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martes, 22 de marzo de 2022

Volvamos a Gembloux

En aquellos tiempos felices en que Europa vivía en paz, es decir, el mes pasado, esta bitácora se estaba entreteniendo por lugares bélico-históricos de las guerras de Flandes. Felipe II, que era a la sazón rey de muchos sitios y, para lo que nos ocupa por aquí, señor de Borgoña, parece que nunca se negó a que las acciones que emprendió contra los rebeldes flamencos se llamaran guerra, a pesar de que los rebeldes flamencos no estaban reconocidos por nadie (de hecho, ni por ellos mismos, hasta el Acta de Abjuración) y se suponía que tenía licencia para darles para el pelo como malos vasallos que eran. Nunca pensó en que las acciones bélicas de los tercios tuvieran que denominarse "operación militar especial" y que llamarlas de otra manera redundara en desdoro de su imagen, pero bueno, es el caso que Felipe II iba a lo práctico y descuidaba los asuntos de mercadotecnia. Putin se ve que intenta cuidar su imagen, pero los resultados creo yo que no están siendo muy convincentes, al menos en lo que respecta a su imagen en el extranjero.

La ciudad de Gembloux, a donde se retiraron en desorden los restos del ejército de los Estados Generales que habían sido batidos por las tropas de don Juan de Austria y de Alejandro Farnesio, se disponía a resistir el asedio español. En aquel entonces estaba debidamente amurallada, por lo que seguramente estaría en condiciones de defenderse por algún tiempo.

Don Juan de Austria no tardó ni un día en asomarse a Gembloux e indicar a su alcaide, que era el abad del monasterio, que haría bien en deponer las armas y dejarlo pasar. El alcaide tuvo un arranque de orgullo y le dijo al hermano del rey que no haría tal cosa. Entonces, don Juan de Austria se puso a disponer la artillería para bombardear la ciudad y, visto eso, el alcaide de Gembloux decidió pensarse mejor su intención de cerrar el paso a los tercios y abrió las puertas de la ciudad a los españoles, a quienes ya no les quedó más que descansar un poco y seguir camino hacia Bruselas, a donde entraron a no tardar.

A pesar de que el papel de Gembloux en la batalla del mismo nombre, pero que más bien tuvo lugar en las afueras de Namur, no fue demasiado destacado, hay un lugar en la ciudad actual que sigue recordando la batalla. Lamentablemente, las actuales autoridades belgas no están muy por la tarea de encomiar las acciones de los españoles que mantuvieron la parte meridional de los Países Bajos fiel a la fe católica; ello es comprensible, por cuanto las actuales autoridades belgas, con todas las excepciones que se quiera, pero que no serán muchas, pasan ampliamente del papel que la religión católica ha tenido en su formación como estado. Así les va, a ellas y al estado.

En Gembloux, existe una capilla en las afueras de la ciudad que recuerda el hecho y que se conoce como Chapelle-Dieu. Se trata de la representada en la foto que ilustra esta entrada y fue erigida por el Archiduque Alberto, primero gobernador general de los Países Bajos y luego soberano de los mismos con su esposa Isabel Clara Eugenia, hija del rey Felipe.

Visitar la capilla está lejos de ser evidente. Cuando me acerqué a Gembloux, con un tiempo manifiestamente mejorable de finales de enero, estaba cerrada a cal y canto, pero entre las rejas y rendijas uno podía hacerse una idea del recinto.

El interior, en particular, es el que se ve en esta foto, con un impresionante Cristo crucificado sobre un altar de mármol. Claro, uno va entendiendo al ver esto por qué no se usa la capilla en absoluto, aparte de por el descalabro del culto religioso por estos pagos. El altar, tal y como está, sólo puede ser utilizado en celebraciones vetus ordo, coram Deo, y no como se hace en la actualidad de ordinario, coram populo. No es de extrañar que el clero belga, tan refractario a todo lo preconciliar, haya desdeñado la capilla y la tenga cerrada al culto y a las visitas, sin dejar más que una rendija para el fotógrafo curioso que, procedente de España, alcanzó a hacer la foto de ahí al lado.

Alguien debe pasar al interior, sin embargo, con el encargo de mantener cierta dignidad en la capilla, porque las flores que se ven en la foto no son postizos, sino flores de verdad que pone y cuida algún sacristán o feligrés con las llaves de los candados que impiden la entrada a todo aquél que acudiere con peores intenciones que cambiar las flores.

Alrededor del edificio principal de la capilla hay un pequeño jardín donde no crece más que hierba pura y dura y que, sin llaves que abran los candados, es inaccesible por medios que no sean el asalto a los muros de la capilla. Y he aquí que, ya sea observando desde las alturas vecinas, ya sea arrimando el rostro a las rejas de hierro que cierran el paso al visitante, se atisba una placa conmemorativa.

Lamentablemente, la placa ha conocido mucho mejores tiempos y hoy está a pique de perderse a causa de la humedad y el moho. No obstante, todavía se puede leer bastante bien el mensaje, que reza como sigue:

Cette chapelle a été érigée en souvenir de la défaite des gueux par Don Juan d'Autriche dans la bataille qu'il leur livra ici le 31 janvier 1578.

O, en castellano:

Esta capilla fue erigida en memoria de la derrota de los mendigos por Don Juan de Austria en la batalla que él les dio aquí el 31 de enero de 1578.

Como casi todo el mundo sabe, "los mendigos" es el apelativo que se daba a los rebeldes, que ellos después tomaron a gala y adoptaron como suyo. Contra lo que se cree comúnmente, no fueron los españoles los que llamaron mendigos a los rebeldes, sino que el origen del término hay que atribuírselo a un noble flamenco bastante zumbón, Charles de Berlaymont, que era consejero de la gobernadora Margarita de Austria y que no contaba con la diplomacia entre sus virtudes.

En fin, que esto es lo que queda en Gembloux en recuerdo de la destrucción del ejército rebelde y de una de las actuaciones más notables de los tercios, hasta el punto de que el día de la batalla ha quedado como día de los tercios españoles y da nombre a una asociación que tiene por objeto fomentar el conocimiento sobre los mismos. Ya se ve que este hecho no tiene la misma importancia para los propios mandamases de Gembloux, que no están por la tarea de fomentar el turismo militar para ver el escenario de una batalla que, me da a mí en la nariz, más consideran una derrota que otra cosa.

lunes, 31 de enero de 2022

Gembloux

Ahora que hay días de todo lo divino y, lo que es peor, de todo lo humano, el 31 de enero es el Día de los Tercios ¿Y por qué el 31 de enero? Pues porque el 31 de enero, pero de 1578, hace exactamente hoy 444 años, tuvo lugar la batalla de Gembloux, en la que los tercios españoles, y de otros lugares de la Monarquía Hispánica, se enfrentaron a un nutrido ejército levantado por los Estados Generales de Borgoña, que venían con muy malas intenciones, pero escasa pericia, a expulsarles del oriente de lo que hoy es Bélgica, que era por donde se aproximaban los tercios hacia Bruselas.

La cosa venía de antiguo. Supongo al lector familiarizado con la rebelión flamenca de 1568, y de cómo el duque de Alba ejecutó una solución militar con mucho éxito... militar. El rey Felipe II se convenció de que quizá había que llevar a cabo una política más comprensiva, y sustituyó al duque por Luis de Requesens, que era amigo personal suyo, porque se habían criado juntos, y que era una excelente mezcla de diplomático y militar, que se había distinguido en las Alpujarras y Lepanto. La cosa no salió bien, porque la situación estaba demasiado enrarecida y porque las tropas españolas empezaron a ser objeto de emboscadas (y no sólo por parte de los protestantes, sino también de los católicos), lo cual, junto con la crónica falta de pagas y una de las bancarrotas españolas, les llevó a cosas como el saco de Amberes, que la leyenda negra ha contribuido a que todos creamos que la culpa exclusiva era de las tropas españolas, sin que se diga muy alto (ni muy bajo) todas las guarradas que las autoridades amberinas habían perpetrado contra los españoles antes del saqueo. Pero de eso ya tocará escribir en otra ocasión.

Y por un tercer factor, que era la pésima salud del gobernador, ya desde hacía tiempo, que le llevó a la tumba, a los cuarenta y siete años, en marzo de 1576. La interinidad en que quedaron los intereses españoles no benefició nada a su posición, hasta que el rey nombró gobernador general a un peso pesadísimo de entre quienes tenía a su disposición: nada menos que a su hermanastro, el de la foto, don Juan de Austria, el vencedor de las Alpujarras y de Lepanto, donde ya se había encontrado, obviamente, con su antecesor Luis de Requesens.

Desde el punto de vista de quien conoce la historia posterior, nada más fácil que decir que don Juan de Austria pecó de pardillo (también es cierto que estaba a punto de cumplir treinta años). Para pacificar los ánimos, consintió en que los tercios salieran de aquel avispero, pero lo que consiguió fue que los Estados Generales se declararan en abierta rebelión, habida cuenta de que el gobernador carecía de tropas con las que hacerse respetar. Don Juan de Austria vio que la cosa se ponía chunga, y se replegó a las zonas que le eran leales, Luxemburgo y Namur; desde allí esperó el retorno de los tercios, que efectivamente empezaron a movilizarse de vuelta, encabezados por un general que no tardaría en hacerse conocido, Alejandro Farnesio, que por cierto era sobrino suyo, además de compañero de estudios. Como paso preliminar para la ofensiva, el ejército hispánico se acantonó en Namur.

Los Estados Generales levantaron un ejército numeroso, de veinticinco mil soldados, con un gran contingente de mercenarios, y lo lanzaron contra los tercios. El encuentro se dio en ¿Gembloux?

Pues no está claro del todo. Sí que está claro el transcurso de la batalla, que fue una victoria por goleada de las tropas españolas. Una avanzadilla española que había ido de inspección trabó contacto con el enemigo. Cuando el jefe de la caballería, Octavio de Gonzaga, le ordenó retroceder, de forma quizá un poco brusca, el jefe de las tropas avanzadas dijo cabreado que él era español y no retrocedía, es decir, la bravuconada típica de la época. En lugar de arrestarlo, Alejandro Farnesio dobló la bravuconada, movilizó a la caballería de la que disponía, unos dos mil jinetes, se puso al frente de la misma y resultó que desbarató completamente a la caballería de los Estados Generales, que se puso en fuga y arrasó en la huida a su propia infantería. A partir de ahí, la persecución que se produjo deshizo completamente el ejército de los Estados Generales, muchos de cuyos componentes no tenían muy claro por qué luchaban y estaban incómodos con la presencia de herejes entre sus filas, siendo ellos católicos.

Don Juan de Austria regañó -pero sólo un poquito- a Alejandro Farnesio, por haberse puesto en peligro como soldado, cuando el rey lo había enviado a Flandes como general. Luego los dos enviaron sendas cartas a Felipe II elogiando la actuación del otro.

Los rebeldes se refugiaron en la ciudad de Gembloux, efectivamente, a donde llegó poco después el ejército español, al que no le costó gran cosa tomarla. El resto de la campaña es otro asunto, pero concluyó con el fallecimiento por tifus de don Juan de Austria en octubre del mismo año de 1578, a quien sucedió como gobernador general el propio Alejandro Farnesio, de quien ya hemos hablado alguna vez en esta bitácora como de quien hubiera concluido con la rebelión de los Países Bajos, si no le hubieran obligado a hacer demasiadas cosas con los medios que tenía a su disposición.

La duda, con respecto a esta acción, en la que los tercios consiguieron eliminar un ejército entero sin más que unas pocas decenas de bajas, reside en saber dónde estuvo en realidad el campo de batalla. Parece indudable que fue al sur de Gembloux, pero no hay una idea exacta de dónde fue exactamente. He leído que, en realidad, donde seguramente tuvo lugar fue cerca de un lugar llamado Temploux, que se pronuncia casi igual y que hoy es una pedanía de Namur situada a unos pocos kilómetros de lo que entonces ya era el centro de la ciudad. Parece verosímil que la retirada desordenada del ejército de los Estados Generales les llevase a Gembloux, que está a pie a doce kilómetros totalmente llanos de Temploux, como primera plaza fuerte donde lo que quedaba de la tropa pudiera refugiarse después de los sopapos que se había llevado.

En todo caso, la victoria tuvo una gran resonancia, minó la moral de los Estados Generales y preparó la vuelta de todo el sur de los Países Bajos a la obediencia del Rey de España. No es extraño que su aniversario sea conmemorado como Día de los Tercios.

Pero, ¿qué hacemos aquí, entonces? Nada útil, así que toca desplazarse al teatro de las operaciones y ver qué hay por allí.

Ahora bien, tocará hacerlo otro día, porque hoy se hace tarde.

domingo, 3 de marzo de 2019

Breda

Después de visitar Bolduque y Empel, puntos fuertes de la resistencia católica en la guerra de los ochenta años, tocaba pasar a un baluarte protestante, como era la ciudad de Breda, que en España siempre pronunciamos llana (Bréda), cuando en neerlandés la pronunciación es más bien aguda (Bredá).

Sea como fuere, si Breda se conoce en España es por el cuadro de Diego Velázquez que celebra el momento en que la plaza, mandada por Justino de Nassau, hermano del estatúder, se rinde a los tercios españoles al mando de Ambrosio de Spínola. También conocido como "Las lanzas", por razones obvias.

Cuando uno se acerca a Breda, lo primero que advierte es que el centro de la ciudad no es muy grande, lo cual la diferencia de otras ciudades que han pasado por estas pantallas y, muy notablemente, de Bolduque, objeto de la última visita. Breda es mucho menor, pero no cabe duda de que su defensa en el famoso asedio de 1624 debió ser dura. Spínola era un especialista de los asedios, y ya se había distinguido en el de Ostende, antes de la tregua de 1609, que logró tomar tras varios años a pesar de no tener el dominio del mar. Que Justino de Nassau pudiera aguantar todo el tiempo que lo hizo tiene mucho mérito, a pesar de que el centro de la ciudad está rodeado por un foso, y no hay duda de que en los siglos XVI y XVII había una muralla, de la que queda aún hoy algún resto. Se sabe que otros soberanos enviaron a sus embajadores, que hoy llamaríamos agregados militares, para que tomasen nota de las técnicas poliorcéticas de Spínola, el cual no tuvo el menor inconveniente en aceptarlos y prodigar sus enseñanzas hasta que la ciudad cayó. Las tropas españolas reconocieron el valor de los defensores y les permitieron desfilar armados.

Cuando uno pasa al centro, lo primero que ve es un embarcadero, en el cual hay fondeada una barcaza que lleva el evocador nombre de "Spínola", señal de que a los bredenses de hoy no les molesta demasiado el nombre de quien tomó la ciudad, cierto es que no por mucho tiempo, porque pocos años después, con los tercios ocupados en múltiples frentes, y con el ejército de las Provincias Unidas mucho más bregado por los años de lucha, Breda volvió a perderse para el Rey, y así siguió hasta hoy.

Breda es uno de los lugares emblemáticos de los Nassau. No es donde están enterrados la mayoría de ellos, porque, cuando falleció asesinado el primero de ellos, Guillermo el Taciturno, Breda estaba en manos españolas y se decidió enterrarlo en Delft, donde sigue y donde, ya puestos, fueron enterrados todos los demás. Sin embargo, Breda había sido la cuna de los Nassau, y señal de ello es su enorme catedral, hoy convertida en museo y llena de objetos de la actual familia real.

La catedral está desacralizada. Tras la última conquista, fue arrebatada a los católicos y pasó a los protestantes, que tampoco la han logrado mantener hasta nuestros días. Se habla mucho de la enorme crisis del catolicismo en los Países Bajos, y ciertamente es enorme, pero da la impresión de que la del protestantismo es todavía mayor. En el centro de Breda, sólo con mucho esfuerzo logré ver un templo luterano, pequeño y vacío, mientras que la catedral católica de San Antonio, un bonito templo neoclásico del siglo XVIII, estaba tranquilamente abierta al culto, así como la iglesia del Beguinaje, que suele traducirse al castellano como beaterío. Pero del beaterío podemos hablar más adelante.

De momento, el centro de Breda estaba animadísmo. Hacía sol, y parece que a todo el mundo le había faltado tiempo para salir a la calle a tomar algo. Las terrazas estaban atestadas, la música sonaba desde varios lugares, y nosotros entrábamos aquí y allá curioseando. Cierto es que la cocina holandesa no es especialmente renombrada, y yo diría que con razón. Esa costumbre de tomar una especie de tapa de la pared y de la calentarla de mala manera no acaba de convencerme, pero, vaya, a esta gente le va mucho más lo práctico que lo de dar gusto al paladar, y nosotros no dejábamos de estar de visita, de manera que tocaba acoplarse.

Al final, fuimos siguiendo las rutas recomendadas para dar un paseo, nos paramos primero en una terraza junto a la catedral, entramos en ella a ver el museo, seguimos caminando, nos paramos a tomar algo salido de la pared (sí, es lo que hay...) y luego ya nos acercamos al beguinaje. Intentamos acercarnos al castillo fortificado, pero actualmente está en servicio como academia militar, y no es cosa de intentar una visita, a sabiendas de que son muy limitadas y desde luego no tienen lugar un sábado por la tarde.

Como pasa en todos los beguinajes (que a partir de ahora voy a llamar beaterío, como parece que está mandado), aquí el tiempo lleva otros derroteros y parece que pasa más lentamente, pero eso es sólo en el beaterío. En mi escritorio, donde estoy escribiendo esta entrada, el tiempo corre que se las pela, hoy se hace tarde, y mañana hay que madrugar, así que toca cerrar la pantalla y dejar el beaterío para la próxima ocasión.

miércoles, 20 de febrero de 2019

Empel

Si hay algún sitio que todo español que pase cerca deba visitar, ese sitio es Empel. Lo ideal, claro, es hacerlo un 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción, pero, a falta de otra ocasión mejor, cualquier día vale. El caso es ir.

En Empel se produjo un milagro que salvó a las mejores tropas españolas de una derrota segura. Vamos, hay quien trata de buscar explicaciones naturales al milagro de Empel, pero los relatos del suceso muestran que la helada fue insólita para la época del año, pero casi más insólita todavía fue la velocidad a la cual se descongeló el hielo, que únicamente estuvo presente el tiempo justo para permitir escapar a los dos tercios cercados por los herejes, y cuya pérdida hubiera puesto en gravísimo aprieto a Alejandro Farnesio, gobernador de los Países Bajos y, seguramente, el mejor militar de su época y que tal vez hubiera terminado con la guerra si Felipe II no lo hubiera requerido para demasiados menesteres al mismo tiempo.

Empel es un pueblecito situado, en 1585 y ahora, en las afueras de Bolduque. Para ir al lugar exacto de la batalla, hay que ir a Empel Viejo (Oud-Empel), lugar difícil de encontrar en la actualidad, por mucho GPS y navegador que ayuden al viajero. Empel (Nuevo) es un pueblo moderno y relativamente populoso, mientras que Empel Viejo es un lugar bastante inaccesible rodeado de caminos cortados y al que se llega tras dar más vueltas que una peonza. Pero, lo que es llegar, se llega.
Los actuales habitantes de Empel Viejo no parecen muy interesados en divulgar los atractivos turísticos del lugar. Da la impresión de que son gente adinerada que tiene casas notables y que usan para descansar, no para recibir visitas. Como holandeses que son, tampoco parecen muy orgullosos de lo que sucedió allí en 1585, que, al fin y al cabo, desde su punto de vista es una victoria de los malos. Además, la Segunda Guerra Mundial está mucho más cercana que las guerras de Flandes, y un recordatorio de los caídos durante la primera ha surgido con el propósito probable de difuminar lo sucedido en la segunda.

Sin embargo, Empel continúa siendo sobre todo un lugar de peregrinación de españoles, y más en particular la pequeñísima capilla de la Inmaculada Concepción que allí se ha erigido y donde hay un libro de visitas en el que, por supuesto, dejamos nuestra anotación. Hojeé un poco el libro, y prácticamente no había semana en la que no hubiera habido anotación, prácticamente todas en castellano.
No podía faltar la cruz de Borgoña en fondo blanco, la bandera bajo la cual lucharon los tercios que allí se libraron de una buena.

La crítica moderna se devana los sesos tratando de encontrar una explicación racional al milagro. Dicen varios que, muy probablemente, la tabla flamenca que encontró aquel soldado fue tan "oportunamente" encontrada, que podría pensarse que algún oficial la hubiera tenido entre sus bagajes y, para enardecer a una tropa muy desmoralizada, la hubiese enterrado en donde se pudiese hallar milagrosamente. Sea.

También se dice que, si bien no había helado antes un 8 de diciembre, no debe considerarse extraordinario que se levantase frío en tales fechas. Después de todo, no estamos hablando de julio, sino de diciembre, que es un mes de invierno, y en 1585 nos estábamos aproximando a la pequeña edad de hielo, de modo que, por infrecuente que se quiera el fenómeno, tampoco es como para tildarlo de milagroso. Sea.

Pero, repito y repetiré lo que sea menester, para lo que ya no hay explicación racional es para el fenómeno del deshielo que se produjo en cuanto los soldados españoles se pusieron a salvo. Los que lo hemos vivido sabemos que el deshielo, en particular si el hielo es de tal espesor que permitió a la tropa atravesar a pie la distancia que les separaba de Bolduque, es un fenómeno que se dilata no durante días, sino más bien durante semanas. Sin embargo, está certificado que el hielo se derritió en cuestión de horas, hasta el punto de que los buques holandeses pudieron volver a ocupar el canal casi inmediatamente, pero, ¡ay!, ya sin poder copar a los españoles.

En todo caso, se puede decir que de allí salió la Inmaculada Concepción como patrona de la infantería española, y así sigue hasta hoy y esperemos que por mucho tiempo, cosa que dependerá de que quienes tengan mando en plaza conozcan y, lo que es más, aprecien nuestra historia.

Entretanto, nosotros dejamos Empel y nos dirigimos a nuestro siguiente destino, teatro de una hazaña aún más conocida que la de Empel, aunque seguramente menos meritoria, y que fue inmortalizada por uno de nuestros mejores pintores, si no el mejor.

Tocaba el turno de Breda.