en Rusia hace mucho frío y que como en la terreta no se está en ningún sitio.

Los gostis son de varios tipos. Está el que sabe que en Moscú hay unos pibones del quince y viene aquí con objetivos muy claros clavados en el entrecejo; hay gente que viene simplemente por curiosidad, a ver cómo rábanos es esto; supongo, finalmente, que también hay gente que viene por motivos culturales, a ver museos y esas cosas, pero yo no conozco a ninguno.

Bueno, sí. Voy a remontarme a mucho tiempo antes, al verano de 1998, un verano en que todos vivimos peligrosamente por aquí y en el que, a partir del día 17, caímos de lleno en el peligro. En aquel tiempo, yo tenía una novia, que, eso sí, hablaba español estupendamente, y me llegaron cuatro gostis de los que apenas habían salido de Valencia hasta entonces. El primero era Kúkoch, un informático al que conocía desde que éramos niños; otro era Spassky, profesor de Matemáticas, un cachondo mental que, sin embargo, era el que frenaba al grupo cuando se pasaba; el tercero era Manolo, un fontanero de los que quedan pocos; y el cuarto era Felipe Tortajada Puig, funcionario destinado en el ayuntamiento de Albal, un pueblo situado en la comarca de l'Horta Sud, a unos quince kilómetros mal contados de Valencia. Spassky estaba destinado en Granollers y se encargó de gestionar los visados para todos en Barcelona.

Aparte de conocerse, lo único que tenían en común es que sólo hablaban castellano (Tortajada también hablaba valenciano y cinco o seis palabras en inglés) y que, a sus veintibastantes años, era su primera salida al extranjero. Qué digo al extranjero: menos para Spassky, era su primera salida de Valencia.

Consiguieron subir al avión, y hasta encontrar el asiento que tenían asignado. Tres se sentaron juntos y a Manolo le tocó al lado de una rusita cañón. Manolo se puso rojo automáticamente.

En cuanto el avión se puso en marcha, los cuatro viajeros, que iban prevenidos de que el vuelo duraría cinco horas, sacaron unas bolas de papel de aluminio, y de ellas unos bocadillos de tortilla de patata.

- ¡Manolo!
- ¿Qué?
- Ofrécele a tu vecina, ¿no?
- Pero si es rusa.
- No sé... háblale, igual habla alguna otra lengua.

Manolo se volvió a la rusa, pensó que igual entendía el inglés, y le dijo:

- ¿Idioms?

La rusa no entendió nada, no sabía que hacía ese chaval con un bocadillo de una cosa amarilla en la mano, le miró de reojo y no le hizo caso, mientras Tortajada intentaba recordar cómo se decía "idioma" en inglés.

En esto, una azafata se acercó a Kúkoch.

- ¿Ustedes saben que ahora pasaremos con la comida?
- ¿Comida?
- Sí.
- ¿Y es gratis?
- Sí, sí, es gratis.
- Ah, gracias...

Kúkoch se volvió a los demás:

- ¡Eh! ¡Guardad el bocadillo para otra vez, que nos van a traer el papeo!
- ¿Gratis?
- Eso me han dicho.

Nuestros cuatro amigos devoraron el papeo y llegaron sin mayor novedad a Moscú. En el aeropuerto estábamos mi novia y yo mismo, esperándolos. Ellos no nos vieron al principio y se pusieron junto a la cinta de las maletas. Ya me levanté y me acerqué a ellos.

- ¡Hombreee, Alfor!
- ¿Qué tal? ¿Qué tal vuelo habéis tenido?
- Bueno, bueno, ahora estamos esperando las maletas.
- Pues vais a esperar bastante, porque ahí dice que por aquí saldrán las maletas del vuelo de Zúrich.
- Ah...
- Anda, venid por aquí.

La cosa prometía.

viernes, 10 de junio de 2011

Gostis (I): Introducción

Moscú es una ciudad desequilibrada, en la que unas cosas complicadísimas a los ojos del occidental son sencillamente triviales, mientras que otras, que deberían ser triviales, son complicadísimas.

Con el tiempo, los que vivimos aquí comenzamos a perder la noción de dificultad que sufrimos cuando éramos unos recién llegados. Cosas que fueron imposibles se han convertido en algo que controlamos, no sólo por la mejora de las condiciones de vida en Moscú (aunque siguen lejísimos de lo que deberían ser), sino también por el efecto aprendizaje.

De hecho, una de las virtudes de que venga una visita desde España consiste en que tiene su capacidad de sorpresa intacta y, de esta manera, te ayuda a recordar que no todo lo que te rodea en tu nuevo mundo es indiscutible, y que, en el mundo del que procedes, hay otras soluciones, y que normalmente éstas son mejores.

Esta entrada es el inicio de una serie, que irá creciendo, dedicada a los gostis, esa gente tan entrañable que nos mantiene en contacto con el planeta del que venimos. Los gostis es el nombre con el que los españoles que vivimos en Rusia conocemos a nuestros invitados, que vienen de España y se pasan muchas horas al día con la boca abierta, flipando en colores. La etimología del término está clara: viene del ruso "гость" (gost'), que quiere decir precisamente eso: invitado.

Por cierto que ésa es una de las palabras (hay muchas más) que permiten descubrir el pasado indoeuropeo del ruso. En latín, la palabra equivalente es «hospes, -itis», cuya semejanza con el ruso salta a la vista, y tiene dos significados bastante confusos, porque designa tanto al invitante como al invitado, tanto al huésped como al hospedero. En ruso, no. El ruso sólo designa al invitado.

¿Por qué utilizamos «invitado», que suena tan formal, y no otras palabras como «amigo que ha venido a verme»? ¿Porque es largo? No debe ser ésa la razón, porque el castellano del siglo XXI está trufado de perífrasis incómodas, como aquélla de «chica con la que salgo», para evitar el terrorífico y comprometedor «novia».

En Rusia, si utilizamos el término formal «invitado» es porque todo el proceso para que esta persona llegue a vernos es tremendamente formal, y en eso entramos nosotros desde el principio con una «invitación», que es un papel formal en el que decimos que, por ejemplo, Felipe Tortajada Puig, compañero de aventuras durante muchos años y con domicilio en Albal, va a ser nuestro invitado durante su estancia en Moscú, y residirá en nuestra casa.

Con la firma de ese papel, comienza el espectáculo. Y termina esta entrada, que continuará con las andanzas de Tortajada en Moscú. Miedo me da.