lunes, 10 de noviembre de 2025

Ladrón de bicicletas (VI): El robo en Ørædessenår

- Bueno, pero, ¿tienes la cizalla o no?
- Ahora te lo explico.

Me lo temía...

- Tenerla, no la tengo, pero, después de hacer la compra, podemos pasar por el Fablab.
- ¿Y eso que es?
- Bueno, es un sitio de la universidad al que tengo acceso y donde hay herramientas. No he visto que haya cizallas como me las describiste, pero puedes mirar si hay alguna herramienta que sirva.

Igual resulta que estas universidades progresistas tienen algo bueno.

La compra resultó más o menos igual que la última vez. Dinamarca es un país caro, donde las patatas se venden por unidades, como los aguacates o los diamantes. No estoy muy seguro de que Abi se asegurara de ir de compras conmigo, para acompañarla, pero el caso es que el que pagó, como no podía ser de otra manera, fui yo. Por lo menos, aplazamos al día siguiente la compra de productos para la fiesta de cumpleaños, que ya me temía yo que no sólo iban a ser caros, sino también pesados de llevar.

Cargados con la compra para hacer la cena, que al menos era un peso relativamente llevadero, fuimos al edificio de la universidad. Abi se movía por allí realmente como Pedro por su casa. Puede que no dominase una jota de Copenhague, pero en el campus estaba en su elemento, conocía a todos los perdidos que, un viernes muy entrada la tarde, seguían por allí ocupándose de a saber qué cosas, probablemente ninguna buena. Y tenía llaves de todo, tú.

Incluido del Fablab, sea lo que fuese esa cosa.

Yo no sé muy bien lo que sería el Fablab, pero llegamos hasta lo que parecía serlo después de subir un par de pisos de un edificio que no sé muy bien qué sería, pero tenía un bar. El caso es que en el Fablab había cajas de herramientas.

- Mira a ver cuál te viene bien.

Hombre, cizallas de mango largo, que es lo suyo, no había, pero, ¡eh!, había un cortador de alambre de mano. Con paciencia y una caña quizá me pudiese hacer un apaño.

- Nos llevamos esto, a ver si hay suerte.

Con lo cual ahí estaba yo, con mi flamante cortador de alambre y los ingredientes para cocinar algo, porque mis tripas ya estaban reclamando lo suyo, camino de Ørædessenår, dispuesto a perpetrar una especie de robo con fractura, o con fuerza en las cosas. Lo único que me salvaba de que fuera un robo de verdad es que no pensaba llevarme nada que no fuera mío.

Se supone que íbamos a preparar la cena y a cenar tan ricamente, y que lo del cable de la bicicleta quedaba para el día siguiente. Después de todo, ya pasaban de las nueve, aunque, claro, en verano los días son largos en Dinamarca, y aún había claridad más que de sobra.

Total, que llegamos al apartamento de Abi, una planta baja minúscula en mitad del bosque, que me valdría como casita de los enanitos de no ser porque había varias casas en una especie de barrio y, como está mandado, en ellas había vecinos, la mayoría de los cuales era tan guiri como la propia Abi. Se ve que los daneses viven en sitios mejor comunicados. Llegamos, Abi abrió la puerta, dejamos la compra y la herramienta, y yo, que ya sabía a qué había ido allí, salí de inmediato por la puerta y me acerqué al aparcamiento de bicicletas.

Allí estaba. Inmóvil y desaprovechada desde hacía años. Le habría caído a saber cuánta nieve durante el invierno; bueno, y durante el invierno del año anterior. Debía tener óxido hasta en el interior de las cámaras, suponiendo que las ratas no se las hubieran comido.

Aquello no podía durar un día más. Qué digo un día, aquello no podía durar ni una hora más. Ni un minuto, si en mi mano estaba.

Así que entré de nuevo en la casa, tomé el cortador de alambre, salí de nuevo, dejando a Abi ocuparse de la cena, miré fijamente la bici, me acerqué a ella, palpé el cable con la mano izquierda y, acto seguido, blandí el cortador y me puse a darle dentelladas al cable y a ir desgajando cada una de sus partes que, trenzadas y todo, iban sucumbiendo al ímpetu de la herramienta y de quien la esgrimía.

Cinco bicicletas me han robado en mi vida.

Tres de ellas lo fueron en Valencia, en mis tiempos de pobre, casi mísero, estudiante de Derecho. Las tres me dejaron tocado, al privarme de mi único y mejor medio de transporte, en una época en que apenas existían los carriles bici que hoy atraviesan Valencia en todas direcciones. La cuarta me la robaron, también en Valencia, en el garaje de mi propia casa, y también me jorobó lo mío, pero al menos esta vez no era mísero y no me costó mucho procurarme un recambio.

La quinta me la robaron en Moscú, y bueno, la consecuencia fue la adquisición del Bulto Misterioso que todavía hoy me sigue acompañando en mis desplazamientos por Valencia.

En todos los casos, el ladrón cortó el cable, probablemente con una herramienta similar a la que estaba usando en aquel momento, y ahí estaba yo, cortando un cable tras haber maldecido muchas veces a todo ladrón de bicicletas que haya malnacido. Cierto es que yo no me iba a llevar la bicicleta y que más bien iba a liberarla, pero bueno, aquella acción me estaba dejando un regusto amargo.

No pasaron ni cinco minutos cuando entré de nuevo en la casa con el cable cortado en la mano.

- Abi, ya tienes bicicleta. Mañana vamos a ponerla a punto.

Mañana. Porque para entonces ya se había hecho tarde.

sábado, 1 de noviembre de 2025

Ladrón de bicicletas (V): De turismo por Copenhague

El 1 de agosto, por lo tanto, llegué al aeropuerto de Copenhague en el horario ya habitual de las cinco de la tarde, lo cual dejaba bastante tiempo antes del anochecer escandinavo en verano. Abi, como la otra vez, me estaba esperando a la salida, así que, después de los besos y abrazos que tocaban, se nos planteó la cuestión de qué hacer.

- Pues igual podíamos hacer algo de turismo por Copenhague, que no lo he visto hasta hoy.
- Bueno, vale.

El aeropuerto de Copenhague está excelentemente comunicado con el centro de la ciudad, tanto por metro como por tren. Abi, que en eso sí que se enteraba, tecleó con su pulgar en su teléfono, levantó la cabeza y señaló un andén, al que llegó nuestro tren tres minutos después.

Menos de diez minutos más tarde, llegamos a la estación principal, atestada de gente un viernes por la tarde, y salimos a la calle. Estábamos en la zona comercial de la ciudad.

- ¿Dónde está el centro?
- Por allí.

Fuimos paseando por una calle repleta de tiendas. A nuestra derecha había lo que parecía un parque de atracciones.

- Ahí está el Tívoli. Entré una vez, pero hoy está lleno y no tenemos entradas.
- Ya.

Cruzamos una calle y llegamos a la plaza del Ayuntamiento, con el ayuntamiento al fondo.

- ¿Está chulo por dentro?
- Ah, no sé, no he entrado.

Dos años trabajando en el centro de Copenhague, tú, y ni por curiosidad...

- ¿Y esto qué es?
- ¿Una estatua?
- Más bien un monolito.
- ¡Si es el kilómetro cero de Dinamarca!

Y eso era en efecto. Parece el punto a partir del cual salen las carreteras radiales danesas, lo cual en Dinamarca tiene su punto, porque Copenhague está en una isla y en un extremo del país, a tiro de piedra de Suecia en general y de Malmoe en particular. Lo tenemos ahí, con pinta de miliario romano, estética medieval e indicación precisa de la distancia que separa ese punto de otras.

La verdad es que una lectura un poco más precisa de las inscripciones nos revela que el miliario en cuestión no es la partida de las radiales, como sucede en la plaza de Sol de Madrid, sino el comienzo de una sola carretera, la principal que atraviesa la isla de Selandia en la que estamos y que pasa por Roskilde, a 30 kilómetros, por Ringsted, a 60, y termina en Korsør, en la otra punta de la isla, a sus buenos 107 kilómetros de donde estamos. Ahí se acaba Selandia, y ya tendríamos que cruzar un pedazo de puente sobre el Mar del Norte para llegar a la siguiente isla, Fionia.

Pero estábamos visitando Copenhague, no haciendo ensoñaciones sobre viajes por aquí y por allá.

La verdad es que Abi, para llevar tres años en Dinamarca, no parecía ser precisamente una experta en Copenhague. Por poco no nos perdemos. Encontramos un edificio chulo, pero tuvimos que ver en el navegador que se trataba del palacio de Justicia; luego aparecimos por la universidad, trufada de bustos de profesores de la misma, alguno de los cuales eran celebridades mundiales, pero diríase que Abi aparecía por allí por primera vez. Vale que no era su propia universidad, pero, ¡leches!, que se trata de saber dónde vives.

Lo que sí reconoció fue la biblioteca de la universidad, que es donde ha ido en ocasiones a preparar trabajos de grupo con compañeros de su universidad (la de Roskilde, vamos), que, sin embargo, viven en Copenhague. La biblioteca estaba cerrada a esas horas, así que no me pude quedar más que con la fachada.

- Pues ya lo hemos visto todo.
- ¿Cómo? ¿Ya? ¿No hay una catedral o algo así?
- Igual sí, pero ahora estará cerrada.

Tecleé sobre el teléfono con cierta incredulidad, pero tampoco insistí demasiado.

- ¿Y la Sirenita?
- Está lejísimos. Y no vale la pena.

Eso parece cierto. Como ya vimos hace poco, la Sirenita comparte con el Manneken Pis el dudoso privilegio de ser la atracción turística más decepcionante de Europa. Y el Manneken Pis, por lo menos, está en pleno centro y no requiere un desplazamiento de cierta envergadura sólo para verlo.

- Bueno, pues, si quieres, vamos a cenar por algún sitio por aquí.
- Bæ...

Ya sabemos que no es exactamente una interjección danesa, sino una señal de que Abi no tiene demasiadas ganas de seguir la propuesta realizada en la frase anterior.

- Igual podemos ir a casa y comprar algo de camino. Mañana es mi cumpleaños y tengo que preparar cosas para comer, que por la tarde vamos a invitar a unos amigos.
- Ah... ¿Muchos?
- No. Sólo seis personas. Sin multitudes.

Total, que hasta ahí llegó la visita turística a Copenhague, al menos de momento. Tomamos el metro, que nos dejó en un estación ferroviaria a partir de la cual ya nos subimos a un tren que pararía cosa de media hora más tarde en la famosa Ørædessenår, más concretamente al mismo lado de un supermercado donde ya habíamos estado hacía unos meses.

Pero, durante este tiempo, una pregunta había estado rondándome la cabeza. Porque, seamos claro, lo del turismo por Copenhague, así como lo del cumpleaños de Abi, todo eso estaba muy bien, pero ¿había cizalla o no?

Entretanto, incluso en Dinamarca en verano se hace de noche, porque, entre el viaje desde Bruselas y el turismo veloz e incompleto por Copenhague, se estaba haciendo tarde.