sábado, 26 de septiembre de 2020

La Pantera Rosa

Todo el que haya seguido esta bitácora desde su inicio, o desde cuando sea, se habrá percatado de que me gusta la Pantera Rosa. En los primeros años, includo puse la banda sonora de Mancini como música de fondo, y sólo la quité cuando una serie de lectores, hasta las narices de la misma, me lo suplicaron. Como yo mismo corría el riesgo de acabar detestando una melodía que, en principio, me encanta, les hice caso, y creo que hemos salido ganando.

En efecto, la Pantera Rosa me encanta. Tengo toda la serie con Peter Sellers y Blake Edwards, un montón de películas de dibujos animados, mi avatar es una pantera rosa con boina roja y gafas oscuras, e incluso el fondo de pantalla de mi escritorio en el ordenador es de color rosa. De hecho, lo primero que hago en cuanto instalo un sistema operativo es cambiarle el fondo de pantalla y ponerlo en rosa. Creo que la única excepción es la textura de camuflaje que verá el lector en el fondo de esta misma pantalla, y que también tengo en mi teléfono móvil, y eso que algún lector me hizo saber en su día que no les gustaba nada y que hacía la bitácora difícil de leer. Ahí ya me planté, como podéis comprobar fácilmente.

En Valencia, la Pantera Rosa, además de todo lo anterior (y de Toni Kukoc), es una fuente pública que todo el mundo conoce y que está situada a la entrada al centro desde el sur. Es un poco difícil no verla, porque es enorme y, de hecho, está representada en la foto que ilustra esta entrada. Se supone que el lugar en el que se la ubicó se llama plaza de Manuel Sanchis Guarner, pero nadie en Valencia, absolutamente nadie, sabe dónde está esa plaza; en cambio, preguntas por la Pantera Rosa y no hay ningún problema en que te indiquen cómo llegar.

La escultura tiene una historia curiosa, y más vale que el lector, si busca más información, no haga mucho caso de las reseñas de los guías locales de Google. De hecho, acabo de leer a uno que escribe, así, con aplomo, que es una obra del escultor Calatrava, y se queda tan pancho. De momento, Santiago Calatrava, aunque se las dé de artista, no es escultor, sino arquitecto; y desde luego no es el autor de la Pantera Rosa, porque lo es Miquel Navarro, también valenciano, como el mismo Calatrava, pero al que sería injusto privar de lo que es suyo, aunque su obra no deje a nadie indiferente.

Con Miquel Navarro o, mejor dicho, con su obra, he tenido un encontronazo reciente. Bueno, en realidad he tenido dos. El primero fue en agosto, en Valencia, cuando visité el IVAM con mi hija Ro. Ro ya no es la niña de cinco años que aparece en la segunda entrada de esta bitácora, claro, aunque creo que aquella entrada la sigue retratando perfectamente. Sin embargo, aunque ahora es una real moza de diecinueve años, por la que supongo que beberán los vientos sus compañeros de universidad, no deja de ser mi hija, y hay cosas a las que un padre, qué le vamos a hacer, tiene reparo. Y una de esas cosas es entrar en lugares calificables de pornográficos. No sé si durarán mucho, pero aquí hay una descripción de lo que es capaz Miquel Navarro, artista fálico donde los haya y capaz de hacer ruborizarse al palo de una escoba. Entramos, pues, en la sala del IVAM que alberga la colección que Miquel Navarro ha cedido al museo. Afortunadamente, Ro debió percibir el rictus torcido que se me puso nada más echar un vistazo a las obras que adornaban la estancia, de manera que no duramos mucho en ella. El resto del museo, como todos, es opinable, y yo estoy convencido de que ha conocido mejores tiempos, pero, al menos, no era directamente inmoral.

El segundo encontronazo con la obra de Miquel Navarro lo tuve una vez retornado a Bruselas. Decidí acercarme a una librería donde podría encontrar un manual de neerlandés (sí, sigo con el neerlandés, aunque sea de manera telemática), y me despisté un poco, con lo que aparecí a unos doscientos metros de la librería, en una plaza que me llamó fuertemente la atención, no por su majestuosidad ni por su belleza sublima, sino por la fuente que había delante de mis narices, y que estaba seguro que había visto en algún sitio.

Efectivamente, era la prima de la Pantera Rosa. La semejanza era tan evidente, que no pude menos que indagar un poco y, sí señor, el autor de la fuente, en una plaza perdida de Schaerbeek, región de Bruselas, era el mismísimo Miquel Navarro. De Mislata a Schaerbeek, nada menos.

Dejaré para otra entrada la recepción que la obra de Miquel Navarro ha tenido en Schaerbeek. El valenciano, como es bien sabido, tiene una bien ganada fama de meninfot, es decir, que nos da todo un poco lo mismo con tal de que lo más íntimamente nuestro no nos lo alteren. Así nos va, por otra parte.

El habitante de Schaerbeek no tiene esa fama, quizá porque, tras los cambios que ha sufrido en los últimos decenios, Schaerbeek se ha convertido en un municipio enormemente multicultural que no acaba de digerir la inmigración que ha recibido y que ha terminado por perder la personalidad que hubiera tenido y no llegar a adquirir otra. Pero eso lo veremos en la próxima entrada, porque hoy se va haciendo tarde.

viernes, 11 de septiembre de 2020

De Brabante a Borgoña

A pesar de mis buenos deseos, se echa de ver que durante mi estancia en España no he escrito una sola línea, y no es para menos. Fuera de que mi conexión a Internet es esporádica y poco estable, me he dedicado a otro tipo de menesteres, como un poco de turismo interior y ver a la familia, que, con tanto confinamiento, ya los pequeños de la casa ni me recordaban.

Pero, ya de vuelta, y tratando de superar el bajón que constituye la vuelta a la rutina, voy a seguir con los trabajos en la bitácora, esperando que los lectores que quedan a la misma no hayan salido espantados de la indigestión que puede suponer la lectura del fuero de Cortenberg en neerlandés medieval.

En los gloriosos tiempos de Juan el Victorioso nadie diría que a la estirpe de los duques de Brabante les quedaba poco tiempo más de existencia, pero así era sin embargo, como vamos a ir viendo en las próximas entradas de esta serie. Sucedió a Juan II su hijo, Juan III, que gobernó el ducado desde la muerte de su padre en 1312 hasta la suya propia, en 1355, que ya es un período más que decente. A diferencia de su padre, el Pacífico, y más a semejanza de su abuelo el Victorioso, Juan III se pasó su gobierno dándose de tortas con todo el mundo en un contexto de penuria económica extrema, y buena prueba de lo necesitados que estaban los duques de Brabante es la mera existencia del fuero de Cortenberg, que les dejaba con muy poquito margen de maniobra si querían pagar sus deudas. Vamos, que iban sobrados de títulos y honores, pero no de peculio con el que hacer frente a los gastos derivados de mantener el prestigio y el boato que venía aparejado a ellos.

Por si fuera poco, nos estamos acercando a uno de los períodos más complejos de la Edad Media en esta zona del mundo: la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, que obligó a los brabanzones a tomar partido y a cuidar mucho de cómo hacerlo, porque las tornas de esa guerra cambiaron en numerosas ocasiones (si no, a santo de qué iba a durar cien años, que en realidad fueron algunos más) y, el que se equivocaba de bando, corría riesgo cierto de desaparición.

Juan III era medio inglés, como hijo de la princesa Margarita de Inglaterra, de manera que no es extraño que tomara el partido de la nación de su madre. Sin embargo, Francia, y más en particular su rey, Felipe VI de Valois, decide darle donde más le duele, confiscando los bienes de los brabanzones en Francia, cosa que en Bruselas gustó menos que poquito. Los burgueses bruselenses deciden buscar un culpable y, como al rey de Francia no llegan, prefieren buscar un culpable a quien le puedan hacer cosquillas al menos. Efectivamente: su propio duque, que se ha aliado con los ingleses, el muy torpe. La revuelta es de aúpa y, aunque Juan III la sofoca como puede, decide llevarse un poco mejor con el francés y se dedica a casar a sus hijas con personajes francófilos de la zona.

A sus hijas, sí, porque sus hijos varones fueron palmándola uno tras otro antes que su padre. A su hijo segundo, Enrique, en esta política de acercamiento a Francia, lo casó incluso con la hija del rey de Francia, Juana, pero la palmó sin hijos en 1349. La hija del rey de Francia, ya viuda, pasó de duquesa de Brabante a reina de Navarra al casarse con uno de los personajes más turbulentos de este período, el rey de Navarra Carlos el Malo. Como Juana era hija de Juan II el Bueno, y parece que ambos personajes merecían sus apodos respectivos, el contraste debió ser importante para la pobre mujer.

Pero estábamos en Brabante, no en Navarra. Juan III falleció en 1355 sin que le sobreviviera ningún hijo varón legítimo (de los bastardos iba sobrado), así que la línea legítima de Brabante se extinguió con él. Como curiosidad, la línea bastarda ha llegado hasta nuestros días a través de Juan Brant de Brabante, bastardo suyo, a quien su padre ennobleció con diversos señoríos de fuste relativamente escaso. Con el tiempo, parece que algún descendiente incluso hizo borrar la barra de bastardía del escudo, pero eso es otra historia.

La nuestra nos lleva a Juana de Brabante, hija de Juan III y sucesora suya entre, nada menos, 1355 y 1406. Y al documento fundamental para el Derecho Público brabanzón hasta la Revolución Francesa, es decir, la llamada Alegre Entrada (Joyeuse Entrée en francés y Blijde Inkomst en neerlandés), un documento que incluso tiene calle en Bruselas. Vamos, como las plazas de los fueros que se ven en las ciudades españoles que los tuvieron.

Pero eso le tocará a otra entrada, porque esta se está alargando demasiado.

lunes, 7 de septiembre de 2020

Zona roja

Desde hace unos días, España entera se considera en Bélgica como zona roja, como si los republicanos hubieran ganado la Guerra Civil. Es posible que el actual gobierno español, de estructura similar al del Frente Popular de 1936, permita establecer paralelismos en este sentido, pero lo que está detrás es la evolución de la pandemia en España. Y es que la razón de esta colorida calificación consiste en el sistema que el gobierno belga utiliza para controlar los movimientos de quienes atraviesan la frontera belga, en uno u otro sentido. El gobierno belga, pues, ha instaurado un sistema semafórico, y divide el globo terráqueo en zonas verde, naranja y roja. Con las zonas verdes no tiene problema alguno, con las zonas naranja tiene algunas reticencias, y emite recomendaciones de guardar cuarentena y hacerse pruebas (pero sólo son recomendaciones). Con las zonas rojas no hay piedad: si has estado allí en los últimos catorce días, debes guardar cuarentena obligatoria y hacerte pruebas (se supone que a tu costa y, si no, no haber ido, se siente). Más te vale tener ayuda o vituallas para dos semanas.

Cuando me fui a España, los belgas la habían hecho multicolor. Había zonas verdes, zonas naranja y zonas rojas, como las provincias de Barcelona y Lérida, el País Vasco, la Rioja, y alguna otra, pero yo no pensaba pasar por ninguna de ellas. Lo que a mí me interesaba, que era Madrid y Valencia, estaba en zona naranja; pero fue salir de Madrid (por donde pasé lo justito para aterrizar y tomar la A-3) y ponerla los belgas en zona roja, como si el general Miaja hubiera vuelto a resistir a los nacionales.

En el Reino de Valencia, los belgas se contuvieron de momento. Valencia y Castellón eran zona naranja, cosa que a los valencianos no sólo no nos importa, sino que nos llena de orgullo y satisfacción, porque el naranja, y la naranja, son cosa nuestra. Alicante seguía de verde, aunque pasó rápidamente a naranja, porque en España dejó de haber zonas verdes en absoluto. Pero, ha sido volver a Bruselas, justo a tiempo, y ya tenemos toda España de rojo. Un poco más, y me hubiera tocado catorce días de confinamiento riguroso (menos mal que dispongo de vituallas y, gracias al jardín, incluso de productos frescos), y pruebas obligatorias.

A todo esto, allá donde yo he estado en España, y contagios aparte, la gente, en general, llevaba la mascarilla puesta a rajatabla y yo no sabría decir de dónde viene tanto contagio. En Bruselas, donde el número de contagios se ha desbocado a niveles próximos, si no superiores, a los españoles, es obligatoria la máscara desde mitad de agosto, a no ser que estés haciendo deporte o trabajando en el tajo, con lo cual esperaba yo una disciplina más o menos razonable al volver de las vacaciones.

Que si quieres arroz, Catalina.

Aquí la mascarilla, no diré yo que no se la pone nadie, porque tampoco sería verdad, pero sí que hay amplias capas de la población que la ignoran completamente, así como ignoran completamente la distancia social y que hay virus en este mundo. El sábado, poco después de volver, salí al bosque a trotar un rato, obviamente sin mascarilla, porque estaba haciendo deporte. Me encontré con la sorpresa de que alguien, no sé quién ni quién le dio permiso, había organizado una carrera.

¡Una carrera! En España, y en Valencia más en concreto, absolutamente todas las carreras se han suspendido hasta nueva orden, incluyendo auténticos símbolos icónicos como el Gran Fondo de Siete Aguas; y ojo, estamos hablando de Valencia, donde la afición a correr es enorme y cada fin de semana, prácticamente todo el año, puede uno elegir entre varias carreras populares. Este año, el Covid ha hecho añicos todo esto, porque guardar la distancia social en una salida de una carrera a pie (y en una meta, y en buena parte del recorrido) es absolutamente ilusorio. Pues van los belgas y, para chulos ellos, se montan una carrera en pleno pico de rebrotes.

No tengo ni que decir que mascarilla no llevaba ni uno, y que, si guardaban la distancia, era a veces y porque no podían acercarse a quien fuera delante por falta de resuello, no de ganas. Ni siquiera se habían molestado en cortar caminos, lo cual ya me indica que muy oficial no tenía que ser aquello; seguí con ellos un rato hasta que, a Dios gracias, tomaron por una trocha diferente de la mía y seguí por mi cuenta. Joroba, hasta una tienda de avituallamiento habían plantado poco después.

Si ya los corredores demostraban un índice de lucidez manifiestamente mejorable, lo de las patrullas caninas es para echarles de comer aparte. A los perros, claro, pero también a los dueños.

Ya dando la vuelta hacia casa, me encuentro con un nutrido grupo de perros con sus dueños, que evidentemente se reúnen los sábados por la mañana para pasear en manada. No tengo nada en contra de semejante afición, y más si se ejerce en el bosque, en que hay sitio para todos... menos por donde pasan ellos. Formaban un grupo tan compacto que no me dejaban pasar, cosa que normalmente hubiera podido hacer sin problemas si ellos hubieran guardado el metro y medio de distancia al que están obligados. Tururú. Y la mascarilla, otro tururú. Ni los dueños llevaban mascarilla, ni sus dueños bozales, ni me prestaban la menor atención cuando les pedía paso. Tentado estuve de simular que tosía.

En fin, que en Bruselas el índice de contagios está tan desbocado como pueda estar el español, y un alto porcentaje de la población passsssa ampliamente de la obligación de respetar la distancia social y no digamos de llevar mascarilla, ante la indiferencia de la policía, que sólo está por lo visto para multar coches mal aparcados. Han abierto los colegios, y la única medida que se ha adoptado es que los alumnos y profesores deben llevar mascarilla; por lo demás, clases abarrotadas y obligación de asistir. El otro día sorprendí a un grupo de adolescentes con sus mochilas sentados a la entrada de la casa del vecino, con las mascarillas protegiéndoles el codo, abrazándose y compartiendo patatas fritas ¿Quién habrá sido el iluso que pensó que los chicos iban a llevar la mascarilla un solo minuto al salir de clase?

Pero la zona roja somos nosotros.