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domingo, 10 de septiembre de 2023

Zarzas y moras

Cuando llegué al jardín, después de años de descuido, me encontré varios zarzales impresionantes e impenetrables, que separaban mi jardín del perteneciente al vecino de la izquierda. Como sabemos, la vecina de la derecha, a la que llamaremos Claudine, que, como de costumbre, no es su verdadero nombre, tiene un jardín que está separado del mío por un civilizado seto, que además es bastante bonito. En cambio, el vecino de la izquierda va cambiando, porque es un inquilino no propietario, así que ya voy por los terceros. Los primeros eran unos franceses que acabaron destinados a algún país africano (que no les pase nada). Fueron sustituidos por una pareja mixta con niños pequeños, que aterrizaron allí, pero terminaron por comprar una casa en Saint Job, lo cual demuestra que tienen buen gusto, porque Saint Job es una zona buenísima, pero me dejó sin unos buenos vecinos, con los que, además, podía hablar alemán. Claudine también lo habla, vale, pero tras unos intentos más o menos exitosos hemos terminado por comunicarnos en francés, porque hay que llevarse bien con los vecinos. Es lo que hay.

Los vecinos de la izquierda actuales son un matrimonio mixto, como tantos en Bruselas, en este caso anglo-alemán. La mujer es alemana y el marido es británico. Por supuesto, hablo alemán con los dos, sobre todo con él. El inglés, como el francés, hay que evitarlo todo lo posible y más con los nativos, con la posible excepción de Claudine, que es de armas tomar.

El caso es que la separación entre los jardines no está muy cuidada, porque el propietario, un geómetra belga forrado que tiene varias casas en alquiler y pasa medio año o más en Portugal, no está por la tarea y sus inquilinos no se ven allí para siempre. Y la verdad es que yo tampoco, aunque sea (co)propietario del inmueble. La separación consiste, pues, en una alambrada y, en algunas zonas, en unas tablas de madera a guisa de valla. Ello no quiere decir que carezcamos de intimidad, no. Como quedó dicho al principio, entre los jardines de ambos hay vegetación bastante espesa, incluyendo un par de árboles y, y ahora llegamos al tema de esta entrada, un enjambre de zarzas con sus correspondientes espinas.

A mí me gustan las moras, pero no tanto como para compensar el disgusto que me producen las zarzas y sus pinchos, así que, a la que tuve tiempo, me dediqué a rebajar las zarzas todo lo que estuvo en mi mano. Bueno, la verdad es que lo que pronto estuvo en mi mano fue un número enorme de heridas y agujeros, porque, por mucho que llevara guantes, lo cierto es que las espinas de las zarzas son puntiagudas y se las traen. Pero, al final, tras muchas horas de podar y podar, conseguí no eliminar, cosa imposible, pero sí al menos rebajar bastante las zarzas. Vano intento: como si la poda las hubiera reforzado, al año siguiente regresaron con enorme fuerza, pero, al menos, ya se pusieron a dar frutos, y la verdad es que este año, para compensar las pocas frambuesas que me han tocado, he podido comer bastantes moras que, aprovechando el calor que hizo en junio (y no en julio ni agosto, pero sí en septiembre), han madurado con rapidez.

Por lo demás, después de unos días de asueto, he vuelto a Bruselas y al jardín y me he encontrado con muchas malas hierbas, además bastante altas, pero parece que ha hecho el suficiente calor como para que no hayan crecido en exceso. Los primeros días de septiembre pasarán a la historia de Bélgica como los más calurosos, no sé si desde que hay registros, pero con seguridad desde que estoy por aquí. Llevamos una semana por encima de los treinta grados y, así como a los invitados que tuve en agosto no había manera de convencerlos de que en Bélgica podía no llover, de tan mal tiempo como hizo, a los invitados que acabo de acompañar al aeropuerto no ha habido manera de convencerlos de que en Bélgica han vivido un fenómeno único y que lo más normal es que haga mucho menos calor y que tengan que hacer uso intensivo de ese chubasquero que les convencí de que trajeran y que se han limitado a sacar de paseo y a cargar inútilmente en su maleta.

En fin, sea como fuere, y por muy domingo caluroso que sea, voy a salir al jardín a trabajar un rato, no se me vaya a hacer tarde, cosa que ocurrirá indefectiblemente si continúo escribiendo líneas y más líneas de esta entrada.

martes, 29 de agosto de 2023

Frambuesas

Seguimos con las entradas relativas a mi jardín, pero vamos a dejar los tomates para una próxima ocasión y, en su lugar, vamos a tratar de otra cosa comestible que crece en el mismo: las frambuesas. En esta ocasión, no tuve nada que ver con su aparición en el ecosistema del jardín, porque, cuando llegué, ya me las encontré allí, muy probablemente en modo silvestre. Silvestre o no, ya el primer año pudimos probar algunas, y la verdad es que estaban buenísimas, así que el segundo año ya me dediqué a darles algún cuidado, tampoco gran cosa: les puse tutores y quité alguna mala hierba que crecía por allí. Después de todo, me dije, la frambuesa se considera en algunos lugares también una mala hierba difícil de eliminar, de modo que no hay mucho que se deba hacer para mantenerla con buena salud.

Y así es. La práctica ha demostrado que las frambuesas van por su cuenta y que, al menos las que crecen en el jardín, son lo que en la jerga naranjera se llama “añero”, es decir, que un año dan fruto bastante abundante, mientras que el siguiente apenas dan. Las varas se van secando con regularidad, pero van surgiendo otras a su libre albedrío. Últimamente ya ni les pongo tutores por pura y dura falta de tiempo, y este año, que tocaba poca cosecha, ni siquiera arranqué las malas hierbas que crecen entre las varas. Y efectivamente, la cosecha ha sido escasa, y además la he tenido que compartir con las avispas, que visitan el jardín con más frecuencia que yo, que tengo que trabajar y dedicarme a otros quehaceres y no estoy todo el tiempo pendiente de cuándo hay una frambuesa en su punto justo de maduración. Las avispas no. Las avispas están a la que salta y, en cuanto detectan una frambuesa lo suficientemente dulce para su paladar, van a por ella.

En fin, que este año habré comido un puñadito, siendo generosos, y es lástima, porque me encantan. Espero que el año próximo, si Dios me da salud y me conserva el jardín, pueda resarcirme, porque entonces tocará cosecha más abundante y tengo la intención de ponerme las botas.

Entretanto, toca buscar alternativas, y las hay. Se trata de una alternativa que también se comparte con las avispas, pero este año la cosecha está siendo excelente y está habiendo para todos. Se trata de las moras, fruto que vamos a dejar para la próxima entrada, porque hoy voy un poco pillado de tiempo.

viernes, 25 de agosto de 2023

Más tomate

El día 1 de mayo, lunes, que era el día previsto para el trasplante de las tomateras, fecha en que ya se podía esperar razonablemente que las temperaturas nocturnas fuesen lo bastante benignas como para no dañar las plantas, salió lluvioso.

"No pasa nada", pensé. "Para lo que pretendo hacer, no hay un día mejor que otro. Hasta el viernes, que me voy a España unos días, sin duda habrá algún momento en que escampe y pueda darle a la azada como es debido."

El martes a mediodía paró de llover. Decidí salir a entrenar por el bosque un rato y, acto seguido, ponerme con las tomateras. Entrené una hora escasa, volví al trabajo y, al acabar el mismo, volvían a caer chuzos de punta, así que decidí dejar el trasplante para el miércoles.

El miércoles, sin embargo, no paró de llover en todo el día. Yo sé que al español que lea esto le parecerá difícil de imaginar, pero hay países en que llueve incluso demasiado, y me temo que Bélgica es uno de ellos.

El jueves, víspera de mi partida, hizo exactamente el mismo tiempo que el miércoles, es decir, que no paró de llover en ningún momento.

El viernes por la mañana no tenía más remedio que trasplantar las tomateras sí o sí. Me levanté a las seis de la mañana, en la esperanza de que al menos hiciera buen tiempo, pero no lo hacía. Seguía lloviendo como los dos días anteriores, así que hice de tripas corazón, me puse el pantalón y la chaqueta impermeables, como si fuese a montar en bicicleta, saqué la azada de la caseta del jardín y comencé a hacer agujeros, a sacar las macetas, a dejar el piso hecho un desastre y a ponerme de barro hasta arriba. Jamás, en toda mi vida campesina, había tenido que trabajar bajo la lluvia. Es más, recuerdo que, siempre que llovía, nos alegrábamos un montón, y no sólo porque la lluvia es buena para el campo, al menos en España, sino porque automáticamente nos íbamos a casa a descansar. Está visto que Bélgica y su tiempo atmosférico tienen la capacidad de cambiar todos los esquemas de uno.

En fin, que, si hubiera sabido arameo, hubiera jurado en este idioma, pero, como no tengo ni idea del mismo, me dediqué a rezongar en mi lengua materna hasta que, mal que bien, hube concluido mi trabajo y las matas estuvieron plantadas, no sé si muy firmemente y, eso sí, regadas de manera natural.

Por alguna razón, no me las prometía muy felices, pero me tenía que ir a trabajar y, acto seguido, a España, así que no vería el resultado de mis esfuerzos (que no de mis sudores) hasta mi retorno de España, unos días después.

Y es que se me estaba haciendo tarde, más o menos como ahora.

miércoles, 23 de agosto de 2023

Cuate, aquí hay tomate

Siguiendo con las aventuras de mi pequeño jardín, y una vez descritas la vida y milagros de la parra de mis entretelas, hoy le toca el turno a los tomates.

En España, un lugar con sol y calor naturales, los tomates son rojos, lozanos y sabrosos. En Bélgica, los tomates suelen ser de invernadero, y no digo que sean malos, no, pero peores que los españoles lo son un rato. Son menos rojos, menos lozanos y menos sabrosos. Qué se le va a hacer. En materia de precio, la verdad es que no se diferencian demasiado; ahora bien, en cuestión de calidad, ya sé que toda comparación es odiosa, pero ésta lo es especialmente, sobre todo para los que sabemos lo que es un tomate valenciano y, sin embargo, nos toca conformarnos con lo que se comercializa en el norte de Europa. Es un venir a menos de libro.

En tan apurado trance, ya hace un par de años que decidí tomar el toro por los cuernos y plantar tomates yo mismo, a ver qué tal. En mi juventud agrícola, no aprendí nada que no tuviera que ver con la naranja y el arroz, que son los cultivos que han dado de comer a mi familia durante varias generaciones, pero pensé que todo era ponerse, así que compré unas semillas, las que me parecieron mejor, encontré unas instrucciones, recuperé una azada no muy grande y una legona mejorable, que es lo más potable en materia de aperos de labranza que pude encontrar por aquí, y me puse manos a la obra.

Me puse como objetivo plantar en exterior a principios de mayo, que es cuando preveía que las temperaturas nocturnas fueran lo suficientemente benignas para no matar la planta, así que a primeros de marzo me puse a plantar semillas en unos vasitos con sustrato, para hacerlas germinar en el confortable y caldeado interior de mi casa. Para mi sorpresa, el primer año me germinaron casi todas las semillas más o menos al medio mes de la siembra, con lo que me encontré con unas veinte plántulas y sin macetas para todas ellas. Porque, sí, la segunda fase es en maceta individual, que les dé lugar para crecer. Toca trasladar las plántulas, cuando ya tienen diez o doce centímetros de altura, a unas macetas con sustrato, para que continúen con su crecimiento. Esta fase ya sucedió entre últimos de marzo y primeros de abril. Escogí las plántulas que me parecieron más prometedoras para colocarlas en macetas, mientras que, por otra parte, compré un macetero alargado donde coloqué las restantes, porque me daba pena eliminarlas. Pena. Cómo se nota que hace tiempo que no vivo del campo...

El siguiente paso debía consistir en preparar el terreno para los tomates. Mi jardín, que es un rectángulo de seis metros por diez, más o menos, da para lo que da. El anterior propietario, además, persona de gustos únicamente ornamentales, al menos según lo que pareció a mí, había semienterrado unos bloques de cemento que le servían de macetero de algo que ya había muerto cuando vendió la casa, pero en los que enroscó una especie de arcos que debían servir de tutor de lo que creo que era un frambueso. El primer año decidí dejarlo como estaba, pero el segundo año de siembra decidí que iba a hacer un bancal como Dios manda, con los caballones de tierra y sin elementos de materias extrañas. En un trabajo de arqueólogo, a base de pala, azada, fuerza (poca, la verdad) y paciencia, conseguí levantar los dos bloques de cemento, los coloque en otro lugar del jardín, metí los arcos entre ellos y aproveché el tinglado para enroscar allí unos alambres donde, a su vez, la parra se ha enroscado también.

Volviendo a los tomates, y ya con la tierra libre de cemento, metal y pedruscos, me puse en plan artista, porque yo de pequeño era bueno con la azada, y monté unos caballones de diseño tras arrancar el césped, o más bien la mala hierba, que ya no era necesaria para lo que yo tenía pensado. Es una lástima que no haya premios al mejor artista con la azada o con la legona (la legona es mi especialidad, incluso con la versión ínfima que pude adquirir en Bélgica), porque estaba para disputarlos. Hay que reconocer que la tierra, generalmente bastante húmeda y manejable, ayudaba a poner el caballón en su sitio, con precisión milimétrica. Nada que ver con el seco terruño valenciano. Creo que ya iba entendiendo por qué no había forma de conseguir en Bélgica el azadón de quince kilos, tan necesario en España para destripar terrones como es debido.

Sea como fuere, el primer año fue un éxito bastante logrado. Tuve tomates, y los tuve muy sabrosos. Lo malo fue que su maduración terminó por coincidir con el período en el que estuve de vacaciones, así que la mayoría de los tomates acabaron en la despensa, y luego en el estómago, de la señora de la limpieza, que los agradeció mucho, pero a mí me hubiera gustado probar algunos más.

Este año todo estaba preparado para que, el día 1 de mayo, festivo, se produjera el esperado trasplante de las matas de tomate al bancal: la azada y la pala especial para trasplantes estaban listas, el bancal a punto, los huecos previstos, y hasta una pequeña alambrada para proteger las matas de los gatos y facilitar que las ramas crecieran. Los tutores estaban perfectamente alineados, y nada parecía presagiar otra cosa que una cosecha excelente.

Pero esto se va alargando mucho, así que lo dejaremos para la continuación de esta entrada, porque hoy se hace tarde.

lunes, 21 de agosto de 2023

En la parra

Bélgica vuelve paulatinamente en agosto a la actividad. Las temperaturas desastrosas de la semana pasada han dejado paso a un tiempo primaveral, con temperaturas razonablemente bonancible y, eso sí, chaparrones esporádicos, a veces menos esporádicos de lo que nos gustaría.

Es el momento de echar un vistazo a la cosecha. Quien más quien menos, el fenómeno de la jardinería en Bruselas es frecuente, y no se trata únicamente de jardinería ornamental, sino que muchos bruselenses desempeñan una jardinería mixta, en la que no faltan flores, ciertamente, pero se deja un espacio para cultivos con destino a la cocina, y no a los jarrones.

Entre esos bruselenses con jardín de comestibles me encuentro yo, que llevo un par de primaveras y veranos, al menos mientras lo permite el tiempo, que no siempre, transformando el jardín para ponerlo todo lo posible a mi gusto. Comencé por la operación parra, y aquí tengo que confesarme de que la parra es uno de mis recuerdos de infancia más agradables. He pasado veranos enteros en mi primera juventud en que, las tardes de más bochorno, tomaba un cubo con agua y me acercaba en bicicleta a un caserón deshabitado, propiedad en su día de mis abuelos, donde a la sombra de una parra y de una higuera me dedicaba a la lectura de literatura intrascendente, como novelas de detectives ¿Que para qué era el cubo? Para lavar la fruta que tomaba de la misma parra, o de la misma higuera, y que se convertía en mi merienda. Y así volvía a casa cuando la luz no daba para continuar la lectura y a veces, llevaba a mis padres, en el mismo cubo que ya no tenía agua, algún racimo de uvas o algún higo para hacerme perdonar la ausencia de toda la tarde.

Cuando entramos en la casa de Bruselas, había una parra, pero una parra rastrera, enroscada en una barandilla que conduce de la casa al jardín, y que daba una uva menuda, negra y huesuda, aunque, eso sí, dulce. Por diferencias sobre qué hacer con ella, no fue hasta la primavera del año pasado que no pude tomar decisiones sobre su destino por unanimidad, que es como se deben tomar las decisiones, ¿no? Pero llegó ese momento y, con él, llegaron las primeras obras.

Pues señor, en aquel momento decidió la vecina de pared medianera y de jardín que ya tenía suficientemente visto el seto que divide nuestros respectivos jardines. No era para menos: el seto estaba medio muerto y, a medida que pasaba el tiempo, se veía cómo pasaba de medio a tres cuartos, de manera que daba pena verlo, por una parte. Por la otra parte, lo que se veía a través del cada vez más magro seto eran nuestros respectivos jardines y a quienes, es un suponer, retozaban en ellos o hacían topless. En fin, que me parece que mi vecina quería un poco de intimidad, además de vérsela una persona preocupada por la estética que el seto medianero estaba perdiendo a ojos vista.

Llegamos fácilmente a un acuerdo y se cambió el seto por otro, más o menos por el lugar donde surgía del suelo la parra. Coincidiendo con ello, yo levanté un palo que clavé al suelo para montar una suerte de emparrado primitivo, desenrollé la parra de la barandilla y, con bastante trabajo, la podé de manera que se enredara por los alambres con los que uní los puntos más elevados de esa parte del jardín. La parra se estresó de manera más que evidente. No ya le cambiaban el seto vecino, sino que la cambiaban de sitio, todo lo que a un árbol se le puede cambiar de sitio. Así pues, el año pasado se limitó a echar un par de racimos birriosos, que las avispas devoraron, y a lanzar un par de sarmientos vacíos, pero que eran un inicio.

Este año, sin embargo, libre ya de las cuitas de la primavera y verano precedentes, la parra ha decidido que se iba a dedicar a crecer y reproducirse, y así lo ha hecho. Ha echado ramas a derecha e izquierda, lo cual ya viene a dar una sombra que comienza a ser bastante decente, mientras por otra parte, a su debido tiempo, se ha puesto a producir racimos a troche y moche. En España, la uva de mesa comestible se encuentra ya en agosto. No es así en Bruselas, donde el tiempo es bastante menos caluroso. En el caso que nos ocupa, hasta entrado septiembre no hay esperanza de encontrar uvas con la suficiente maduración como para que no nos hagan torcer el gesto al probarlas.

Dicho esto, la verdad es que este año la sombra de la parra la he disfrutado hasta ahora más bien poco. En realidad, aunque ahora hace buen tiempo, el período que me he esperado en Bruselas hasta empezar a disfrutar de las vacaciones ha sido escaso en sombras, así, en general. Para que haya sombra al aire libre es fuerza que haya sol, y de eso no se ha visto mucho en los primeros días de agosto, en los que sólo en contadas ocasiones he podido apreciar mi propia sombra, cuánto más la de la parra de mis entretelas.

Pero bueno, ya asoman las uvas, gracias al buen tiempo que comienza a hacer, así que espero manipular las uvas como es debido para comer las que estén de mejor ver y hacer mosto con las restantes, antes de que lleguen las avispas y, como tantas veces, se haga tarde, como hoy mismo está sucediendo, así que cortemos esta entrada por lo sano, como en una poda cualquiera, y vayámonos a otros quehaceres que quedan por abordar en este día de hoy.

miércoles, 8 de marzo de 2023

Primavera en Bruselas

El pistoletazo de salida de la primavera en Bruselas, al menos para mí, lo da la camelia de mi jardín: en el momento en que estalla el primer capullo, es señal de que ya estamos en primavera. Y eso ocurrió el otro día, creo que exactamente el 2 de marzo. Es verdad que desde entonces ha hecho un frío del carajo, y que desde anteanoche lleva lloviendo sin parar, pero la flor de la camelia está ahí, así que el que no se consuela es porque no quiere. El tiempo es repelente y nada augura que vaya a venir algo de bonanza... pero la camelia ha florecido, así que algo, una mejora, está en ciernes.

Supongo que la camelia reacciona a la longitud del día y al tiempo que le dé la luz, porque calor, lo que es calor, ha hecho menos del justito desde las Navidades. El caso es que ya la cosa está en marcha, e incluso parece que las temperaturas, que siguen a un nivel al que el grajo vuela bajo, podrían enderezarse dentro de unos días. Si así fuere, que ojalá, incluso tendré camelias en flor en abundancia, a medida que los capullos, que están ahí, agazapados, empiecen a atreverse a abrirse.

El resto del jardín tiene menos prisa que las camelias. Es cierto que se ven brotes verdes en algunas plantas, pero con bastante parsimonia. Y el colmo de la parsimonia son, en primer lugar, el roble que se ve en la foto junto a la camelia, que aún conserva las hojas muertas del año pasado. Hojas muertas, que no secas, porque la lluvia constante las tiene mojadas de manera permanente. En segundo lugar está la parra, que, por experiencia, no va a desperezarse sino hasta entrado abril. A ver si este año, a falta de uvas, que las da escasas, pequeñas y huesudas, da sombra para sentarse a leer cuando, por fin, haga un tiempo que permita salir a disfrutar del jardín.

Igual eso no sucede pronto, porque me he despertado esta mañana y me he encontrado con esta visión al descorrer las cortinas. Todo nevadito hasta la exageración, y yo con estos pelos y, lo que es peor, no teniendo más remedio que ir en bicicleta al trabajo, porque andando no llegaba a tiempo, en coche me iba a jugar la vida sin ruedas de invierno, y en autobús iba a llegar aún más tarde que andando.

En fin, que sí, que tragando saliva (y sapos) he cogido la bicicleta, y mal del todo no ha ido, porque sólo me he caído una vez, cuando un camión de la basura frenó justamente delante de mí y tuve que utilizar el freno delantero. Me mojé los guantes, me congelé las manos, maldije todo lo que se movía, pero no me rompí nada, a Dios gracias, ni siquiera la rodilla sobre la que caí y que era la misma que me tenía parado hasta ayer mismo.

Volviendo al jardín, habría que mencionar los tomates. Pero sobre los tomates y las tomateras tocará escribir otro día, porque hoy no son horas.