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Hace unas cuantas entradas comencé a soltar la pluma con un tema histórico de ésos que de vez en cuando aparecen de sopetón en esta bitácora. Rusia es un país rico en farsantes, embaucadores, gente sediciosa, insurrecta y advenedizos de todo pelaje, por lo que el tema, y sólo con tratar los más importantes, da muchísimo de sí. Pues señor, antes de ponerme a escribir sobre la multitud de impostores que invadieron Rusia en los primeros años del siglo XVII, bueno será comenzar por aclarar quién era la persona a la que trataban de suplantar, que es ese chaval con cara de estúpido retratado por Nésterov, ese pintor del que siempre quiero escribir y nunca encuentro ocasión.
Esta persona era Demetrio Ivánovich Rurikovich, que, dicho así, no significa demasiado, pero resulta que era hijo de Iván el Terrible y, finalmente, el último vástago de la dinastía que había gobernado las distintas Rusias desde mediados del siglo IX, cuando los eslavos vieron que no se aclaraban entre ellos, y llamaron a tres hermanos varegos, Rurik, Trubor y Sineus, que se instalaron, respectivamente, en Novgorod, Izborsk y Beloozero, para que pusieran paz y les gobernaran. Eso, al menos, es lo que dicen las crónicas locales, y no seré yo el que vaya a contradecirlas. Rusia, con el tiempo, se fue dividiendo en un montón de principados, regidos por descendientes de Rúrik, de entre los que empezó a destacar el de Moscú, que, a principios del siglo XVI, ya se había comido a todos los demás. Poco después, subió al trono ruso el padre del Demetrio, o Dmitri, que constituye el objeto de la presente entrada.
Iván el Terrible era un tipo con un puntito de irascibilidad que afeaba bastante su carácter. Esto es decirlo en plan suave. Debía tener muy mal vodka, se casó la tira de veces, que ya son ganas (sobre todo las ganas de
ellas); sus guardias saqueaban y mataban a la población, en especial a la clase media (no es extraño que Stalin rehabilitara a Iván el Terrible) y, para colmo de males, en un cabreo mató a su hijo mayor, Iván, contribuyendo así a la extinción de la dinastía. El hombre ya digo que se casó siete u ocho veces, no es que se sepa demasiado bien cuántas exactamente, pero el oficio de zarina, en esta época, era más peligroso que el de terrorista suicida, así que no sé yo si envidiar mucho a quienes lo ejercían.
Cuando finalmente murió el zar Iván en 1583, y visto que se había encargado personalmente de que su heredero le precediera, le sucedió el siguiente hijo varón, Teodoro I, que no es que fuera precisamente una lumbrera. Además, Iván el Terrible se había casado, o arrejuntado, o algo así, tres años antes de morir con María Nagaya, una real moza de la que se hartó poco después, pero a la que dio tiempo de dar a luz en 1581 un hijo varón, que es el Demetrio más suplantado de todos los tiempos y que, con el tiempo, iba a ser incluso canonizado cuando ni siquiera habría cumplido treinta años.
Teodoro I, el zar en ejercicio, era un tipo lo suficiente tontaina como para preferir que del gobierno del país se ocupara otro, que resultó ser Borís Godunov, un tipo bastante ambicioso que apuntaba alto y que tenía puestas las miras en un cargo todavía más alto del que ostentaba y que ya era la pera. Por si acaso, y temiendo que se le acabara el chollo de tener un jefe tan fácil de manejar como el zar Teodoro, desterró a María Nagaya y a su hijo a Uglich. Esta Maria Nagaya, aunque no es que la historia diga demasiado de ella, debía ser una mujer decidida y valiente, prueba de lo cual es que se había casado con esa especie de Barba Azul que era Iván el Terrible. Y el hijo era un chiquitín que no llegaba a tres años, pero era el sucesor legítimo, porque de su hermano no es que se pudiera esperar demasiado a la hora de procrear (aunque tuvo una hija que murió niña).
Así que María y su hijo Demetrio se fueron desterrados a Uglich. Uglich mola incluso hoy en día. Pero, sobre Uglich, y continuando con esta historia, ya me enrollaré detro de unos días, que hoy se hace tarde.