miércoles, 30 de julio de 2008

El mercado Leningradsky

Al final, me dejé llevar por la tentación estética y, en lugar de sacar la foto del bullicioso, pero poco vistoso, mercado, la saqué del estanque situado justo enfrente y que fue teatro de mis escasos entrenamientos, rodeándolo una y otra vez, mientras viví por allí.

El mercado es lo que se ve al fondo y no ha cambiado demasiado en los últimos quince años, lo que lo convierte en una excepción entre los mercados moscovitas. A pesar de que la normativa municipal indica que en cada barrio de Moscú debe haber un mercado, la especulación urbanística, que clama al cielo, los está haciendo desaparecer paulatinamente. El otro factor que les está dando la puntilla es la normativa que impide que los extranjeros puedan trabajar en ellos, cuando eran precisamente ellos los que los hacían funcionar. Y, como pocos rusos quieren hacerlo, porque es un trabajo durísimo y mal pagado, el resultado es que los mercados se van hundiendo.

Éste todavía subsiste, ya veremos por cuánto tiempo. En los tiempos, no tan lejanos, en que en las tiendas rusas no había literalmente nada en las vitrinas, los mercados eran la única posibilidad de no morir de hambre, aunque la verdad es que mi modelo de mercado, cuando llegué aquí, era el Mercat Central de Valencia y éste, la verdad, no era lo mismo. Para empezar, todos los tenderos, pero todos, eran azerbaiyanos; todos te perseguían para que les compraras algo; había que regatear, cosa que entonces detestaba (y no creáis que ahora me gusta mucho) y siempre salías de allí con la sensación de que te habían timado.

¡Y cómo olía! Recuerdo pasar por la sección de carnes y ver al caucasiano tratando de convencerme colocando un trozo de carne con moscas en su mano (y no me voy a extender sobre la limpieza de su mano), y diciendo "¡Toque! ¡Toque! ¡Mire qué carne más buena!", mientras yo lo miraba con cara de preguntarle si no estaba de coña, y dudando mucho de que el tendero tuviera el carné de manipulador de alimentos. Como que no.

Pero lo mejor eran los huevos. Casi nunca había. Patatas, había; cebollas, también; pero para hacer la tortilla de patatas hacen falta huevos, y allí no había manera de encontrarlos. Yo iba a mi vecina y le preguntaba:

- ¿No hay huevos? (Нет яйц?)

Y mi vecina se encogía de hombros y decía:

- Дефицит... ("Déficit" es la transcripción. La traducción es "Hay escasez", pero en este caso, excepcionalmente, la transcripción es mucho más expresiva)

Uno se pasaba el rato merodeando por el mercado, cuando de repente llegaba un camión del koljós, cargadito de huevos. Enseguida, una multitud se ponía delante a hacer cola. En aquel tiempo, estar delante en la cola era una cuestión de comer o no comer, de manera que la cola era de todo menos civilizada, y claro, la gente luego ya se ha acostumbrado a buscarse la vida pasando de la solidaridad. Casi todo el mundo tenía unas hueveras de plástico estupendas, porque no creáis que en el camión venían los huevos en hueveritas de media docena o de docena, no. En el camión te vendían los huevos, pero el recipiente lo ponías tú. El primer día, que iba desprevenido, no tenía huevera ni nada de nada y tuve que ir con diez huevos en las manos, porque menos no te vendían, haciendo equilibrios sobre el hielo después de haberme pasado media hora haciendo cola a quince grados bajo cero. No hice la tortilla antes de tiempo de puro milagro.

No sé. Lo extraño es que tenga buenos recuerdos de esa época. Ahora hay supermercados estupendos, grandes superficies a las afueras, puedes comprar carne de confianza, todos los huevos que quieras y además te los sirven perfectamente empaquetados... pero no es lo mismo. Alguna vez he pensado que echar de menos los tiempos de la escasez es masoquismo en estado puro, pero posiblemente lo que echo de menos no es la escasez en sí, sino la sensación de incertidumbre y, sobre todo, la alegría que me llevaba con cada pequeño triunfo. Como comprar huevos. Hoy, comprar huevos, o lo que sea, no me produce especial alegría ¿Qué mérito tiene acercarse, tomarlos, y pagarlos? Hoy, poco; pero entonces, cuando lo conseguía, salía de la cola con una sonrisa de oreja a oreja, llamaba a los amigos y les invitaba a tortilla.

3 comentarios:

Esther Hhhh dijo...

Te comprendo, Alfito, a veces las cosas más normales se vuelven fundamentales cuando no se pueden conseguir fácilmente. Y a veces son la razón para hacer una fiesta...

Besitos

keithania dijo...

Damos por supuesto cosas, que el día que nos falten llegaremos a entender, que no eran un derecho sino un privilegio.

Bonita entrada, me ha gustado mucho :) Y una tortilla con alegría supera hasta al mejor Beluga :)

Alfor dijo...

Esther, pues sí, valoramos más las cosas que nos cuestan conseguir, así que, en ocasiones, no está mal que nos cuesten un poquito.

Keithania, gracias. Y oye, dónde vamos a parar. Yo me quedo con la tortilla... vamos, por no hablar de la relación calidad-precio. Ahí sí que no hay color.