martes, 29 de enero de 2013

La lavandería

¿Alguien ha visto alguna vez una lavandería en España? Yo no. Ni en Moscú. Para que quede claro, una lavandería no es un sitio donde te lavan los trajes en seco, que de eso está claro que sí que hay en todos los sitios, sino un local con un montón de lavadoras públicas en la que la gente, por su cuenta y sin asistencia alguna, va lavando su colada.

En España, no soy consciente de lo que pasaba antes de la llegada de las lavadoras, porque no había nacido. Debían ser tiempos duros, porque lo de irse al lavadero del pueblo a frotar la colada contra la piedra será todo lo romántico y bucólico que se quiera, pero vaya coñazo. Entonces debieron llegar las lavadoras y todo quisqui se fue metiendo una en casa, incluyendo mis padres, pero creo que también los de todos mis conocidos. Como mucho, tocaba lavar de vez en cuando a mano, en la parte rugosa del fregadero y con jabón lagarto. Vamos, que éramos unos señoritos.

Cuando llegué a Rusia, las lavadoras no estaban extendidas y, de hecho, me tiré un año entero lavando a mano, o con una lavadora que era un cubo que daba vueltas, o llevando bolsas de ropa sucia (y luego limpia) hacia la casa de una amiga que sí que tenía. Quienes no tenían la suerte de disponer de amigas con lavadora lo pasaban mal. Una vez hice una visita a una amiga sin lavadora, y estaba lavando las sábanas. Vaya tela. Las hervía en un perol enorme, puesto al fuego, mientras las aplastaba con un palo contra el fondo, durante toda la tarde. No le he seguido la pista, pero yo creo que hace tiempo que debe tener lavadora, o igual duerme tirada encima del sofá con la calefacción a tope.

En Bélgica, en cambio, y no digamos en el centro de Bruselas, no tener lavadora es lo más normal del mundo.

Que me lo digan a mí, que no tengo. Conseguí meter en el contrato una cláusula en la que el dueño se comprometía a poner una... cosa que no ha hecho, pero eso ya son mis miserias con el dueño y nuestras rencillas, que igual me hacen comprobar cómo funciona la justicia belga. Lo cual, insisto, es otra historia, peor que la del recogedor del otro día.

La de hoy es la de la lavandería. A falta de lavadora, y como el lavadero de nuestras abuelas o la olla para hervir sábanas de mi amiga rusa no están entre mis prioridades higiénicas, a mi disposición tengo las lavanderías públicas.

En el centro de Bruselas, cerca de la Grand Place, hay dos lavanderías muy cerca una de otra. A una de ellas suelen ir mayormente homosexuales, que son un porcentaje desusadamente elevado de la población del barrio; a la otra, visto lo visto, van más bien mujeres. Yo voy a esta última, aunque es un poquito más cara. No sé... me ha dado por ahí.

Uno llega con la mochila rebosante de ropa, saca su ficha, su jabón, carga la lavadora hasta los topes, para maximizar el asunto y no ir más de lo necesario, pulsa el botón verde de arranque y ¡hala! a esperar algo menos de una hora a que la lavadora vaya dando vueltas. Entretanto, va pasando por allí la parte más desfavorecida, y con menos lavadoras, del barrio.

La parejita de recién arrejuntados, con ropa de ambos sexos, vestido él de negro, con barba de ocho días y gafas de pasta, y ella con el pelo lacio cubierto con un gorro que debería meter también en la lavadora, pero que no lo mete, porque no se lo quita ni para dormir, ni para... bueno, quería decir que no se lo quita para nada.

El trío de estudiantes brasileñas con el pelo ensortijado que se pasan los res cuartos de hora que la lavadora da vueltas hablando rapidísimo en portugués sin parar un momento, como si el silencio les diera miedo.

El contratado temporal de alguna institución internacional, o de alguna agencia o para-agencia de éstas, que vive solo, no va a estar más que unos cuántos meses en Bruselas, llega a casa, se quita el traje, se pone de esport y sale a ver qué hay, menos un día a la semana que le toca lavar la ropa, cuando ya no puede reutilizar la que tenía ni una sola vez más.

El estudiante de pueblo belga que se ha ido de casa de sus padres y no se va a ir todos los fines de semana con toda su ropa a que su mamá le lave la ropa, así que llena sus cosas y tira p'alante hacia la lavandería.

La chica pizpireta que tiene lavadora, pero no secadora, y como en Bruselas, con su humedad ambiental, puede tardar un par de semanas en secarse la colada, pues se la baja a la lavandería y, aunque no esté permitido, usa solamente la secadora, aprovechando que no hay nadie para decirle nada.

El homosexual sensible y detallista que ha debido tener algún mal rollo en la lavandería de al lado, y se ha pasado a la otra, en la que va sacando de la bolsa grande de IKEA con mucho cuidado sus pantalones azul celeste y su ropa interior de marca.

El cuarentón delgaducho que llega bien tarde, con una mochila atestada, que parece que venga de conquistar el Aconcagua, y mientras la lavadora da vuelta tras vuelta saca un libro y se pone a estudiar Prehistoria o Geografia, mirando de reojo con curiosidad a la gente que va pasando, y pensando que igual puede describir lo que imagina en una entrada de su bitácora.

Y que, de todas formas, de vez en cuando mira con cierta inquietud su reloj, porque se le hace tarde, y al día siguiente le toca madrugar.

domingo, 27 de enero de 2013

Rarillos

Bruselas no es un lugar que se caracterice por una marcha desmedida. Muy al contrario, los domingos por la tarde sus calles están vacías y, si hace un tiempo de perros y está nevando, lo más probable es que, si te encuentras a alguien por la calle, sea español. Y eso porque un español estándar no concibe eso de quedarse en casa y, esté donde esté, lo suyo es buscar un bar.

La semana pasada tuve invitados. Durante todo el tiempo que estuve en Moscú, la suma de todos los invitados que tuve se puede contar con los dedos de las manos, pero en Bruselas parece que la cosa podría cambiar: no hay que sacarse pasaporte, ni visados, y los vuelos son baratos (todavía). Y encima hay vuelos directos desde Valencia. La repera.

Mis invitados no tuvieron suerte con el tiempo. Yo pensaba que en Bruselas no nevaba, pero eso fue hasta la semana pasada: se pasó todo el sábado por la noche nevando a base de bien y, el domingo, la Grand Place tenía un palmo de nieve y la plaza de España era un excelente campo de combate para disputar una batalla de bolas de nieve. Claro que mis invitados no habían visto nevar prácticamente en su vida, hasta el punto de que el único que sabía hacer bolas de nieve era yo. No fue extraño que les pudiera correr a bolazos.

Por la tarde, era obligado salir a tomar una cerveza. Después de todo, la cerveza belga tiene justa fama, y venía muy recomendada a mis amigos. Salimos por el centro, pero, entre que de por sí la marcha es la que es, y que el tiempo invitaba a los belgas a quedarse en casita, y no a tomar cerveza fría, por ahí no había apenas nadie. Y, efectivamente, todas las conversaciones que se oían entre los grupitos que nos íbamos encontrando eran en español, menos una. Y ésa una era en italiano.

- ¿Nos metemos aquí? - dijo mi primer gosti, a quien llamaremos Juan, fieles a la política de anonimato de esta bitácora, que no cambia un ápice por mucho que lo haga su ubicación geográfica.

- Bueno, vale - dijo el segundo gosti, a quien, por la misma razón, llamaremos Pedro.

Entramos, y no había nadie. Una parejita en una mesa alejada, haciéndose unos arrumacos no muy apasionados, y nada más. Los españoles sólo buscamos lugares poco concurridos en situaciones de intimidad que no se daban, así que lo suyo era buscar algo más bullicioso. En Moscú, nada más fácil; Bruselas es otra cosa.

- Casi que nos vamos, ¿no? - dijo Juan.

- Antes, viniendo hacia aquí, había uno que parecía que no estaba mal.

- Vamos.

Dimos la vuelta a la esquina, entramos en un bar con escasos ventanales, abrimos la segunda puerta y, hombre, pues dentro sí que había gente y animación. Era un local alargado.

- Oye, esto está bastante petado.

- Mira, mira, allá al final parece que hay una mesa vacía.

Nos abrimos paso entre los grupitos, que nos miraban al pasar, y Juan y yo llegamos a la mesa, mientras Pedro se quedaba algo por detrás.

Llegó un señor calvo, alto y con un pequeño bigote, que estuvo amabilísimo y limpió la mesa.

- ¿Saben ya lo que quieren tomar?

- Aún no ha llegado nuestro compañero, que se ha quedado atrás.

- No se preocupen. Ustedes decidan y yo vengo dentro de un rato.

En esto, percibí una mirada diferente a las habituales, me giré, vi algo inusual en el ambiente y dije:

- Oye, Juan, ¿te has fijado en que no hay ninguna mujer en este bar?

- No, hombre, mira ahí al lado de esa ventana, que hay dos.

- ¿Te refieres a ésas del pelo muy corto que se están dando la mano?

- Eh... eh... sí... -dijo Juan, mirándome con los ojos muy abiertos, mientras un señor gordo le estaba mirando a él muy detenidamente.

(...)

- ¡Vámonos de aquí!

- Peeeedro... nos vamos, no vengas hacia aquí.


Uniendo la acción a la palabra, nos escurrimos entre los grupillos con mucho más cuidado que a la ida, bajo la atenta mirada del señor gordo, y ganamos la salida con un suspiro. Ya en la calle, alcé los ojos y vi una bandera arco iris colgada de un mástil, justo sobre el bar en cuestión. Entre que era de noche, que Bruselas la iluminan de cualquier manera y que, con el frío y el hielo, la tendencia es más bien mirar al suelo, se me había pasado por alto.

Bueno, eso y que en Moscú, a nadie en su sano juicio se le ocurriría colgar una bandera arco iris de un local. Y, en Valencia, lo cierto es que tampoco he visto ninguna. Pero el centro de Bruselas es una cosa muy diferente.

Después de la experiencia, Juan, Pedro y yo nos metimos en un bar de la Grand Place completamente vacío a hablar de Filosofía del Derecho. No es muy español, pero era seguro.

jueves, 24 de enero de 2013

El recogedor

Relativamente solucionado el asunto de la basura y de su eliminación (pero seguiremos hablando del asunto, que cada vez me sorprende más), seguía empeñado en llevar a cabo la limpieza de mi piso-bonsái, que, aunque poco, tiene suelo, y hay que barrerlo.

Con el piso venía una escoba todo lo birriosa que se quiera, sí, pero existente, y que daba para concentrar la inmundicia en un solo sitio. Pero, claro, eso no es todo: hace falta un recogedor. Yo pensaba, en mi inocencia, que el recogedor español es un instrumento conocido en el mundo entero, siquiera sea porque en Rusia nunca fue un problema demasiado gordo hacerse con uno. Al parecer, los rusos, después de las escaseces de los primeros noventa, aceptaban cualquier cosa que les llegara de fuera, y entre esas cosas estaban los recogedores. Es decir, y lo defino por si acaso, una pala con un palo alargado para barrer la basura hacia dentro y verterla en el cubo de la basura sin necesidad de agacharse. Sí, como lo de la foto de ahí arriba.

Como uno ya estaba harto de usar un folio para recoger mal que bien las cositas barridas, decidí que ya estaba bien de austeridad y que iba a quedarme en Bruselas el fin de semana y que iba a salir a invertir en limpieza, a rascarme el bolsillo, a comprar, en suma, un recogedor.

Me fui a la tienda donde suelo pillar el papeo y pasé a la sección de limpieza. Hay que decir que los supermercados en Bruselas no son como los españoles: son mucho menores y tienen bastantes menos cosas, pero de eso ya hablaremos en otra ocasión.

En ésta, baste decir que allí no había recogedores. Ni muchas otras cosas, vale, pero recogedores tampoco. Y en el supermercado de al lado, tampoco; y dando vueltas por el centro, tampoco encontré ninguna tienda de las que en España te resolverían el problema. Leches, ¿dónde están los chinos cuando se les necesita?

Ah, bueno, estaban aquí.


Y aquí.


Pero dentro tampoco había nada. Realmente era una tienda de chinos: lo que había dentro era comida oriental, salsas malolientes, sacos de diez kilos de arroz (¡diez kilos! ¡diez kilos!), calendarios enrollados, carnes de bichos muy raros, congelados poco de fiar y cacharros de cocina con los que yo no sabría que hacer. Y casi todos los clientes eran chinos. Yo creía que los chinos nunca compraban nada y que, cuando necesitaban algo, mandaban a alguien a hacer las compras; al menos, en España sólo recuerdo haber visto a un chino comprando un melón, y era el del restaurante de enfrente de casa, que se había quedado sin postres. Pues resulta que en Bruselas sí que salen a comprar, pero sólo en las tiendas de chinos. Claro.

Lo que no había era recogedores. Había unas de esas escobillas birriosas de cuatro ramas atadas, pero lo más parecido a algo para meter la basura era una alfombra, para levantarla y barrer ahí debajo. Bueno, alguno de lo que parecían cacharros de cocina podría valer también.

Si nos fijamos, por ejemplo, si buscamos "recogedor" en la Wikipedia y vamos navegando por los distintos idiomas, ya nos vamos dando cuenta de la tragedia: la Wikipedia en español es la única que menciona el recogedor con palo para no agacharse, como el de la foto de arriba; las demás, ni pum. Y, si nos ceñimos a Bélgica, en francés ¡ni siquiera hay entrada sobre recogedores! Quizá eso explique lo sucilla que me pareció París el otro día.

Ah, ¿y en holandés? En holandés sí que hay entrada sobre recogedores, se llaman "stoffer en blik", pero ojo con la foto que sacan. Sí, sí, la de ahí a la izquierda ¿Con eso esperan dejar limpio algo?

En fin, que no hay recogedores con palo, y que va a tocar humillarse y agacharse, como hacen en el resto del mundo. Si lo del "orgullo español" va a terminar por ser verdad... Al final, compré algo no tan cutre como lo de la foto de la Wikipedia en holandés, pero estuve pensando comprar un billete de avión y largarme a Valencia y comprar un recogedor atómico en el Mercadona. Señor Roig, venga pronto, que éstos no saben, que usted aquí arrasa y seguro que también hay un equipo de baloncesto que apoyar.

martes, 22 de enero de 2013

El actor bipátrida

El señor de la foto, conocido actor fra... digoooo, ruso, se ha echado el mundo por montera posando muy ufano con un pasaporte ruso que le ha ofrecido nada menos que el mismísimo presidente Putin. La verdad es que la historia será ridícula y hasta tendría gracia si no pusiera de manifiesto el despropósito en que estamos viviendo todos, rusos, franceses, belgas, tirios y troyanos.

Primer punto. El nuevo presidente francés, François Hollande, se saca de la manga un tipo del impuesto sobre la renta específicamente para las gentes que segurísimo que no van a pasar estrecheces en toda su vida, salvo cuando engorden (aún más) y no quepan en el traje que venían usando. El tipo del impuesto es, toma ya, del 75%.

No conozco la Constitución francesa, pero en España un tipo como ése tendría muy poquitas posibilidades de salir adelante, básicamente porque la Consti (española, en este caso) prohíbe que los impuestos sean confiscatorios, y un tipo del 75% se las trae. Que yo recuerde, a lo más que se llegó en España fue a un 56% de la renta universal, que tampoco está nada mal, no vayamos a creer, juntando la cuota de los impuestos de renta y del patrimonio (mientras lo hubo).

En Francia tengo entendido que la cosa no está clara. Algún que otro supermillonario, sin embargo, no lo ha entendido así y ha decidido poner pies en polvorosa. Estoy convencido de que muchos lo han hecho de forma discreta y sin armar ruido, que es como deberían actuar, por su propio bien, los que tienen el dinero por castigo.

Otros, no.

Otros han berreado a bombo y platillo que, ante tamaño sablazo fiscal, se iban de Francia y que pagara Rita a esos tipos. Todos conocemos algún caso sonado, que por cierto le ha venido bien al Gobierno francés para encontrar un enemigo, que es lo que sueñan todos los políticos que tienen que tomar medidas impopulares. Pero el caso más sonado ha sido el de Dépardieu, el señor de la foto que ha interpretado a Cyrano de Bergérac y a Obélix, entre otros papeles memorables, y que no sé quién se extraña de que quiera ser protagonista también en esta película.

A Dépardieu no le ha bastado con abandonar Francia e irse a vivir a un pueblecito de Bélgica a un kilómetro de la frontera, mejorando con ello la seguridad vial en amplias zonas de Francia. No, Dépardieu ha ido más allá y, en un gesto teatral, lo cual obviamente le venía al pelo, ha aparecido con un pasaporte ruso otorgado por Putin, lo cual, incidentalmente, entiendo que supone renunciar al francés, porque, hasta donde yo sé, no hay convenio de doble nacionalidad entre Francia y Rusia, pero igual puede mantener las dos y nadie hace preguntas, no sé.

¿Cumplía Dépardieu los requisitos para obtener un pasaporte ruso? ¡Qué va! No cumplía ninguno. Su única relación con Rusia parece ser que su padre era comunista, y se ha pasado por el país una vez por lo menos a rodar una película, y otra para recoger el pasaporte. Mis hijos, sin ir más lejos, llevan en Rusia desde que nacieron (y allí siguen hasta hoy), hablan ruso sin el menor acento... y no tienen ninguna posibilidad de obtener un pasaporte ruso.

Dépardieu sí, porque el Presidente ha hecho uso de su poder de discrecionalidad (que también usan los demás países, no vayamos a creer) y ha dicho que se lo da por las buenas. Recuerdo una vez, hace nueve años más o menos, en que concedió la ciudadanía rusa a un tal John Robert Holden, que tiene nombre de espía de novela, pero que en realidad es un jugador de baloncesto no muy alto, pero muy bueno, hoy retirado, que fue seleccionado por la selección rusa y que nos birló un campeonato de Europa al meter un canastón a falta de dos segundos para el final de la final. Maldición. Curiosamente, Holden sí tiene doble nacionalidad rusa y gringa, por si acaso. Pero Holden, al menos, llevaba ya algún tiempo residiendo en Rusia antes de que le dieran el pasapa.

Lo de Dépardieu deben ser puras ganas de jorobar. Los diez días antes de fin de año que pasé en Moscú, y que él se pasó viajando por el país, no parecía sino que le estuvieran dando honores de jefe de Estado. Noticia por aquí, noticia por allá ¡si casi salía más que Putin! Desde luego, mirándolo como operación de imagen, y después de la pésima gestión de relaciones públicas del asuntillo de las Pussy Riot, a Putin esto de que venga Dépardieu a hacer el teatro le ha venido de cine.

Y digo que deben ser puras ganas de jorobar porque no creo que sea para ahorrarse impuestos. Es verdad que el impuesto ruso sobre la renta es del 13% y que eso es el mejor tipo impositivo en todo el mundo que podría figurarse alguien con los riñones tan bien cubiertos como los suyos.

El problema es que, en Francia, en Rusia y en todos los sitios que conozco, y salvo casos excepcionales de diplomáticos y gente así, pagas impuestos no en el país cuyo pasaporte tienes, sino en el de residencia, y no veo yo a Dépardieu, por muchas alabanzas que le haya dedicado, dejando Europa Occidental para irse a vivir a Rusia.

A ver si la cosa tiene continuidad, porque, desde el punto de vista de un jurista, me ha venido a la cabeza enseguida el caso Nottebohm y que ahí podría haber carnaza. El que quiera ver la versión completa y sepa francés e inglés, lo tiene ahí.

Y yo me voy a ver si enfado también a Hollande y me cae un pasaporte ruso, a ser posible diplomático, que ya estoy harto de la murga del visado para entrar en Rusia.

sábado, 19 de enero de 2013

Cuesta abajo

Ahora que estoy de vuelta a la actividad escritora, después de haber estado un par de semanas de vacaciones, sí, pero más ocupado que cuando estoy trabajando (que últimamente no es poco), toca volver la mirada atrás y sentir un escalofrío que recorre la espalda.

Las Navidades han sido bastante particulares. De momento, porque no he pisado España durante las mismas, por primera vez en toda mi vida. Hasta ahora, un exiliado como yo siempre había llevado cuenta de los días del año en que no había dejado de pisar España. Durante mucho tiempo, la última semana de septiembre siempre la había pasado en España, e incluso tomaba vacaciones durante la misma. Hasta que un año no pudo ser y ya sólo quedaba el período navideño.

Entonces llegó el año en que me tocó pasar el día de Navidad en Moscú. Un año bastante chunguillo, pero que tuvo que venir. Sin embargo, el 29 de diciembre me planté en España, así que aún quedaban los días entre el 29 de diciembre y el 5 de enero, que siempre había pasado en España.

Este año, no. Este año ya han quedado barridos todos esos días. Busquemos la fecha del año que busquemos, siempre habrá habido al menos un día que lo he pasado fuera de España.

A cualquiera que haya estado leyendo la bitácora durante los últimos años le parecerá que está entrando en fase comatosa, y no es cuestión de criticarlo, porque a mí también me lo parece; es más, tiene todos los signos de declive que se han visto en bitácoras abandonadas como, sin ir más lejos, casi todas las que adornan la barra de la derecha, con un par de honrosísimas y vivaces excepciones. Primero hay un ritmo muy regular y, un buen día, ese ritmo se rompe. Eso pasó en esta bitácora más o menos en verano, en que el prusiano ritmo lunes - miércoles - viernes quedó fatalmente reemplazado por uno mucho más irregular. Y se trata, sí, del típico cansancio bloguero, compensado por la inercia y porque, la verdad, estando en Rusia, da la impresión de que siempre hay algo interesante que contar.

Luego la irregularidad se mantiene, bajo promesas de "a ver si me pongo a actualizar", que suenan a intentos baldíos de aplazar lo inevitable, en forma de fenecimiento fatal de la actividad escritora.

Y finalmente, llega el silencio. El abandono puro y duro. A veces, hay una despedida; y a veces no la hay, y nos quedamos con el simple silencio. El que haya estado pasando por aquí durante las últimas semanas puede haber llegado a la conclusión, y no es que anduviera demasiado errado, de que colorín colorado, este cuento se ha acabado, y de que pude haber perpetrado una salida digna el día que escribí la entrada casi desde la pista de despegue y un chorro de comentaristas creyeron que era una despedida. Nuevamente no es un pensamiento descabellado: yo mismo lo he tenido durante estas semanas de escribir en el trabajo en alemán, francés e inglés, pero no en español. Y no por falta de ganas, sino de tiempo, de escribir en español.

La verdad es que, cansancio bloguero aparte, hay una razón muy significativa para la reducción de la frecuencia. No ya que esté muy ocupado, que también, sino que verdaderamente Bélgica, basuras aparte, es un país mucho más previsible que Rusia y sorprende mucho menos, como ya escribí el otro día y eso que estoy poco menos que recién llegado. En consecuencia, la materia noticiable es escasa y no acaba de dar mucho de sí. En el curro sí que me pasan cosas de interés, pero creo que ya ha quedado claro a lo largo de las mil entradas precedentes que el curro es un tema tabú en esta bitácora y lo va a seguir siendo. En Moscú, curro aparte, había de todo.

Aquí, no. Hay cositas, pero de todo no.

Esta entrada no es una despedida, claro que no. De momento, es una constatación de que en Rusia era mucho más sencillo encontrar algo chocante que relatar, mientras que en Bélgica hay que tener el ojo avizor y no dejar caer nada. O, a lo mejor, es que he estado despistado, porque alguna cosita hay que últimamente ha unido Bélgica y Rusia. Llamar "cosita" a Gérard Dépardieu la verdad es que tiene su aquél, vale, pero Gérard Dépardieu puede quedar, una vez más, para la siguiente entrada.

Es que tengo gostis, tengo que ir a recogerlos, y se hace tarde.

miércoles, 16 de enero de 2013

Elegí un mal día para... (II)

... salir a montar en bicicleta.

Como en Bruselas nevaba a capazos, y como el trabajo manda, ahora estoy de nuevo en Alsacia, más concretamente en su capital, Estrasburgo, ese sitio donde el chucrut tiene más grasas animales que Gerard Dépardieu.

En Estrasburgo, probablemente para bajar los pedazos de cenas que se pegan, en bicicleta va absolutamente todo quisqui. Lo que más me llamó la atención en el viaje del mes pasado no fue su impresionante catedral, ni lo chula que es la ciudad, ni el mundialmente famoso mercado navideño, no: lo que más me sorprendió fue la cantidad de bicicletas aparcadas por la calle y que la bicicleta es posiblemente el medio de transporte más popular. Por todos los sitios estaban, oye, y gente de toda condición: jóvenes, mayores, hombre, mujeres, ancianos, madres que llevaban a sus niños (en su sillita) a la guardería y hasta señores trajeados.

Como últimamente pertenezco a la categoría de señores trajeados, pero no por ello renuncio ni renunciaré a mi historia ciclista, ayer por la tarde me hice con una bicicleta prestada, de ésas que hay en cada vez más ciudades, siempre con un juego de palabras bastante gracioso: en Valencia es "Valenbisi"; en Sevilla, "Sevici"; en París es "Velib"; en Bruselas, "Villo", y en Estrasburgo el nombre de la empresa es "Vélocation", en un juego de palabras más difícil todavía juntando "vélo" (bicicleta), "location" (alquiler) y "bilocation" (eso mismo que parece).

La bici te la proporcionan, pero luego te tienes que apañar tú. Un problema de Estrasburgo es que hay canales por todos los sitios, y que todos parecen iguales. Entre que era de noche, y todos los canales y los gatos eran pardos, que todas las casas son muy chulas, pero se parecen mucho, que la iluminación de la ciudad es tan tenue como París en invierno, y que servidor cada día que pasa se orienta peor, me tiré ni sé el tiempo dando vueltas, hasta que finalmente llegué a mi hotel. Uf.

Esta mañana, salgo del hotel con ánimo de ir al curro en la bicicleta... y está nevando. Y nevando de verdad, con el suelo blanco y todo eso. Y hace frío.

Y a los estrasburgueses, ni pum. Ellos a lo suyo. Yo veía las mismas bicis que cualquier otro día.

Como no soy una nena, y como ventiscas de nieve he visto unas cuantas, y como uno no ha conseguido la bicicleta para dejarla aparcada delante del hotel, monté sobre ella y al curro que me fui ¡Cómo pesan las condenadas bicicletas de préstamo, señor!

Ahora toca el retorno a Bruselas, donde me está esperando la bicicleta plegable que ha sido mi compañera de viaje en los últimos años en Moscú, y que a partir de ahora, si Dios quiere, lo va a ser en Bruselas. Bruselas es bastante peor que Estrasburgo, a simple vista, para las bicicletas, así que la cosa promete.

Pero eso será más adelante. Ahora toca hablar de Dépardieu, ese nuevo ruso.

domingo, 13 de enero de 2013

Elegí un mal día para...

... salir a correr.

Me tiro varias semanas por Bruselas con temperaturas bonancibles, pero sin hacer nada de deporte, y sólo ayer por la noche dije que de hoy no pasaba y de que salía a correr, como en los buenos domingos por la mañana de Moscú.

Me pongo el despertador a las ocho de la mañana, que tampoco hay que cebarse con las horas de madrugada, me levanto, desempolvo las mallas, las zapatillas y la camiseta, hago los estiramientos pertinentes y, con el entusiasmo propio de quien finalmente hace lo que venía queriendo hacer desde hacía tiempo, cojo la puerta y salgo a la calle.

Y me comienzan a caer chispitas sólidas en la cara. Miro con incredulidad hacia el cielo y resulta que hay muchas chispitas que están cayendo.

- Estooo... ¿es nieve?

Y tanto. Doy una vuelta por el termómetro urbano más cercano, y va y marca seis bajo cero ¿Para esto me he ido de Moscú, leches? ¡Yo pensaba que en Bruselas no nevaba! ¿Esto que es?

Bueno, ¡como si no estuviera yo hecho al frío, porras! Tiro para arriba y me voy al parque más cercano, que en mi caso es el Parque de Bruselas, en pleno centro. Un par de resbalones me recuerdan que, debajo de la nieve, está el hielo, por si me había olvidado de por qué no salía a correr ni a rodar en bicicleta en Moscú.

En el parque, eso sí, había corriendo cuatro o cinco personas. Más de los que me encontré en Moscú en todas las veces que salí en otoño. Y no corrían mal, no. Claro, supongo que para salir a correr un domingo a las nueve de la mañana, con un tiempo de perros, hay que estar muy centrado en estar en forma.

Cuando volví a casa, salí enseguida con la cámara de fotos para hacer unas cuantas fotos de la ciudad nevada y darle gusto a Ernestín, hombre, claro que sí. La ciudad no estaba muy nevada, al menos en el suelo, pero los coches aparcados tenían un decímetro de nieve y los tejados estaban blancos, incluso el del ayuntamiento. Ahí va la foto. Va por Ernestín... :D


Esto de hoy me recuerda una de las veces que vine a Bruselas a hacer entrevistas, creo que era por octubre, y la tuve con una señora, española ella, que me dijo algo así como:

- Jo, que vivir en Bruselas no es tan sencillo. Hoy, por ejemplo, parece que hace sol osea, y esta mañana hacía siete grados. Siete. Y eso es frío.

Aunque no dije nada, debí mirarla con una cara de sorna infinita.

viernes, 11 de enero de 2013

Al final, se ha hecho tarde

Estaba claro. Tanto tiempo despidiendo las entradas temiendo que se hiciera tarde, así que, un día u otro tenía que ser, se ha hecho tarde ¿De verdad me he pasado tres semanas sin escribir una línea por aquí? ¡Se me han pasado volando! Me he debido quedar pensando en las musarañas.

En realidad, he ido de cabeza. La Navidad la pasé en Moscú, el año nuevo en Bruselas y el fin de semana siguiente en París, y ahora me preparo para volver unos días a Alsacia, y me apetecería darme una vueltecilla por Valencia antes de fin de mes, siquiera sea un fin de semana. En momentos como éste me viene a la cabeza aquel restaurador hispano-bielorruso, faltoncillo él, posiblemente el propio Agustín López, que pretendía que viajara más antes de escribir ¿Más?

Por de pronto, la pausa en la publicación va a ir terminando poco a poco. Lo que ocurre es que Bruselas da mucho menos de sí que Moscú, pero alguna cosita hay. A ver si a partir del lunes vuelvo a publicar con cierta (o incierta) regularidad.

De momento, y perdón por el retraso, deseo a los lectores que todavía queden un estupendo año 2013. Por lo menos, que no sea peor que el anterior.