jueves, 31 de julio de 2025

Iglesia de Santiago Apóstol, Bruselas

Pues señor, sí que existe una iglesia de Santiago Apóstol en Bruselas. Y no está en cualquier sitio, sino en uno de los de más relumbrón de toda la ciudad, nada menos que en la Plaza Real y al lado mismo del malogrado palacio de Coudenberg.

Claro, la iglesia en cuestión (que ya fue fotografiada en los albores de esta bitácora, más concretamente aquí) no se llama de Santiago, que es nombre muy español, sino que atiende más comúnmente por el nombre francés de Cathédrale de Saint Jacques sur Coudenberg. Sí, catedral, porque lo es, más concretamente de las fuerzas armadas belgas. La catedral castrense, nada menos. También hay un obispo castrense, que es el mismo que el de Malinas y Bruselas.

Pocos días antes de la festividad de Santiago Apóstol fue el Día Nacional belga, que, como todo seguidor de esta bitácora conoce a pies juntillas, es el 21 de julio, que fue el día en que, en el año del Señor de 1831, el rey Leopoldo I juró la constitución, precisamente en esta catedral. Ya hablamos de aquello aquí e incluso asistimos al castillo de fuegos artificiales que se atreven a disparar sin pensar que puede haber valencianos entre el público. La catedral abrió sus puertas de par en par, pero ello coincidió con una exposición de material militar en toda la plaza, con asistencia de todo el cuerpo diplomático presente en Bruselas (que es muchísimo), de numerosos militares y de toda la plebe que quiso pasarse por allí. Yo cometí el error de hacerlo, ya que estaba por la zona, y la verdad es que lo pasé bastante mal con mi bicicleta, poco adaptada al gentío, y no conseguí entrar en la catedral castrense, así que me fui a la otra, donde no había ninguna exposición militar en los alrededores y pude entrar y rezar un rato con tranquilidad, que era lo que realmente necesitaba en ese momento.

La catedral castrense de Santiago Apóstol (o de San Jaime, como prefiera el lector) es un templo construido en estilo rabiosamente neoclásico en ese siglo XVIII que dejó el barroco y el gótico a un lado. Parece ser que en este lugar ya hubo un templo tan temprano como en el siglo XII, el cual se piensa que hizo igualmente las veces de albergue de los peregrinos que viajaban a Santiago, y de ahí el nombre. Las cosas evolucionaron cuando los duques de Brabante empezaron a tener el riñón muy bien cubierto e hicieron un pedazo de palacio en Coudenberg, con su correspondiente capilla. Bueno, capilla por llamarla de alguna manera. Sabiendo cómo se las gastaba Felipe el Bueno, aquello tuvo que ser la repera, supongo que en estilo gótico, tirando a tardío, que era lo propio en su época.

Por desgracia, eso sólo lo podemos suponer. La noche del 3 de febrero de 1731, un incendio se desató en el palacio de Coudenberg y lo dejó hecho cenizas. Uno de los motivos por lo que el incendio fue tan salvaje fue que, cuando estaba en sus comienzos y la cosa hubiera tenido arreglo, los guardias del palacio no dejaron pasar a los bomberos por cuestiones de seguridad. Se ve que lo de la burocracia en Bélgica viene de antiguo.

El caso es que el palacio quedó en ruinas, pero la capilla no. La capilla se salvó de las llamas. El gobernador general, sin embargo, dejó de residir en el palacio y la zona quedó hecha un erial lamentable, hasta que Carlos de Lorena, otro gobernador general en nombre de la emperatriz María Teresa, resolvió que allí había que construir algo digno, es decir, el actual palacio real de Coudenberg, que habrá que dejar para otra entrada. El estilo gótico de la capilla no pegaba nada con los gustos de la época, totalmente neoclásicos, de modo que Carlos de Lorena decidió derruirla y, a partir de 1776, se construyó la catedral actual. En más o menos diez años estaba terminada.

Las cosas no siguieron por muy buen camino, en particular cuando los Países Bajos austríacos colapsaron y los revolucionarios franchutes se apoderaron de Bruselas y, como tenían sus cosas, eliminaron el culto católico de la iglesia de Santiago y lo reemplazaron por el culto a la diosa Razón. Esta situación duró entre 1795, año de la derrota definitiva de los ejércitos austríacos en los Países Bajos, y el concordato de 1801 entre Francia y la Santa Sede. Desde entonces, el templo pertenece al Estado (como todos los templos en Bélgica) que lo cede para el culto de la Iglesia Católica, aunque mantiene su titularidad y, además, se encarga de costear el culto. No recuerdo si ya he escrito sobre este régimen, tan diferente al español, que pone a la Iglesia Católica completamente a merced del poder político, pero, si no lo he hecho, un día tocará hacerlo.

Hoy en día, la catedral de Santiago ya no es un albergue de peregrinos y, de hecho, actualmente el camino de Santiago ni siquiera pasa por allí, pero era importante detenerse en ella en esta serie, porque, al fin y al cabo, así es como está consagrada. Otro día seguiremos con el recorrido, pero no será hoy, porque se hace tarde.

domingo, 27 de julio de 2025

La fiesta del patrón

El 25 de julio de este año (bueno, y de todos los demás) se celebró la fiesta de Santiago, patrón de las Españas y amigo del Señor. En realidad, es una fiesta que se celebra en España y, como Bélgica dejó hace mucho tiempo de ser una de las Españas, aquí pasa totalmente desapercibida.

Y no debería ser así, porque, qué caramba, con independencia de que Santiago sea el primer evangelizador de España y aunque al principio tuviera poco éxito, se trata no sólo de uno de los doce apóstoles, sino de uno de los tres del círculo más íntimo de Jesús, testigo de la transfiguración y de la agonía en Getsemaní y, por si sus méritos no hubieran sido suficientes, se trató del primero de los apóstoles que fue martirizado. Que sí, que San Pedro es el número uno y el primero de los papas, y San Juan, hermano de Santiago, fue el que no abandonó a Jesús en ningún momento y, por si fuera poco, un evangelista de relumbrón, pero Santiago no se queda corto tampoco. Además de lo dicho arriba, estamos hablando de alguien que tiene una ciudad con su nombre y además tiene su tumba en ella; estamos hablando de alguien a quien la Virgen María se apareció en vida, por allí por Zaragoza, para animarle en la parece que complicada empresa de evangelizar a los hispanos del siglo I; estamos hablando de alguien cuyo nombre invoca todo español que a lo largo de la historia ha atacado a sarracenos y herejes de todo palo, y que no está excluido que en según qué momento haya intervenido en la jarana montando un caballo blanco. Poca broma.

Y hablamos de alguien a cuya tumba se dirigen decenas de miles de personas cada año, desde la Edad Media.

Los españoles tenemos la impresión de que el Camino de Santiago, o los caminos de Santiago, comienzan en Roncesvalles y terminan en Santiago. Vale, hay puntos de origen distintos, pero el camino de Santiago fetén es el que de Roncesvalles llega hasta Santiago de Compostela.

Nada más falso. El camino de Santiago fetén es el que sale de la puerta de tu casa, así que lo de Roncesvalles sólo sirve, en puridad, para los habitantes de ese pueblo, pero no para los demás, porque ¿y si vives en el norte de Europa, pero quieres llegar a Santiago? Pues pasa que ya llegarás a Roncesvalles y, si Dios quiere, más tarde a Santiago y luego de vuelta a tu casa, qué ésa es otra, pero primero tienes que caminar hasta allí desde tu casa. El año pasado pasé fugazmente por Dinamarca a visitar a Abi y me encontré con que también desde allí hay un camino de Santiago y, evidentemente, gente que lo transita y que, para cuando se presenta en Roncesvalles, ya ha recorrido mucho más de la mitad de su camino.

A los peregrinos daneses, que digo que los habrá también, les tocaría caminar por la península de Jutlandia, luego por Frisia, más adelante por lo que hoy son los Países Bajos y, más o menos hacia el kilómetro mil de su trayecto, aparecerían por Bruselas, y ya sólo les quedarían otros mil kilómetros más hasta llegar a Roncesvalles y comenzar a encontrarse con los cronópatas que hacen el camino francés.

¡Ajá! Bruselas, hemos dejado escrito en el párrafo anterior ¿Es que el camino de Santiago está indicado en Bruselas, con esas flechas amarillas que todos hemos visto?

Bueno, a tanto no llega, pero sí que es verdad que el camino de Santiago está perfectamente indicado en Bruselas y también será verdad, si Dios no lo impide, que a esto se van a dedicar las próximas entradas de esta bitácora. Eso sí, se está haciendo tarde, no sé si para llegar al correspondiente albergue del peregrino a tiempo de encontrar plaza, pero sí para ir a la cama, que mañana toca madrugar, así que mejor será que la indagación del camino de Santiago a su paso por Bruselas quede para mejor ocasión.

jueves, 24 de julio de 2025

Meta

Llegar a la meta de una carrera oficial (de cualquier carrera, en realidad) es el momento más importante de la misma y, por eso mismo, un momento de responsabilidad. Hay gente que se reserva con el fin de llegar a los últimos metros con la posibilidad de acelerar y entrar más rápidamente de lo que ha estado corriendo desde que salió; hay gente que, sin reservarse, simplemente ve la meta y encuentra fuerzas donde no parecía haberlas, y entonces acelera; hay gente, finalmente, que va sobrada de todas formas y entra en meta acelerando e incluso sonriendo, como si no hubiera hecho nada hasta entonces. Y los hay quienes bastante tienen con llegar y entrar renqueando y con un suspiro de alivio.

Desde que en la línea de meta hay un fotógrafo haciendo fotos a todos los que entran y desde que esas mismas fotos acaban publicadas a las pocas horas en internet, en la página del organizador de la carrera, yo diría que las cosas han cambiado un poco. La gente intenta entrar en meta con cierta dignidad, lo que me recuerda a aquella famosa canción de Siniestro Total, Pueblos del mundo, extinguíos:

Intenta extinguirte con clase y dignidad,
que no piensen luego que lo has pasado mal

Algo así sucede en línea de meta. El que entra con rictus descompuesto es porque está realmente en las últimas y no es capaz más que de mantenerse en pie. El resto, puede que entre con rictus descompuesto, vale, pero es porque está esprintando y eso también es dignidad, naturalmente que sí.

En mi caso, en esta carrera concreta, el esprint no era una opción. Normalmente sí que lo es. Yo soy de los que se intentan guardar un último acelerón para entrar en meta adelantando a algún corredor que se las prometía tan felices y, en todo caso, para arañar unos segundillos que no van a ninguna parte, porque qué más dará entrar cinco segundos antes o cinco segundos después, pero uno se queda con una mejor sensación después de ir a más durante toda la carrera y culminarla con el ritmo más rápido de toda ella.

Ese día, no.

Ese día bastante tuve con mantener la cabeza en su sitio, es decir, un metro y ochenta centímetros por encima del suelo. Esprintar, aunque hubiera podido, no tenía sentido, porque no tenía ninguna posibilidad de adelantar a nadie y las dos horas de carrera estaban ampliamente superadas. Creo que aceleré algo, si se puede llamar acelerar al ligerísimo incremento de ritmo que quizá consiguiera ejecutar, pero más para acabar antes con aquella tortura que por otra cosa. Eso sí, a despecho de que no podía con mi alma, tuve el antojo de entrar en meta sonriendo. Por si las fotos. Y, desde luego, porque no pensaran luego que lo había pasado mal.

Dos horas, dos minutos, cincuenta y un segundos. A cinco minutos y cuarenta y ocho segundos de media por kilómetro. Ciento cincuenta y siete pulsaciones por minutos de media, lo cual no es extremo ni mucho menos y simplemente es una prueba de que el corazón no había sufrido gran cosa y de que el problema había sido, simple y llanamente, que los músculos se habían quedado sin fuerzas. Los últimos cuatro kilómetros había corrido por encima de seis minutos y empeorando el tiempo del anterior en cada uno de ellos. Sólo los últimos doscientos metros, con la meta a la vista, registran una cierta aceleración pundonorosa.

Reyrata había llegado un minuto antes. Kukoc llevaba allí más de una hora y estaba ya más fresco que una lechuga. Treinta y dos grados en meta. La madre que los parió a los treinta y dos grados.

Tras la meta, los manuales dicen que no hay que detenerse en seco, sino que hay que seguir trotando para descalentar y que los músculos se habitúen a la nueva situación. Y una leche. En la vida real, al menos en la vida real de los que entran conmigo, los populares de toda la vida, no he visto a nadie que siga haciendo trotecitos después de meta. La peña se para casi en seco, detiene el cronómetro, pulsómetro o reloj inteligente y luego sigue andando, no trotando, porque necesita agua y los organizadores han situado los puestos de reparto de bebidas a unos cincuenta metros de la meta, no porque les preocupe que la gente se detenga en seco y se les agarroten los músculos, sino porque si la gente se queda parada en la meta no hay forma de que los siguientes puedan entrar.

Había cola para el agua. Delante de mí había un par de corredores en la treintena, hombre y mujer, charlando relajadamente mientras les llegaba el turno. Cuando finalmente llegó el mío, bebí poco a poco, pero sin parar, y tomé un segundo vaso, y luego un trozo de sandía. Kukoc y Reyrata estaban unos metros más lejos, y el segundo estaba sentado en el suelo apoyado en una columna; qué aspecto tendría el pobre que los de primeros auxilios, que estaban por allí, se acercaron a preguntarle si necesitaba ayuda.

La cola la hice unas cuantas veces. En cuanto los músculos recibieron algo de alimento, y eso que apenas me entraba nada, las cosas mejoraron bastante. Todavía nos quedamos un rato por allí, a la sombra de la carpa, y ya nos dirigimos al coche para volver a casa.

Uno llega a unas edades en que la práctica del deporte, y más si se trata de éste, es más una excepción que la regla, cosa que se advierte fácilmente en la línea de salida. No sé si la curva de bajada pronunciada habrá empezado ya con esta carrera. Era dura, sí, y está claro que estos años fuera de la patria y de sus calores no han hecho que me habitúe a según qué temperaturas, pero claro que me hubiera gustado bajar un poco el tiempo. También es verdad que el ganador, según vi más tarde, hizo una marca bastante mediocre, con lo que la única conclusión puede ser o que la participación era pésima o que también a los primeros se les atragantó el recorrido.

En cualquier caso, la carrera era ya pasado. Por la noche, tocaba retornar a Bruselas, a un entorno menos canicular que el valenciano, con lo que más valía apresurarse a arreglar las cosas por casa y hacer el equipaje, porque, una vez más, se hacía tarde.

Como ahora mismo.

domingo, 20 de julio de 2025

A la carrera

La salida de la carrera fue más o menos como todas. Petardazo y a correr. El objetivo, ya quedó dicho, era no cansarse demasiado, porque quedaban cosas por hacer en el día, incluyendo un viaje de vuelta a Bruselas. El objetivo secundario, pero que también íbamos a intentar conseguir, consistía en bajar de dos horas, así que yo le iba echando de vez en cuando una ojeada al cronómetro.

Los primeros cuatro kilómetros transcurrían por carreteras vecinales cercanas al pueblo, todavía con un pelotón razonablemente compacto. Hacia el kilómetro tres empecé a advertir un sonido incómodo a mis espaldas, como de una suela medio suelta que golpeara contra el asfalto. En una curva me abrí para ver qué era aquello y vi a una corredora joven, vestida con la camiseta y pantalón corto habituales y que evidentemente no era la primera vez que competía; lo curioso era que, en lugar de zapatillas de correr, calzaba unas chanclas, que producían el sonido que me molestaba al golpear contra el suelo. Me pareció curioso y una variante de esos corredores que corren descalzos, pero pensé que, si me molestaba a mí, bastante más molesto le sería a ella misma.

En el kilómetro siguiente la chica de la chancla comenzó a retrasarse y ya no la volvimos a ver. Digo yo que llegaría a meta.

Nuestro ritmo era justito para bajar de las dos horas. Cualquier corredor sabe que el ritmo medio necesario para hacerlo es 5'41" por kilómetro, y nosotros íbamos muy poco por debajo de ese ritmo. Claro que podríamos ir más rápido, pero aún nos quedaban la tira de kilómetros y convenía ir reservones.

El recorrido nos llevó por la avenida principal del pueblo, un bulevar largo que picaba ligeramente hacia arriba. Reyrata y yo, que íbamos hablando de cuando en cuando, nos hacíamos ilusiones de que la carrera fuera llana en general y que ésa fuera toda la subida que hubiera. Sí, era la primera vez que corríamos allí.

Pues no.

Al terminar la avenida en cuestión, salimos del pueblo y la carrera se dirigió hacia una de esas urbanizaciones tan típicas de los pueblos valencianos de media montaña en el que veranean los habitantes de la ciudad... y que están en cuesta. Efectivamente, los kilómetros del siete al nueve fueron de subida, a veces bastante empinada.

- ¿Por qué no te vas ya? - me decía Reyrata, que debía ir bastante tocado y que posiblemente pensaba que yo iba como una rosa, cuando lo cierto es que estaba justito.

- ¿Para qué? Además, voy justo.

Reyrata refunfuñó algo y seguimos subiendo a nuestro ritmo, que no debía ser malo del todo, porque íbamos alcanzando a gente que iba prácticamente parada o directamente caminando. Él se había tomado un gel en el kilómetro siete, al llegar al tercio de carrera; yo tenía pensado tomar el que me había dado en el catorce o quince.

Entretanto, ya se habían hecho las diez pasadas y el sol atizaba de lo lindo. En el recorrido de la carrera no había ni media sombra y lo único que ayudaba es que la subida se había terminado y que el recorrido iba descendiendo poco a poco. A estas alturas, lo que en la salida era un pelotón razonablemente compacto se había convertido en un ristra inconexa de corredores sudorosos que triscaban por aquellos caminos con rostro lacerado.

Claro, a esas horas Kukoc estaría tranquilamente en la línea de meta, por muy lento que hubiera ido, y estaría bebiendo algo tumbado a la sombra, esperándonos con una sonrisita.

Tras descender algo más, comenzamos a llanear de nuevo, justo al llegar a la mitad de la carrera, momento en el que Reyrata se tomó el segundo gel. Aquello era duro y nuestro ritmo ya estaba muy comprometido. En la subida perdimos la media que nos hubiera permitido llegar en menos de dos horas y, aunque en la bajada recuperamos algo de ritmo, andábamos muy justos y nos quedaban las horas de más sol.

En el kilómetro doce pasó lo que tenía que pasar.

A nuestras espaldas oímos el ulular de una sirena que se acercaba a nuestra posición y nos adelantó enseguida. Se trataba de una ambulancia que circulaba todo lo rápido que se puede en una carretera vecinal y que nos pasó a toda mecha. Nosotros seguimos a nuestro ritmo y, un poco más adelante, volvimos a ver a la ambulancia, parada, y a los dos socorristas, o enfermeros, o a saber qué, poniendo en la camilla a un corredor desplomado que andaría por la cincuentena y que, claro, iba por delante de nosotros y había tenido una pájara o, en todo caso, un desfallecimiento.

- Hace calor, ¿eh?

- Se ve que sí...

Lo hacía, ya lo creo que lo hacía. Pasamos de largo, dejando a los enfermeros hacer su oficio, y nosotros seguimos a lo nuestro. En el kilómetro catorce, con dos tercios de la carrera a nuestras espaldas, y aunque iba bastante bien, o eso pensaba, me tomé el gel que me había pasado Reyrata, sin parar de correr.

Nunca lo hubiera hecho.

El gel se me metió por donde no era, me puse a toser, y la parte que finalmente llegó a mi estómago me empezó a dar malestar de inmediato.

- ¡Aaajjj!

- ¿Qué pasa?

- Que esto me está sentando como un tiro...

- Ah...

Hasta entonces, Reyrata y yo habíamos estado yendo de menos a más. Bueno, quizá estuviéramos yendo de menos a menos, es decir, que manteníamos un ritmo razonablemente constante, justo por debajo del que nos hacía falta para bajar de las dos horas, cosa que nos llevaba a ir adelantando a toda la gente que había comenzado muy optimista e iba ahora de más a menos, y luego a mucho menos. Nos pusimos detrás de una corredora de unos cuarenta años que iba pegando la hebra con otro que iba a su lado y a quien evidentemente había conocido durante la carrera. Ahí había temita... Como Reyrata y yo íbamos justo detrás de ellos, nos enteramos de toda su conversación y, por consiguiente, de que la corredora (que era muy mona incluso sudada y en pleno ejercicio) era francesa (quizá eso explique parte de su glamour en cualquier circunstancia), estaba trabajando en Valencia y corría habitualmente. Y debía ser muy conocida, porque en el kilómetro dieciséis ya entramos de nuevo en el pueblo y la gente la animaba e incluso alguno la llamaba por su nombre.

Debió de ser por entonces cuando me di cuenta de que algo andaba mal.

- Me estoy quedando.

- ¿Y eso?

- Pues que no puedo más.

Efectivamente. La francesa y su acompañante, a quienes habíamos alcanzado dos kilómetros antes, se alejaban sin remisión. Reyrata decidió quedarse conmigo.

- Acelera si puedes, que igual bajas de dos horas - dije sin mucha convicción.

- ¡Bah! ¿Y qué? - dijo Reyrata, evidentemente sin demasiadas ganas de aguantar el ritmo bajo una temperatura que ya estaba por encima de los treinta grados.

- Inténtalo. Yo ya llegaré.

Después de todo, incluso en tan lamentable estado, me veía capaz de terminar los cinco kilómetros que quedaban. Reyrata se quedó conmigo, marcando el ritmo. Aquello fue una tortura. Tenía los músculos totalmente vacíos y aquellos cinco kilómetros tardaban una eternidad en convertirse en cuatro, en tres, en dos... y finalmente en uno. Aquí ya se vio que el objetivo de bajar de dos horas se iba a quedar incumplido. En realidad, se veía ya desde bastante antes.

A falta de quinientos metros, ya se veía el estadio de atletismo donde estaba la meta. Reyrata se había adelantado un poco antes, en una subida desde un túnel en la que no me paré a hacerla caminando por muy poco, pero lo tenía a la vista, igual que a la pareja franco-valenciana que iba conversando tranquilamente.

Entré en el estadio, lo que significaba que quedaban doscientos metros, es decir, media cuerda o media vuelta. La otra media la habíamos hecho a la salida. Y ahora vamos a interrumpir esta entrada, porque se hace tarde. Para ser sinceros, entonces ya se había hecho tarde para bajar de dos horas y sólo quedaba resignarse y llegar a la meta con dignidad.

Pero eso le toca a la siguiente entrada. Ésta ya ha durado demasiado.

sábado, 28 de junio de 2025

Antes de la media maratón

El día de la carrera coincidía, además, con el de mi retorno a Bruselas después de un fin de semana largo (y frenético) en Valencia. Nada imposible, pensé para mis adentros: a las nueve y media corro esa carrerita sin agotarme demasiado; en casa debería estar hacia las doce como muy tarde; como las sobras de la nevera, recojo el piso y ya volveré al final del verano; y luego tengo un bonito viaje con la aerolínea de mis sueños (sí, Ryanair) que me debe dejar a eso de medianoche en... Charleroi. Y de allí a casa y a la mañana siguiente a currar.

Bien mirado, igual era un plan tirando a optimista para comenzar el mes, pero uno es más joven (e inconsciente, añado ahora) de lo que dice el carné de identidad.

El domingo por la mañana me levanté ya con un pelín de calor, lo cual indicaba que la carrera podía ser más durilla de lo que pensaba. Desayuné un poco mosqueado y fui a reunirme con mis hermanos. El mayor de los dos, Kúkoch, con buen criterio (como luego se demostró), renunció a la media maratón y se apuntó a la carrera de diez kilómetros que salía un cuarto de hora antes. Porque, efectivamente, cuando nos tememos que vamos a llegar a treinta grados durante el día, un cuarto de hora puede ser la diferencia entre Mordor e ir tirando mal que bien.

Los otros dos nos habíamos apuntado a la media. Llegamos a Torrente sin muchos problemas, porque a las ocho de la mañana de un domingo en nuestro barrio la gente no se ha levantado todavía y lo más que se encuentra uno por la calle es a un sudamericano desorientado saliendo de su discoteca, como sorprendido de que ya fuera de día. Los demás, excepto la tropa que se había apuntado a las carreras, estaban guardando la cama, no se fuera a ir.

Aparcamos, recogimos el dorsal y la camiseta, que antes daban cuando cruzabas la meta y ahora te dan antes de salir. Es como hacerte ver que aún puedes arrepentirte, llevarte la camiseta si quieres (la inscripción ya la pagaste) y dejarte de carreras a treinta grados, so inconsciente. Luego nos pusimos a estirar y yo di una vuelta al estadio de atletismo donde estaban situadas la salida y la meta.

Hay que reconocer que lo del estadio de atletismo era chulo y que no es frecuente en las carreras populares que salgan de sitios como ése. El presentador, que ahora llaman speaker, estaba dando la vara diciendo lo que se le pasaba por la cabeza, pero supongo que es difícil animar cuando no hay mucho que se pueda decir. Pasamos por los servicios, después de una cola que yo no sé cómo nadie se meó encima y, en la pista, nos abordó el presentador a los tres, con su megáfono a toda mecha.

-  ¿De dónde venís?

- De Benicauntrí -dijo muy ufano Reyrata, que así vamos a llamar al hermano menor y que efectivamente reside la mayor parte del año en Benicauntrí. Los otros dos, que pisamos Benicauntrí mucho menos de lo que nos gustaría, no le contradijimos. Total, para qué.

- ¡Ací tenim tres corredors que han vingut des de Benicauntrí a participar en la mija marató! ¡Benvinguts! - aulló el presentador. Luego creyó llegado el momento de hacer una pausa, dejó puesta la música de "Carros de fuego" y nos abordó. Se dejó de postureo en valenciano y nos habló en castellano.

- Ah, pues en Benicauntrí he corrido varios años la San Silvestre, que está muy bien.

- ¿La de los avituallamientos con cassalla? -dije yo un poco zumbón, que también la he corrido un par de veces. Doy fe de que, en esa carrera, que es corta y donde en principio no haría falta poner avituallamientos, sí que los hay, pero no son de agua precisamente.

- ¿Ah, sí? - dijo el presentador -. A mí me gustó mucho.

Charlamos un poco más sobre la famosa San Silvestre de Benicauntrí, sus avituallamientos heterodoxos y el cachondeo que hay en general, y luego el presentador se puso a abordar a unas rubias que se habían acercado a la salida.

- ¿De dónde venís?

- Nosotrrras venirr de Inglaterrra.

- Güi haf ranners camin from Inglan! ¡Tenim corredores que venen d'Anglaterra! ¡Quin goig!

Aprovechando que el presentador tenía otras víctimas y que evidentemente se le caía la baba con ellas mucho más que con nosotros, nos escabullimos para terminar con nuestro calentamiento y estiramientos, que luego todo son lesiones.

Kúkoch se fue a la línea de salida, a hacer sus diez kilómetros. Salió de los últimos, con toda la pachorra del mundo y sin ninguna prisa. No hay que criticarlo, porque, después de todo, por tarde que llegara a la meta, se iba a tirar no menos de una hora antes de que llegáramos nosotros con la llave del coche, así que ¿para qué apresurarse?

- ¿Quieres un gel? -me dijo Reyrata-. He traído cuatro, porque me han caducado, pero me va a sobrar al menos uno.

- Bueno, vale -me encogí de hombros y acepté uno. Mi pantalón no tenía bolsillos, así que lo até al cordón de la cintura y lo metí por dentro.

Con perspectiva, creo que no debí aceptarlo. Aunque lo metí por dentro, no estaba fijo y me bailaba por el interior del pantalón. Y ese peso de una cosa bamboleando durante kilómetros y kilómetros, qué se le va a hacer, al final se nota. Además, ignoré un importante axioma que uno no debe olvidar en las carreras de fondo: nunca hay que hacer experimentos el día de la carrera. Es cierto que suelo llevar geles en los entrenamientos largos, pero también es cierto que no noto efecto alguno y que los tomo en parada, con calma, mientras que en este caso los iba a tomar en movimiento y a temperaturas que no suelo sufrir en mis entrenamientos.

Reyrata y yo nos pusimos a estirar y, tras poner a punto la musculatura del tren inferior, nos fuimos a la línea de salida. El presentador ya había dejado a las inglesas y estaba saludando a la concejala de Deportes del ayuntamiento local, que soltó una proclama y saludo a los participantes de la carrera, antes de irse a la grada. Eran casi las nueve y media y estábamos a cosa de veinticinco grados, así que la cosa se estaba poniendo bastante fea. Es más, daban ganas de dirigirse a la grada, cubierta y a la sombra, hacer el saludo romano y gritar algo así como Ave, aedil! Cursuri moriturique te salutant! Lo cual, efectivamente, significa ¡Salud, concejala, los que van a correr y morir te saludan! También significa que no tengo ni idea de cómo decir "concejala" en latín, porque "aedil" no me acaba de convencer, pero es lo más próximo que he encontrado. Para mí que en los municipios romanos no había concejalas, y mucho menos de deportes.

Sea como fuere, Reyrata y yo nos fuimos a la salida, dejamos a los cronópatas que se pusieran cerca de la línea y nosotros nos pusimos algo más atrás a esperar el petardazo de salida. Sí, en Valencia las salidas se dan con un petardo, no faltaría más.

Sonó finalmente el petardazo, Reyrata y yo nos pusimos en marcha y yo creo que ya se ha hecho un poco tarde hoy, así que voy a dejar esta entrada como está y ya paso en la siguiente a abordar qué es lo que les sucede a unos corredores populares no muy entrenados en una media maratón que se disputa a veinticinco grados, y subiendo.

Pero eso no será hoy, porque es tarde.

lunes, 23 de junio de 2025

Junio a la carrera

Junio no está siendo un mes difícil únicamente para el gobierno español, sino también para mucha más gente, entre los que circunstancialmente me encuentro. Normalmente mi vida es bastante sosegada y tranquila y no me muevo demasiado, muy a diferencia del frenesí que sucedía en Moscú, en que cada día sucedía una nueva aventura. Supongo que, con los años y la llegada de los achaques, el común de los mortales tiende al sosiego. A mí los achaques serios, gracias a Dios, no me han llegado todavía, pero las ganas de sosiego sí.

A despecho de las mismas, junio está siendo una sucesión de viajes y de todo tipo de martingalas, de muchas de las cuales no hay que culpar a nadie más que a mí mismo. Nadie me obligó a inscribirme el 1 de junio en una media maratón, sino que lo hice por voluntad propia. Sí, son veintiún kilómetros y forman parte de mi entrenamiento, pero no competía en ninguna desde nada menos que octubre de 2012, cosa de la que pronto hará trece años.

Aunque uno tiene ya una edad a la que no se encuentra mucha gente dispuesta a meterse esos veintiún kilómetros entre las piernas, yo pensaba que no me iba a costar demasiado bajar de dos horas. No es que yo sea una fiera atlética, ni mucho menos, porque mi mejor marca, precisamente en ese 2012, es de una hora y 44 minutos, que desde luego no es para tirar cohetes ni tampoco para presumir demasiado. Pero bajar de dos horas es algo que he hecho de vez en cuando en algún entrenamiento cuando las circunstancias han acompañado, es decir, perfil llano, buen tiempo, haber dormido bien y haber comido a su debido tiempo. Y, si lo hice en entrenamientos, pensé que con más motivo lo haría en competición, porque es bien sabido que en dichas circunstancias las marcas se mejoran bastante, aunque en sentido estricto uno termina por competir contra sí mismo, sin aspiración alguna de ganar nada de nada, pero acompañado de otros corredores populares entre los que se desarrolla un estímulo de mejora, también conocido como 'pique'.

Para la preparación no hice nada que no hiciera habitualmente para carreras de diez kilómetros, que son las que corro habitualmente. Por cierto que la carrera no iba a tener lugar en Bélgica, sino en los alrededores de Valencia. Competir en Bélgica nunca me ha apetecido mucho, en primer lugar, porque las carreras son incomprensiblemente caras y, por si fuera poco, porque también son incómodas; a despecho de su precio exorbitante, hay demasiados participantes. El día que vi a los participantes en los veinte kilómetros de Bruselas ir apelotonados en el kilómetro siete, pasando por el 'Bois de la Cambre', ya me di cuenta de que las carreras tan masivas no eran para mí y seguí entrenando a mis anchas por otra zona del mismo 'bois'.

En Valencia no es que corra menos gente. Probablemente sea al contrario. Lo que sí que sucede es que hay mucha más oferta. En un fin de semana cualquiera, hay varios pueblos que organizan su propia carrera, así que los corredores se van dividiendo entre las distintas posibilidades. En Bélgica, en cambio, los veinte kilómetros de Bruselas, o los diez de Uccle, que también existen, son acontecimientos únicos, quizá en todo el país, de modo que quienes tienen el gusanillo de correr desarrollado terminan por apelotonarse en la carrera que toca. Y así nos va, que los que se tocan son los corredores por pura falta de espacio entre uno y otro.

El caso es que, en esto, uno de mis hermanos me llamó la atención sobre una media que coincidía con una estancia mía en Valencia y que tenía lugar en una ciudad muy cercana al 'cap i casal' que, además, se ha hecho famosa en toda España por ser la cuna de una de las personas más famosas de todo el país, ya que últimamente sale a diario en la prensa y en la televisión por sus méritos adquiridos al servicio de España, sin que el hecho de que, según todos los indicios, se haya (presuntamente) embolsado algunas cantidades más allá de su salario, cantidades que puntualmente parece haber invertido en su solaz y en conocer gente más allá de su círculo íntimo, sean mácula alguna en la abnegación que ha mostrado a lo largo de toda su carrera.

Como se hace tarde, la entrada se alarga, y no es cuestión de entrar en detalles sobre este asunto que apenas queda esbozado, es hora de publicar lo que hay y dejar la continuación de este relato para la próxima entrega, que llegará, si Dios quiere, a no tardar.

domingo, 15 de junio de 2025

Reseñas sobre el aeropuerto de Charleroi

Tengo que agradecerle a Lluis que, después de leer la última y vitriólica entrada sobre el aeropuerto de Charleroi (y la madre que lo parió...), haya señalado las opiniones que tal lugar merecen a otros viajeros, y que, muy a diferencia de las páginas oficiales del aeropuerto o de la región, no sólo corroboran punto por punto lo relatado en dicha entrada, sino que alimentan la sospecha de que incluso me he quedado corto en mis quejas.

Para el aeropuerto, no sólo debería ser preocupante que la valoración de sus servicios sea bajísima, sino que esa valoración es tanto más baja cuanto más recientemente se ha producido. En cristiano, que van a peor, parece que inexorablemente.

Uno lee las opiniones de "trustpilot" y llega a la fastuosa nota de 1,2 sobre 5. Algunos opinadores lamentan que deban poner al menos una estrella y que no se pueda calificar con ninguna. De vez en cuando hay algún comentario elogioso, normalmente en francés y supongo que de algún viajero local herido en su orgullo valón, pero la práctica totalidad son enormemente críticos. Que si los baños de la zona de llegada son de pago (cosa que efectivamente es lo nunca visto y que debería ser directamente delictivo), que si el personal es antipático (no es extraño, habida cuenta de lo que tienen que soportar), que si los aparcamientos huelen a orín (efectivamente, hay quien no quiere pagar en los servicios y no se puede contener), por no hablar de lo absurdamente lejos que están. Uno los ve en el mapa y el P3 está razonablemente cerca, pero la administración del aeropuerto hace dar al peatón viajero un rodeo incomprensible por pura antipatía, ya que una rampa de nada te dejaba en la terminal. Sobre el P4, llamado con mucha sorna foot&fly, hay un viajero que se ha tomado la molestia de hacer cálculos y que considera que está a mitad de camino entre Charleroi y Tombuctú. Estoy por dar por bueno tal cálculo.

Cuando las reseñas son en italiano, con el gracejo propio de los transalpinos irritados, se centran, además de en repetir algunos de los aspectos anteriores, en lo condenadamente sucio que está todo, además de abarrotado hasta no poder más. De forma vehemente que no puedo sino compartir, el reseñador italiano sugiere no volver por allí nunca más y evitarlo más que las calderas de Pedro Botero.

También hay reseñas en neerlandés, muy probablemente de viajeros belgas del norte de la frontera lingüística, que no ahorran epítetos negativos hacia el aeropuerto, que algunos de ellos hacen extensivos a Valonia en general. En una generalización arriesgada que quizá comente otro día, el aeropuerto de Charleroi no es, en su opinión, sino una señal del decaimiento general de Valonia, esa región en decadencia inexorable que los socialistas han gobernado casi desde su constitución, con escasas excepciones, aunque una de esas excepciones, mira por dónde, es el momento presente.

Las reseñas en alemán son escasas, pero de enjundia. Un alemán es un señor pragmático que no hace nada que no vaya a tener repercusión práctica, así que, cuando escribe, que son pocas veces, lo hace de verdad. Las que he leído invitan directamente a remediar los males del aeropuerto despidiendo a todos los trabajadores y a la gerencia del mismo, supongo que para comenzar de cero. Poco le falta para recomendar, además de lo anterior, el derribo de todas las instalaciones.

La utilidad del aeropuerto para acortar tiempo de estancia en el purgatorio no debemos desdeñarla así como así, pero podemos añadir una circunstancia suplementaria, cual es la opinión que merece la empresa monopolista del servicio de autobuses, Flibco. La compañía funciona bien y ofrece servicios de transporte prácticamente a toda hora; el problema es que no hay otra. Como buen monopolista, Flibco exprime su posición dominante en el mercado. Ahora mismo, un viaje desde el malhadado aeropuerto y Bruselas (estación de tren de Midi, o del Sur en castellano) sale por veinte euros por trayecto, y luego hay que llegar a casa y a ciertas horas no es sencillo, creedme. En estas circunstancias, la competencia lo debería tener fácil para dar un servicio alternativo. No es demasiado conocido, pero existen compañías de taxis que ofrecen un servicio de taxi compartido que funciona bastante bien y que te dejan en la puerta de tu casa por treinta euros, lo cual está muy bien. Vale, tienes que esperar a que lleguen los otros pasajeros, normalmente de otros vuelos, y luego has de tener la suerte de que el itinerario no te lleve a ser el último al que dejen, pero es difícil que tardes más que con Flibco y sus autobuses. En mi caso particular, últimamente he utilizado el servicio de taxis compartidos un par de veces y hay que reconocer que, aunque siempre hay un poco de incertidumbre, funciona bien y, además, como Uccle está en la entrada de Bruselas desde el sur, esto es, desde Charleroi, siempre he sido el primero en llegar a casa, cosa que se agradece especialmente a las horas (o más bien deshoras) a las que estoy llegando últimamente. La compañía ofrece la posibilidad de pagar con tarjeta, pero recomienda el pago en efectivo. Prefiero no ser curioso y no preguntar por qué. El servicio es tan "de estranjis" que la compañía no tiene un acuerdo con el aparcamiento del aeropuerto y los taxis pagan por la estancia como un coche más. Y sí, se supone que esto es el primer mundo. A veces, en Charleroi, más bien parece uno encontrarse en el primer inmundo.

Voy a dejar en paz el aeropuerto de Charleroi. Si Dios quiere, no lo voy a utilizar por lo menos hasta octubre en calidad de pasajero, aunque seguramente sí como acompañante. Que el Señor acompañe a quienes pasen por allí este verano y se pregunten si el precio del billete merece la pena. Pero que se lo pregunten pronto, antes de que compren los billetes... y sea tarde.

miércoles, 28 de mayo de 2025

El aeropuerto de Charleroi y la madre que lo parió

En Charleroi hay cuatro aparcamientos. El primero está cubierto y está cerca de la terminal, pero poco menos que has de vender el coche para pagar las tarifas del aparcamiento. El segundo está descubierto y está algo más lejos, así que, si nieva o llueve, se siente. Yo lo tuve que usar en enero un fin de semana largo, nevó y, bueno, fue molesto, pero nada más. Después de todo no estoy en silla de ruedas y sigo en edad de merecer. Hay que decir que no es mucho más barato que el primero, pero está casi lleno, sobre todo las plazas más cercanas a la terminal.

El tercero es especialmente vergonzoso, igual que el cuarto, porque están literalmente en la quinta porra, es decir, que llegar a la terminal desde el aparcamiento no lleva menos de media hora. Sí, lo que se dice treinta minutos. Lo llaman retóricamente Foot & Fly, y no hay duda de que habrá que usar los pies (además, mucho) para poder volar. Según el destino, ya puede uno tomarse las cosas con antelación. Eso sí, no necesariamente tiene que andar para acercarse al avión, porque puede tomar un autobús lanzadera que el aeropuerto pone a disposición del viajero perezoso para acercarse a la terminal. Como todo en este aeropuerto, el autobús cuesta. Seis euros es el último precio que vi, pero en el aeropuerto de Charleroi todo es susceptible de encarecerse.

Finalmente, uno se acerca a la terminal y, cuando cree que puede entrar en el edificio, resulta que el pasajero debe dar una vuelta de tres pares de narices para pasar un control de seguridad previo, que no es el de verdad, y que no sé a qué viene, porque no tienen ni equipos ni nada. Normalmente pasa uno como quien no quiere la cosa, sin importar si eres pasajero o no. Claro, además de ser pasajero, podrías ir por allí para recoger o a acompañar a alguien a quien indudablemente quieres mucho, porque, si ir al aeropuerto de Charleroi cuando uno vuela desde allí tiene una justificación, hacerlo sin tener que utilizarlo sólo puede hacerse por amor. Mucho amor.

Luego está el paisanaje que hay por allí. Uno pasa todos los obstáculos que se interponen entre él y la terminal, y finalmente consigue acceder a la misma. No hay ningún pasajero, pero ninguno, de porte mínimamente elegante e indicios de viajar por trabajo. No nos engañemos, porque yo he viajado por trabajo desde Charleroi, vale, pero tuve que convencer a la agencia de viajes de que me venía mejor el horario que la alternativa que me ofrecían ellos y que implicaba levantarme a las cuatro de la mañana como poco. Y, así y todo, me vestí lo más informal que pude, metiendo el traje en la maleta doblado, sólo para no ser el único trajeado en todo el aeropuerto. Las agencias de viajes que se respetan y que trabajan con gente de negocios tienen vetado ofrecer vuelos que salgan de Charleroi o aterricen allí. No quieren líos ni reclamaciones; si hay que pagar más, se paga y punto.

Sí, amigos, desde Charleroi sólo vuela gente lumpen, de los que se van de vacaciones de baja estofa o van a visitar a sus parientes en Marruecos. En verano, casi no hay pasajero que no lleve tatuado hasta el esternón. Los (y, sobre todo, las) que no lo hacen es porque llevan la cabeza tapada con un pañuelo y el resto del cuerpo con ropas amplias, además de ir un par de metros por detrás de sus supongo que maridos. Esa gente lumpen ha comprado los billetes atraídos por el bajo precio que ponen las compañías, sin reparar en que, entre los treinta euros que cuesta llegar allí en transporte público (en cada sentido), la clavada que supone facturar la maleta (¿Cómo vas a ir a Marruecos sin regalos para todo el pueblo, demostrando lo bien que te va entre los infieles?) y que en ese aeropuerto te cobran hasta por orinar, quizá los billetes no sean tan baratos como parece.

El control de seguridad es igualmente patético. Frente a los mostradores amplios de Zaventem, en Charleroi hay sólo dos filas frente a las que se atestan miríadas de pasajeros. Últimamente, las compañías aéreas (o sea, Ryanair, que es quien ha tomado la terminal) advierten a los pasajeros que deben personarse tres o cuatro horas antes de la salida del vuelo, porque, por mucho que lo piden, el aeropuerto de Charleroi no habilita más puestos de control de seguridad y eso crea colas y retrasos del quince. Creo que quien ha volado con Ryanair ya sabe lo que le gusta a esta compañía curarse en salud y dramatizar las cosas, para poder soltar un 'ya te lo dije' si las cosas vienen mal dadas. En realidad, con llegar dos horas antes de la salida del vuelo, como toda la vida, hay tiempo de sobra.

El único buen momento del aeropuerto de Charleroi es cuando te montas en el avión y queda claro que lo vas a perder de vista más pronto que tarde.

Tarde es precisamente lo que se ha hecho ahora, así que vamos a dejarlo hasta mi próxima aparición por Charleroi, que tendrá lugar fatalmente dentro de unos días, si Dios quiere.

viernes, 9 de mayo de 2025

Aeropuertos: sí, en plural

En el pasado ruso, la etiqueta "aviones y aeropuertos" era bastante frecuente en esta bitácora, y no era para menos, porque en los aeropuertos rusos (bueno, y fuera de ellos) solían suceder cosas originales y curiosas que merecían la pena relatarse. Es lo que tienen los controles de pasaportes y los controles de aduanas, y no digamos los controles de seguridad a partir del, digamos, incidente, de las torres gemelas.

En Bélgica, es verdad que ha habido alguna que otra entrada sobre aeropuertos, pero menos. El desplazamiento al aeropuerto está mejor organizado que a los aeropuertos moscovitas, al menos hasta que los rusos pusieron los trenes directos; es más, uno llega a los aeropuertos belgas y se encuentra con que, siempre que no se vaya fuera de la zona Schengen, cosa que hace mucho tiempo que no hago, los controles de acceso a la zona de embarque son muy simples. No hay control de pasaportes. De hecho, ni siquiera hay obligación de llevar el pasaporte en el viaje con mucho más frecuente que hago, que es de Bruselas a Valencia y viceversa. Tampoco hay control aduanero. Lo que sí que hay es control de seguridad, pero suele ser bastante rápido y, si uno tiene el ojo de chapurrear un poco el neerlandés, los encargados del control se quedan gratamente sorprendidos y se deshacen en parabienes. Bueno, me estoy pasando, que al fin y a la postre son seguratas y belgas; quizá no se deshagan en parabienes, pero, por lo menos, no son directamente desagradables.

Uno pasa ese control y ya sólo le queda deambular por las instalaciones del aeropuerto, quizá comer algo, o pasar por la capilla (sí, sí, hay una), o hacer alguna compra que se haya quedado a medias o directamente por hacer. Llega el momento del vuelo, se pasa una revisión de la documentación y, ¡hala!, al avión. No hay mucha diferencia con lo que pasa en las estaciones de tren en España y sus controles de equipajes. No, en Bruselas, normalmente, en los trenes de alta velocidad no hay controles de equipaje; eso es un invento español con Dios sabrá qué oscuras intenciones.

En Bruselas hay un aeropuerto, el internacional de Zaventem. Bueno, hay uno...  excepto si le preguntamos a Ryanair, que nos dirá que hay dos, el susodicho internacional de Zaventem, que está a unos quince kilómetros del centro, y el que ellos denominan Bruselas Sur, pero que la IATA y el resto del mundo llamamos aeropuerto de Charleroi y que, efectivamente, está en la ciudad de Charleroi. Es verdad que Charleroi, con su aeropuerto, está al sur de Bruselas, con lo que Ryanair no va totalmente desencaminado, pero, ya puestos, podían haberlo llamado aeropuerto de París Norte, no en vano está al norte de París y París vende más.

El aeropuerto de Charleroi está a cincuenta y cinco kilómetros de Bruselas. Es pequeño y cutre, y de él vuelan compañías aéreas de bajo coste y ninguna intención de disimularlo. Obviamente, Ryanair es la más destacada, aunque también opera vuelos desde Zaventem. Hay que decir que lo único que hay de bajo coste en ese aeropuerto son los vuelos, y aun de esto habría mucho que discutir. El resto de los servicios de ese aeropuerto es de pago o incomodísimo, y no es que los pasajeros tengamos mucho donde elegir. Este pasajero que escribe y que suele viajar a Valencia está prácticamente condenado a utilizar Charleroi mucho más de lo que le gustaría, porque Ryanair, al menos estos meses, es la única línea aérea que cubre el trayecto sin visitar más que los aeropuertos de origen y destino.

Como tengo tres hijos en edad universitaria y los estudiantes son pobres, también me toca visitar Charleroi cuando los llevo o los recojo en coche. En Zaventem, igual que en todos los lugares decentes, hay una zona en la cual uno puede descargar a los pasajeros que lleva, darles un beso, un abrazo o un simple apretón de manos, según la confianza que se tenga con ellos, y a partir de ahí ya se apañan ellos y el conductor puede volver sobre sus pasos sin pagar por llegar hasta allí.

En Charleroi, no.

En Charleroi, uno tiene que rascarse el bolsillo en cuanto uno se acerca a menos de un kilómetro del acceso, pero se está haciendo un poco tarde, así que voy a ir cerrando esta entrada y reservando mis invectivas y palabras soeces para la próxima, en la que intentaré disuadir a los potenciales pasajeros de utilizar esa cuadra.

martes, 15 de abril de 2025

Gente ilustre que, por lo visto, merece una estatua

Me encantan las estatuas. Siempre, o casi siempre, que veo una, me acerco a ver quién es el representado y qué merecimientos ha hecho para que las autoridades hayan decidido inmortalizar al prócer cuya efigie adornará para siempre (o no, dependiendo de si el próximo gobierno municipal es revisionista o simplemente rencoroso) las calles de la ciudad.

Uno de estos días mis pasos pecadores me llevaron a la capital de las Españas, la villa de Madrid, donde tenía que resolver un trámite administrativo que duró cosa de un cuarto de hora, pero que me tuvo todo el santo día por allí. Como el lugar donde tenía que acudir estaba enfrente del parque del Retiro y llegué con tres cuartos de hora de antelación a la cita que tenía, decidí matar esos tres cuartos de hora visitando el parque, que es una cosa que, desgraciadamente, apenas he hecho cuando he tenido oportunidad en mis estancias en Madrid. El parque, y más en primavera, es una preciosidad y merece un paseo como el que le di, y aun uno mucho mayor.

El paseo de las Estatuas, que en realidad recibe el nombre de paseo de la Argentina, en esa manía que tenemos los españoles de celebrar las naciones secesionistas, es uno de los lugares más curiosos del parque. Catorce estatuas se alinean a sus lados, siete a cada uno, así que me puse a curiosear quiénes eran los próceres cuya memoria se honraba en dichos monumentos.

Ya el primero que vi, el rey visigodo Gundemaro, me pareció inquietante, pero seguí adelante. El siguiente era Carlos I, indudablemente uno de los reyes más destacados que ha tenido España, que tiene estatuas en muchos sitios, en España y fuera de ella, lo cual no tenía, pues, nada de particular. Luego vino Carlos II, también rey de España durante bastante tiempo, que, aunque ha sido sistemáticamente denigrado desde la llegada de la dinastía borbónica, está siendo objeto de una revisión en profundidad que pone su reinado bajo una luz mucho más positiva. Y luego vino Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona y rey consorte de Aragón, quien también merece indudablemente su pedestal.

El siguiente es el de la foto y me dejó tan de piedra como él mismo. Nada menos que Chintila, rey visigodo durante un par de años. Uno se pregunta sobre los méritos de Chintila para que su estatua acompañe a las de los pesos pesados de la historia de España, hasta que se pone a observar la cosa con un poco más de atención.

Chintila, lo que es él, no parece que hiciera mucho a lo largo de su reinado, como no fuera convocar un par de concilios en Toledo para intentar consolidarse en el trono y establecer algo parecido a una dinastía. En efecto, su hijo Tulga le sucedió, pero por poco tiempo, porque poco más de dos años después fue depuesto por Chindasvinto, un señor de casi ochenta años. Y, en el siglo VII, ochenta años eran mucho más que ahora.

De Chintila se sabe poco. San Isidoro había concluido la crónica de los visigodos con el reinado de Suintila, unos diez años antes; de lo que pasó después se saben bastantes menos cosas. Si el que decidió poner estatuas en el Retiro quería poner algún rey visigodo, lo cual es un deseo como cualquier otro y debe ser respetado, uno se pregunta por qué eligió precisamente a Chintila (bueno, y a Gundemaro, otra elección difícil de explicar), habiendo reyes como Leovigildo, Recaredo, Ataulfo mismo, o Rodrigo, que son bastante más famosos. Es que, para haber oído hablar de Chintila, hay que saberse la lista de los reyes godos, y me da a mí que, en el siglo XXI, no sólo no se enseña en los colegios, sino que los que nos la hemos aprendido por nuestra cuenta somos objeto de burlas despiadadas. Chintila no es ni bueno ni malo; simplemente es desconocido.

Pero el tío va y tiene una estatua en Madrid.

Luego uno se pone a indagar y averigua que la estatua no se hizo para estar en el Retiro, sino que ha terminado ahí un poco de carambola. Trece de las catorce estatuas (lo de la decimocuarta es otra historia, producto de las ideologías al uso actual) provienen de la colección de ciento catorce estatuas que iban a decorar el Palacio Real y que, tras ser esculpidas, finalmente no fueron instaladas allí, sino desmontadas y guardadas en un almacén, hasta que en el siglo XIX se sacaron para ponerlas, al parecer sin mucho orden ni concierto, unas en un sitio, otras en otro, e incluso algunas más en otras ciudades de España. Esas ciento catorce estatuas representaban otros tantos monarcas españoles, desde los visigodos hasta Fernando VI, y algún otro personaje. Por alguna razón, Carlos III les tomó manía e hizo que las retirasen y hasta que borrasen la inscripción con los nombres, lo cual posiblemente es la causa de que otro rey, Sancho el Bravo, tenga, no una, sino dos estatuas a su nombre en ese mismo paseo.

A Chintila le tocó el parque del Retiro como le podía haber tocado cualquier otro lugar. Pero ya han pasado los tres cuartos de hora y tengo que acudir a la cita, no se me vaya a hacer tarde.

martes, 1 de abril de 2025

El espantoso caso de los hoteles del paraíso fiscal

Por razones de trabajo, me toca en ocasiones, no sé si más o menos de lo que me gustaría, viajar a Luxemburgo, ese país pequeñito que es la tercera pata del Benelux y que está ahí, independiente y soberano, por una especie de casualidad histórica, como tantos otros miniestados europeos cuya existencia es demasiado conveniente como para que se los merienden sus vecinos.

El alojamiento permanente en Luxemburgo, por lo que me cuentan, es un lujo al alcance de unos pocos, hasta el punto de que buena parte de la fuerza laboral del país vive directamente fuera de él y sólo se desplaza durante el día. El salario mínimo en el gran ducadito supera los tres mil euros, de lo que espero que Yolanda Díaz no se entere, y el país es la sede de toda entidad bancaria que se precie y tenga la intención de pagar lo menos posible en impuestos. Que supongo que son todas.

Con esos antecedentes, conseguir hotel a un precio razonable y en una ubicación igual de razonable no es cosa sencilla. Que sí, que todos tenemos Booking y hacemos milagros con esa bendita aplicación, pero a veces los viajes se plantean con poca antelación y, en ese caso, ni Booking ni el sursum corda te libran de las tarifas hoteleras, especialmente si hay algún sarao en lontananza.

Además de los bancos, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, el Tribunal de Cuentas, una parte de la Comisión y del Parlamento Europeos y un número notable de multinacionales que miran el dólar y han preferido Luxemburgo a Irlanda, el Consejo se reúne en Luxemburgo tres meses al año (abril, junio y octubre). Como tu viaje coincida con una sesión del Consejo, es decir, con ministros y séquito de los veintisiete y con los que les acompañan desde Bruselas y sus representaciones permanentes, prepárate para ver precios directamente absurdos, de varios cientos de euros por noche y habitación. Sin desayuno.

Una de las últimas veces que me tocó desplazarme al Gran Ducado fue a final de septiembre del año pasado y me las prometía muy felices, porque no era ninguno de esos tres meses peligrosos. Para mi sorpresa (y mi espanto), los precios que me pasaban eran los de varios cientos de euros que superaban con mucho mi presupuesto.

- Peroperoperopero... - me decía desesperado ante la perspectiva de tener que alojarme en la quinta porra de donde tenía que ir a trabajar - ¿Qué narices está pasando aquí?

Bueno, pues lo que estaba pasando es que mi viaje coincidía con el de una personalidad aún más importante que los ministros y tiralevitas habituales. Nada menos que el papa Francisco, al que ahora tenemos bastante maltrecho en Roma, pero que hace sólo medio año estaba aún en plena forma visitando países. Es verdad que en Luxemburgo estuvo unas cuantas horas, no hizo noche y salió el mismo día que llegó hacia Bruselas, como un funcionario europeo del montón, pero su sola presencia bastó para que los hoteles, ya de por sí proclives a apuñalar a sus clientes, pusieran unos precios de estancia capaces de hacer subir ellos solos varios puntos el índice de inflación luxemburgués.

Total, que encontré un alojamiento, que no un hotel, lejos a más no poder, aunque por lo menos dentro de la ciudad. Era una de esas casas reconvertidas a habitaciones de huéspedes, en las que tienes habitación (muuuuy modesta), baño compartido y cocina igualmente compartida. Para lo que ofrecían, el precio era un atraco, pero al menos estaba dentro de mi presupuesto y, por lo menos, no estaba (muy) sucio. Luxemburgo tiene esas desventajas, pero también tiene alguna que otra ventaja, como, por ejemplo, que el transporte público es bueno y gratuito, supongo que porque a las autoridades luxemburguesas les sale el dinero por las orejas y no saben qué hacer con él. Por poco que cobres impuestos, con la peña que tienes instalada en el país, muy mal tenían que ir las cosas para que no les salieran las cuentas.

Si Dios quiere, mi próximo viaje a Luxemburgo será en junio, ese mes fatídico a causa de las reuniones del Consejo. Esta vez me lo he tomado con tiempo y he tenido la potra de encontrar un hotel algo por encima de mi presupuesto, pero, como espero que me lo suban un poco dentro de un par de meses, confío en encajarlo en mis cuentas o, al menos, que no me toquen demasiado... el bolsillo.

Porque lo otro (las narices, claro, ¡a ver qué pensabais!) ya me lo toco yo mismo con la explosión floral del comienzo de la primavera y las alergias correspondientes.

Pero eso será materia de otra entrada, ya que ésta conviene cerrarla aquí, no en vano se hace tarde.

sábado, 29 de marzo de 2025

Árboles muertos (I)

En las ciudades españolas, supongo que es bastante raro encontrarse con árboles que pertenezcan a un particular. En Valencia, que es el caso que mejor conozco, las personas viven normalmente en pisos, en los que como mucho habrá algún bonsái plantado en su correspondiente maceta. He visto algún chalé en Valencia e incluso algún limonero plantado en la entrada, pero esa situación no pasa de excepcional.

En los pueblos es otra cosa, pero, incluso ahí, yo diría que los españoles no somos muy amigos de tener tierra dentro de casa. Los patios de las casas están alicatados hasta arriba y las plantas existen, pero no pasan de arbustos como mucho y están dentro de sus macetas. Los árboles están en el paseo del pueblo, la vía pública o donde sea, y pertenecen al municipio, que para eso pagamos impuestos. Los que tenemos tradición agrícola y tenemos tierras con árboles sobre ellas sí que disponemos de esos elementos, pero la agricultura no está de moda en el primer mundo, da pocos votos, los políticos nos desprecian y así nos va la vida a los que seríamos agricultores si se pudiera vivir de la tierra, que hemos emigrado a la quinta porra y aun gracias, porque hemos estado todavía más lejos.

En Bélgica en general, y en Bruselas en particular, las cosas no son así. Como ha salido reflejado en estas pantallas en varias ocasiones, las casas particulares son más numerosas que los pisos y casi todas disponen de jardín. Y, en los jardines, hay árboles, en general ornamentales, y otras veces incluso frutales. Yo mismo dispongo de un abeto enorme y hace un par de años que me salió un roble y hasta planté un cerezo para sustituir a otro que murió, esta vez con intención de comer cerezas, cosa que hasta ahora no he conseguido, pero no pierdo la esperanza.

Porque sí, los árboles son seres vivos y como tales nacen, crecen, se reproducen... y mueren. En España, cuando un árbol muere en zona urbana, prácticamente siempre pertenece al municipio, que procede a retirarlo y a hacer leña de él. En zona rústica, a mí se me han muerto demasiados naranjos, y más que me temo que se me morirán, en cuyo caso la solución consiste en cortar y, si se quiere ser radical, replantar. No hay que pedir permiso a nadie para quitar de en medio lo que ya no sirve.

Aquí, no.

Aquí, en este país enormemente burocratizado que es Bélgica, uno no puede cortar por las buenas un árbol de su jardín ¡Dónde íbamos a parar! Los árboles y los jardines tienen propietario, vale, y paga sus buenos impuestos por serlo, pero eso no quiere decir que pueda hacer de su capa un sayo. Hay que tener en cuenta la ecología, la naturaleza y el respeto por los seres vivos y poner en su sitio a los humanos que, por el solo hecho de haber desembolsado unos miles de euros a un propietario anterior (y unos cuantos más a la administración regional correspondiente), se creen la leche en bote y autorizados para disponer de lo suyo. No, no, y mil veces no.

Uno pensaría que, si hay algo que no falta en Bruselas, eso son árboles. Con todo lo que llueve, la cantidad de zonas verdes que hay y los bosques de la zona, además de los jardines particulares, llega el invierno, se caen las hojas y sólo entonces puede uno ver lo que hay detrás, porque en verano, con todo el follaje en su esplendor, hay sitios en que no se ve más que verde y más verde. Yo deduciría de eso que se podría tener algo de manga ancha con los propietarios particulares, pero, amigo, eso es no conocer a la insaciable administración pública belga, un monstruo hambriento cada vez mayor que hay que mantener, al menos hasta que venga alguien con la motosierra. De momento, el que ha venido no pasa de usar un cortaúñas, y así le va a pesar de eso

Aquí, para cortar un árbol, hay que pedir permiso al negociado municipal que se encarga de asuntos ecológicos, que en Uccle, lugar donde resido, atiende al rimbombante nombre de "Servicio Verde". El susodicho negociado recibe la solicitud, cobra la tasa de 52 euros (no faltaría más) y visita en horas de trabajo al solicitante, que evidentemente tiene que apañárselas para estar en casa, para constatar que, efectivamente, el árbol está muerto y no hay inconveniente en derribarlo y, como dice el refrán, hacer leña de él cuando esté caído.

¿Y qué es un árbol? Bueno, no hay una definición, pero en la normativa sí que hay una distinción entre árboles de tronco alto y los que no lo tienen. La frontera entre uno y otro es de dos metros; por debajo de dos metros, yo diría que se hace la vista gorda. Por encima, con casi cualquier cosa que hagas te la estás jugando. Y hay otra broma: existe la obligación de plantar un árbol que sustituya al que ha sido cortado, pero no en cualquier sitio, sino al menos a dos metros de la linde con el vecino, a no ser que sirva de medianera.

Bueno, ahora que sabemos por encima como está el percal, vamos a hacer una pausa hasta la aplicación práctica de la normativa, de la que se tratará en una entrada futura, porque hoy se hace tarde.

lunes, 17 de marzo de 2025

Con calma

Decíamos en una de las últimas entradas que las cosas en palacio van despacio. No se diría sino que Bélgica entera es un gran palacio, porque la cachaza, la calma y la parsimonia no son patrimonio único del sector público, sino que se extiende a todo el paisanaje, público, pero también privado. No ya la justicia, sino que todo hijo de vecino se toma las cosas con muchísimo tiempo.

Eso incluye a mi vecino. Bueno, es mi vecino porque es el dueño de la casa con la que tengo la... desdicha, me temo, de compartir pared medianera, pero en realidad no vive ahí. Quien vive es una familia anglo-germana con la que no tengo demasiado contacto, como ya sabemos, pero que no son propietarios.

En agosto de 2021, que ya ha llovido desde entonces, se me inundó el semisótano de la casa, principalmente a causa de las tormentas torrenciales que dejaron Bélgica convertida en una enorme piscina, pero también a que un desagüe estaba obstruido y ya se sabe que el agua siempre encuentra un camino por el que discurrir. Ahora bien, las tormentas y la obstrucción del desagüe no fueron la causa exclusiva del desaguisado, cosa que se comprobó nuevamente en agosto, pero de 2022, cuando una noche cayó nuevamente una tormenta fortísima y al levantarme por la mañana me encontré el semisótano inundado de nuevo, a pesar de que mis desagües funcionaban esta vez a la perfección.

La causa evidente, porque la pared medianera, llena de chorretones marrones, así lo atestiguaba, eran filtraciones desde la vivienda vecina, así que contacté con el entonces vecino alquilado, que me pasó los datos del propietario, y después de mucho sudar conseguí que hiciera un apaño y sellara la baldosa que rodeaba la entrada del desagüe de su jardín.

A mí no me parecía que allí estuviese la causa de las humedades en mi semisótano, pero me tuve que conformar con el apaño. La humedad seguía allí, y hasta aparecía moho cuando uno se despistaba demasiado y no ventilaba suficiente, pero por lo menos no había inundaciones.

Bueno, eso fue hasta agosto, pero de 2024, en que llovió nuevamente con la suficiente fuerza como para que mi semisótano reapareciera inundado y volvieran a presentarse los manchurrones marrones sobre la pared medianera. Hay que decir que la vivienda vecina está algo más elevada que la mía y que, al otro lado de donde yo tengo un semisótano, en la suya no hay más que tierra. Y, como el agua no va hacia arriba salvo por obligación, todo hacía indicar que sus desagües tenían una fuga importante y el agua había decidido aliviarse, precisamente, hacia mi vivienda.

Estamos bien entrado marzo de 2025, mi vecino me ha dado buenas palabras no sé cuantísimas veces, han pasado dos expertos y dos compañías de seguros a examinar el semisótano, sus cañerías, las mías, y algo que debía estar arreglado desde 2022, cuando se vio venir por primera vez que el problema era serio, parece que sólo va a empezar a resolverse definitivamente el mes que viene, con suertecilla. Lo siguiente ya es tratar de usar una cuña de la misma madera y enviarle, no mis padrinos, como haría en el pasado, sino mis abogado, a ver quién es más lento, si la justicia belga o él.

A ver si mis nietos pueden ver el asunto terminado o tengo que malvender una casa con humedades antes de pasarle el marrón a quien venga detrás.

viernes, 14 de marzo de 2025

Una breve ojeada al espacio postsoviético

Como sucede de vez en cuando, cada cierto, esta bitácora, que nació en Rusia, donde se escribió la mayoría de su contenido, echa una mirada a lo que sucede en el espacio postsoviético. No piso Rusia desde 2014, así que me guardaré muy mucho de considerarme experto en un país que cambia tanto en tan poco tiempo.

Ahora que el nuevo gobierno estadounidense retira su apoyo a Ucrania, todo indicaba que la posición ucraniana sería insostenible. Como ya indicó Putin en una entrevista que concedió hace unos meses, en cuanto se acabara la munición al ejército ucraniano, la guerra terminaría; si, además de la munición, se les acaba la información sobre movimientos de las tropas rusas que les proporcionaban los servicios de inteligencia estadounidenses, es de suponer que la guerra terminaría incluso antes.

Sin otros factores, el resultado iba a ser la desmembración de Ucrania, en la línea de frente actual o no muy lejos de ella, una clara ganancia de territorio muy valioso por parte de Rusia y la llegada de los estadounidenses a la zona en forma de concesiones de explotación de recursos naturales y de financiación de la reconstrucción. Con independencia del famoso episodio de diplomacia mejorable que se dio en la Casa Blanca, las cosas no iban a diferenciarse mucho de lo que pone en este párrafo, con el reforzamiento de los Estados Unidos y de Rusia y un ridículo espantoso por parte de los países de Europa Occidental.

La gran curiosidad que he tenido estos días era qué actitud iba a adoptar el Reino Unido ante semejante panorama. El Reino Unido, aunque ahora esté en horas bajas y lejos de los tiempos en que podía poco menos que dictar la política mundial, es una potencia notablemente consecuente en su política exterior, una de cuyas máximas consiste en oponerse a Rusia en todos los frentes, en especial en el frente mediterráneo: Rusia intenta todavía hoy, hasta ahora en vano, obtener una salida a un puerto mediterráneo y el Reino Unido, que sigue disponiendo en la actualidad de bases en Chipre y del peñón de Gibraltar y que hasta hace relativamente poco tenía Malta, hace todo lo posible por impedírselo. Eso puede explicar cosas como la guerra de Crimea del siglo XIX, entre otras muchas cosas como alianzas anglo-turcas que no tienen pies ni cabeza, excepto esa razón.

El Reino Unido también se ha opuesto históricamente a Rusia en otros frentes, como el caucasiano (y eso ya lo vimos aquí) y el de Asia Central. Los británicos ya han desaparecido de aquellos lugares, porque la descolonización es lo que tiene, pero siguen empeñados en cercenar cualquier avance ruso donde sea. Bien mirado, los británicos suelen dedicarse a molestar a todo el que pueda ser potencia, ahora y en el pasado, llámese España, Francia o Alemania, pero la palma se la lleva Rusia.

Recordemos que, al principio de la guerra, porque aquí a las cosas se las llama por su nombre y lo de "operación bélica especial" no cuela, cuando Ucrania y Rusia estuvieron cerca de llegar a un acuerdo en Turquía, el Reino Unido y Estados Unidos intervinieron para que tal cosa no sucediera, lo cual es uno de los motivos por los cuales la peña sigue en las trincheras pegando tiros. Los Estados Unidos, entretanto, han cambiado de casi todo, incluso de idioma oficial: han cambiado de presidente, de política arancelaria, de política exterior y esto sólo en mes y pico que el nuevo presidente lleva en el poder.

El Reino Unido, no.

El Reino Unido ha cambiado de muchísimas cosas también desde que empezó la jarana: ha cambiado de reina a rey, ha cambiado de primer ministro, pero de política exterior no ha cambiado ni tantico. Otra cosa no, pero del Reino Unido te puedes fiar, así que ahora tenemos a su primer ministro olvidándose de que han salido de la Unión Europea e intentando montar una operación que sostenga a Ucrania. Yo creo que al Reino Unido Ucrania no le importa lo más mínimo, porque el Reino Unido ha dado sobradas muestra en la historia remota y reciente de que sólo le importa su ombligo, pero, si así tiene a Rusia enfangada en el frente del Donbás algún tiempo suplementario, eso que gana.

Vamos a seguir lo que sucede con atención, mientras Putin considera interesante la propuesta de alto el fuego, pero negocia mejores condiciones. Entre Trump y Putin, supongo que vamos a vivir en una época de faroles mutuos, y ya digo que lo realmente interesante es la posición del Reino Unido, ese enemigo de todo el que destaque, porque ésos van a ser los que marquen el territorio donde se mueva todo. Y ésos no van normalmente de farol.

miércoles, 5 de marzo de 2025

El licenciado Vidriera

Todo el mundo ha leído el Quijote, claro. Bueno, en realidad, lo más probable es que todo el mundo diga que ha leído el Quijote, pero, en realidad, lo que ha hecho es leer el par de capítulos que les obligaron a leer en clase. Últimamente, los alumnos de las últimas cohortes, como mis hijos, ni siquiera leen el original, sino versiones adaptadas que ocultan el precioso castellano de Cervantes. Los más aplicados han hecho un esfuerzo y han visto la película. La de dibujos animados, claro, no pensemos en la de Orson Welles o cualquiera otra de las más de cien que debe haber por ahí. En todo caso, lo más corto y masticado que haya, porque ya se sabe que no hay que cebarse con la cultura.

Si el Quijote ya es un libro condenado a criar polvo en los anaqueles, el resto de la obra de Cervantes, que la tiene y es magnífica, todavía es más desconocida. Y menos mal para él, porque, así como hoy Cervantes es tenido en gran estima por todos, así de izquierda como de derecha o centro, si realmente hubieran leído sus obras todos los que dicen haberlo hecho, estoy seguro de que sería cancelado a no tardar. Sin entrar en el Quijote, muchos de cuyos capítulos se las traen, varias de sus novelas ejemplares son un compendio de racismo ('La gitanilla', cuyo comienzo es totalmente impublicable en la actualidad) e islamofobia (casi que cualquiera de ellas, pero tomemos 'El amante liberal'). Pero la que choca más con los valores de cierta parte de la sociedad actual es, para mí, 'El licenciado Vidriera'.

Esta obra, resumiendo muchísimo, narra la historia de Tomás Rodaja, un estudiante de Salamanca que comienza sus estudios como criado y que, al licenciarse sus amos, aprovecha para ir de viaje por Italia y, sí, también por Flandes, en una especie de Erasmus de la época:

Fue muy bien recebido de su amigo el capitán, y en su compañía y camarada pasó a Flandes, y llegó a Amberes, ciudad no menos para maravillar que las que había visto en Italia. Vio a Gante, y a Bruselas, y vio que todo el país se disponía a tomar las armas, para salir en campaña el verano siguiente.

Y, habiendo cumplido con el deseo que le movió a ver lo que había visto, determinó volverse a España y a Salamanca a acabar sus estudios; y como lo pensó lo puso luego por obra, con pesar grandísimo de su camarada, que le rogó, al tiempo del despedirse, le avisase de su salud, llegada y suceso. Prometióselo ansí como lo pedía, y, por Francia, volvió a España, sin haber visto a París, por estar puesta en armas. En fin, llegó a Salamanca, donde fue bien recebido de sus amigos, y, con la comodidad que ellos le hicieron, prosiguió sus estudios hasta graduarse de licenciado en leyes.

Al volver a Salamanca, se enamora de él una mujer a la que no hace el menor caso, por lo que ésta consigue que ingiera una pócima que se supone que debía hacerle enamorarse de ella. El resultado, sin embargo, no es el esperado, sino que Tomás Rodaja pierde el juicio y cree que está hecho de vidrio y que puede romperse al mínimo golpe, lo que da lugar a todo tipo de situaciones ridículas; sin embargo, en todo lo demás muestra mucha sabiduría, pero el hecho es que la gente se burla de él por esa manía suya, llamándolo licenciado Vidriera. Eso sí, todos se le arriman pidiéndole consejo, y sus ocurrencias y agudezas son la mayor parte de la obra. Por ejemplo, entre otros muchos, da el siguiente consejo, que nos muestra que en el siglo de oro las cosas no estaban mucho mejor que ahora:

Preguntóle uno que qué consejo o consuelo daría a un amigo suyo que estaba muy triste porque su mujer se le había ido con otro.

A lo cual respondió:

-Dile que dé gracias a Dios por haber permitido le llevasen de casa a su enemigo.

-Luego, ¿no irá a buscarla? -dijo el otro.

-¡Ni por pienso! -replicó Vidriera-; porque sería el hallarla hallar un perpetuo y verdadero testigo de su deshonra.

Hoy día, en lugar del final que tuvo la novela y al que pasaremos a no tardar, la actitud lógica de la corrección política actual debiera consistir en respetar los sentimientos del tal Vidriera. Si él se siente de vidrio, él es de vidrio y nadie es quién para burlarse de él, lo cual sería equivalente a un delito de odio. Por lo menos.

La fama de Vidriera crece y termina pasando a la Corte con el mismo éxito que había tenido en Salamanca.

Para acabar de estropear las cosas, la novela prosigue con una desdichada "terapia de conversión" por parte de la pérfida Iglesia católica. Un sacerdote, compadecido de Vidriera, y pasados dos años desde que ingiriera el bebedizo que lo transformó, le hace recuperar el juicio, con lo que pasa a un estado normal y adopta el nombre, no de Rodaja, ni de Vidriera, sino de licenciado Rueda, transformación de su nombre original.

Claro, el problema es que así no le resulta interesante a nadie, de modo que no le hacen maldito el caso. Vamos, como cierto actor que ha pasado a ser actriz y que se ha hecho bastante famoso, no tanto por sus dotes escénicas, sino por el hecho de haber hecho un remedo de cambio de sexo.

La novela termina con el antiguo licenciado Vidriera, ahora Rueda, abandonando la Corte decepcionado y volviendo a Flandes.

(...) y, viéndose morir de hambre, determinó de dejar la Corte y volverse a Flandes, donde pensaba valerse de las fuerzas de su brazo, pues no se podía valer de las de su ingenio.

Y, poniéndolo en efeto, dijo al salir de la Corte:

-¡Oh Corte, que alargas las esperanzas de los atrevidos pretendientes, y acortas las de los virtuosos encogidos, sustentas abundantemente a los truhanes desvergonzados y matas de hambre a los discretos vergonzosos!

Esto dijo y se fue a Flandes, donde la vida que había comenzado a eternizar por las letras la acabó de eternizar por las armas, en compañía de su buen amigo el capitán Valdivia, dejando fama en su muerte de prudente y valentísimo soldado.

Para los que no tenemos intención de volver a la Corte, el licenciado Vidriera no deja de ser un ejemplo. Es cierto que Flandes no es lo que era entonces y que podría decirse que Bruselas es actualmente tan o más Corte que Madrid. No es menos cierto que la milicia, al menos de momento, no es tan necesaria como lo era en plena guerra contra los herejes, pero seguro que se le encuentra alguna utilidad, antes de que se haga tarde.

Porque, sí, siempre se hace tarde...

 

domingo, 2 de marzo de 2025

Mas cosas de palacio: el paisanaje

Cuando me senté en la antesala, por allí no había demasiada gente. Es verdad que me puedo imaginar planes más apasionantes que asistir a una vista judicial en materia civil. Una abogada joven estaba repasando con su defendido los documentos del caso que les ocupaba; supongo que estaban preparando la defensa, o la acusación, quién sabe. La abogada vestía la toga que visten los abogados de aquí y que es un poco diferente a la que se usa generalmente en España, con ese tejido blanco que les cae sobre el pecho. Hubiera quedado incluso elegante de no ser porque se le adivinaban los vaqueros en la parte más cercana al calzado, que no eran unos zapatos sino unas zapatillas de deporte. Arreglada, pero informal.

Su defendido era un hombre entrado en años, algo desaliñado, que por lo que pude entender mientras esperaba allí se las prometía muy felices, pero ahí acaba todo mi conocimiento del caso. La abogada asentía regularmente con la cabeza, mientras su cliente elucubraba una y otra vez sobre las intenciones de la contraparte.

En esto, la abogada reconoció a alguien que entró con paso mesurado y calculado, todo él prestancia, y se sentó no lejos de donde estábamos. Se trataba de un abogado, con su correspondiente toga, de estatura mucho más que mediana, más afeitado que un espejo y cabellera canosa pulcramente peinada hacia atrás y engominada con tal cuidado que no se salía un pelo del sitio. Se le podría echar unos cincuenta años, pero también podría ser que aparentara más de los que realmente tenía. Lejos de la informalidad de la otra abogada, bajo la toga llevaba un pantalón de traje, y de traje caro, así como unos zapatos, no menos caros, clásicos, sin una mota de polvo; tenía un maletín de cuero de precio parecido al resto de sus complementos y, en general, exudaba respetabilidad por todos los poros.

En cuanto lo vi, supe que no nos íbamos a llevar bien.

La abogada se excusó con su desaliñado cliente y se acercó a su colega.

- ¡Profesor De Wet! ¿Cómo está?

- ¡Ah, qué agradable sorpresa! Bien. Estoy llevando un caso que parece bastante sencillo, pero está tardando mucho. Ya lo han aplazado dos veces por enfermedad del juez. A ver si lo terminamos hoy ¿Y qué tal está usted?

- Bien, ahora trabajando de pasante en el despacho de Maître Scheidincx.

- Buen sitio. Ya veo que se dedica a la rama del Derecho que aprendió conmigo en la universidad.

- Pues sí ¿Es muy complicado el caso que lleva hoy?

El profesor De Wet, que, en cumplimiento de la estricta política de anonimato de esta bitácora, no es el verdadero nombre del personaje, se puso a explicar su interpretación del caso que llevaba, lo cual quizá haya sido un poco imprudente sin saber si la contraparte estaba por allí cerca. Pero, claro, como era tan evidente el resultado, y no se veía a ningún togado más por las inmediaciones, apenas se le puede reprochar.

En éstas estábamos, cuando se abrió la puerta de la sala en la que estaba citado para la vista y salió de ella una señora también como de cincuenta años, que resultó ser lo que en España llamaríamos una ujier, que iba vestida de calle, con un jersey y un pantalón normalitos, como yo mismo. Exclamó un nombre y el profesor De Wet se levantó, indicando que se trataba de la parte que él representaba. Exclamó otro nombre, de hecho, exclamó el mío, y yo me levanté.

- Dat ben ik! (Ése soy yo) - dije.

Siguió una breve conversación en un neerlandés bastante mejorable por las dos partes. En Bruselas, ciudad al menos teóricamente bilingüe, hay dos órdenes jurisdiccionales, francófono y neerlandófono; siempre en teoría, el demandado puede elegir lengua. Nos encontrábamos en el tribunal francófono, que era donde se había presentado la demanda. En Bruselas, los neerlandófonos hablan el francés correctamente, porque no hay más remedio y hay que comunicarse con la mayoría de la población; los francófonos, en el mejor de los casos, consiguen balbucir algunas palabras en neerlandés a duras penas. La ujier estaba en este segundo caso.

El profesor De Wet, que resultó ser francófono hasta la médula, me identificó como la parte adversaria, se me dirigió y siguió una conversación tirando a tensa, hasta que fuimos llamados a la sala. Cada cual ocupó su puesto y aquí nos encontramos con una diferencia muy importante entre la justicia en Bélgica y en España. Así como en España hay que ir a cualquier sitio con abogado y procurador, en Bélgica no es obligatorio estar asistido de abogado (y el procurador yo creo que ni saben lo que es). Hay que reconocer que, en este punto, Bélgica nos saca algo de ventaja. Yo todavía no he conseguido comprender qué aporta un procurador que no pueda aportar el propio abogado y tengo la certeza de que los propios procuradores, en privado, tampoco lo comprenden, pero claro, ellos nunca te lo dirán hasta que se jubilen (a mí me lo confesó una procuradora jubilada). Lo de la defensa letrada obligatoria es otra cosa, pero me da a mí que está pensado sobre todo para conveniencia de los jueces, los cuales de esta manera se aseguran de tratar con alguien que domine la jerigonza jurídica.

El caso es que yo no estaba asistido de abogado y me senté en el lugar destinado a las partes, delante del estrado. La contraparte era todo lo contrario: no había más que abogado, representante, que se situó en la parte destinada a la defensa letrada, mientras que el lugar destinado a la parte demandante quedó vacío. En esta asimétrica situación comenzó la vista.

El juez, por su aspecto, parecía recién salido de la universidad. Era un chaval delgado, al que la toga le quedaba algo grande, con gafas, flequillo abundante y una pinta de yogurín empollón que tiraba para atrás. A su lado estaba el secretario judicial, también con su toga, de edad algo mayor que el juez, pero que no dijo una palabra sino para fijar la siguiente vista.

Viendo al juez y viendo cómo actuó, cosa que no es cuestión de esta entrada, uno comienza a comprender de dónde sale parte de los males del sistema judicial belga. Como ya vimos, uno de los puntos débiles es que la profesión judicial es poco atractiva, cosa que supongo que tiene que ver con el prestigio de la profesión. Yo pensaba que también con la remuneración, pero resulta que el salario mensual bruto de un juez novato, como evidentemente era el caso de quien tenía delante, es de 6.500 euros brutos, que le parecerá muchísimo al español estándar, pero estamos en Bélgica, así que la cantidad contante y sonante que puede ingresar será de unos 3.500 euros todo lo más, a no ser que tenga deducciones por lo que sea. Cuando los políticos españoles (los de izquierdas, principalmente) dicen que la presión fiscal en España no es tan grande comparada con la de otros países de Europa, supongo que piensan en países como éste en el que vivo.

A partir de ahí, uno ya puede decidir si eso es mucho o poco. De momento, es mucho más que en España, donde por otra parte es mucho más difícil acceder a la profesión de juez, pero parece que en Bélgica tienen dificultades para encontrar gente que quiera desempeñarla, no entiendo muy bien por qué. El nuevo programa de gobierno incluye un capítulo destinado a la justicia en el que habla de hacer más atractivos los empleos relacionados con la misma. De lo que no habla es de la aceleración de los procedimientos judiciales.

Pues debería. El procedimiento en cuestión, que ya llevaba aplazados dos señalamientos, todavía terminó durando un buen tiempo más, y eso sin contar la fase de ejecución ni los posibles recursos, que nadie interpuso en esta ocasión y que hubieran enviado el procedimiento quién sabe a qué marco temporal.

Y luego me quejo de que se me hace tarde.