sábado, 23 de agosto de 2025

Camino de Santiago: catedral y camino posterior

Efectivamente, nuestros pasos pecadores nos llevan hacia la catedral de San Miguel y Santa Gúdula, que es catedral desde hace relativamente poco, porque Bruselas, a pesar de la pujanza y poderío que mostraba ya en tiempos medievales, estuvo siempre desde el punto de vista eclesiástico a la sombra de Malinas, que era el obispado al que pertenecía. Sólo desde 1962 es co-catedral (la catedral sigue siendo la de Malinas) y la archidiócesis pasó a llevar el nombre de Malinas-Bruselas.

El edificio es impresionante y me sorprende que no haya aparecido por esta bitácora más que de refilón y hace muchísimo tiempo. No hay turista que no pase por aquí y, de hecho, en la catedral, tal día como el que entré en el templo y saqué la foto que ilustra esta entrada, prácticamente sólo había turistas, lo que pasa es que tiré la foto a evitarlos y no sólo me quedé con los dos pollos que están sentados ahí, sino que hasta saqué a un hombre vestido con un alba, posiblemente preparando la misa de vísperas.

La catedral de Bruselas es uno de los poquísimos sitios en Bélgica donde uno puede confesarse con ciertas garantías de que encontrará a un sacerdote de doctrina recta. Todos los días, durante dos horas, un sacerdote capaz de confesar en cinco lenguas, entre las que está el español (y doy fe de que tiene un nivel excelente), se sienta frente a uno de los confesonarios del ala derecha y espera que le lleguen los penitentes, ya sea de entre la multitud de turistas que invade el edificio a diario, o bien de entre quienes van allí a sabiendas de lo que van a encontrar. Tal ha sido mi caso un par de veces y espero que lo siga siendo bastantes más. Lo cierto es que las experiencias que he tenido en Bélgica con el sacramento de la penitencia has sido bastante variadas; en alguna ocasión, incluso, he tenido que insistir en que estaba confesando pecados que pesaban sobre mi conciencia, mientras el sacerdote, Dios lo ampare, intentaba convencerme de que eso que estaba confesando no eran pecados, en un curioso diálogo en el que todo va al revés de como debería ir. Es verdad que no era la primera vez que me pasaba, pero en Bélgica me temo que es un fenómeno más frecuente que en otros lugares.

Como tantas veces he temido en estas entradas, había llegado tarde y el confesor ya se había retirado, así que me detuve en el templo un rato a recitar una decena, como haría un peregrino en cualquier momento anterior, y decidí seguir camino.

La verdad es que a la salida no había ni rastro de las conchas. Por informaciones de otras fuentes, yo sabía que el recorrido continuaba por la calle de la Montaña, que en vernáculo es tanto rue de la Montagne como Bergstraat, así que dejé de rastrear conchas y me fui directo a esa calle, que conozco muy bien, porque estuve nueve meses residiendo en ella y escribiendo entradas para esta misma bitácora, en unos tiempos en que, vamos a reconocerlo sin ambages, escribía bastante más que hoy (y me temo que también escribía mejor que hoy, temor que me asalta cuando leo mis escritos del pasado). Atravesé el parque que hay frente a la entrada de la catedral, en medio del cual está el busto de Balduino I, crucé la calle esquivando turistas hispanófonos y conductores suicidas de patinetes eléctricos, con gran peligro de mi integridad física, y ya me encontraba en la calle de la Montaña.

Siempre que paso por ella me embarga una especie de nostalgia, como siempre que paso por lugares donde he vivido antes. Supongo que recordamos los buenos momentos, que nunca deja de haberlos, y olvidamos los malos, que, objetivamente, son los que más impactan a corto plazo.

En el caso que nos ocupa, la entrada a mi vivienda era difícil de encontrar, entonces y ahora, porque en los bajos funciona una tienda hindú o paquistaní dedicada a vender recuerdos para turistas y cosas de primera necesidad nocturna, como alcohol y productos similares o peores. El acceso a las viviendas está medio oculto tras la tienda. Intenté alargar la cabeza para ver la entrada a las viviendas, pero el paquistaní de la puerta, que no era ninguno de los que tenían la tienda abierta veinte horas al día hace doce años, tenía cara de haber dormido poco y renuncié a asomarme a donde, de todas maneras, no iba a ver nada.

Al final de la calle de la Montaña se encuentra el Mercado de las Hierbas (Marché aux Herbes o Grasmarkt, en vernáculos), un lugar eternamente animado en el que funciona un mercadillo, hay una serie enorme de restaurantes de todo cuño, dos hoteles, siempre hay algún músico ambulante dando la tabarra amenizando la velada al personal y, en general, hay gente por doquier, hasta el punto de que no es sencillo abrirse paso hacia la calle de la Colina (que, lógicamente, es la que desde el centro precede a la de la Montaña), por donde indefectiblemente tiene que seguir el camino. Allí ya hay gofrerías, así como tiendas para turistas con todo tipo de recuerdos inspirados en Tintín y en el Manneken Pis, pero consigo avanzar hasta la Grand Place (o Grote Markt), que es el centro del centro de Bruselas, además del sitio donde converge forzosamente todo turista que pasa por aquí, no en vano es posiblemente una de las plazas más bellas del mundo.

Yo diría que la Grand Place merece una entrada aparte, ¿no? Y más después de la faltada que acabo de meterme insinuando la posibilidad de que sea una de las plazas más bellas del mundo. No olvidemos tampoco que, igual que he llegado tarde hoy para confesarme, se me puede estar haciendo tarde para más asuntos y, después de todo, la entrada ya estaba quedando bastante larga, así que mejor será que vayamos dejándonos de historias, nos quedemos en la calle de la Colina, a puntito de entrar a la Grand Place, y dejemos para la próxima entrada el espectáculo que se abrirá ante nuestros ojos.

jueves, 21 de agosto de 2025

Camino de Santiago: La etapa por Bruselas hasta la catedral

 

La foto que ilustra esta entrada está tomada del mapa de Ferraris, una obra monumental que representa los Países Bajos Austríacos en 1778 (y que se puede consultar gratuitamente en el enlace indicado, y ya os digo que vale la pena hacerlo). En aquel tiempo, Bruselas en sentido estricto estaba rodeada por una muralla, fuera de la cual se situaban lugares que hoy siguen siendo municipios independientes, pero que hoy resultan difíciles de distinguir en medio de la gran conurbación de la región de Bruselas. En aquel tiempo, y mucho más en tiempos anteriores, ante Bruselas se extendía una enorme superficie agrícola jalonada con algún núcleo poblacional aquí y allá, como se ve en el mapa que es Saint-Joost-ten-Noode, entonces cuatro casitas y hoy un núcleo islamizado, o Etterbeke (más conocido hoy por Etterbeek), donde hoy hay una plétora de edificios oficiales de las instituciones europeas y entonces era una bucólica campiña con labradores y ganaderos aquí y allá.

Un peregrino, en lugar del periplo urbano que estamos haciendo, llegaría por la carretera que ya aparece en el mapa y que hoy es la N-2, atravesaría Saint-Joost sin aspirar a detenerse mucho y se daría de bruces con la puerta de Lovaina, que también aparece en el mapa.

Hoy, como sabemos, la puerta de Lovaina no existe, aunque la nomenclatura urbana la sigue recordando y, en efecto, el lugar donde en su día estuvo se llama "rue de Louvain". Un poco más adelante nos encontramos con uno de los numerosos parlamentos que atesora Bruselas, el parlamento flamenco y, justo al lado del parlamento flamenco, nos encontramos con la primera concha. 

La verdad es que fue una alegría encontrar la señal. Sabía que existían, las había visto con frecuencia en mis visitas al centro, sobre todo teniendo en cuenta que viví en él nueve meses, pero nunca las había vivido más que como un hecho curioso y aislado. Ahora, sin embargo, las conchas eran más que una curiosidad para turistas; eran la guía que iban a seguir mis pasos durante las próximas horas.

En estas fechas, el centro de Bruselas está literalmente atestado de turistas. No importa cuándo leamos esto, porque el centro de Bruselas está siempre lleno, de modo que no es de extrañar que cada vez haya menos belgas que vivan en el mismo y que se haya quedado como un reducto de "moros y maricones" y de gente de paso.

Yo mismo soy en este preciso momento gente de paso. 

Guiado por las conchas, que resultan bastante fáciles de seguir, llegamos a un lugar conocido en su día como puerta de Treurenberg, que en castellano sería la puerta de los llantos. Treurenberg era una torre de la primer recinto amurallado de Bruselas. Una torre que jamás tuvo función defensiva digna de contarse (como toda la muralla, en general, que jamás impidió que los ejércitos enemigos entrasen en Bruselas) y que durante buena parte de su existencia cumplió la función de cárcel, en particular de los presos por deudas, los cuales, al parecer, lloraban ante su destino. Sí, la prisión por deudas existía como último recurso, y yo incluso diría que no era muy mala idea. En este caso, parece que los acreedores que instaban a la justicia a encerrar a los deudores debían costear su manutención, así que los deudores presos no vivían tan mal, fuera de la privación de libertad.

Si la puerta de Lovaina marcaba el acceso a la segunda muralla de Bruselas, la puerta de Treurenberg marcaba el acceso a la primera muralla de la ciudad, del siglo XI y que se demostró insuficiente para albergar a una Bruselas que se salía de sus costuras. La construcción del segundo recinto amurallado no significó la demolición del primero, sino que ambos coexistieron varios siglos, como atestigua el mapa de Bruselas de la imagen y que es de 1555, en los felices tiempos en que era una de las ciudades más importantes de Europa y el Emperador Carlos V estaba a punto de abdicar en su hijo Felipe, precisamente en Bruselas, en ese palacio de Cortenbergh del que tocará escribir en algún momento.

La puerta de Treurenberg fue demolida en el siglo XVIII y hoy tiene el aspecto de la fotografía de arriba, al fondo de la cual se atisba una de las torres de la catedral de San Miguel y Santa Gúdula, que es precisamente la próxima etapa de nuestro camino y que emprenderemos en la próxima entrada, no sea que se haga tarde.

martes, 19 de agosto de 2025

El camino de Santiago en Bruselas. Segundo intento

No estoy seguro de que sea necesario avergonzarse de una primera salida tan desafortunada. El caso es que reaccioné rápido, me hice con unas botas nuevas, que me sentaban al pie como un guante y, ya de paso, con unos bastones, porque igual me hacían falta; pasé por casa a comer, ya que se había hecho la hora, y acto seguido me dije que yo seguía el camino sí o sí, así que tomé el autobús para que me condujera al punto de partida. La verdad es que no fui a la plaza Flagey, lo que me hubiera permitido seguir el camino exactamente donde se quedó a medias, sino que decidí ahorrarme el relativamente anodino camino que iría por la calle Grey, bordearía la plaza Jourdan, pasaría por la plaza Schuman, ahora en obras, y llegaría a Ambiorix. Bueno, pues yo fui directamente a Ambiorix, con lo cual me libré del lío que se ha montado en la plaza Schuman.

Seguramente todos, o al menos muchos, saben que la plaza Schuman es el corazón del llamado barrio europeo de Bruselas. No es para menos. Están la sede de la Comisión y del Consejo y sus edificios más emblemáticos (Berlaymont, Charlemagne, Justus Lipsius, Europa). Si hay alguna cosa que tienen en común todos ellos es que son feos. Hay dos de ellos, a saber, el Charlemagne de la Comisión y el Justus Lipsius del Consejo, que no tienen salvación estética posible. Serán todo lo funcionales que se quiera, no lo dudo, pero también son feos de narices. El Berlaymont y el Europa, para mi gusto, también lo son, pero por lo menos sus creadores han hecho un intento, bien logrado, de crear algo impresionante.

Y es una lástima. Antes de que las instituciones europeas viniesen en los años sesenta a alterar el barrio y a convertirlo en una zona muy bulliciosa en horas de trabajo y bastante muerta fuera de ellas, la calle de la Ley, que es la que atraviesa la plaza Schuman, tenía un aspecto como el de la foto de ahí arriba, que muestra la fachada del internado de Berlaymont, una institución religiosa, regentada por monjas, que la verdad es que tenían un edificio más bonito. Mucho más bonito. Por desgracia, se fueron de allí, los terrenos se los quedó el estado belga y poco después cayeron en las fauces de las instituciones europeas. Los años sesenta del siglo veinte eran los del gusto arquitectónico manifiestamente mejorable, pero entonces ellos pensaban que eran la pera limonera, así que el convento-internado fue derribado para crear en su parcela la sede principal de la Comisión, con su famoso edificio en forma de cruz rara, visto desde el cielo.

La plaza Schuman debe estar perseguida por una especie de maldición. Cuando la vi por primera vez, en el ya remoto 2006, a mí me pareció que estaba bien. Luego la he visto un montón de veces y bueno, no es mi gusto arquitectónico, pero al menos tiene un estilo. Sea como fuere, en uno de esos delirios de grandeza para pasar a la posteridad, el gobierno de la región de Bruselas se metió, con ayuda de los famosos fondos Next Generation que nuestros nietos estarán todavía pagando, en un proyecto de envergadura para convertirla en peatonal y ciclista. Sí, los ecologistas estaban entonces en el gobierno regional. El gobierno de la región, tras las elecciones del año pasado, está en funciones, porque los diputados no se ponen de acuerdo para reemplazarlo (esta vez, según todas las quinielas, sin los ecologistas), y se ha encontrado con sobrecostes inesperados. A ver si pensáis que eso de los sobrecostes y de los problemillas en las obras públicas sólo pasa en España. No, hijos, no. Eso es más universal que el agua con gas.

Los próceres en funciones de la región de Bruselas han tenido la ideílla de enviar una cartita a las instituciones europeas con sede en Bruselas para pedirles una contribución suplementaria, porque se han quedado sin pasta. Vamos, que la región de Bruselas no pasa por su mejor momento financiero es evidente y nos hemos dado cuenta todos, incluidos los traficantes de drogas de Anderlecht que campan por sus respetos y se tirotean como si vivieran en Sinaloa y no en la supuesta capital europea, pero pedir limosna a las instituciones, así, sin presentar un proyecto, ni un plan, ni nada, ha sido demasiado incluso para el primer ministro, que, entre huelga y huelga, ha tenido tiempo para poner de cenutrios para arriba a las autoridades bruselenses por haber caído tan bajo.

El caso es que la plaza Schuman está ahora levantada y con un tránsito bastante caótico, y eso que buena parte de los funcionarios europeos que pululan por ella están de vacaciones, con lo que no me quiero imaginar el desastre que se puede montar en septiembre, cuando vuelvan a Bruselas todos ellos con las ganas de legislar, regular y administrar que se le supone a todo eurócrata, y se encuentren con un laberinto de difícil superación para llegar a sus despachos.

Como eso ni nos va ni nos viene, más vale que nos larguemos de allí con viento fresco y nos acerquemos a la plaza Ambiorix, que es donde efectivamente nos dejó el autobús. Bajamos, y ya nos pusimos a seguir un camino más propio del peregrino que viene del norte o del este y pasa por Bruselas.

El último pueblo antes de meterse en Bruselas es Saint Joost ten Noode, que en la actualidad es un barrio bastante degradado y poblado por sarracenos, por muy céntrico que sea y bien situado que esté. Mantiene una impresionante iglesia en medio de la carretera que viene de Lovaina, pero lo cierto es que el municipio tiene mayoría musulmana y el catolicismo está ya en minoría clara.

Como no era cosa de detenerse en tales lugares que sólo me interesaban para pasar por ellos, seguí adelante y llegué a la frontera de la ciudad de Bruselas, entrando por donde iba yo: la plaza Madou, que es la de la foto de aquí al lado.

Obviamente, las cosas han cambiado mucho desde la Edad Media. En aquel tiempo, en lugar de esos mamotretos de edificios de oficinas, atestados de chupatintas y lobistas diversos, había unas murallas de padre y muy señor mío, para franquear las cuales había que tener muy buenas razones y ser capaz de convencer a los guardias que indudablemente habría en la puerta de Lovaina. Hoy, la puerta de Lovaina es sólo un recuerdo, cosa que comenzó a ser cuando fue derribada en 1784, en los felices años de los Países Bajos Austríacos y no se atisbaba que pocos años después se iba a liar parda.

Parda o no, se hace tarde y no es cuestión de extenderse demasiado. El caso es que ya hemos llegado al inicio del camino de Santiago en Bruselas en sentido propio y ahora lo que toca es empezar a buscar una señal. Como toda la vida, claro, pero, en esta ocasión, la señal no se suponía que viniera del cielo, sino que estaba en el suelo, en algún lugar de la acera.

Mientras comienzo el rastreo por una zona concurrida y poco propicia a la peregrinación, nos tomaremos una pausa en la escritura hasta la próxima entrada.

viernes, 15 de agosto de 2025

El camino de Santiago en Bruselas. Llegando al punto de partida

Ahora sí que vamos a recorrer el camino de Santiago a su paso por la ciudad de Bruselas, pero claro, yo no vivo estrictamente hablando en la ciudad de Bruselas, sino en Uccle, que está a cosa de cinco kilómetros de ella, y ya se sabe que el camino comienza en la puerta de la casa de uno. Dejemos claro que Uccle está al sur de Bruselas, por lo que lo lógico para ir a Santiago sería no pasar por Bruselas, sino continuar hacia el sur... unos dos mil doscientos kilómetros. Un lío, vamos.

Para ser exactos, el camino oficial de Santiago, después de dejar Bruselas, pasa a un poco más de un kilómetro de la puerta de mi casa, como veremos más adelante. Pero nosotros vamos a hacer algo un poco distinto: saliendo de casa, nos dirigiremos hacia el punto de entrada del camino en Bruselas por el este, que es la hoy derruida y desaparecida puerta de Lovaina. Para ello, pasaremos por una serie de lugares que no pueden faltar en el programa de visitas de cualquier persona que pase por esta ciudad llena de pecadores y masonazos, sí, pero también de lugares donde se ofrece culto a Dios. Y lo vamos a hacer en forma de peregrinación, como corresponde al año jubilar en que nos encontramos.

Nuestra primera etapa va a ser la Abadía de la Cambre, un monasterio que ha estado activo hasta hace cinco años, de una belleza enorme y que tiene una historia apasionante, aunque tirando a triste. Este paseo, peregrinación o lo que sea va a tener algo de nostálgico, porque voy a pasar por delante de las otras dos viviendas que he ocupado en Bruselas en estos casi trece años (cómo pasa el tiempo...) que llevo por aquí.

Hace sol y el camino será largo, así que recuerdo que tengo unas botas viejas, pero que me han acompañado durante muchos kilómetros, y me las calzo. Para dar una imagen más adecuada a lo que voy a hacer, me pongo una mochila a la espalda (no, no es la mochila rosa), una cantimplora con agua en un bolsillo lateral y unos utensilios básicos, así como un sombrero de tela en la cabeza. Y ya estamos listos para partir, como si no fuéramos a volver el mismo día, sino que no fuéramos a parar hasta Santiago. Ojalá. Eso queda para más adelante, si Dios quiere.

El primer tramo es tranquilo. Uccle es un municipio muy poco animado habitualmente, y no digamos en un fin de semana de agosto, así que voy atravesando la zona residencial hasta llegar al bosque de la Cambre. A pocos metros del mismo, paso por delante de la casa en que se alojó mi familia durante dos años, antes de comprar la vivienda actual, y no puedo evitar recordar aquellos tiempos de adaptación. No fueron tiempos demasiado buenos, la verdad. Yo ya llevaba nueve meses en el país, pero la familia tuvo sus problemas para adaptarse a una situación muy distinta y, además, la vivienda, grande, pero oscura y cutrilla, no ayudó mucho. Como dijo Ro no hace mucho, cuando pasó por aquí por última vez, "aquello era una vivienda; esto ha sido un hogar". Nada más cierto. Había un sentimiento de transitoriedad, de que estábamos allí de paso y de que en algún momento llegaría, no sé si la tierra prometida, pero sí el hogar definitivo.

En cierto sentido, no dejaba de ser una sensación parecida a la de un peregrino, que está de paso allá por donde va. Exteriormente, la casa no ha cambiado en absoluto; me consta que la dueña hizo obras en la cocina cuando nos fuimos, pero no creo que la haya mejorado demasiado, porque no deja de ser una estancia pequeña y difícil de ampliar. La diferencia más llamativa es el coche que está aparcado en la plaza de aparcamiento, que, lejos del modesto topomóvil, es un señor cochazo nuevecito.

Tras una última mirada a ese antiguo domicilio, seguí camino por la zona residencial. Me las arreglé para pasar por la iglesia parroquial de Montjoie (después de todo, se trata de una peregrinación), que tantas veces visité cuando era la más cercana a casa, e inmediatamente me metí en el Bois de la Cambre, que normalmente está hasta arriba, pero en agosto a esas horas estaba medio desierto, y unos cuantos centenares de metros después, al volver a la zona urbana del fin de la avenida Louise, empecé a notar algo raro en la pisada.

Me paré, y lo raro era que no lo hubiera notado antes. La suela de la bota derecha se estaba desprendiendo del resto del calzado. Un poco más adelante, la suela de la bota izquierda comenzó a imitar a la derecha. Es más, ambas suelas comenzaron directamente a desintegrarse, a desprender trozos de sí mismas casi a cada paso que daba. De esta guisa, entré en los terrenos de la Abadía de la Cambre, un lugar que seguía contando con una iglesia parroquial, pero ya no con una comunidad de monjes. Los revolucionarios franceses la había cerrado cuando se hicieron con Bruselas y desde entonces estaba desacralizada y dedicada a menesteres en ocasiones muy poco dignos. En 2013, una comunidad de premonstratenses hizo un intento de revivir la vida monástica en la ciudad de Bruselas, y más concretamente en la abadía, pero el intento no fue más allá de siete años y los monjes restantes abandonaron el monasterio y se reunieron con los de Grimbergen, no muy lejos de allí.


El lugar es tranquilo, y a fe que lo hubiera sido mucho más si no hubiera ido perdiendo parte de las suelas a cada metro que recorría. Entré en la iglesia, que un sábado por la mañana tenía únicamente la presencia de un pequeño grupo de personas que rezaban, y a las que me uní, y luego ya me tocó plantearme si seguía adelante o me daba la vuelta a resolver el problema del calzado. Supongo que ésas son las ventajas de ser un peregrino de pega, que no se separa demasiado de su lugar de partida, porque, si me llega a pillar semejante accidente en mitad de la nada, mal remedio iba a tener todo aquello.

Está visto que las humedades de años anteriores en mi casa habían terminado por acortar la vida útil de las botas, la cual, de todas formas, hay que reconocer que había sido bastante prolongada, aunque en los últimos tiempos apenas las había usado.


Decidí de momento seguir hacia adelante y tomé la derrota de los estanques de Ixelles, un lugar bastante bonito que une la abadía con la plaza Flagey y. un poco más allá, con el centro de Ixelles, donde está el ayuntamiento de este municipio. Los ánimos me iban descendiendo a medida que avanzaba e iba perdiendo trocitos de suela, de modo que no me quedó otra que interrumpir la peregrinación, llegar a duras penas hasta la plaza Flagey y, finalmente, tomar allí el autobús y volver a casa a resolver el asuntillo del calzado.

Y tendría que hacerlo rápido, para seguir el camino antes de que se hiciera tarde.