Los primeros cuatro kilómetros transcurrían por carreteras vecinales cercanas al pueblo, todavía con un pelotón razonablemente compacto. Hacia el kilómetro tres empecé a advertir un sonido incómodo a mis espaldas, como de una suela medio suelta que golpeara contra el asfalto. En una curva me abrí para ver qué era aquello y vi a una corredora joven, vestida con la camiseta y pantalón corto habituales y que evidentemente no era la primera vez que competía; lo curioso era que, en lugar de zapatillas de correr, calzaba unas chanclas, que producían el sonido que me molestaba al golpear contra el suelo. Me pareció curioso y una variante de esos corredores que corren descalzos, pero pensé que, si me molestaba a mí, bastante más molesto le sería a ella misma.
En el kilómetro siguiente la chica de la chancla comenzó a retrasarse y ya no la volvimos a ver. Digo yo que llegaría a meta.
Nuestro ritmo era justito para bajar de las dos horas. Cualquier corredor sabe que el ritmo medio necesario para hacerlo es 5'41" por kilómetro, y nosotros íbamos muy poco por debajo de ese ritmo. Claro que podríamos ir más rápido, pero aún nos quedaban la tira de kilómetros y convenía ir reservones.
El recorrido nos llevó por la avenida principal del pueblo, un bulevar largo que picaba ligeramente hacia arriba. Reyrata y yo, que íbamos hablando de cuando en cuando, nos hacíamos ilusiones de que la carrera fuera llana en general y que ésa fuera toda la subida que hubiera. Sí, era la primera vez que corríamos allí.
Pues no.
Al terminar la avenida en cuestión, salimos del pueblo y la carrera se dirigió hacia una de esas urbanizaciones tan típicas de los pueblos valencianos de media montaña en el que veranean los habitantes de la ciudad... y que están en cuesta. Efectivamente, los kilómetros del siete al nueve fueron de subida, a veces bastante empinada.
- ¿Por qué no te vas ya? - me decía Reyrata, que debía ir bastante tocado y que posiblemente pensaba que yo iba como una rosa, cuando lo cierto es que estaba justito.
- ¿Para qué? Además, voy justo.
Reyrata refunfuñó algo y seguimos subiendo a nuestro ritmo, que no debía ser malo del todo, porque íbamos alcanzando a gente que iba prácticamente parada o directamente caminando. Él se había tomado un gel en el kilómetro siete, al llegar al tercio de carrera; yo tenía pensado tomar el que me había dado en el catorce o quince.
Entretanto, ya se habían hecho las diez pasadas y el sol atizaba de lo lindo. En el recorrido de la carrera no había ni media sombra y lo único que ayudaba es que la subida se había terminado y que el recorrido iba descendiendo poco a poco. A estas alturas, lo que en la salida era un pelotón razonablemente compacto se había convertido en un ristra inconexa de corredores sudorosos que triscaban por aquellos caminos con rostro lacerado.
Claro, a esas horas Kukoc estaría tranquilamente en la línea de meta, por muy lento que hubiera ido, y estaría bebiendo algo tumbado a la sombra, esperándonos con una sonrisita.
Tras descender algo más, comenzamos a llanear de nuevo, justo al llegar a la mitad de la carrera, momento en el que Reyrata se tomó el segundo gel. Aquello era duro y nuestro ritmo ya estaba muy comprometido. En la subida perdimos la media que nos hubiera permitido llegar en menos de dos horas y, aunque en la bajada recuperamos algo de ritmo, andábamos muy justos y nos quedaban las horas de más sol.
En el kilómetro doce pasó lo que tenía que pasar.
A nuestras espaldas oímos el ulular de una sirena que se acercaba a nuestra posición y nos adelantó enseguida. Se trataba de una ambulancia que circulaba todo lo rápido que se puede en una carretera vecinal y que nos pasó a toda mecha. Nosotros seguimos a nuestro ritmo y, un poco más adelante, volvimos a ver a la ambulancia, parada, y a los dos socorristas, o enfermeros, o a saber qué, poniendo en la camilla a un corredor desplomado que andaría por la cincuentena y que, claro, iba por delante de nosotros y había tenido una pájara o, en todo caso, un desfallecimiento.
- Hace calor, ¿eh?
- Se ve que sí...
Lo hacía, ya lo creo que lo hacía. Pasamos de largo, dejando a los enfermeros hacer su oficio, y nosotros seguimos a lo nuestro. En el kilómetro catorce, con dos tercios de la carrera a nuestras espaldas, y aunque iba bastante bien, o eso pensaba, me tomé el gel que me había pasado Reyrata, sin parar de correr.
Nunca lo hubiera hecho.
El gel se me metió por donde no era, me puse a toser, y la parte que finalmente llegó a mi estómago me empezó a dar malestar de inmediato.
- ¡Aaajjj!
- ¿Qué pasa?
- Que esto me está sentando como un tiro...
- Ah...
Hasta entonces, Reyrata y yo habíamos estado yendo de menos a más. Bueno, quizá estuviéramos yendo de menos a menos, es decir, que manteníamos un ritmo razonablemente constante, justo por debajo del que nos hacía falta para bajar de las dos horas, cosa que nos llevaba a ir adelantando a toda la gente que había comenzado muy optimista e iba ahora de más a menos, y luego a mucho menos. Nos pusimos detrás de una corredora de unos cuarenta años que iba pegando la hebra con otro que iba a su lado y a quien evidentemente había conocido durante la carrera. Ahí había temita... Como Reyrata y yo íbamos justo detrás de ellos, nos enteramos de toda su conversación y, por consiguiente, de que la corredora (que era muy mona incluso sudada y en pleno ejercicio) era francesa (quizá eso explique parte de su glamour en cualquier circunstancia), estaba trabajando en Valencia y corría habitualmente. Y debía ser muy conocida, porque en el kilómetro dieciséis ya entramos de nuevo en el pueblo y la gente la animaba e incluso alguno la llamaba por su nombre.
Debió de ser por entonces cuando me di cuenta de que algo andaba mal.
- Me estoy quedando.
- ¿Y eso?
- Pues que no puedo más.
Efectivamente. La francesa y su acompañante, a quienes habíamos alcanzado dos kilómetros antes, se alejaban sin remisión. Reyrata decidió quedarse conmigo.
- Acelera si puedes, que igual bajas de dos horas - dije sin mucha convicción.
- ¡Bah! ¿Y qué? - dijo Reyrata, evidentemente sin demasiadas ganas de aguantar el ritmo bajo una temperatura que ya estaba por encima de los treinta grados.
- Inténtalo. Yo ya llegaré.
Después de todo, incluso en tan lamentable estado, me veía capaz de terminar los cinco kilómetros que quedaban. Reyrata se quedó conmigo, marcando el ritmo. Aquello fue una tortura. Tenía los músculos totalmente vacíos y aquellos cinco kilómetros tardaban una eternidad en convertirse en cuatro, en tres, en dos... y finalmente en uno. Aquí ya se vio que el objetivo de bajar de dos horas se iba a quedar incumplido. En realidad, se veía ya desde bastante antes.
A falta de quinientos metros, ya se veía el estadio de atletismo donde estaba la meta. Reyrata se había adelantado un poco antes, en una subida desde un túnel en la que no me paré a hacerla caminando por muy poco, pero lo tenía a la vista, igual que a la pareja franco-valenciana que iba conversando tranquilamente.
Entré en el estadio, lo que significaba que quedaban doscientos metros, es decir, media cuerda o media vuelta. La otra media la habíamos hecho a la salida. Y ahora vamos a interrumpir esta entrada, porque se hace tarde. Para ser sinceros, entonces ya se había hecho tarde para bajar de dos horas y sólo quedaba resignarse y llegar a la meta con dignidad.
Pero eso le toca a la siguiente entrada. Ésta ya ha durado demasiado.
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