viernes, 28 de noviembre de 2025

La huelga y yo

El lunes, me levanté con ánimo de llegar a la estación de tren por mis propios medios, es decir, en el famoso coche de San Fernando, un ratito a pie y otro andando. Hice un equipaje minimalista, me vestí como si fuera a conquistar el Aconcagua, puse cara de dureza extrema y salí a la calle cargado con mi mochila y con el gorro de lana calado hasta las cejas. Hacía frío, llovía ligeramente, y no era cuestión de arrastrar ninguna maleta durante los cinco kilómetros de caminata que me esperaban. Algún transeúnte me vio y prefirió cambiarse de acera, como en los buenos tiempos en que iba por Valencia con aspecto patibulario y greñas hasta los hombros.

En la calle, a las ocho de la mañana, el atasco era impresionante. Siempre hay atasco, que quede claro, pero parece que, en esta ocasión, los conductores se habían barruntado más que de costumbre que no iba a haber transporte público y habían sacado sus vehículos para ir a trabajar, en un gesto insolidario y esquirol que el Gran Hermano sindical les hará pagar privándoles del paraíso socialista.

El trasiego de niños y adolescentes de camino al colegio vecino era el habitual, signo inequívoco de que los enseñantes estaban replicando el signo insolidario de los conductores y no habían cerrado el colegio. Es posible, incluso, que algunos de los profesores fuera, además, esos conductores insolidarios que estaban estafando a la sufrida sociedad belga con su rechazo a las justas reivindicaciones sindicales. El infierno será poco para ellos.

Mi camino hacia la estación pasaba por la parada del tranvía que normalmente hubiera tomado para llegar a mi destino y que es final de trayecto, por lo que suele haber algún vehículo situado allí y a punto de partir. A algo más de cien metros, para mi sorpresa, me encontré con un tranvía tranquilamente detenido en su lugar habitual, a la espera de que llegase su horario. Me acerqué a la marquesina y allí vi que, en efecto, el tranvía, indudablemente conducido por algún esquirol, saldría cinco minutos después. Los servicios mínimos no debían ser tan mínimos, aunque es verdad que la frecuencia de paso era bastante menor que en un día habitual. Eso lo concedo.

Dudé de qué debía hacer. Es más, incluso diría yo que estaba decepcionado por la actitud claudicante de los supuestos huelguistas. A uno le convocan para salvar su país de los pérfidos capitalistas, y aquí nadie parecía impresionado por la delicada hora que estaba pasando la patria. Vale que es la sexta huelga en cinco meses y que quizá la gente esté hasta la coronilla, pero ,¡caray!, que una cosa es la fatiga sindical y otra que haya más bullicio que en un día normal.

Al final, prevaleció en mí la comodidad personal y el hecho de querer montarme en el tren prescindiendo de los cinco kilómetros de caminata. Hay que decir que ya llevaba andado uno, que es la distancia que media entre mi casa y la parada. Total, que me quedé a esperar el tranvía, que pasó en perfecto cumplimiento de su horario y me llevó a la estación. Estaba, eso sí, de bote en bote, pero no puedo decir que notase mucha diferencia con otras veces que lo he tomado y no había huelga.

En el trayecto, pensaba que, a no dudar, donde vería grandes diferencias con la actividad habitual sería en la Estación del Sur, lugar desde donde debía partir mi tren que, al ser francés, nunca hubo demasiadas dudas de que saldría. Llegué, en efecto, a la estación, pensando ver un lugar desolado en el que poco menos que habría arbustos arrastrados por el viento a través de la inmensidad de los espacios, pero lo cierto es que la estación estaba como siempre: las tiendas estaban abiertas, había bastantes trenes que circulaban y hasta los mendigos seguían tocando sus tonadillas más o menos molestas en la entrada a las escaleras mecánicas. Lo de toda la vida en estado puro.

Como había llegado a la estación mucho antes de lo que pensaba, mi tren no salía hasta una hora después, lo cual me permitió dar paseos arriba y abajo y convencerme de que allí no hacía huelga ni el Tato. Es más, me asomé al exterior a la parada de autobuses que suele comunicar la Estación del Sur con el aeropuerto de Charleroi, y allí estaban todos los autobuses y taxis de costumbre. Pero, ¿no se suponía que el aeropuerto de Charleroi iba a cancelar todos sus vuelos? Por cierto que, de paso, podrían aprovechar para dinamitarlo y hacerlo nuevo.

Total, que yo no sé por qué dice la prensa que Bélgica está medio paralizada esta mañana, pero igual tenían el artículo escrito desde hace días, para ir adelantando. Luego, si no, todo son prisas, claro que sí.

Y a uno, claro, se le hace tarde.

El lunes, pues, salí de Bélgica sin novedad. Volví a la estación el miércoles, último día de la huelga y culminación de la misma. En esos dos días, el gobierno de coalición (que evidentemente no estaba de huelga) había logrado un acuerdo sobre los presupuestos y los huelguistas dijeron que precisamente eso les llevaba a insistir en la huelga más que nunca. En la estación todo parecía normal, todos los comercios estaban abiertos y muchos trenes circulaban. Es verdad que los tranvías no funcionaban, salvo unas cuantas líneas, supongo que pertenecientes a los servicios mínimos y entre las cuales, en un ejercicio de potra inmensa, estaba la mía, así que llegué a casa sin novedad e incluso antes que de costumbre.

La situación, hoy, viernes, terminada la huelga y aprobado el presupuesto, se ha calmado. Los sindicalistas y la oposición de izquierda (menos los socialistas flamencos, que están en el gobierno) se han desahogado a gusto; el gobierno dice que no hay otro camino que el que ha emprendido. Los empresarios flamencos dicen que el presupuesto y las reformas no son perfectas, pero que se adaptan a lo que hay. El pulso, en suma, continúa entre unos y otros. A ver cuándo toca la siguiente huelga, porque lo de convocarlas cada vez comienza a convertirse en una tradición, y ya se sabe que hay que respetar las tradiciones.

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