sábado, 27 de septiembre de 2025

Ladrón de bicicletas (III): Un islote en tierra de herejes

Después de no mucho rato de escudriñar por internet, hice un descubrimiento sorprendente.

- ¡Abi, sí que hay una iglesia católica en Roskilde!
- ¿Sí?

Teniendo en cuenta que Copenhague está a sus buenos treinta kilómetros de Ørædessenår y Roskilde a unas cuantas paradas de autobús, descubrir esto constituía un logro de envergadura. Bueno, para mí; para Abi, no lo tengo tan claro.

- ¡Y hay misa mañana a las nueve y media! Incluso hay misa en inglés una vez al mes.
- ¿A las... nueve y media?
- ¡Sí! ¿Me acompañas?
- Bæh... - como vimos, "bæh" no es una interjección danesa, sino un signo de que quien la pronuncia no está nada convencido y no puede decir que sí sin mentir, pero no le parece adecuado decir directamente "de ninguna manera", que es, sin embargo, lo que le pediría el cuerpo.

Si ya de por sí Abi no se ha distinguido jamás por las ganas de madrugar, hacerlo un domingo ya pasa de castaño oscuro. Me temo que su práctica religiosa es esporádica en el mejor de los casos y que la dispersión de las iglesias católicas danesas no contribuye a hacerla más frecuente, pero allí estaba yo para descubrirle un templo próximo. Por cierto, ya tiene narices que tenga que desplazarme desde Bruselas para enseñárselo, cuando ella lleva dos años dando tumbos por el país.

Ørædessenår está pésimamente comunicado y más en fin de semana. Pasa un autobús cada hora, y gracias. Me levanté a las ocho de mi incómodo colchón hinchable, hice un intento, que se quedó en eso, de que Abi me acompañara y, tras una ducha y un desayuno frugal, a las ocho y media estaba en la parada de autobús, que cogí por los pelos, porque, aunque se suponía que debía pasar a las ocho y treinta y cinco, se ve que esos horarios son indicativos y que, si no hay nadie en las paradas, el conductor acelera y pasa de horarios. Vamos, yo entiendo que, si te toca el turno del domingo por la mañana, estés enfadado con el mundo, pero la carrera innecesaria que tuve que emprender tampoco era plato de gusto.

En el autobús, efectivamente, no había nadie, y hasta Roskilde no subió más que una persona y gracias. Me bajé en la estación de Roskilde y caminé un cuarto de hora hasta la iglesia de San Lorenzo, que es la representada en la foto que ilustra esta entrada. Normalmente, en los países en las que los católicos somos una minoría, los templos católicos suelen ser pequeños. Éste, sin embargo, es bastante grande. Fue construido a principios del siglo XX, supongo que en un momento de auge de la propagación del catolicismo en los países en donde no estaba presente. La Catedral de Moscú, por ejemplo, otro lugar minoritario, es exactamente de la misma época.

Efectivamente, el tipo de fieles no varía demasiado del que se podía encontrar en Moscú. Más o menos la mitad de los asistentes a misa debían ser daneses de origen, mientras que la otra mitad serían de origen extranjero. Me pareció ver bastante filipinos. Dinamarca, aunque no lo parezca y sus gobiernos sean más bien de izquierdas, es un país bastante restrictivo con la inmigración externa a la Unión Europea (a la que viene de otros países miembros no tiene más remedio que soportarla). El templo, no en vano era misa mayor (højmesse en vernáculo), estaba bastante lleno. Misas no hay muchas. También es verdad que encontrar sacerdotes daneses o capaces de decir misa en danés debe ser difícil. Por la página web, creí deducir que el párroco es polaco y el coadjutor iberoamericano. Éste era el que dijo misa, en un danés que me pareció enormemente fluido, pero claro, yo danés no hablo. Ya me gustaría, y estoy seguro de que si me dejaran tres meses, y no un fin de semana, triscando por estas tierras, por lo menos llegaría a chapurrearlo.

Fue una buena experiencia, en todo caso. A la vuelta, perdí el autobús por un par de minutos, me negué a esperar una hora e indagué cómo podía volver por mis propios medios, esto es, a pata, a Ørædessenår. Para mi sorpresa, y ya iban dos, en lugar de seguir la ruta del autobús, había un precioso camino entre el bosque y la vía de tren que llevaba en relativamente poco tiempo a mi destino. El camino era mixto, para peatones y ciclistas, y constituía un atajo notable respecto del camino del autobús, y no digamos si, como en el caso de Abi, disponías de una bicicleta.

Claro, ahí estaba el problema.

Cuando llegué a la residencia de Abi, estaba muy contento. No es para menos. Estaba en Dinamarca y hacía sol, que no es poco, y el paseo había sido muy bonito.

- ¡Hay un camino corto de aquí a Roskilde! Como mucho serán tres kilómetros, quizá un poco más. Cuando consigas la cizalla y cortes el cable, lo podrás hacer en nada y podrás olvidarte del autobús.

Ahí ya me estaba pasando yo tres pueblos, como si en Dinamarca todos los días hiciera quince grados y un sol agradable, igual que en aquel momento.

- Ah, ¿sí?
- Sí, el carril bici sale justo detrás de la estación y llega hasta Roskilde. No tiene pérdida. Y no pueden acceder los coches. A ver si consigues la cizalla cuanto antes, cortas el cable y pones en marcha la bicicleta.

Tiene narices que tenga que llegar yo desde mil kilómetros al sur y sin tener ni la más remota idea del país a enseñar los caminos y los atajos locales, pero es lo que hay. La conversación siguió por otros derroteros y la cosa quedó ahí, ya que tocaba pensar en la comida y en el resto del día. Después de comer, ya me fui a Copenhague y, de ahí, al aeropuerto. Me dije que ya visitaría Copenhague en otra ocasión, suponiendo que la haya y que la vez siguiente seguro que ya estarían todos los muebles montados y que ya sería cosa de hacer más turismo y menos carpintería.

Pero sobre la continuación del periplo danés y de las aventuras ciclistas por la zona tocará escribir en otra ocasión,  porque hoy se hace tarde.

lunes, 22 de septiembre de 2025

Ladrón de bicicletas (II). La bicicleta y Roskilde

Efectivamente, Abi tenía una bicicleta que le había regalado por un cumpleaños anterior un antiguo compañero de colegio y de alguna cosa más. Se hacía tarde, como vimos en la entrada anterior, pero había que cenar en algún sitio y allí no había más que cajas de muebles de IKEA. Por fortuna, una de las cajas contenía una mesa deconstruida, así que, mientras Abi cocinaba algo, abrí la caja, saqué las piezas de la mesa, me hice con una llave Allen de ésas que siempre hay que tener a mano y monté la parte básica para, al menos, no tener que cenar en el suelo o sentados en el sofá con una bandeja delante, que es, por cierto, como Abi había estado cenando los días anteriores. Los cajones, de momento, no eran necesarios.

Al día siguiente, un sábado de octubre, nos levantamos, desayunamos y salimos al patio trasero, donde había un aparcamiento de bicicletas al aire libre y, en él, la famosa bicicleta por la que había estado yo preguntando desde que llegué.

- ¿La usas?
- No puedo. Mi llave no abre el candado.
- Voy a probar.

Le di mil vueltas y revueltas, pero allí no había manera de abrir el candado. Era como si fuese otra llave diferente, que entraba, pero no giraba. Tras un buen rato, di mi brazo a torcer y sugerí otra solución, porque, por suerte, la cadena que ataba la bicicleta al aparcamiento era de las baratas y poco seguras, de manera que no era muy difícil cortarla, siempre que se cortara con las herramientas adecuadas.

- ¿Tienes una cizalla o conoces a alguien que la tenga?
- ¿Una qué?
- Es para cortar la cadena, porque me temo que con la llave no haremos nada. Una cizalla es una herramienta que se parece a unas tijeras con los mangos muy largos, para hacer más fuerza.
- Ah, pues no sé... Preguntaré.
- Cuando la consigas, córtala, que no será muy difícil, y luego tendrás que ver si las ruedas han aguantado bien todo este tiempo a la intemperie.

Fracasado el intento de poner en marcha la bicicleta, tocaba acabar de montar la mesa formando los cajones de la misma, y luego, qué narices, tocaba hacer un poco de turismo. El pueblo no es que tenga mucho que ver, pero no lejos de allí está Roskilde, que es otra cosa. Roskilde es la capital histórica de Dinamarca y tiene una catedral que, para ser luterana a machamartillo, es digna de verse, porque es el lugar en el que los daneses han enterrados a sus reyes desde los albores de la Edad Moderna, e incluso un poco antes; frente al aburrimiento y monotonía decorativa habituales entre los protestantes, la Catedral de Roskilde alberga una serie de mausoleos a cual más impresionante, donde todos los federicos y los cristian que han reinado en este diminuto país descansan en paz. Incluso Cristian IV, que ya es decir, debe descansar en paz.

(La foto que ilustra esta entrada, sin embargo, no es de ningún cristian ni federico, sino del sepulcro de la Reina Margarita, que, todo hay que decirlo, no era ni pudo ser luterana, pero era quien cortaba el bacalao -nunca mejor dicho- en toda Escandinavia en el paso entre los siglos XIV y XV.)

Además de los mausoleos de la Catedral, Roskilde cuenta con un puerto empotrado en su fiordo, junto al cual se encuentra el Museo Vikingo. No es muy grande y se visita cumplidamente en un par de horas, pero tiene algún material original, entre el que destaca la presencia de varias quillas de barcos vikingos de madera que fueron encontrados bajo el fondo del fiordo y que han sido reconstruidos recobrando la estructura que se supone que tenían. Esa parte está muy lograda. El resto del museo consta mayormente de reproducciones modernas, presentaciones y paneles, que es verdad que están muy bien y que le permiten a uno hacerse una idea de cómo se las gastaban aquellos guerreros.

Después de eso, tocaba ir a comer. Como padre todo lo católico que puedo, mis preocupaciones por mis hijos alcanzan no sólo a sus desplazamientos ciclistas, sino también a su práctica religiosa. Luego ellos hacen lo que quieren, porque son mayores de edad y porque viven fuera y me pilla lejos para estirarles las orejas, pero, al menos, que sepan que ahí está su padre con el dedo en alto.

- ¿No hay una iglesia católica por aquí? Que mañana es domingo.

Vale. Es verdad que Dinamarca es un país confesionalmente luterano, pero habría que ver si hay algún hueco para los demás.

- En Copenhague hay.
- Bueno, pues a ver si lo podemos apañar para ir.
- Bueno...

La verdad es que no parecía muy convencida.

Yo tampoco. Los horarios podían ser bastante estrafalarios y yo, al día siguiente, tenía un vuelo que tomar para volver a Bruselas. Eso sí, las ventajas del siglo XXI es que la información está mucho más disponible que en siglos, y hasta en décadas, anteriores.

Pero eso lo veremos, si Dios quiere, en la siguiente entrada.

lunes, 15 de septiembre de 2025

Ladrón de bicicletas (I). La llegada a Ørædessenår

Hace ya algunos años que Abi de fue de casa y ha estado dando algún que otro tumbo desde entonces. Por razones que no vienen al caso, lleva creo que ya son tres años en Dinamarca, en un pueblo no demasiado lejos, pero tampoco demasiado cerca, de Copenhague.

Al principio, las cosas le parecían ir razonablemente bien, pero en un momento determinado, hacia el verano del año pasado, se le torcieron un poco. Y luego un poco más. Por una parte, parte positiva, estaba estudiando en la universidad de por allí (una de las varias que hay); por otra parte, había perdido el trabajo que consiguió cuando llegó y, nuevamente por razones que no vienen al caso, habían desaparecido todos los muebles de su vivienda y la administración danesa le reclamaba una suma no despreciable, que, en todo caso, es mejor tener en el bolsillo. Vamos, que estaba básicamente en quiebra.

Hasta entonces yo, también por razones que no vienen al caso, no había pasado por Dinamarca. Era Abi la que vino alguna que otra vez a Bruselas o a España, pero la situación se estaba poniendo complicada y había que dar apoyo, de manera que decidí arrinconar mi tendencia a no salir de Bélgica sino para ir a España y pillé un vuelo a Dinamarca. Eso fue en octubre del año pasado. Aterricé un viernes por la tarde en el aeropuerto de Copenhague, a cuya salida Abi me estaba esperando, nos dimos un abrazo y unos besos y nos metimos en la estación de tren.

- ¿A dónde vamos?
- A casa, a que dejes el equipaje.
- ¿No vamos a ver Copenhague?
- Bueno, a lo mejor el domingo da tiempo, antes de que vuelvas.

Sí, era un viaje de fin de semana, cosa que desde Bruselas es bastante más razonable que hacerlo desde España. También es cierto que lo tengo mal en el trabajo en octubre como para ir pidiendo días. En fin, ya vería Copenhague y la Sirenita en otra ocasión. Parece que, si uno no se ha sentido decepcionado por el Manneken Pis y por la Sirenita, como que le faltan cosas que hacer en Europa.

Hay países en los que no entiendo ni torta de la jerigonza local, y Dinamarca es uno de ellos. A ver, su idioma tiene sus similitudes con el alemán, y también es verdad que la práctica totalidad de la población habla inglés sin el menor problema, pero, recontra, uno se siente incómodo.

- ¿Qué tal va ese danés? - le pregunté a Abi, que después de todo llevaba a la sazón más de dos años en el país, y además trabajando cara al público casi todo ese tiempo.

- ¡Bæh! - me respondió. No es una interjección danesa, sino un signo de que aprender la lengua local no está entre sus prioridades. Vale que la chica habla cinco idiomas, pero ninguno de ellos es el del lugar donde vive. - Entiendo cosas básicas, pero sigo sin hablarlo mucho.

En el trayecto de tren, que duró más o menos media hora, me entretuve mirando al paisanaje. Me dio la impresión de que la gente era tirando a tranquila y, eso sí, parecían amables. Se ve que en los trenes daneses, incluso en los de cercanías, no sólo se puede comer, sino que no está mal visto en absoluto, porque ahí había dos chicas, muy rubitas ellas, apretándose un plato de pasta que me hizo recordar que se estaba haciendo hora de papear. Los recuerdos se acumularon a un ronroneo en las tripas de naturaleza totalmente inequívoca.

Nos bajamos en la estación de destino, que, para preservar el sacrosanto anonimato de esta bitácora, vamos a llamar Ørædessenår y que ni se parece a su verdadero nombre.

- Vamos a hacer una compra para cenar.
- ¿Dónde?
- Ahí hay un supermercado grande, nada más salir de la estación. Así ves lo que se compra aquí.
- ¡Vale! - estas cosas siempre enseñan mucho de las costumbres locales.

Nos metimos en el supermercado de Ørædessenår, que, la verdad sea dicha, era bastante grande. Algunas cosas sí que eran sorprendentes, una de las cuales era que todo costaba un ojo de la cara. Las patatas las vendían por unidades, a cinco coronas la pieza, así que claro, cogías la más gorda que encontrabas; por cierto que, para redondear, un euro son siete coronas. Sí, esta gente cumplía y sigue cumpliendo todos los requisitos para entrar en el euro, pero no les da, ni les ha dado nunca, la realísima gana de hacerlo. De hecho, pasa por ser uno de los países con mayor porcentaje de euroescépticos, aunque yo no noté nada fuera de lo corriente en el tiempo que pasé por allí.

Otra de las cosas curiosas que se encuentra uno en un supermercado danés es que no hay leche de la que caduca varios meses después, como la que compramos por todo el resto de Europa. Allí no se diría sino que le tienen manía. Todo lo más, podía verse leche pasteurizada de la que te aguanta un par de días, pero nada más.

La tercera cosa que me llamó la atención es que no había arroz que mereciera dicho nombre, es decir, el preciso para hacer platos de arroz como Dios manda y la tradición valenciana requiere.

Sea como fuere, hicimos la compra y seguimos camino hacia el apartamento de Abi, que estaba a un par de paradas de autobús o a quince minutos de caminata. Ya era de noche.

El apartamento, al que le echo entre veinte y treinta metros cuadrados, esto segundo siendo generoso, estaba atestado de cartones y de cajas de muebles de IKEA. Abi había montado lo absolutamente imprescindible, había hecho montar la cama y había -astutamente- esperado a su padre para el resto, que era básicamente una mesa multiusos y cuatro sillas. Y ya, porque no creo que cupiera más, aunque Abi, para su desgracia, ha tenido siempre una habilidad enorme para acumular cosas, que no se compensa con una habilidad semejante para deshacerse de ellas.

- Oye -pregunté- , ¿tú no tenías una bicicleta?

Y sí, la tenía, pero los detalles vendrán en la próxima entrada, porque ésta se está alargando demasiado y, por si fuera poco, se hace tarde.

viernes, 12 de septiembre de 2025

Camino de Santiago: Saliendo de Bruselas

 

Algo más adelante, sin dejar nunca la Rue Haute, aparece la mole enorme de la Puerta de Halle, uno de los escasos restos de la segunda muralla de Bruselas, que parece un castillo de cuento y que, efectivamente, si siguiéramos derechamente el camino que continúa a partir de ella, llegaríamos a Halle. Y añado que, si Dios quiere, algún día llegaremos a Halle a pie, claro que sí.

Actualmente, la Puerta de Halle alberga una parte del Museo Real de Arte e Historia, el cual, debo confesar avergonzado, todavía no he visitado. Al paso que voy, me va a suceder como en Moscú, cuando comencé a visitar los últimos museos que me faltaban, algunos muy importantes, cuando ya sabía a ciencia cierta que me iba e incluso tenía el billete de avión en el bolsillo. Me da a mí que en Bruselas terminará por pasarme algo parecido, pero lo cierto es que todavía no tengo una intención inmediata de emigrar.

La Puerta de Halle es impresionante, pero no estoy seguro de que lo fuera igualmente en la Edad Media. Cuando la muralla fue derruida a mitad del siglo XIX, las autoridades decidieron conservarla y restaurarla, pero claro, en aquellos tiempos las restauraciones eran bastante imaginativas, como puede comprobar cualquiera que haya visitado Carcasona. Allí, Violet le Duc, el arquitecto que se ocupó de la cosa, hizo las cosas como creyó que deberían ser, no como realmente fueron, aprovechando la interminable pasta que metió Napoleón III en el proyecto. Aquí, la pasta la metió Leopoldo II y evidentemente metió menos que en Carcasona, pero la idea de hacer algo chulo en plan castillo de Disney avant la lettre estaba igualmente ahí.

Y, finalmente, hemos encontrado una concha. Es más, se trata de la última concha que vamos a ver, porque vamos a abandonar la ciudad de Bruselas para continuar el camino de Santiago a lo largo de la región, pero eso ya será más adelante. En algún sitio he leído que hay unas cincuenta o sesenta conchas en Bruselas guiando al peregrino, incluyendo el camino principal y el ramal que conduce a San Guido de Anderlecht. No sé quién está detrás de haberlas clavado al suelo y de mantenerlas allí, pero la verdad es que ha hecho un trabajo excelente y merece un reconocimiento, porras.

Pero eso no quiere decir que a partir de ahora vayamos a estar ayunos de marcas y de signos para seguir el camino, ya lo creo que no.

A partir de ahora me voy a sentir mucho más como en casa, porque vamos a seguir unas marcas mucho más conocidas: las típicas marcas rojas y blancas de las GR, es decir, lo que en español se conoce como "senderos de gran recorrido" y en francés como "sentiers de grande randonnée". En este caso ha habido suertecilla y las iniciales en las dos lenguas son las mismas.

A partir de ahora, seguiremos el GR-12, que discurre entre Amsterdam y París y con el que hace causa común el camino de Santiago, el cual también tiene sus propias marcas, como iremos viendo. Los belgas, al menos en los tramos que vamos a ver, utilizan pegatinas que adhieren sobre el mobiliario urbano, sobre las señales de tráfico, las farolas y todo tipo de objetos sobre los que el pegamento tenga alguna posibilidad. Por lo demás, si tienen que utilizar los árboles o las piedras como base, entonces no queda más remedio que hacer uso de la pintura blanca y roja, al igual que se suele hacer en España en casos similares.

Antes de abandonar la ciudad de Bruselas, nos queda todavía un lugar importante por visitar. Como es bien sabido, el sepulcro del apóstol y final último de toda peregrinación se encuentra en Santiago de Compostela, y Santiago de Compostela se encuentra en Galicia, que es una autonomía en el noroeste de España que tiene transferidas un montón de competencias, entre ellas las relativas al turismo. Como las competencias, como los músculos, se atrofian si no se usan, o comoquiera que el conselleiro correspondiente estuviera desficioso, el caso es que los gallegos han acuñado el llamado Xacobeo para echarle mercadotecnia a la peregrinación, la cual, fuera de las consideraciones espirituales y religiosas que pueda tener, está claro que deja sus buenos cuartos en la región y la hace conocida en todo el orbe.

En Bruselas, esto se manifestó en forma de regalo de dos cosas. La primera es una enorme placa marmórea y epigráfica que, como se ve en la foto, claramente ha conocido mejores tiempos.

La segunda es el monolito que también ilustra esta entrada, creado por un artista gallego y que el gobierno bruselense instaló en el lugar más lógico o, al menos, donde menos molestara, que es en el jardín público inmediato a la Puerta de Halle, a dos pasos del mármol anteriormente glosado. El lugar, desgraciadamente, aunque bien cuidado, está frecuentado por personal de instintos básicos y pocas ganas de reprimirlos, por lo que renuncio a describir los olores que circundan al monumento y el uso que le dan los sujetos que han tomado el jardín por su cuarto de baño particular.

Y con esto hemos terminado el camino de Santiago a su paso por la ciudad de Bruselas. A partir de ahora, nuestros pasos nos van a conducir por otros andurriales, primero dentro de la región de Bruselas y, más adelante, siempre hacia el sur hasta llegar a los Pirineos, y luego hacia el oeste. Tristemente, no ha llegado aún el momento de emprender el camino completo, que sólo Dios sabe si me será dado recorrer en algún tiempo, pero al menos podemos asomarnos al recorrido que, saliendo de la Puerta de Halle, nos llevará hasta la salida de la región de Bruselas.

Eso sí, tal cosa sucederá en otro momento, porque se está haciendo tarde y yo tengo que tomar un tren.

miércoles, 10 de septiembre de 2025

Camino de Santiago en Bruselas: Marolles


Nuestros pasos nos llevan ahora por la Rue Haute, un lugar con un pasado español relativamente reciente. La Rue Haute, como el barrio de Marolles en general, es el paraíso de los coleccionistas y, en general, de los amantes de las cosas vintage. Está trufado de tiendas de anticuarios abiertas los domingos, además de tiendas de ropa de segunda mano y, por si fuera poco, el paraíso de los coleccionistas culmina con el rastro de la plaza del Jeu de Balle (en flamenco, directamente, Vossenplein).

En la Baja Edad Media, tras la construcción de la segunda muralla, a juzgar por los mapas de la época, la densidad de la edificación en esta zona no era muy alta, por lo que era posible encontrar numerosos terrenos de cultivo intramuros, que hubieran podido ser muy útiles si Bruselas hubiese soportado alguna vez un asedio, cosa que no sucedió jamás, ya porque las murallas no eran demasiado útiles como sistema defensivo, ya porque los bruselenses prefiriesen rendirse antes que oponer resistencia a los invasores que han ido pasando por esta bendita ciudad a lo largo de los siglos.

Hoy no. Esta parte de Bruselas cuenta actualmente con una población muy densa, que en los años sesenta del pasado siglo estaba compuesta en una parte muy importante por emigrantes españoles que trabajaban en Bruselas en los más variados menesteres y que nos abrieron paso a quienes hemos ido llegando después. La iglesia del barrio, bajo la advocación de la Inmaculada Concepción, ha tenido misa en castellano y sacerdote español hasta abril de 2024, nada menos, y si ya no la tiene es por una serie de circunstancias. Una de ellas, claro, es el fallecimiento del sacerdote que atendía a los españoles, pero otra es la escasa intención de los sucesivos arzobispos de Bruselas de pedir su sustitución, ellos sabrán por qué y si creen que van sobrados de sacerdotes, y una última pudiera ser la existencia de otros sacerdotes no españoles, pero sí hispanófonos, que no parecen muy partidarios de que se multipliquen las posibilidades de misas en español.

Sea como fuere, en su día éste fue el barrio de los españoles, pero entretanto los hijos de aquellos españoles que llegaron en su día fueron mejorando de condición y hoy viven en lugares más cómodos y confortables, mientras que el barrio es ahora, como en tantos lugares de Bruselas, un lugar poblado, en muy buena medida, por sarracenos. Pero no todo lo español ha abandonado el barrio, sino que, como se ve en la foto, quedan tres establecimientos, vecinos, de comida española. Del Bar Tapas no voy a pronunciarme; del Fontán sí, y está bien con tal de que no pidas paella. El más auténtico es el Centro Cabraliego, que concretamente es un bar asturiano en el que uno cambia de país en cuanto cruza la puerta y parece transportado a un concello asturiano, con gente tomando vinos en la barra o jugando a las cartas o al dominó. La cocina es simple, pero los productos son tremendamente auténticos y, si a uno le gusta el queso de Cabrales o la sidra, supongo que es el sitio al que hay que dirigirse. Nunca estuve muy seguro, pero en algún momento me dijeron que recibían vituallas con frecuencia semanal y que abrían de jueves a domingo mientras les quedaran víveres. He ido por allí menos de lo que me gustaría, pero siempre que he ido me he puesto como el Quico, probablemente porque no tienen paella ni nadie se empeña en que la pruebe, "que está buenísima", como me pasa en el restaurante de al lado y su arroz pasado con cosas. Ya digo que el resto de la carta del Fontán está bastante mejor y que, si no jugaran con el arroz, el mundo sería un lugar más amable y más humano.

Lo que no se ven por aquí, mientras avanzamos por la Rue Haute, son conchas. Uno podría pensar que quizá nos hayamos perdido, pero de eso nada: lo que ocurre es que el camino es radicalmente recto y no se desvía ni tantico hasta llegar a la salida de Bruselas, cosa que es asunto que trataremos en la siguiente entrada, habida cuenta de que, fatalmente, se hace tarde.

lunes, 8 de septiembre de 2025

Camino de Santiago en Bruselas: el Manneken Pis y la Capilla

Efectivamente, pocos metros después nuestros pasos nos conducían hacia una de las atracciones turísticas más famosas de Bruselas. El Manneken Pis, esa estatuilla que es una fuente que tiene por grifo el órgano masculino de un niño, pasa por ser un símbolo del carácter desenfadado y jocoso de los bruselenses. Sea. Como siempre, y no digamos en pleno agosto, la fuente está rodeada de turistas que se fotografían allí tratando de disimular la decepción que les ha producido encontrarse con cosa tan esmirriada donde ellos posiblemente esperaran admirar una estatua del tamaño del David de Miguel Ángel, por lo menos.

Muchos de los turistas, no faltaría más, son españoles y bastantes de entre ellos van en grupo y son pastoreados por un guía, al lado del cual paso yo y, naturalmente, entiendo lo que dice, que más o menos es:

- Y nos encontramos delante del Manneken Pis, que, vamos a dejarlo claro, es una estatua más famosa que grande, por lo cual pasa por ser una de las dos atracciones turísticas más decepcionantes de Europa. La otra es la Sirenita de Copenhague…

Sin continuar escuchando una explicación con la que no tenía más remedio que estar de acuerdo, seguí adelante siguiendo las conchas, que aquí estaban algo más espaciadas de lo que sería necesario.

Pero bueno, nada que fuera irremediable cuando se va por un camino, y hacia una dirección, que el caminante tiene bien controlada ¿No habíamos hablado hace un par de entradas del primer recinto amurallado de Bruselas, que atravesamos imaginariamente al pasar por la hoy inexistente puerta de Treurenberg? Pues, si lo atravesamos en su momento para entrar en el corazón de Bruselas, lógico será que lo tengamos que atravesar de nuevo para salir de él. En este caso, el camino de Santiago a su paso por Bruselas nos permite visitar el mayor vestigio que queda de ese primer recinto: la torre de Anneessens.

La verdad es que la historia del nombre que se dio a la torre no es menos triste que el “Treurenberg” que vimos en su momento. Frans Anneessens era el decano de uno de los gremios de Bruselas. En 1717, los gobernantes austríacos recién llegados a los Países Bajos lo acusaron de estar detrás de las revueltas del hambre que habían estallado aquel año por los impuestazos que habían implantado los nuevos señores de Bruselas. Anneessens fue encerrado en la torre que hoy lleva su nombre, juzgado, condenado a muerte y ejecutado, sin dejar de proclamar su inocencia.

Sea como fuere, nuestro camino continúa dejando la torre a la izquierda y llegando pocos metros después a la iglesia de la Chapelle. Incidentalmente, es la iglesia en la que reposan los restos de Frans Anneessens, que desde que Bélgica declaró su independencia pasó a ser un símbolo de la resistencia belga a la dominación extranjera, al mismo nivel de los condes de Egmont y Hoorn. Naturalmente, el propio Anneessens jamás pensó en ser tal cosa, sino que no pasó de fabricante de muebles con cuero español y decano de su gremio, pero evidentemente eso es algo de importancia muy secundaria.

Hoy día, la iglesia de la Chapelle, en cuyo interior, por cierto, hay una hermosa imagen de la Virgen de la Soledad que apareció en esta bitácora hace casi veinte años, que ya es haber pasado tiempo, está tomada por la comunidad católica polaca, que es muy activa y que cuenta con varias misas por toda Bruselas, algo que otras comunidades, yo diría que incluso la francófona, no pueden sino envidiar.

Por mi parte, lejos de envidias y otros pecados capitales, al menos por ahora, dejé la Chapelle a mi izquierda y proseguí camino por la Rue Haute, es decir, por la calle Alta, internándome con ello en el espacio comprendido en su día entre la primera y la segunda muralla y que, entonces igual que ahora, se conoce como Marolles.

Pero de la continuación del periplo habrá que dar cuenta en la siguiente entrada, que ciertamente será muy española, como fue en su día, y es cada vez menos, el propio barrio de Marolles. Hoy no puede ser, porque hoy se hace tarde.

viernes, 5 de septiembre de 2025

Camino de Santiago en Bruselas: La Grand Place y la continuación del camino

La Grand Place, efectivamente, merece una entrada para ella sola. No es la plaza más grande, porque hay muchísimas que las superan en tamaño, pero es de las más bonitas en las que me he encontrado. No hay nada ni remotamente feo en ella, lo cual tiene su mérito. No es sólo el impresionante edificio del ayuntamiento, que se ve en esta foto y es la única parte medieval que subsistió tras el bombardeo de la ciudad por los franceses en 1695, sino todo lo demás construido inmediatamente después, como las casas de los gremios o el actual museo de la ciudad y antigua casa del Rey. Los restaurantes que hay en la plaza son tirando a carillos, vale, pero no son una puñalada y, sin abusar, merece la pena sentarse en alguno de ellos.

Uno de ellos se llama "el Rey de España", que ya son ganas de ser originales. La última vez que pasé por allí, un camarero con pinta de tener origen marroquí me escuchó hablar (en castellano) con mi acompañante y adivinó que era de Valencia, no sé cómo. Eso me hizo gracia. Me hizo mucha menos que el resto del tiempo me hablase en algo similar al barceloní y me tratase de noi, ¡a mí! En fin, que el tío era avispado, pero catalán no era, eso seguro.

Sea como fuere, en la plaza hay algo más a lo que normalmente nadie presta atención, a no ser que se sea un peregrino a la búsqueda de señales: una concha taladrada en el suelo. En efecto, según se entra por la calle de la Colina, a la derecha de la calle, en la esquina, se encuentra uno la concha de entrada. Localizada la concha y confirmado que vamos por buen camino, queda atravesar la plaza, que efectivamente se recuperó pronto del bombardeo de Luis XIV en 1697, esquivando a las miriadas de turistas que tropiezan con los adoquines y chocan entre sí, mirando los edificios que la jalonan... y buscando la concha que indique la salida de la misa.

La verdad es que no la encontré, y eso que estuve rastreando tan a conciencia que más de uno se mosqueó preguntándose qué narices estaría buscando el tipo raro de la mochila. Un poco más adelante estaba el barrio de Santiago, donde estaba el antiguo hospicio del mismo nombre y, por otra salida, el archiconocido Manneken Pis.

El caso es que decidí seguir por la calle del Marché au Charbon, que conduce al antiguo barrio de Santiago, y poco después encontré una concha, justo delante de la iglesia de la foto, hoy dedicada a Nuestra Señora del Socorro Eterno, algo de lo que todos estamos muy necesitados. Como se ve en la foto, en la misma entrada figura el inequívoco signo del camino de Santiago, señal de que no nos hemos perdido.

El templo es muy pequeño. Dentro había unos turistas, no sé si descansando o con alguna inquietud religiosa. Yo también resolví entrar y, como había hecho en la catedral, rezar una decena del rosario. Los turistas, que era una pareja relativamente joven con dos niños pequeños, se me quedó mirando algo confusa, como si el hecho de que alguien entrase en un templo a rezar fuera una especie de provocación. La verdad es que vivimos tiempos extraños...

A partir de la iglesia de Nuestra Señora del Socorro Eterno, el camino de Santiago se bifurca. Hay un ramal que nos lleva a Anderlecht, donde los peregrinos pueden pasar por la colegiata de San Pedro y San Guido, cosa que tiene mucho sentido, porque el propio San Guido de Anderlecht fue un peregrino destacado que anduvo hasta Roma y Jerusalén en el siglo X, antes de volver a Anderlecht, también a pie. Sin embargo, ese ramal me desviaría demasiado del camino, así que preferí continuar por el recorrido principal, que no tardó en llevarme hasta una pequeña escultura que conoce todo el mundo, y me temo que decepciona a todos los que la contemplan en vivo.

Naturalmente, me refiero al Manneken Pis, que, al igual que la Grand Place, merece una entrada para él sólo, pero eso será la próxima vez, porque en esta ocasión se hace tarde.


sábado, 23 de agosto de 2025

Camino de Santiago: catedral y camino posterior

Efectivamente, nuestros pasos pecadores nos llevan hacia la catedral de San Miguel y Santa Gúdula, que es catedral desde hace relativamente poco, porque Bruselas, a pesar de la pujanza y poderío que mostraba ya en tiempos medievales, estuvo siempre desde el punto de vista eclesiástico a la sombra de Malinas, que era el obispado al que pertenecía. Sólo desde 1962 es co-catedral (la catedral sigue siendo la de Malinas) y la archidiócesis pasó a llevar el nombre de Malinas-Bruselas.

El edificio es impresionante y me sorprende que no haya aparecido por esta bitácora más que de refilón y hace muchísimo tiempo. No hay turista que no pase por aquí y, de hecho, en la catedral, tal día como el que entré en el templo y saqué la foto que ilustra esta entrada, prácticamente sólo había turistas, lo que pasa es que tiré la foto a evitarlos y no sólo me quedé con los dos pollos que están sentados ahí, sino que hasta saqué a un hombre vestido con un alba, posiblemente preparando la misa de vísperas.

La catedral de Bruselas es uno de los poquísimos sitios en Bélgica donde uno puede confesarse con ciertas garantías de que encontrará a un sacerdote de doctrina recta. Todos los días, durante dos horas, un sacerdote capaz de confesar en cinco lenguas, entre las que está el español (y doy fe de que tiene un nivel excelente), se sienta frente a uno de los confesonarios del ala derecha y espera que le lleguen los penitentes, ya sea de entre la multitud de turistas que invade el edificio a diario, o bien de entre quienes van allí a sabiendas de lo que van a encontrar. Tal ha sido mi caso un par de veces y espero que lo siga siendo bastantes más. Lo cierto es que las experiencias que he tenido en Bélgica con el sacramento de la penitencia has sido bastante variadas; en alguna ocasión, incluso, he tenido que insistir en que estaba confesando pecados que pesaban sobre mi conciencia, mientras el sacerdote, Dios lo ampare, intentaba convencerme de que eso que estaba confesando no eran pecados, en un curioso diálogo en el que todo va al revés de como debería ir. Es verdad que no era la primera vez que me pasaba, pero en Bélgica me temo que es un fenómeno más frecuente que en otros lugares.

Como tantas veces he temido en estas entradas, había llegado tarde y el confesor ya se había retirado, así que me detuve en el templo un rato a recitar una decena, como haría un peregrino en cualquier momento anterior, y decidí seguir camino.

La verdad es que a la salida no había ni rastro de las conchas. Por informaciones de otras fuentes, yo sabía que el recorrido continuaba por la calle de la Montaña, que en vernáculo es tanto rue de la Montagne como Bergstraat, así que dejé de rastrear conchas y me fui directo a esa calle, que conozco muy bien, porque estuve nueve meses residiendo en ella y escribiendo entradas para esta misma bitácora, en unos tiempos en que, vamos a reconocerlo sin ambages, escribía bastante más que hoy (y me temo que también escribía mejor que hoy, temor que me asalta cuando leo mis escritos del pasado). Atravesé el parque que hay frente a la entrada de la catedral, en medio del cual está el busto de Balduino I, crucé la calle esquivando turistas hispanófonos y conductores suicidas de patinetes eléctricos, con gran peligro de mi integridad física, y ya me encontraba en la calle de la Montaña.

Siempre que paso por ella me embarga una especie de nostalgia, como siempre que paso por lugares donde he vivido antes. Supongo que recordamos los buenos momentos, que nunca deja de haberlos, y olvidamos los malos, que, objetivamente, son los que más impactan a corto plazo.

En el caso que nos ocupa, la entrada a mi vivienda era difícil de encontrar, entonces y ahora, porque en los bajos funciona una tienda hindú o paquistaní dedicada a vender recuerdos para turistas y cosas de primera necesidad nocturna, como alcohol y productos similares o peores. El acceso a las viviendas está medio oculto tras la tienda. Intenté alargar la cabeza para ver la entrada a las viviendas, pero el paquistaní de la puerta, que no era ninguno de los que tenían la tienda abierta veinte horas al día hace doce años, tenía cara de haber dormido poco y renuncié a asomarme a donde, de todas maneras, no iba a ver nada.

Al final de la calle de la Montaña se encuentra el Mercado de las Hierbas (Marché aux Herbes o Grasmarkt, en vernáculos), un lugar eternamente animado en el que funciona un mercadillo, hay una serie enorme de restaurantes de todo cuño, dos hoteles, siempre hay algún músico ambulante dando la tabarra amenizando la velada al personal y, en general, hay gente por doquier, hasta el punto de que no es sencillo abrirse paso hacia la calle de la Colina (que, lógicamente, es la que desde el centro precede a la de la Montaña), por donde indefectiblemente tiene que seguir el camino. Allí ya hay gofrerías, así como tiendas para turistas con todo tipo de recuerdos inspirados en Tintín y en el Manneken Pis, pero consigo avanzar hasta la Grand Place (o Grote Markt), que es el centro del centro de Bruselas, además del sitio donde converge forzosamente todo turista que pasa por aquí, no en vano es posiblemente una de las plazas más bellas del mundo.

Yo diría que la Grand Place merece una entrada aparte, ¿no? Y más después de la faltada que acabo de meterme insinuando la posibilidad de que sea una de las plazas más bellas del mundo. No olvidemos tampoco que, igual que he llegado tarde hoy para confesarme, se me puede estar haciendo tarde para más asuntos y, después de todo, la entrada ya estaba quedando bastante larga, así que mejor será que vayamos dejándonos de historias, nos quedemos en la calle de la Colina, a puntito de entrar a la Grand Place, y dejemos para la próxima entrada el espectáculo que se abrirá ante nuestros ojos.

jueves, 21 de agosto de 2025

Camino de Santiago: La etapa por Bruselas hasta la catedral

 

La foto que ilustra esta entrada está tomada del mapa de Ferraris, una obra monumental que representa los Países Bajos Austríacos en 1778 (y que se puede consultar gratuitamente en el enlace indicado, y ya os digo que vale la pena hacerlo). En aquel tiempo, Bruselas en sentido estricto estaba rodeada por una muralla, fuera de la cual se situaban lugares que hoy siguen siendo municipios independientes, pero que hoy resultan difíciles de distinguir en medio de la gran conurbación de la región de Bruselas. En aquel tiempo, y mucho más en tiempos anteriores, ante Bruselas se extendía una enorme superficie agrícola jalonada con algún núcleo poblacional aquí y allá, como se ve en el mapa que es Saint-Joost-ten-Noode, entonces cuatro casitas y hoy un núcleo islamizado, o Etterbeke (más conocido hoy por Etterbeek), donde hoy hay una plétora de edificios oficiales de las instituciones europeas y entonces era una bucólica campiña con labradores y ganaderos aquí y allá.

Un peregrino, en lugar del periplo urbano que estamos haciendo, llegaría por la carretera que ya aparece en el mapa y que hoy es la N-2, atravesaría Saint-Joost sin aspirar a detenerse mucho y se daría de bruces con la puerta de Lovaina, que también aparece en el mapa.

Hoy, como sabemos, la puerta de Lovaina no existe, aunque la nomenclatura urbana la sigue recordando y, en efecto, el lugar donde en su día estuvo se llama "rue de Louvain". Un poco más adelante nos encontramos con uno de los numerosos parlamentos que atesora Bruselas, el parlamento flamenco y, justo al lado del parlamento flamenco, nos encontramos con la primera concha. 

La verdad es que fue una alegría encontrar la señal. Sabía que existían, las había visto con frecuencia en mis visitas al centro, sobre todo teniendo en cuenta que viví en él nueve meses, pero nunca las había vivido más que como un hecho curioso y aislado. Ahora, sin embargo, las conchas eran más que una curiosidad para turistas; eran la guía que iban a seguir mis pasos durante las próximas horas.

En estas fechas, el centro de Bruselas está literalmente atestado de turistas. No importa cuándo leamos esto, porque el centro de Bruselas está siempre lleno, de modo que no es de extrañar que cada vez haya menos belgas que vivan en el mismo y que se haya quedado como un reducto de "moros y maricones" y de gente de paso.

Yo mismo soy en este preciso momento gente de paso. 

Guiado por las conchas, que resultan bastante fáciles de seguir, llegamos a un lugar conocido en su día como puerta de Treurenberg, que en castellano sería la puerta de los llantos. Treurenberg era una torre de la primer recinto amurallado de Bruselas. Una torre que jamás tuvo función defensiva digna de contarse (como toda la muralla, en general, que jamás impidió que los ejércitos enemigos entrasen en Bruselas) y que durante buena parte de su existencia cumplió la función de cárcel, en particular de los presos por deudas, los cuales, al parecer, lloraban ante su destino. Sí, la prisión por deudas existía como último recurso, y yo incluso diría que no era muy mala idea. En este caso, parece que los acreedores que instaban a la justicia a encerrar a los deudores debían costear su manutención, así que los deudores presos no vivían tan mal, fuera de la privación de libertad.

Si la puerta de Lovaina marcaba el acceso a la segunda muralla de Bruselas, la puerta de Treurenberg marcaba el acceso a la primera muralla de la ciudad, del siglo XI y que se demostró insuficiente para albergar a una Bruselas que se salía de sus costuras. La construcción del segundo recinto amurallado no significó la demolición del primero, sino que ambos coexistieron varios siglos, como atestigua el mapa de Bruselas de la imagen y que es de 1555, en los felices tiempos en que era una de las ciudades más importantes de Europa y el Emperador Carlos V estaba a punto de abdicar en su hijo Felipe, precisamente en Bruselas, en ese palacio de Cortenbergh del que tocará escribir en algún momento.

La puerta de Treurenberg fue demolida en el siglo XVIII y hoy tiene el aspecto de la fotografía de arriba, al fondo de la cual se atisba una de las torres de la catedral de San Miguel y Santa Gúdula, que es precisamente la próxima etapa de nuestro camino y que emprenderemos en la próxima entrada, no sea que se haga tarde.

martes, 19 de agosto de 2025

El camino de Santiago en Bruselas. Segundo intento

No estoy seguro de que sea necesario avergonzarse de una primera salida tan desafortunada. El caso es que reaccioné rápido, me hice con unas botas nuevas, que me sentaban al pie como un guante y, ya de paso, con unos bastones, porque igual me hacían falta; pasé por casa a comer, ya que se había hecho la hora, y acto seguido me dije que yo seguía el camino sí o sí, así que tomé el autobús para que me condujera al punto de partida. La verdad es que no fui a la plaza Flagey, lo que me hubiera permitido seguir el camino exactamente donde se quedó a medias, sino que decidí ahorrarme el relativamente anodino camino que iría por la calle Grey, bordearía la plaza Jourdan, pasaría por la plaza Schuman, ahora en obras, y llegaría a Ambiorix. Bueno, pues yo fui directamente a Ambiorix, con lo cual me libré del lío que se ha montado en la plaza Schuman.

Seguramente todos, o al menos muchos, saben que la plaza Schuman es el corazón del llamado barrio europeo de Bruselas. No es para menos. Están la sede de la Comisión y del Consejo y sus edificios más emblemáticos (Berlaymont, Charlemagne, Justus Lipsius, Europa). Si hay alguna cosa que tienen en común todos ellos es que son feos. Hay dos de ellos, a saber, el Charlemagne de la Comisión y el Justus Lipsius del Consejo, que no tienen salvación estética posible. Serán todo lo funcionales que se quiera, no lo dudo, pero también son feos de narices. El Berlaymont y el Europa, para mi gusto, también lo son, pero por lo menos sus creadores han hecho un intento, bien logrado, de crear algo impresionante.

Y es una lástima. Antes de que las instituciones europeas viniesen en los años sesenta a alterar el barrio y a convertirlo en una zona muy bulliciosa en horas de trabajo y bastante muerta fuera de ellas, la calle de la Ley, que es la que atraviesa la plaza Schuman, tenía un aspecto como el de la foto de ahí arriba, que muestra la fachada del internado de Berlaymont, una institución religiosa, regentada por monjas, que la verdad es que tenían un edificio más bonito. Mucho más bonito. Por desgracia, se fueron de allí, los terrenos se los quedó el estado belga y poco después cayeron en las fauces de las instituciones europeas. Los años sesenta del siglo veinte eran los del gusto arquitectónico manifiestamente mejorable, pero entonces ellos pensaban que eran la pera limonera, así que el convento-internado fue derribado para crear en su parcela la sede principal de la Comisión, con su famoso edificio en forma de cruz rara, visto desde el cielo.

La plaza Schuman debe estar perseguida por una especie de maldición. Cuando la vi por primera vez, en el ya remoto 2006, a mí me pareció que estaba bien. Luego la he visto un montón de veces y bueno, no es mi gusto arquitectónico, pero al menos tiene un estilo. Sea como fuere, en uno de esos delirios de grandeza para pasar a la posteridad, el gobierno de la región de Bruselas se metió, con ayuda de los famosos fondos Next Generation que nuestros nietos estarán todavía pagando, en un proyecto de envergadura para convertirla en peatonal y ciclista. Sí, los ecologistas estaban entonces en el gobierno regional. El gobierno de la región, tras las elecciones del año pasado, está en funciones, porque los diputados no se ponen de acuerdo para reemplazarlo (esta vez, según todas las quinielas, sin los ecologistas), y se ha encontrado con sobrecostes inesperados. A ver si pensáis que eso de los sobrecostes y de los problemillas en las obras públicas sólo pasa en España. No, hijos, no. Eso es más universal que el agua con gas.

Los próceres en funciones de la región de Bruselas han tenido la ideílla de enviar una cartita a las instituciones europeas con sede en Bruselas para pedirles una contribución suplementaria, porque se han quedado sin pasta. Vamos, que la región de Bruselas no pasa por su mejor momento financiero es evidente y nos hemos dado cuenta todos, incluidos los traficantes de drogas de Anderlecht que campan por sus respetos y se tirotean como si vivieran en Sinaloa y no en la supuesta capital europea, pero pedir limosna a las instituciones, así, sin presentar un proyecto, ni un plan, ni nada, ha sido demasiado incluso para el primer ministro, que, entre huelga y huelga, ha tenido tiempo para poner de cenutrios para arriba a las autoridades bruselenses por haber caído tan bajo.

El caso es que la plaza Schuman está ahora levantada y con un tránsito bastante caótico, y eso que buena parte de los funcionarios europeos que pululan por ella están de vacaciones, con lo que no me quiero imaginar el desastre que se puede montar en septiembre, cuando vuelvan a Bruselas todos ellos con las ganas de legislar, regular y administrar que se le supone a todo eurócrata, y se encuentren con un laberinto de difícil superación para llegar a sus despachos.

Como eso ni nos va ni nos viene, más vale que nos larguemos de allí con viento fresco y nos acerquemos a la plaza Ambiorix, que es donde efectivamente nos dejó el autobús. Bajamos, y ya nos pusimos a seguir un camino más propio del peregrino que viene del norte o del este y pasa por Bruselas.

El último pueblo antes de meterse en Bruselas es Saint Joost ten Noode, que en la actualidad es un barrio bastante degradado y poblado por sarracenos, por muy céntrico que sea y bien situado que esté. Mantiene una impresionante iglesia en medio de la carretera que viene de Lovaina, pero lo cierto es que el municipio tiene mayoría musulmana y el catolicismo está ya en minoría clara.

Como no era cosa de detenerse en tales lugares que sólo me interesaban para pasar por ellos, seguí adelante y llegué a la frontera de la ciudad de Bruselas, entrando por donde iba yo: la plaza Madou, que es la de la foto de aquí al lado.

Obviamente, las cosas han cambiado mucho desde la Edad Media. En aquel tiempo, en lugar de esos mamotretos de edificios de oficinas, atestados de chupatintas y lobistas diversos, había unas murallas de padre y muy señor mío, para franquear las cuales había que tener muy buenas razones y ser capaz de convencer a los guardias que indudablemente habría en la puerta de Lovaina. Hoy, la puerta de Lovaina es sólo un recuerdo, cosa que comenzó a ser cuando fue derribada en 1784, en los felices años de los Países Bajos Austríacos y no se atisbaba que pocos años después se iba a liar parda.

Parda o no, se hace tarde y no es cuestión de extenderse demasiado. El caso es que ya hemos llegado al inicio del camino de Santiago en Bruselas en sentido propio y ahora lo que toca es empezar a buscar una señal. Como toda la vida, claro, pero, en esta ocasión, la señal no se suponía que viniera del cielo, sino que estaba en el suelo, en algún lugar de la acera.

Mientras comienzo el rastreo por una zona concurrida y poco propicia a la peregrinación, nos tomaremos una pausa en la escritura hasta la próxima entrada.

viernes, 15 de agosto de 2025

El camino de Santiago en Bruselas. Llegando al punto de partida

Ahora sí que vamos a recorrer el camino de Santiago a su paso por la ciudad de Bruselas, pero claro, yo no vivo estrictamente hablando en la ciudad de Bruselas, sino en Uccle, que está a cosa de cinco kilómetros de ella, y ya se sabe que el camino comienza en la puerta de la casa de uno. Dejemos claro que Uccle está al sur de Bruselas, por lo que lo lógico para ir a Santiago sería no pasar por Bruselas, sino continuar hacia el sur... unos dos mil doscientos kilómetros. Un lío, vamos.

Para ser exactos, el camino oficial de Santiago, después de dejar Bruselas, pasa a un poco más de un kilómetro de la puerta de mi casa, como veremos más adelante. Pero nosotros vamos a hacer algo un poco distinto: saliendo de casa, nos dirigiremos hacia el punto de entrada del camino en Bruselas por el este, que es la hoy derruida y desaparecida puerta de Lovaina. Para ello, pasaremos por una serie de lugares que no pueden faltar en el programa de visitas de cualquier persona que pase por esta ciudad llena de pecadores y masonazos, sí, pero también de lugares donde se ofrece culto a Dios. Y lo vamos a hacer en forma de peregrinación, como corresponde al año jubilar en que nos encontramos.

Nuestra primera etapa va a ser la Abadía de la Cambre, un monasterio que ha estado activo hasta hace cinco años, de una belleza enorme y que tiene una historia apasionante, aunque tirando a triste. Este paseo, peregrinación o lo que sea va a tener algo de nostálgico, porque voy a pasar por delante de las otras dos viviendas que he ocupado en Bruselas en estos casi trece años (cómo pasa el tiempo...) que llevo por aquí.

Hace sol y el camino será largo, así que recuerdo que tengo unas botas viejas, pero que me han acompañado durante muchos kilómetros, y me las calzo. Para dar una imagen más adecuada a lo que voy a hacer, me pongo una mochila a la espalda (no, no es la mochila rosa), una cantimplora con agua en un bolsillo lateral y unos utensilios básicos, así como un sombrero de tela en la cabeza. Y ya estamos listos para partir, como si no fuéramos a volver el mismo día, sino que no fuéramos a parar hasta Santiago. Ojalá. Eso queda para más adelante, si Dios quiere.

El primer tramo es tranquilo. Uccle es un municipio muy poco animado habitualmente, y no digamos en un fin de semana de agosto, así que voy atravesando la zona residencial hasta llegar al bosque de la Cambre. A pocos metros del mismo, paso por delante de la casa en que se alojó mi familia durante dos años, antes de comprar la vivienda actual, y no puedo evitar recordar aquellos tiempos de adaptación. No fueron tiempos demasiado buenos, la verdad. Yo ya llevaba nueve meses en el país, pero la familia tuvo sus problemas para adaptarse a una situación muy distinta y, además, la vivienda, grande, pero oscura y cutrilla, no ayudó mucho. Como dijo Ro no hace mucho, cuando pasó por aquí por última vez, "aquello era una vivienda; esto ha sido un hogar". Nada más cierto. Había un sentimiento de transitoriedad, de que estábamos allí de paso y de que en algún momento llegaría, no sé si la tierra prometida, pero sí el hogar definitivo.

En cierto sentido, no dejaba de ser una sensación parecida a la de un peregrino, que está de paso allá por donde va. Exteriormente, la casa no ha cambiado en absoluto; me consta que la dueña hizo obras en la cocina cuando nos fuimos, pero no creo que la haya mejorado demasiado, porque no deja de ser una estancia pequeña y difícil de ampliar. La diferencia más llamativa es el coche que está aparcado en la plaza de aparcamiento, que, lejos del modesto topomóvil, es un señor cochazo nuevecito.

Tras una última mirada a ese antiguo domicilio, seguí camino por la zona residencial. Me las arreglé para pasar por la iglesia parroquial de Montjoie (después de todo, se trata de una peregrinación), que tantas veces visité cuando era la más cercana a casa, e inmediatamente me metí en el Bois de la Cambre, que normalmente está hasta arriba, pero en agosto a esas horas estaba medio desierto, y unos cuantos centenares de metros después, al volver a la zona urbana del fin de la avenida Louise, empecé a notar algo raro en la pisada.

Me paré, y lo raro era que no lo hubiera notado antes. La suela de la bota derecha se estaba desprendiendo del resto del calzado. Un poco más adelante, la suela de la bota izquierda comenzó a imitar a la derecha. Es más, ambas suelas comenzaron directamente a desintegrarse, a desprender trozos de sí mismas casi a cada paso que daba. De esta guisa, entré en los terrenos de la Abadía de la Cambre, un lugar que seguía contando con una iglesia parroquial, pero ya no con una comunidad de monjes. Los revolucionarios franceses la había cerrado cuando se hicieron con Bruselas y desde entonces estaba desacralizada y dedicada a menesteres en ocasiones muy poco dignos. En 2013, una comunidad de premonstratenses hizo un intento de revivir la vida monástica en la ciudad de Bruselas, y más concretamente en la abadía, pero el intento no fue más allá de siete años y los monjes restantes abandonaron el monasterio y se reunieron con los de Grimbergen, no muy lejos de allí.


El lugar es tranquilo, y a fe que lo hubiera sido mucho más si no hubiera ido perdiendo parte de las suelas a cada metro que recorría. Entré en la iglesia, que un sábado por la mañana tenía únicamente la presencia de un pequeño grupo de personas que rezaban, y a las que me uní, y luego ya me tocó plantearme si seguía adelante o me daba la vuelta a resolver el problema del calzado. Supongo que ésas son las ventajas de ser un peregrino de pega, que no se separa demasiado de su lugar de partida, porque, si me llega a pillar semejante accidente en mitad de la nada, mal remedio iba a tener todo aquello.

Está visto que las humedades de años anteriores en mi casa habían terminado por acortar la vida útil de las botas, la cual, de todas formas, hay que reconocer que había sido bastante prolongada, aunque en los últimos tiempos apenas las había usado.


Decidí de momento seguir hacia adelante y tomé la derrota de los estanques de Ixelles, un lugar bastante bonito que une la abadía con la plaza Flagey y. un poco más allá, con el centro de Ixelles, donde está el ayuntamiento de este municipio. Los ánimos me iban descendiendo a medida que avanzaba e iba perdiendo trocitos de suela, de modo que no me quedó otra que interrumpir la peregrinación, llegar a duras penas hasta la plaza Flagey y, finalmente, tomar allí el autobús y volver a casa a resolver el asuntillo del calzado.

Y tendría que hacerlo rápido, para seguir el camino antes de que se hiciera tarde.

jueves, 31 de julio de 2025

Iglesia de Santiago Apóstol, Bruselas

Pues señor, sí que existe una iglesia de Santiago Apóstol en Bruselas. Y no está en cualquier sitio, sino en uno de los de más relumbrón de toda la ciudad, nada menos que en la Plaza Real y al lado mismo del malogrado palacio de Coudenberg.

Claro, la iglesia en cuestión (que ya fue fotografiada en los albores de esta bitácora, más concretamente aquí) no se llama de Santiago, que es nombre muy español, sino que atiende más comúnmente por el nombre francés de Cathédrale de Saint Jacques sur Coudenberg. Sí, catedral, porque lo es, más concretamente de las fuerzas armadas belgas. La catedral castrense, nada menos. También hay un obispo castrense, que es el mismo que el de Malinas y Bruselas.

Pocos días antes de la festividad de Santiago Apóstol fue el Día Nacional belga, que, como todo seguidor de esta bitácora conoce a pies juntillas, es el 21 de julio, que fue el día en que, en el año del Señor de 1831, el rey Leopoldo I juró la constitución, precisamente en esta catedral. Ya hablamos de aquello aquí e incluso asistimos al castillo de fuegos artificiales que se atreven a disparar sin pensar que puede haber valencianos entre el público. La catedral abrió sus puertas de par en par, pero ello coincidió con una exposición de material militar en toda la plaza, con asistencia de todo el cuerpo diplomático presente en Bruselas (que es muchísimo), de numerosos militares y de toda la plebe que quiso pasarse por allí. Yo cometí el error de hacerlo, ya que estaba por la zona, y la verdad es que lo pasé bastante mal con mi bicicleta, poco adaptada al gentío, y no conseguí entrar en la catedral castrense, así que me fui a la otra, donde no había ninguna exposición militar en los alrededores y pude entrar y rezar un rato con tranquilidad, que era lo que realmente necesitaba en ese momento.

La catedral castrense de Santiago Apóstol (o de San Jaime, como prefiera el lector) es un templo construido en estilo rabiosamente neoclásico en ese siglo XVIII que dejó el barroco y el gótico a un lado. Parece ser que en este lugar ya hubo un templo tan temprano como en el siglo XII, el cual se piensa que hizo igualmente las veces de albergue de los peregrinos que viajaban a Santiago, y de ahí el nombre. Las cosas evolucionaron cuando los duques de Brabante empezaron a tener el riñón muy bien cubierto e hicieron un pedazo de palacio en Coudenberg, con su correspondiente capilla. Bueno, capilla por llamarla de alguna manera. Sabiendo cómo se las gastaba Felipe el Bueno, aquello tuvo que ser la repera, supongo que en estilo gótico, tirando a tardío, que era lo propio en su época.

Por desgracia, eso sólo lo podemos suponer. La noche del 3 de febrero de 1731, un incendio se desató en el palacio de Coudenberg y lo dejó hecho cenizas. Uno de los motivos por lo que el incendio fue tan salvaje fue que, cuando estaba en sus comienzos y la cosa hubiera tenido arreglo, los guardias del palacio no dejaron pasar a los bomberos por cuestiones de seguridad. Se ve que lo de la burocracia en Bélgica viene de antiguo.

El caso es que el palacio quedó en ruinas, pero la capilla no. La capilla se salvó de las llamas. El gobernador general, sin embargo, dejó de residir en el palacio y la zona quedó hecha un erial lamentable, hasta que Carlos de Lorena, otro gobernador general en nombre de la emperatriz María Teresa, resolvió que allí había que construir algo digno, es decir, el actual palacio real de Coudenberg, que habrá que dejar para otra entrada. El estilo gótico de la capilla no pegaba nada con los gustos de la época, totalmente neoclásicos, de modo que Carlos de Lorena decidió derruirla y, a partir de 1776, se construyó la catedral actual. En más o menos diez años estaba terminada.

Las cosas no siguieron por muy buen camino, en particular cuando los Países Bajos austríacos colapsaron y los revolucionarios franchutes se apoderaron de Bruselas y, como tenían sus cosas, eliminaron el culto católico de la iglesia de Santiago y lo reemplazaron por el culto a la diosa Razón. Esta situación duró entre 1795, año de la derrota definitiva de los ejércitos austríacos en los Países Bajos, y el concordato de 1801 entre Francia y la Santa Sede. Desde entonces, el templo pertenece al Estado (como todos los templos en Bélgica) que lo cede para el culto de la Iglesia Católica, aunque mantiene su titularidad y, además, se encarga de costear el culto. No recuerdo si ya he escrito sobre este régimen, tan diferente al español, que pone a la Iglesia Católica completamente a merced del poder político, pero, si no lo he hecho, un día tocará hacerlo.

Hoy en día, la catedral de Santiago ya no es un albergue de peregrinos y, de hecho, actualmente el camino de Santiago ni siquiera pasa por allí, pero era importante detenerse en ella en esta serie, porque, al fin y al cabo, así es como está consagrada. Otro día seguiremos con el recorrido, pero no será hoy, porque se hace tarde.

domingo, 27 de julio de 2025

La fiesta del patrón

El 25 de julio de este año (bueno, y de todos los demás) se celebró la fiesta de Santiago, patrón de las Españas y amigo del Señor. En realidad, es una fiesta que se celebra en España y, como Bélgica dejó hace mucho tiempo de ser una de las Españas, aquí pasa totalmente desapercibida.

Y no debería ser así, porque, qué caramba, con independencia de que Santiago sea el primer evangelizador de España y aunque al principio tuviera poco éxito, se trata no sólo de uno de los doce apóstoles, sino de uno de los tres del círculo más íntimo de Jesús, testigo de la transfiguración y de la agonía en Getsemaní y, por si sus méritos no hubieran sido suficientes, se trató del primero de los apóstoles que fue martirizado. Que sí, que San Pedro es el número uno y el primero de los papas, y San Juan, hermano de Santiago, fue el que no abandonó a Jesús en ningún momento y, por si fuera poco, un evangelista de relumbrón, pero Santiago no se queda corto tampoco. Además de lo dicho arriba, estamos hablando de alguien que tiene una ciudad con su nombre y además tiene su tumba en ella; estamos hablando de alguien a quien la Virgen María se apareció en vida, por allí por Zaragoza, para animarle en la parece que complicada empresa de evangelizar a los hispanos del siglo I; estamos hablando de alguien cuyo nombre invoca todo español que a lo largo de la historia ha atacado a sarracenos y herejes de todo palo, y que no está excluido que en según qué momento haya intervenido en la jarana montando un caballo blanco. Poca broma.

Y hablamos de alguien a cuya tumba se dirigen decenas de miles de personas cada año, desde la Edad Media.

Los españoles tenemos la impresión de que el Camino de Santiago, o los caminos de Santiago, comienzan en Roncesvalles y terminan en Santiago. Vale, hay puntos de origen distintos, pero el camino de Santiago fetén es el que de Roncesvalles llega hasta Santiago de Compostela.

Nada más falso. El camino de Santiago fetén es el que sale de la puerta de tu casa, así que lo de Roncesvalles sólo sirve, en puridad, para los habitantes de ese pueblo, pero no para los demás, porque ¿y si vives en el norte de Europa, pero quieres llegar a Santiago? Pues pasa que ya llegarás a Roncesvalles y, si Dios quiere, más tarde a Santiago y luego de vuelta a tu casa, qué ésa es otra, pero primero tienes que caminar hasta allí desde tu casa. El año pasado pasé fugazmente por Dinamarca a visitar a Abi y me encontré con que también desde allí hay un camino de Santiago y, evidentemente, gente que lo transita y que, para cuando se presenta en Roncesvalles, ya ha recorrido mucho más de la mitad de su camino.

A los peregrinos daneses, que digo que los habrá también, les tocaría caminar por la península de Jutlandia, luego por Frisia, más adelante por lo que hoy son los Países Bajos y, más o menos hacia el kilómetro mil de su trayecto, aparecerían por Bruselas, y ya sólo les quedarían otros mil kilómetros más hasta llegar a Roncesvalles y comenzar a encontrarse con los cronópatas que hacen el camino francés.

¡Ajá! Bruselas, hemos dejado escrito en el párrafo anterior ¿Es que el camino de Santiago está indicado en Bruselas, con esas flechas amarillas que todos hemos visto?

Bueno, a tanto no llega, pero sí que es verdad que el camino de Santiago está perfectamente indicado en Bruselas y también será verdad, si Dios no lo impide, que a esto se van a dedicar las próximas entradas de esta bitácora. Eso sí, se está haciendo tarde, no sé si para llegar al correspondiente albergue del peregrino a tiempo de encontrar plaza, pero sí para ir a la cama, que mañana toca madrugar, así que mejor será que la indagación del camino de Santiago a su paso por Bruselas quede para mejor ocasión.

jueves, 24 de julio de 2025

Meta

Llegar a la meta de una carrera oficial (de cualquier carrera, en realidad) es el momento más importante de la misma y, por eso mismo, un momento de responsabilidad. Hay gente que se reserva con el fin de llegar a los últimos metros con la posibilidad de acelerar y entrar más rápidamente de lo que ha estado corriendo desde que salió; hay gente que, sin reservarse, simplemente ve la meta y encuentra fuerzas donde no parecía haberlas, y entonces acelera; hay gente, finalmente, que va sobrada de todas formas y entra en meta acelerando e incluso sonriendo, como si no hubiera hecho nada hasta entonces. Y los hay quienes bastante tienen con llegar y entrar renqueando y con un suspiro de alivio.

Desde que en la línea de meta hay un fotógrafo haciendo fotos a todos los que entran y desde que esas mismas fotos acaban publicadas a las pocas horas en internet, en la página del organizador de la carrera, yo diría que las cosas han cambiado un poco. La gente intenta entrar en meta con cierta dignidad, lo que me recuerda a aquella famosa canción de Siniestro Total, Pueblos del mundo, extinguíos:

Intenta extinguirte con clase y dignidad,
que no piensen luego que lo has pasado mal

Algo así sucede en línea de meta. El que entra con rictus descompuesto es porque está realmente en las últimas y no es capaz más que de mantenerse en pie. El resto, puede que entre con rictus descompuesto, vale, pero es porque está esprintando y eso también es dignidad, naturalmente que sí.

En mi caso, en esta carrera concreta, el esprint no era una opción. Normalmente sí que lo es. Yo soy de los que se intentan guardar un último acelerón para entrar en meta adelantando a algún corredor que se las prometía tan felices y, en todo caso, para arañar unos segundillos que no van a ninguna parte, porque qué más dará entrar cinco segundos antes o cinco segundos después, pero uno se queda con una mejor sensación después de ir a más durante toda la carrera y culminarla con el ritmo más rápido de toda ella.

Ese día, no.

Ese día bastante tuve con mantener la cabeza en su sitio, es decir, un metro y ochenta centímetros por encima del suelo. Esprintar, aunque hubiera podido, no tenía sentido, porque no tenía ninguna posibilidad de adelantar a nadie y las dos horas de carrera estaban ampliamente superadas. Creo que aceleré algo, si se puede llamar acelerar al ligerísimo incremento de ritmo que quizá consiguiera ejecutar, pero más para acabar antes con aquella tortura que por otra cosa. Eso sí, a despecho de que no podía con mi alma, tuve el antojo de entrar en meta sonriendo. Por si las fotos. Y, desde luego, porque no pensaran luego que lo había pasado mal.

Dos horas, dos minutos, cincuenta y un segundos. A cinco minutos y cuarenta y ocho segundos de media por kilómetro. Ciento cincuenta y siete pulsaciones por minutos de media, lo cual no es extremo ni mucho menos y simplemente es una prueba de que el corazón no había sufrido gran cosa y de que el problema había sido, simple y llanamente, que los músculos se habían quedado sin fuerzas. Los últimos cuatro kilómetros había corrido por encima de seis minutos y empeorando el tiempo del anterior en cada uno de ellos. Sólo los últimos doscientos metros, con la meta a la vista, registran una cierta aceleración pundonorosa.

Reyrata había llegado un minuto antes. Kukoc llevaba allí más de una hora y estaba ya más fresco que una lechuga. Treinta y dos grados en meta. La madre que los parió a los treinta y dos grados.

Tras la meta, los manuales dicen que no hay que detenerse en seco, sino que hay que seguir trotando para descalentar y que los músculos se habitúen a la nueva situación. Y una leche. En la vida real, al menos en la vida real de los que entran conmigo, los populares de toda la vida, no he visto a nadie que siga haciendo trotecitos después de meta. La peña se para casi en seco, detiene el cronómetro, pulsómetro o reloj inteligente y luego sigue andando, no trotando, porque necesita agua y los organizadores han situado los puestos de reparto de bebidas a unos cincuenta metros de la meta, no porque les preocupe que la gente se detenga en seco y se les agarroten los músculos, sino porque si la gente se queda parada en la meta no hay forma de que los siguientes puedan entrar.

Había cola para el agua. Delante de mí había un par de corredores en la treintena, hombre y mujer, charlando relajadamente mientras les llegaba el turno. Cuando finalmente llegó el mío, bebí poco a poco, pero sin parar, y tomé un segundo vaso, y luego un trozo de sandía. Kukoc y Reyrata estaban unos metros más lejos, y el segundo estaba sentado en el suelo apoyado en una columna; qué aspecto tendría el pobre que los de primeros auxilios, que estaban por allí, se acercaron a preguntarle si necesitaba ayuda.

La cola la hice unas cuantas veces. En cuanto los músculos recibieron algo de alimento, y eso que apenas me entraba nada, las cosas mejoraron bastante. Todavía nos quedamos un rato por allí, a la sombra de la carpa, y ya nos dirigimos al coche para volver a casa.

Uno llega a unas edades en que la práctica del deporte, y más si se trata de éste, es más una excepción que la regla, cosa que se advierte fácilmente en la línea de salida. No sé si la curva de bajada pronunciada habrá empezado ya con esta carrera. Era dura, sí, y está claro que estos años fuera de la patria y de sus calores no han hecho que me habitúe a según qué temperaturas, pero claro que me hubiera gustado bajar un poco el tiempo. También es verdad que el ganador, según vi más tarde, hizo una marca bastante mediocre, con lo que la única conclusión puede ser o que la participación era pésima o que también a los primeros se les atragantó el recorrido.

En cualquier caso, la carrera era ya pasado. Por la noche, tocaba retornar a Bruselas, a un entorno menos canicular que el valenciano, con lo que más valía apresurarse a arreglar las cosas por casa y hacer el equipaje, porque, una vez más, se hacía tarde.

Como ahora mismo.

domingo, 20 de julio de 2025

A la carrera

La salida de la carrera fue más o menos como todas. Petardazo y a correr. El objetivo, ya quedó dicho, era no cansarse demasiado, porque quedaban cosas por hacer en el día, incluyendo un viaje de vuelta a Bruselas. El objetivo secundario, pero que también íbamos a intentar conseguir, consistía en bajar de dos horas, así que yo le iba echando de vez en cuando una ojeada al cronómetro.

Los primeros cuatro kilómetros transcurrían por carreteras vecinales cercanas al pueblo, todavía con un pelotón razonablemente compacto. Hacia el kilómetro tres empecé a advertir un sonido incómodo a mis espaldas, como de una suela medio suelta que golpeara contra el asfalto. En una curva me abrí para ver qué era aquello y vi a una corredora joven, vestida con la camiseta y pantalón corto habituales y que evidentemente no era la primera vez que competía; lo curioso era que, en lugar de zapatillas de correr, calzaba unas chanclas, que producían el sonido que me molestaba al golpear contra el suelo. Me pareció curioso y una variante de esos corredores que corren descalzos, pero pensé que, si me molestaba a mí, bastante más molesto le sería a ella misma.

En el kilómetro siguiente la chica de la chancla comenzó a retrasarse y ya no la volvimos a ver. Digo yo que llegaría a meta.

Nuestro ritmo era justito para bajar de las dos horas. Cualquier corredor sabe que el ritmo medio necesario para hacerlo es 5'41" por kilómetro, y nosotros íbamos muy poco por debajo de ese ritmo. Claro que podríamos ir más rápido, pero aún nos quedaban la tira de kilómetros y convenía ir reservones.

El recorrido nos llevó por la avenida principal del pueblo, un bulevar largo que picaba ligeramente hacia arriba. Reyrata y yo, que íbamos hablando de cuando en cuando, nos hacíamos ilusiones de que la carrera fuera llana en general y que ésa fuera toda la subida que hubiera. Sí, era la primera vez que corríamos allí.

Pues no.

Al terminar la avenida en cuestión, salimos del pueblo y la carrera se dirigió hacia una de esas urbanizaciones tan típicas de los pueblos valencianos de media montaña en el que veranean los habitantes de la ciudad... y que están en cuesta. Efectivamente, los kilómetros del siete al nueve fueron de subida, a veces bastante empinada.

- ¿Por qué no te vas ya? - me decía Reyrata, que debía ir bastante tocado y que posiblemente pensaba que yo iba como una rosa, cuando lo cierto es que estaba justito.

- ¿Para qué? Además, voy justo.

Reyrata refunfuñó algo y seguimos subiendo a nuestro ritmo, que no debía ser malo del todo, porque íbamos alcanzando a gente que iba prácticamente parada o directamente caminando. Él se había tomado un gel en el kilómetro siete, al llegar al tercio de carrera; yo tenía pensado tomar el que me había dado en el catorce o quince.

Entretanto, ya se habían hecho las diez pasadas y el sol atizaba de lo lindo. En el recorrido de la carrera no había ni media sombra y lo único que ayudaba es que la subida se había terminado y que el recorrido iba descendiendo poco a poco. A estas alturas, lo que en la salida era un pelotón razonablemente compacto se había convertido en un ristra inconexa de corredores sudorosos que triscaban por aquellos caminos con rostro lacerado.

Claro, a esas horas Kukoc estaría tranquilamente en la línea de meta, por muy lento que hubiera ido, y estaría bebiendo algo tumbado a la sombra, esperándonos con una sonrisita.

Tras descender algo más, comenzamos a llanear de nuevo, justo al llegar a la mitad de la carrera, momento en el que Reyrata se tomó el segundo gel. Aquello era duro y nuestro ritmo ya estaba muy comprometido. En la subida perdimos la media que nos hubiera permitido llegar en menos de dos horas y, aunque en la bajada recuperamos algo de ritmo, andábamos muy justos y nos quedaban las horas de más sol.

En el kilómetro doce pasó lo que tenía que pasar.

A nuestras espaldas oímos el ulular de una sirena que se acercaba a nuestra posición y nos adelantó enseguida. Se trataba de una ambulancia que circulaba todo lo rápido que se puede en una carretera vecinal y que nos pasó a toda mecha. Nosotros seguimos a nuestro ritmo y, un poco más adelante, volvimos a ver a la ambulancia, parada, y a los dos socorristas, o enfermeros, o a saber qué, poniendo en la camilla a un corredor desplomado que andaría por la cincuentena y que, claro, iba por delante de nosotros y había tenido una pájara o, en todo caso, un desfallecimiento.

- Hace calor, ¿eh?

- Se ve que sí...

Lo hacía, ya lo creo que lo hacía. Pasamos de largo, dejando a los enfermeros hacer su oficio, y nosotros seguimos a lo nuestro. En el kilómetro catorce, con dos tercios de la carrera a nuestras espaldas, y aunque iba bastante bien, o eso pensaba, me tomé el gel que me había pasado Reyrata, sin parar de correr.

Nunca lo hubiera hecho.

El gel se me metió por donde no era, me puse a toser, y la parte que finalmente llegó a mi estómago me empezó a dar malestar de inmediato.

- ¡Aaajjj!

- ¿Qué pasa?

- Que esto me está sentando como un tiro...

- Ah...

Hasta entonces, Reyrata y yo habíamos estado yendo de menos a más. Bueno, quizá estuviéramos yendo de menos a menos, es decir, que manteníamos un ritmo razonablemente constante, justo por debajo del que nos hacía falta para bajar de las dos horas, cosa que nos llevaba a ir adelantando a toda la gente que había comenzado muy optimista e iba ahora de más a menos, y luego a mucho menos. Nos pusimos detrás de una corredora de unos cuarenta años que iba pegando la hebra con otro que iba a su lado y a quien evidentemente había conocido durante la carrera. Ahí había temita... Como Reyrata y yo íbamos justo detrás de ellos, nos enteramos de toda su conversación y, por consiguiente, de que la corredora (que era muy mona incluso sudada y en pleno ejercicio) era francesa (quizá eso explique parte de su glamour en cualquier circunstancia), estaba trabajando en Valencia y corría habitualmente. Y debía ser muy conocida, porque en el kilómetro dieciséis ya entramos de nuevo en el pueblo y la gente la animaba e incluso alguno la llamaba por su nombre.

Debió de ser por entonces cuando me di cuenta de que algo andaba mal.

- Me estoy quedando.

- ¿Y eso?

- Pues que no puedo más.

Efectivamente. La francesa y su acompañante, a quienes habíamos alcanzado dos kilómetros antes, se alejaban sin remisión. Reyrata decidió quedarse conmigo.

- Acelera si puedes, que igual bajas de dos horas - dije sin mucha convicción.

- ¡Bah! ¿Y qué? - dijo Reyrata, evidentemente sin demasiadas ganas de aguantar el ritmo bajo una temperatura que ya estaba por encima de los treinta grados.

- Inténtalo. Yo ya llegaré.

Después de todo, incluso en tan lamentable estado, me veía capaz de terminar los cinco kilómetros que quedaban. Reyrata se quedó conmigo, marcando el ritmo. Aquello fue una tortura. Tenía los músculos totalmente vacíos y aquellos cinco kilómetros tardaban una eternidad en convertirse en cuatro, en tres, en dos... y finalmente en uno. Aquí ya se vio que el objetivo de bajar de dos horas se iba a quedar incumplido. En realidad, se veía ya desde bastante antes.

A falta de quinientos metros, ya se veía el estadio de atletismo donde estaba la meta. Reyrata se había adelantado un poco antes, en una subida desde un túnel en la que no me paré a hacerla caminando por muy poco, pero lo tenía a la vista, igual que a la pareja franco-valenciana que iba conversando tranquilamente.

Entré en el estadio, lo que significaba que quedaban doscientos metros, es decir, media cuerda o media vuelta. La otra media la habíamos hecho a la salida. Y ahora vamos a interrumpir esta entrada, porque se hace tarde. Para ser sinceros, entonces ya se había hecho tarde para bajar de dos horas y sólo quedaba resignarse y llegar a la meta con dignidad.

Pero eso le toca a la siguiente entrada. Ésta ya ha durado demasiado.