lunes, 19 de octubre de 2009

Crimen y castigo (I)

La cena, como suele suceder en saraos semejantes, fue razonablemente copiosa y regada como es debido, con la inclusión de chupitos a voluntad al final de la misma. No parece sino que los anfitriones, al ver que los huéspedes son rusos, aumenten la cantidad de bebidas alcohólicas sobre la mesa con el fin de quedar lo mejor posible. Hay que reconocer que, en eso, aciertan de lleno.

A la salida, y teniendo en cuenta de que el día siguiente comenzaba con un madrugón y seguía con un programa bastante apretado, con viaje en tren incluido, lo prudente y profesional hubiera sido recogerse lo más pronto posible. Los tártaros fueron prudentes y profesionales, o estaban agotados después de sus distintas andanzas, y no tardaron en hacer mutis; yo acompañé a los más recalcitrantes al hotel y crucé la puerta del mismo, precedido de la mayoría del grupo, que mansamente se dirigió a sus respectivas habitaciones; pero, cuando me di la vuelta, descubrí que las tres personas que había detrás de mí ya no estaban. Vamos, era como si Madrid se los hubiera tragado.

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A la mañana siguiente, dos de los tres estaban a primera hora en pie de guerra, al parecer sin haber sufrido daños de consideración la víspera. El tercero resultó un poco más difícil de revivir. Se trataba, precisamente, de Iván, que habíamos conocido en la entrada anterior como un hombre de negocios bien vestido, antiguo intérprete de inglés.

La persona que bajaba por las escaleras tras varias llamadas a su habitación y una visita de un compañero de juergas para asegurarse de que seguía vivo guardaba efectivamente un ligero parecido con Iván. Pero sólo ligero. Olía a rayos; su peinado, que la víspera era clásico y semejante al de un Madelman, ahora se parecía más bien al de Rod Stewart, pero en grasiento; su traje del día anterior no se sabía por donde andaba, aunque seguía vistiendo su chaqueta, sobre la que posiblemente había dormido, a juzgar por las arrugas que presentaba; los pantalones habían sido reemplazados por unos vaqueros descoloridos y los zapatos de marca ahora eran unas zapatillas de deportes a rayas verdes y naranjas que herían la vista, y probablemente también los pies. La corbata debía estar apelmazada en la maleta que arrastraba con dificultad. Físicamente tenía la cara hinchada y enrojecida, con una cicatriz, que hasta entonces no me había llamado la atención, en el pómulo izquierdo. Hacía media hora que intentábamos que bajara, y el tren sabíamos que no nos iba a esperar.

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Llegamos por los pelos, con unos últimos metros a carrera limpia, empujando a los más rollizos del grupo. Al final, con el tren ya en marcha, me desplomé en mi asiento con un suspiro y me puse a relajarme un rato viendo la película (de la que ya escribiré otro día, por cierto). Iván estaba también por allí cerca, pero se le veía inquieto y conchabó a otros dos para pasearse por el tren... y quizá algo más, pero no quise enterarme.

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De lo que sí me enteré, y conmigo todo el pasaje del tren, es de los rugidos que se escuchaban en el cuarto de baño de nuestro vagón un par de horas después, cuando ya estábamos a punto de llegar a nuestro destino y nos apelotonábamos con nuestras maletas, precisamente, junto a la puerta del baño. Los pasajeros se miraban entre sí preguntándose qué sonido sería aquél. Supongo que lo dedujeron cuando la puerta del baño se abrió y vieron salir a Iván, con la misma pinta y olor que quedaron descritos arriba y, eso sí, digo yo que algo más aliviado después del arrojo que había mostrado. Y lo de arrojo no va por haber sido valiente.

Bajamos del tren, y en la estación, mientras esperábamos que nos recogieran, todavía encontró Iván espacio suficiente como para apretarse una cerveza procedente del bar de la estación, supongo, porque yo no sé cómo conseguía tener casi siempre una cerveza en la mano. Parecía una prótesis inseparable del cuerpo, más que una botella. Si fuera la primera del día, podría pensarse que es lo en Rusia se conoce como "opojmélitsya", es decir, mitigar los efectos del resacón del quince con algo de alcohol; pero, por una parte, eso es algo que se hace con vodka, porque la cerveza apenas es una bebida alcohólica y, por otra, me da la impresión de que Iván ya se había pasado por la cafetería del tren, y no sólo para romper su ayuno.

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En la fábrica que visitamos más adelante seguramente tardarán algún tiempo en olvidarse de Iván. Pero eso quedará para la siguiente, y última, entrada de la serie.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

jajja, muy buena esta serie xDDD

Bejemoth dijo...

Pues nda nano, ke mola muxisimo, sobre todo "ivan" kon su potada en el wc del tren jajajaj, speramos ansiosos la siguiente, skribes ke da gusto leer de vdd, lastima k n se pueda decirlo mismo de mi, xro vamos, ke, enhorabuena.