Efectivamente, nuestros pasos pecadores nos llevan hacia la catedral de San Miguel y Santa Gúdula, que es catedral desde hace relativamente poco, porque Bruselas, a pesar de la pujanza y poderío que mostraba ya en tiempos medievales, estuvo siempre desde el punto de vista eclesiástico a la sombra de Malinas, que era el obispado al que pertenecía. Sólo desde 1962 es co-catedral (la catedral sigue siendo la de Malinas) y la archidiócesis pasó a llevar el nombre de Malinas-Bruselas.
El edificio es impresionante y me sorprende que no haya aparecido por esta bitácora más que de refilón y hace muchísimo tiempo. No hay turista que no pase por aquí y, de hecho, en la catedral, tal día como el que entré en el templo y saqué la foto que ilustra esta entrada, prácticamente sólo había turistas, lo que pasa es que tiré la foto a evitarlos y no sólo me quedé con los dos pollos que están sentados ahí, sino que hasta saqué a un hombre vestido con un alba, posiblemente preparando la misa de vísperas.
La catedral de Bruselas es uno de los poquísimos sitios en Bélgica donde uno puede confesarse con ciertas garantías de que encontrará a un sacerdote de doctrina recta. Todos los días, durante dos horas, un sacerdote capaz de confesar en cinco lenguas, entre las que está el español (y doy fe de que tiene un nivel excelente), se sienta frente a uno de los confesonarios del ala derecha y espera que le lleguen los penitentes, ya sea de entre la multitud de turistas que invade el edificio a diario, o bien de entre quienes van allí a sabiendas de lo que van a encontrar. Tal ha sido mi caso un par de veces y espero que lo siga siendo bastantes más. Lo cierto es que las experiencias que he tenido en Bélgica con el sacramento de la penitencia has sido bastante variadas; en alguna ocasión, incluso, he tenido que insistir en que estaba confesando pecados que pesaban sobre mi conciencia, mientras el sacerdote, Dios lo ampare, intentaba convencerme de que eso que estaba confesando no eran pecados, en un curioso diálogo en el que todo va al revés de como debería ir. Es verdad que no era la primera vez que me pasaba, pero en Bélgica me temo que es un fenómeno más frecuente que en otros lugares.
Como tantas veces he temido en estas entradas, había llegado tarde y el confesor ya se había retirado, así que me detuve en el templo un rato a recitar una decena, como haría un peregrino en cualquier momento anterior, y decidí seguir camino.
La verdad es que a la salida no había ni rastro de las conchas. Por informaciones de otras fuentes, yo sabía que el recorrido continuaba por la calle de la Montaña, que en vernáculo es tanto rue de la Montagne como Bergstraat, así que dejé de rastrear conchas y me fui directo a esa calle, que conozco muy bien, porque estuve nueve meses residiendo en ella y escribiendo entradas para esta misma bitácora, en unos tiempos en que, vamos a reconocerlo sin ambages, escribía bastante más que hoy (y me temo que también escribía mejor que hoy, temor que me asalta cuando leo mis escritos del pasado). Atravesé el parque que hay frente a la entrada de la catedral, en medio del cual está el busto de Balduino I, crucé la calle esquivando turistas hispanófonos y conductores suicidas de patinetes eléctricos, con gran peligro de mi integridad física, y ya me encontraba en la calle de la Montaña.Siempre que paso por ella me embarga una especie de nostalgia, como siempre que paso por lugares donde he vivido antes. Supongo que recordamos los buenos momentos, que nunca deja de haberlos, y olvidamos los malos, que, objetivamente, son los que más impactan a corto plazo.
En el caso que nos ocupa, la entrada a mi vivienda era difícil de encontrar, entonces y ahora, porque en los bajos funciona una tienda hindú o paquistaní dedicada a vender recuerdos para turistas y cosas de primera necesidad nocturna, como alcohol y productos similares o peores. El acceso a las viviendas está medio oculto tras la tienda. Intenté alargar la cabeza para ver la entrada a las viviendas, pero el paquistaní de la puerta, que no era ninguno de los que tenían la tienda abierta veinte horas al día hace doce años, tenía cara de haber dormido poco y renuncié a asomarme a donde, de todas maneras, no iba a ver nada.
Al final de la calle de la Montaña se encuentra el Mercado de las Hierbas (Marché aux Herbes o Grasmarkt, en vernáculos), un lugar eternamente animado en el que funciona un mercadillo, hay una serie enorme de restaurantes de todo cuño, dos hoteles, siempre hay algún músico ambulante dando la tabarra amenizando la velada al personal y, en general, hay gente por doquier, hasta el punto de que no es sencillo abrirse paso hacia la calle de la Colina (que, lógicamente, es la que desde el centro precede a la de la Montaña), por donde indefectiblemente tiene que seguir el camino. Allí ya hay gofrerías, así como tiendas para turistas con todo tipo de recuerdos inspirados en Tintín y en el Manneken Pis, pero consigo avanzar hasta la Grand Place (o Grote Markt), que es el centro del centro de Bruselas, además del sitio donde converge forzosamente todo turista que pasa por aquí, no en vano es posiblemente una de las plazas más bellas del mundo.
Yo diría que la Grand Place merece una entrada aparte, ¿no? Y más después de la faltada que acabo de meterme insinuando la posibilidad de que sea una de las plazas más bellas del mundo. No olvidemos tampoco que, igual que he llegado tarde hoy para confesarme, se me puede estar haciendo tarde para más asuntos y, después de todo, la entrada ya estaba quedando bastante larga, así que mejor será que vayamos dejándonos de historias, nos quedemos en la calle de la Colina, a puntito de entrar a la Grand Place, y dejemos para la próxima entrada el espectáculo que se abrirá ante nuestros ojos.
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