Al principio, las cosas le parecían ir razonablemente bien, pero en un momento determinado, hacia el verano del año pasado, se le torcieron un poco. Y luego un poco más. Por una parte, parte positiva, estaba estudiando en la universidad de por allí (una de las varias que hay); por otra parte, había perdido el trabajo que consiguió cuando llegó y, nuevamente por razones que no vienen al caso, habían desaparecido todos los muebles de su vivienda y la administración danesa le reclamaba una suma no despreciable, que, en todo caso, es mejor tener en el bolsillo. Vamos, que estaba básicamente en quiebra.
Hasta entonces yo, también por razones que no vienen al caso, no había pasado por Dinamarca. Era Abi la que vino alguna que otra vez a Bruselas o a España, pero la situación se estaba poniendo complicada y había que dar apoyo, de manera que decidí arrinconar mi tendencia a no salir de Bélgica sino para ir a España y pillé un vuelo a Dinamarca. Eso fue en octubre del año pasado. Aterricé un viernes por la tarde en el aeropuerto de Copenhague, a cuya salida Abi me estaba esperando, nos dimos un abrazo y unos besos y nos metimos en la estación de tren.
- ¿A dónde vamos?
- A casa, a que dejes el equipaje.
- ¿No vamos a ver Copenhague?
- Bueno, a lo mejor el domingo da tiempo, antes de que vuelvas.
Sí, era un viaje de fin de semana, cosa que desde Bruselas es bastante más razonable que hacerlo desde España. También es cierto que lo tengo mal en el trabajo en octubre como para ir pidiendo días. En fin, ya vería Copenhague y la Sirenita en otra ocasión. Parece que, si uno no se ha sentido decepcionado por el Manneken Pis y por la Sirenita, como que le faltan cosas que hacer en Europa.
Hay países en los que no entiendo ni torta de la jerigonza local, y Dinamarca es uno de ellos. A ver, su idioma tiene sus similitudes con el alemán, y también es verdad que la práctica totalidad de la población habla inglés sin el menor problema, pero, recontra, uno se siente incómodo.
- ¿Qué tal va ese danés? - le pregunté a Abi, que después de todo llevaba a la sazón más de dos años en el país, y además trabajando cara al público casi todo ese tiempo.
- ¡Bæh! - me respondió. No es una interjección danesa, sino un signo de que aprender la lengua local no está entre sus prioridades. Vale que la chica habla cinco idiomas, pero ninguno de ellos es el del lugar donde vive. - Entiendo cosas básicas, pero sigo sin hablarlo mucho.
En el trayecto de tren, que duró más o menos media hora, me entretuve mirando al paisanaje. Me dio la impresión de que la gente era tirando a tranquila y, eso sí, parecían amables. Se ve que en los trenes daneses, incluso los de cercanías, no sólo se puede comer, sino que no está mal visto en absoluto, porque ahí había dos chicas, muy rubitas ellas, apretándose un plato de pasta que me hizo recordar que se estaba haciendo hora de papear. Los recuerdos se acumularon a un ronroneo en las tripas de naturaleza totalmente inequívoca.
Nos bajamos en la estación de destino, que, para preservar el sacrosanto anonimato de esta bitácora, vamos a llamar Ørædessenår y que ni se parece a su verdadero nombre.
- Vamos a hacer una compra para cenar.
- ¿Dónde?
- Ahí hay un supermercado grande, nada más salir de la estación. Así ves lo que se compra aquí.
- ¡Vale! - estas cosas siempre enseñan mucho de las costumbres locales.
Nos metimos en el supermercado de Ørædessenår, que, la verdad sea dicha, era bastante grande. Algunas cosas sí que eran sorprendentes, una de las cuales era que todo costaba un ojo de la cara. Las patatas las vendían por unidades, a cinco coronas la pieza, así que claro, cogías la más gorda que encontrabas; por cierto que, para redondear, un euro son siete coronas. Sí, esta gente cumplía y sigue cumpliendo todos los requisitos para entrar en el euro, pero no les da, ni les ha dado nunca, la realísima gana de hacerlo. De hecho, pasa por ser uno de los países con mayor porcentaje de euroescépticos, aunque yo no noté nada fuera de lo corriente en el tiempo que pasé por allí.
Otra de las cosas curiosas que se encuentra uno en un supermercado danés es que no hay leche de la que caduca varios meses después, como la que compramos por todo el resto de Europa. Allí no se diría sino que le tienen manía. Todo lo más, podía verse leche pasteurizada de la que te aguanta un par de días, pero nada más.
La tercera cosa que me llamó la atención es que no había arroz que mereciera dicho nombre, es decir, el preciso para hacer platos de arroz como Dios manda y la tradición valenciana requiere.
Sea como fuere, hicimos la compra y seguimos camino hacia el apartamento de Abi, que estaba a un par de paradas de autobús o a quince minutos de caminata. Ya era de noche.
El apartamento, al que le echo entre veinte y treinta metros cuadrado, esto segundo siendo generoso estaba atestado de cartones y de cajas de muebles de IKEA. Abi había montado lo absolutamente imprescindible, hecho montar la cama y había -astutamente- esperado a su padre para el resto, que era básicamente una mesa multiusos y cuatro sillas. Y ya, porque no creo que cupiera más, aunque Abi, para su desgracia, ha tenido siempre una habilidad enorme para acumular cosas, que no se compensa con una habilidad semejante para deshacerse de ellas.
- Oye -pregunté- , ¿tú no tenías una bicicleta?
Y sí, la tenía, pero los detalles vendrán en la próxima entrada, porque ésta se está alargando demasiado y, por si fuera poco, se hace tarde.
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