Para ser exactos, el camino oficial de Santiago, después de dejar Bruselas, pasa a un poco más de un kilómetro de la puerta de mi casa, como veremos más adelante. Pero nosotros vamos a hacer algo un poco distinto: saliendo de casa, nos dirigiremos hacia el punto de entrada del camino en Bruselas por el este, que es la hoy derruida y desaparecida puerta de Lovaina. Para ello, pasaremos por una serie de lugares que no pueden faltar en el programa de visitas de cualquier persona que pase por esta ciudad llena de pecadores y masonazos, sí, pero también de lugares donde se ofrece culto a Dios. Y lo vamos a hacer en forma de peregrinación, como corresponde al año jubilar en que nos encontramos.
Nuestra primera etapa va a ser la Abadía de la Cambre, un monasterio que ha estado activo hasta hace cinco años, de una belleza enorme y que tiene una historia apasionante, aunque tirando a triste. Este paseo, peregrinación o lo que sea va a tener algo de nostálgico, porque voy a pasar por delante de las otras dos viviendas que he ocupado en Bruselas en estos casi trece años (cómo pasa el tiempo...) que llevo por aquí.
Hace sol y el camino será largo, así que recuerdo que tengo unas botas viejas, pero que me han acompañado durante muchos kilómetros, y me las calzo. Para dar una imagen más adecuada a lo que voy a hacer, me pongo una mochila a la espalda (no, no es la mochila rosa), una cantimplora con agua en un bolsillo lateral y unos utensilios básicos, así como un sombrero de tela en la cabeza. Y ya estamos listos para partir, como si no fuéramos a volver el mismo día, sino que no fuéramos a parar hasta Santiago. Ojalá. Eso queda para más adelante, si Dios quiere.
El primer tramo es tranquilo. Uccle es un municipio muy poco animado habitualmente, y no digamos en un fin de semana de agosto, así que voy atravesando la zona residencial hasta llegar al bosque de la Cambre. A pocos metros del mismo, paso por delante de la casa en que se alojó mi familia durante dos años, antes de comprar la vivienda actual, y no puedo evitar recordar aquellos tiempos de adaptación. No fueron tiempos demasiado buenos, la verdad. Yo ya llevaba nueve meses en el país, pero la familia tuvo sus problemas para adaptarse a una situación muy distinta y, además, la vivienda, grande, pero oscura y cutrilla, no ayudó mucho. Como dijo Ro no hace mucho, cuando pasó por aquí por última vez, "aquello era una vivienda; esto ha sido un hogar". Nada más cierto. Había un sentimiento de transitoriedad, de que estábamos allí de paso y de que en algún momento llegaría, no sé si la tierra prometida, pero sí el hogar definitivo.
En cierto sentido, no dejaba de ser una sensación parecida a la de un peregrino, que está de paso allá por donde va. Exteriormente, la casa no ha cambiado en absoluto; me consta que la dueña hizo obras en la cocina cuando nos fuimos, pero no creo que la haya mejorado demasiado, porque no deja de ser una estancia pequeña y difícil de ampliar. La diferencia más llamativa es el coche que está aparcado en la plaza de aparcamiento, que, lejos del modesto topomóvil, es un señor cochazo nuevecito.
Tras una última mirada a ese antiguo domicilio, seguí camino por la zona residencial. Me las arreglé para pasar por la iglesia parroquial de Montjoie (después de todo, se trata de una peregrinación), que tantas veces visité cuando era la más cercana a casa, e inmediatamente me metí en el Bois de la Cambre, que normalmente está hasta arriba, pero en agosto a esas horas estaba medio desierto, y unos cuantos centenares de metros después, al volver a la zona urbana del fin de la avenida Louise, empecé a notar algo raro en la pisada.
Me paré, y lo raro era que no lo hubiera notado antes. La suela de la bota derecha se estaba desprendiendo del resto del calzado. Un poco más adelante, la suela de la bota izquierda comenzó a imitar a la derecha. Es más, ambas suelas comenzaron directamente a desintegrarse, a desprender trozos de sí mismas casi a cada paso que daba. De esta guisa, entré en los terrenos de la Abadía de la Cambre, un lugar que seguía contando con una iglesia parroquial, pero ya no con una comunidad de monjes. Los revolucionarios franceses la había cerrado cuando se hicieron con Bruselas y desde entonces estaba desacralizada y dedicada a menesteres en ocasiones muy poco dignos. En 2013, una comunidad de premonstratenses hizo un intento de revivir la vida monástica en la ciudad de Bruselas, y más concretamente en la abadía, pero el intento no fue más allá de siete años y los monjes restantes abandonaron el monasterio y se reunieron con los de Grimbergen, no muy lejos de allí.
El lugar es tranquilo, y a fe que lo hubiera sido mucho más si no hubiera ido perdiendo parte de las suelas a cada metro que recorría. Entré en la iglesia, que un sábado por la mañana tenía únicamente la presencia de un pequeño grupo de personas que rezaban, y a las que me uní, y luego ya me tocó plantearme si seguía adelante o me daba la vuelta a resolver el problema del calzado. Supongo que ésas son las ventajas de ser un peregrino de pega, que no se separa demasiado de su lugar de partida, porque, si me llega a pillar semejante accidente en mitad de la nada, mal remedio iba a tener todo aquello.
Está visto que las humedades de años anteriores en mi casa habían terminado por acortar la vida útil de las botas, la cual, de todas formas, hay que reconocer que había sido bastante prolongada, aunque en los últimos tiempos apenas las había usado.
Decidí de momento seguir hacia adelante y tomé la derrota de los estanques de Ixelles, un lugar bastante bonito que une la abadía con la plaza Flagey y. un poco más allá, con el centro de Ixelles, donde está el ayuntamiento de este municipio. Los ánimos me iban descendiendo a medida que avanzaba e iba perdiendo trocitos de suela, de modo que no me quedó otra que interrumpir la peregrinación, llegar a duras penas hasta la plaza Flagey y, finalmente, tomar allí el autobús y volver a casa a resolver el asuntillo del calzado.
Y tendría que hacerlo rápido, para seguir el camino antes de que se hiciera tarde.