viernes, 13 de abril de 2018

De verdad que era un buen profesor

Dentro de un par de semanas tengo pensado pasar unos días en Valencia. Supongo que lo primero que haré al entrar en el piso que me espera allí será abrir las llaves de la luz y del agua y, tras estos menesteres imprescindibles, encender la luz del salón, porque, si Dios quiere, habré llegado de noche cerrada, y mirar un cuadro que hay sobre una estantería. El cuadro está compuesto por una multitud de fotos de estudiantes disfrazados con una toga y queriendo aparentar lo que no eran todavía, esto es, abogados o, si se quiere, profesionales del Derecho.

Sí. Es la orla de mi promoción de Derecho.

Y, sobre las fotos de los estudiantes, hay una línea de fotos de varios de los profesores que nos impartieron clase, destacando entre ellas la del señor de la imagen que ilustra esta entrada y que durante estas semanas ha alcanzado una notoriedad a la que seguro que preferiría renunciar.

Sí, amigos. Yo he sido alumno del profesor Álvarez Conde, que me impartió Derecho Constitucional en el lejano curso académico 1988-1989, y debo decir que guardo de él bastante buen recuerdo. Nuestra naturaleza humana es egoísta y, por eso, no es de extrañar que recuerde sobre todo el examen. Álvarez Conde nos dio la opción de elegir entre un examen escrito y uno oral, y nos recomendó elegir el oral, no sin añadir que para él era incluso más cómodo que ponerse a corregir escritos y más escritos; sin embargo, como la naturaleza del estudiante de Derecho es la que es, y ama los legajos que van a ser su mana y su alegría, del medio millar de alumnos que debía tener aquella clase masificada, no llegamos a veinte los que nos decidimos por el oral.

A mí, a mis tiernos veinte años, Álvarez Conde me parecía un señor provecto y con un aura de autoridad inmarcesible. Ahora comprendo que en aquel tiempo él tenía treinta y seis años, acababa de ganar su cátedra y hoy me parecería un pipiolo. El caso es que yo estaba bastante bien preparado, gracias en parte a su libro 'El régimen político español', que hoy está más que obsoleto, pero que entonces no estaba mal y que todavía conservo en la misma estantería que está bajo la orla que antes he mencionado. Pasé muchos nervios mientras esperaba mi turno, llegado el cual Álvarez Conde me fue haciendo preguntas, yo le fui dando respuestas razonablemente correctas, él afirmaba con la cabeza como dándome ánimos y, al cuarto de hora, salí de allí con un Sobresaliente bajo el brazo y una sonrisa de oreja a oreja. No es extraño que guarde buen recuerdo de él.

Sus clases eran interesantes. Era un buen orador y a veces expresaba opiniones algo distantes de la línea oficial constitucional y de la que podía imperar en aquella clase de Derecho, como cuando tocó hablar de los medios de comunicación y de las televisiones privadas en aquella España de dos canales públicos y él dijo que, puestos a elegir, él prefería ser manipulado por los canales públicos.

A mí se me quedó grabada, por ejemplo, la posible inconstitucionalidad de normas constitucionales, cuando mencionó el orden de sucesión a la Corona, en el título II, que obviamente es incompatible con el artículo 14 cuando habla de la igualdad ante la ley y la prohibición de discriminar por sexo. Él dejó la pregunta allí. Claro, cuando tienes veinte años, reverencias a tus profesores o, por lo menos, no los contradices, pero quizá hubiera sido el momento de hablar del principio de Derecho Civil de que la ley especial prima sobre la general. Me pasó por la cabeza, pero no llegó a los labios, y no sé si hice bien o mal, pero yo saqué Sobresaliente.

En Valencia, sin embargo, me parece que Álvarez Conde estaba de paso y que se fue de allí en cuanto pudo, para medrar en el centro de la península y rompeolas de las Españas, como un Zaplana cualquiera y como tantos otros que usan Valencia de trampolín y luego procuran omitirla de sus biografías. No se puede decir que le haya ido mal. Mientras escuchaba sus clases, a mí me parecía un señor atildado, vestido como un tipo de derechas, pero que hablaba como un señor de izquierdas y que criticaba la Constitución, ese texto que nunca me gustó, precisamente en lo poquito que tenía de respetuoso con la Tradición. Su trayectoria posterior demuestra que yo estaba en lo cierto, y que alguien con esas características, atildado, relativista y con ganas de medrar, sólo podía terminar en los aledaños del PP, como así ha sido.

Hoy, que tiene sesenta y seis años y está en horas tan bajísimas, acaba de ser suspendido por su Universidad, y se ha buscado un lío por hablar más de la cuenta y por hacer demasiadas veces de su capa un sayo, me gustaría decir que en mí dejó un buen recuerdo, y no sólo por la buena nota que me dio. Tiene un blog, que, la verdad sea dicha, me infunde cierto consuelo, porque tengo mala conciencia por actualizar éste una vez al mes, mientras que él lo actualiza una vez al año, y va que arde. Y dice en él cosas sobre la Universidad que no sé yo si, ahora que se sabe lo que hay, no van a ir en su contra, aunque, bien mirado, mucho peor no le pueden ir las cosas.

Ni por él ni por mí han pasado en balde los años, y eso se nota al ver las fotos de la orla, en la que él luce mucho más pelo en la cabeza y ninguno en la barba, mientras que yo, en la orla, luzco pelo por doquier, y ahora por ningún lado visible. Lo que no parece haber cambiado es lo que hay dentro de la cabeza: él sigue, por lo que le he leído, en plan gurú constitucional, y a mí la Constitución sigue sin gustarme un pelo y, si la pongo con mayúscula, es por el respeto que le tengo a la Real Academia, que dice que así deben escribirse los textos legales.

En todo caso, ahora me da algo de lástima, porque evidentemente lo está pasando mal, pero también lo deben estar pasando los alumnos que ha tenido todos estos años en su universidad, cuyo nombre ya no hacía presagiar nada bueno, y cuyos títulos han perdido el prestigio que pudieran tener, que tampoco debió ser mucho. Al final, yo tengo la suerte de estar en Bélgica, donde tienen sus propios problemas, Álvarez Conde no es conocido, y ya presenté en su día el título de licenciado y no espero que me lo vuelvan a pedir nunca. Si tal fuera el caso, tendría que ir a Valencia nuevamente y rebuscar en un armario que, no lejos de la orla y del manual de Álvarez Conde, guarda mis títulos académicos (y mi trabajo de máster, que yo sí que lo tengo, y en alemán), incluyendo el de Derecho, otorgado por... Su Majestad Juan Carlos I.

Sí, el mismo que da el nombre a la universidad bajo sospecha. Porque nadie es perfecto, y los títulos universitarios menos. Supongo que eso explica por qué en mi piso valenciano está expuesta la orla, mientras que el título está vergonzantemente oculto donde sólo yo puedo verlo.