martes, 13 de agosto de 2024

Exiliándose

Mientras España entera está bastante achicharrada en estos momentos, no sólo por el calor que hace, sino por el bochorno de que Carles Puigdemont se haya paseado impunemente por Barcelona sin que nadie le molestara, habiendo un ejército de policías a pocos metros de donde estaba, en Bruselas y Bélgica en general el tiempo es muy agradable, con temperaturas de poco más de veinte grados, noches fresquitas y dando cobijo al propio Carles Puigdemont cuando no está por Barcelona burlándose de quienes se supone que tienen que meterlo en chirona.

Un día escribí que iba a tocar escribir sobre eso, y parece que ya va llegando ese día. Efectivamente, Carles Puigdemont se alojaba, y parece que se sigue alojando, en la pomposamente llamada "Casa de la República Catalana" en Waterloo, que está a menos de quince kilómetros de la que sigue siendo mi residencia en Uccle, pero ya se encuentra fuera de la región de Bruselas. Waterloo, a pesar de ese nombre tan flamenco que tiene, no está en Flandes, sino que es, saliendo desde Bruselas, el pueblo más septentrional de la región de Valonia. Uno sale de Uccle hacia el sur, abandona la región de Bruselas, pasa por el municipio flamenco, pero más bien francófono, de San Ginés - Rode, y a los dos o tres kilómetros ya ha abandonado Flandes y se encuentra en Valonia. Alguna vez he llegado a hacerlo corriendo, pero ahí hay que estar dispuesto a pasarse de la media maratón.

Un buen día de abril de 2020, recién comenzada la pandemia, y comoquiera que el confinamiento en Bélgica fue muy relajado y las autoridades, más que a quedarnos en casa, nos animaban a salir al exterior, aunque sin contactar estrechamente con quien no viviera en nuestro hogar, tomé la bicicleta y, como tanto me daba ir a un sitio que a otro, me dije ¿y por qué no voy a Waterloo, a ver la famosa casa de la república catalana, que dicen que es un palacio que no hay otro como él en toda Bélgica? Efectivamente, la prensa, supongo que neofascista, por lo menos, encomiaba como no está escrito la susodicha casa, alquilada, según parece, por no menos de cuatro mil euros mensuales, que a quien está en España le debía parecer un fortunón, aunque no sé si daría para alquilar un palacio de las características tan elogiadas que se decían y repetían en la prensa.

Waterloo, como he escrito arriba, no está muy lejos de mi casa. Se trata de un municipio bastante grande, típicamente residencial, al que se desplazan muchos belgas que buscan algo de paz y desdeñan el alboroto y el bullicio de la capital. Tomé la carretera que no en vano se llama "de Waterloo", la cual comienza en los alrededores de la Estación de Midi y termina, lógicamente, en el comienzo del municipio de Waterloo, en el cual pasa a denominarse "chaussée de Bruxelles", no menos lógicamente.

La dirección de la residencia de Carles Puigdemont no es difícil de encontrar en cualquier publicación fácilmente accesible por Internet, así que, tras muchas vueltas y revueltas por la parte más residencial de Waterloo, llegué a los alrededores de la casa y allí hice la foto que se muestra en esta entrada.

A decir verdad, como palacio, el edificio deja bastante que desear, pero es cierto que es un casoplón, eso sí, que no destaca especialmente entre los muchos casoplones que se alzan por aquellos andurriales. Los cuatro mil euros mensuales que cuesta su alquiler pueden salir de muchos sitios, y digo que saldrán un poco de todos ellos, entre los ahorros personales que pueda tener su inquilino, su sueldo que tuvo mientras fue eurodiputado (sólo con las dietas por asistencia a reuniones ya se puede pagar una parte no desdeñable de ese alquiler), el que tiene ahora como parlamentario autonómico en régimen de exilio, teletrabajo, o como lo queramos llamar, así como las contribuciones de su partido político o de sus partidarios, o quién sabe si alguna ayuda de la Alianza Neoflamenca, el partido independentista flamenco que le dio apoyo logístico al principio de su andadura por estas tierras. Y, como la casa es grande, quizá dé para alojar al resto de exiliados en Bélgica, como su colega (o compinche, según a quien se pregunte) Toni Comín, que es actualmente, y tras las últimas elecciones, el único eurodiputado que le queda a su partido político. Y digo yo que, si se aloja allí, también le tocará contribuir al sostenimiento de la sede de la república catalana en Bélgica.

En todo caso, llama la atención este prurito "legitimista" de estos exiliados republicanos. Creo que les viene de familia. Vamos, estoy seguro de que sus antepasados renegarían de ellos si supieran a qué se iban a dedicar sus descendientes, y que se volverían a sus respectivas tumbas después de echarles una bronca bien dada, pero para discutir de eso mejor será dedicarle una nueva entrada, que hoy se hace tarde.

miércoles, 7 de agosto de 2024

Lux aeterna luceat ei, Domine

Tras una larga enfermedad, que le tuvo tres meses entre hospitales y algodones, y un período final de cuidados paliativos, la semana pasada falleció el sacerdote español de la pastoral hispanófona de Bruselas. Ha sido una gran pérdida para todos los que estábamos próximos a él, tanto para nosotros, los feligreses, como para sus compañeros jesuitas. Durante los últimos dieciséis años ha estado en Bruselas, y su estado de salud no hizo posible que pudiera regresar a España, que es donde hubiera querido fallecer. Realmente, ha muerto con las botas puestas, ya que dijo su última misa a finales de abril y desde entonces ha estado empalmando hospitales con residencias. Ya tuvo mérito que aceptara salir de Zaragoza para ir a Bruselas cuando tenía setenta y siete años, que es más bien edad para retirarse a descansar, y no para salir de la patria de uno a una misión bastante incierta, pero que ha desempeñado ejemplarmente a lo largo de quince años más.

Durante las últimas semanas lo había estado visitando con relativa frecuencia. Estuve en el hospital, cosa que me inspiró un par de entradas (ésta y ésta de rebote), y le tuve que decir que en junio habían interrumpido las misas en español en su parroquia, porque no había ningún sacerdote hispanófono dispuesto a sustituirlo.

- Pero, ¿por qué? - me dijo - Eso tenían que habérmelo consultado. Igual me pongo bien y hubiera podido decir misa el domingo que viene.

Esto era en martes y el padre estaba conectado a un respirador, había pillado el Covid en el hospital y no podía dar un paso sin ayuda, pero está visto que la moral la tenía alta y consideraba la posibilidad de salir de allí y decir misa cinco días después. No, no era de Alcoy, pero hubiera podido serlo.

El padre Jorge (a estas alturas se puede mandar el anonimato a la porra) tenía un profundo sentido del deber y de para qué estaba allí. Cumplió los noventa años en plena pandemia y acababa de salir de un cáncer de pulmón. No es que fuera sólo de un grupo de riesgo, es que era de un grupo subrayado en purpurina para que no se expusiera al virus y que tenía preferencia para todas las vacunas. Pues él, ni corto ni perezoso, a la que el gobierno belga abrió un poco la mano y permitió las misas de hasta quince personas, reunió a los que pudo, ordenó abrir la iglesia y allí se puso a celebrar misa con ayuda, entre otros, de su fiel portero, cuya misión era impedir a toda costa que entrasen más de quince personas a la misa. Creo que ya sabemos que el portero cumplió fatal su difícil tarea y que se descontó en numerosas ocasiones, el pobre.

Durante las últimas semanas se fue apagando y los últimos días estaba mucho tiempo bajo los efectos de los sedantes y apenas podía hablar ni reaccionar, pero estuvo presente casi hasta el final. Él se quejaba de que estaba solo, pero la verdad es que pasaba gente a visitarlo todos los días y prácticamente a todas horas. En uno de los últimos días, cuando ya se veía cercano el desenlace, estaba yo al lado de su cama cuando pasaron a visitarlo dos compañeros suyos jesuitas, que tampoco eran precisamente novicios y que no creo que cumplan los ochenta y no sé si los noventa. Me saludaron y yo les cedí el sitio para que se acercaran al padre.

- Ah, está bien presente - dijo uno.

- Lo está, lo está - dijo el otro.

A todo esto, el padre Jorge alcanzaba a mirarles, pero bien poco más.

- Me muero - dijo. Lo había comprendido cuando salió del hospital y entró en cuidados paliativos en la residencia sacerdotal donde estaba pasando sus últimos días.

- Vas a prepararnos un lugar en el cielo, que dentro de poco iremos nosotros y te queremos encontrar allí - dijo el primero.

- Y seguro que también está Pagola. Bueno, Pagola igual tiene que ir primero al purgatorio - dijo el segundo, un tipo más callado pero evidentemente más socarrón.

- No, no, Pagola va al cielo - reaccionó el padre Jorge.

Los otros dos rieron. El padre Jorge no estaba para risas, pero al menos sonrió.

- Bueno, Pagola aún es joven, le queda mucho por aquí.

Ahora mismo, el padre José Antonio Pagola tiene ochenta y siete años, así que, eso de que es joven, depende de con quién se le compare. Se trataba del teólogo de cabecera del padre Jorge, que no dejaba de recomendar sus libros, cosa que puede tener sus peros, porque el padre Pagola es un teólogo bastante controvertido y hay quien dice que directamente arriano, de manera que sus obras, que se venden muy bien para la temática que desarrollan, por lo menos son sospechosas.

Los dos jesuitas se fueron al poco rato de allí para volver a su propia residencia, pero el padre y yo no nos quedamos solos mucho tiempo, ya que no tardó en llegar otro de sus feligreses habituales, y luego otro y otro más. Si esto pasaba a finales de julio, en pleno periodo de vacaciones y con buena parte de la feligresía esparcida por Europa, no sé si hacen falta más pruebas de que el padre era muy apreciado y de que se le echará mucho en falta.

El 31 de julio nos dejó finalmente. Seguro que no es casualidad que falleciera, él, jesuita durante casi toda su vida, en el día de San Ignacio de Loyola.

Requiem aeternam dona ei, Domine
et lux perpetua dona ei

lunes, 5 de agosto de 2024

El sexto sentido

Lo que voy a narrar en esta entrada no es exclusivo de Bruselas, sino que es un fenómeno probablemente universal, pero yo creo que merece la pena reseñarlo. Después de mucho estudio del ambiente viejuno al que pertenezco por derecho propio, me ha quedado clarísimo que los miembros de mi cohorte demográfica, es decir, los que son tan viejunos como yo, no soportamos a los jóvenes por un montón de razones, la principal de la cual es probablemente la envidia, pero entre las que destaca una que nos atrevemos a confesar: que se pasan el día pendientes del móvil.

Sí, amigos. Los viejunos hemos encontrado un motivo incontrovertible para afearles a los jóvenes un aspecto de su conducta y, de esta manera, tener un pretexto para quejarnos de ellos sin reconocer que lo que realmente nos molesta es que sean más ágiles, mejor parecidos (generalmente, vale), más molones y con más vida por delante. Sí, vale, pero se pasan la vida pendientes del móvil, hasta el punto de que lo miran en todo momento, incluso caminando por la calle. Puaj.

De hecho, uno lee por ahí que el hecho de que los jóvenes (y los que no lo son tanto, asumámoslo) vayan mirando el móvil por la calle es causa de un sinnúmero de tropezones y de accidentes, de modo que, a este paso, a lo mejor eso de que los jóvenes tienen más vida por delante que los viejunos hay que calcularlo de nuevo.

El otro día, caminaba yo por una calle razonablemente concurrida, entre otros, por un buen número de familias con hijos adolescentes y preadolescentes, todos ellos pegados al móvil mientras se movían, y decidí hacer un experimento para comprobar si realmente estamos a pique de que la humanidad desaparezca a base de mamporros en la crisma por estar a otra cosa mientras avanzamos a ciegas. Me puse, pues, a caminar en sentido contrario al de la marcha de dichos grupos; no lo hacía adrede, que conste, sino que era realmente el camino que llevaba. La diferencia respecto a otras ocasiones es que no me desviaba de mi camino, sino que seguía en línea recta sin separarme a derecha ni a izquierda, a ver cuánto tiempo pasaba antes de chocarme con alguno de los zombies hipnotizados por el móvil.

Pues bien, para mi sorpresa, no me choqué ni una sola vez. Yo seguía mi camino y, más o menos dos metros antes de la colisión, el adolescente que venía a mi encuentro levantaba la vista del móvil, me miraba sorprendido y se desviaba, evitando así el choque. Y no una vez, no. Todas las que hicieron falta. Salí del paseo completamente indemne, y no fue por haberlo pretendido, sino por una habilidad inexplicable, y de la que yo carezco por completo, que presentan los ejemplares de la subespecie humana homo sapiens nativus digitalis.

Sí, queridos lectores, parece que la naturaleza es sabia. Para compensar otros defectos que parecen también proceder de la dependencia del móvil (todos los adolescentes en cuestión llevaban gafas de miope, y me temo que de muy miope), el mecanismo que rige la evolución humana ha reaccionado proporcionándoles un mecanismo de defensa que les protege de descalabrarse contra cualquier obstáculo que se les presente, incluso si este obstáculo es móvil, como un caminante en sentido contrario: un radar, como el que tienen los murciélagos y otras especies animales. Parece que un sexto sentido, a añadir a la vista, oído, gusto, olfato y tacto, se ha desarrollado entre los ejemplares humanos más jóvenes y más enganchados a los móviles, en quienes la vista no da abasto ante la necesidad de estar pendiente de lo que sucede en la pantallita del móvil y, al mismo tiempo, en los alrededores que circundan a la persona en movimiento. Podríamos llamarlo, a falta de que la ciencia encuentre una denominación más adecuada, percepción de sólidos próximos, o simplemente radar, qué caray.

Si otros experimentos lo confirman, parece que la especie humana tiene futuro, porque, por más cenutrios que sean nuestros descendientes, queda la esperanza de que la naturaleza, o la evolución, les dote de facultades que compensen sus defectos, como, en este caso, la facultad de percibir un obstáculo en sentido contrario al de la marcha y la consiguiente capacidad de levantar la cabeza y desviar el trayecto antes de que sea demasiado tarde.

Eso. Tarde. Como ahora...

jueves, 1 de agosto de 2024

Problemas de ricos (II)

En cuanto termina la jornada laboral, los habitantes de Bruselas que no nos hemos ido en verano salimos escopeteados de nuestros lugares de trabajo y vamos a cualquier sitio, y no digamos si hace buen tiempo. En Bruselas, sobre todo en verano, "buen tiempo" significa "que no llueva, por favor"; podemos estar a quince grados, o a menos, pero que no llueva.

Los lugares estivales de concentración de bruselenses son diversos. Uno de los más pijos es Chatelain, un barrio de Ixelles situado al sur de la avenida Louise en el que cada dos portales hay un restaurante razonablemente popular. Recordemos que ésta es una ciudad de ricos, que, por lo tanto, popular no quiere decir lo mismo que en España, y que los precios son más altos que en el Bar Manolo, de Salvacañete, e incluso que en el restaurante japonés de Alcira (sí, ya sé que hay más de uno).

Pero a Chatelain iremos otro día, si Dios quiere. Nuestros pasos pecadores nos conducen hoy a la plaza Jourdan, y a lo mejor otro día tratamos sobre las causas por las que personajes siniestros como Jourdan o Belliard están en el callejero bruselense, que ya son ganas de lamer el trasero a los franceses, pero eso será en otra ocasión.

En esta, llegamos a la plaza Jourdan en una tarde veraniega y soleada, pero no calurosa, es decir, el mejor tiempo que se puede tener. Son las siete de la tarde, sí, pero ya hay gente cenando. De todas formas, no es demasiado complicado encontrar sitio en uno de los restaurantes de la plaza. Como hace sol, y yo prefiero que no me dé demasiado, intento insinuar que si podríamos cenar dentro.

El camarero que nos atiende se queda confuso ¿Cómo puede haber un habitante de Bruselas que no quiera sentarse en una terraza cuando hay sitio y hace un sol la mar de agradable?

- Se puede, pero igual hace demasiado calor dentro.

- Bueno - respondo con resignación y porque me temo que aquello puede ser la versión bruselense de un Krematorium-, pues nos sentaremos fuera.

Allí no hay sombrilla ni se la espera, así que a mí me da el sol en el cogote y a mi compañera en los ojos, pero en Bruselas es raro que no haya alguna nube en el cielo, así que el sol desaparece a ratos, lo que, la verdad, convierte la experiencia en algo más soportable.

La plaza Jourdan es conocida por ser el lugar donde se encuentra "Maison Antoine", lugar por el que pasamos fugazmente hace no mucho, y que hoy vamos a visitar con un poco más de esmero. Maison Antoine pasa por ser la mejor friterie del mundo, cosa que podría ser, y yo así lo creo mientras no se demuestre lo contrario. Se cuenta que Angela Merkel se alojaba por aquí cerca cuando tenía que venir a Bruselas, lo cual sucedía fatalmente con cierta frecuencia durante el largo período en que fue Bundeskanzlerin, y que pasó en más de una ocasión por Maison Antoine a zamparse una ración de frites.

No se lo reprocho. Están buenas de verdad, incluso solamente con sal, y no digamos si le añadimos alguna salsa. Lo que es improbable es que Frau Merkel tuviera que hacer la cola que normalmente hay para adquirirlas, pero bueno, los dependientes se dan maña para atender al personal lo más rápidamente posible; así y todo, por experiencia, si tenéis que hacer la cola es mejor que estéis acompañados por alguien para poder conversar y que el rato pase de manera lo más entretenida posible. Que sí, que son problemas de ricos, aunque las patatas fritas son un alimento bastante modesto, pero no dejan de ser problemas.

Pero nosotros esta vez no estamos ahí, sino en un restaurante próximo. Por cierto que ninguno de los restaurantes de la plaza sirve patatas fritas, al menos que yo sepa. Está admitido por todos ellos que quien quiera patatas fritas puede adquirirlas en Maison Antoine y comérselas en su restaurante, donde habrá pedido el resto de la comida o de la bebida. Es una curiosa actitud simbiótica. Por una parte, Maison Antoine es, en el fondo, un gran quiosco sin espacio para que sus clientes se sienten, así que le viene de perlas que los más pudientes de entre ellos puedan usar el espacio de los restaurantes de la plaza, mientras que los restaurantes de la plaza, por su parte, se benefician bastante del reclamo que supone estar situados en la inmediata vecindad del mejor puesto de patatas fritas del mundo. Para ellos, naturalmente, no hay ninguna duda de que lo es.

En el restaurante donde estamos sentados, tenemos a nuestro lado a unos jóvenes alemanes con aspecto de turistas de nivel alto, hablando de cotilleos y ajenos al hecho de que entiendo el alemán perfectamente; detrás de nosotros, hay dos españoles que sólo puede ser gente ya local, probablemente funcionarios europeos, que llevan muchísimo tiempo viviendo en la ciudad, porque a santo de qué ibas a poner a un español a cenar a las siete. Bueno, ¡si yo mismo estaba cenando a las siete! Un poco más allá, hay un grupo de italianos, cosa normal, ya que el restaurante es ital... estooo, sardo, el restaurante es sardo. Y hay también, de verdad, una mesa ocupada por comensales que hablan entre sí en francés y que probablemente sean belgas autóctonos.

Si uno pone la oreja en las conversaciones que se producen en la plaza Jourdan, y posiblemente en cualquier otro lugar semejante de Bruselas, se dará cuenta de que a nadie le va realmente bien. Hay quien está envidioso porque han ascendido a otro que lo merecía menos; hay quien ha sido ascendido, pero demasiado tarde para su gusto; Fulanito tiene problemas con su cónyuge; Menganito no tiene cónyuge, y ése es el problema, porque le está dando esa angustia que deben tener quienes han llegado a la cincuentena y cuya única compañía son los gatos, como pasa con las charos que apoyan a la Kamala ésa.

Ninguno de los presentes por allí pasa hambre física, todos tienen un techo que los cobijará esa noche y no tienen realmente límites presupuestarios para comprar ropa, pero todos tenemos problemas. Problemas de ricos.

Más vale que nos dure esta situación, porque la alternativa, aunque no nos lo creamos, es peor.