jueves, 18 de marzo de 2021

Quince

Una de las medidas que ha tenido a bien adoptar el gobierno belga para hacer frente a la pandemia, como ya saben los lectores, ha consistido en limitar las celebraciones religiosas, eso sí, sin ejercer discriminación alguna. Aquí, tots moros o tots cristians, pero las celebraciones se prohiben todas. Al principio, la prohibición fue absoluta, pero, con el tiempo, el gobierno ha resuelto ser magnánimo y ha concedido a las confesiones religiosas la posibilidad de celebrar sus ceremonias con la asistencia de... quince personas. Quince. No cuentan los menores de doce años, así como tampoco el celebrante y el organista (porque aquí, otra cosa no, pero organistas hay).

Yo no sé cómo se estarán apañando los sarracenos o los judíos, pero la mayoría de los sacerdotes católicos (o las laicas que llevan la voz cantante en demasiados sitios) han decidido que, por quince asistentes, no celebran misa. La verdad es que la medida del gobierno de no dejar pasar a más de quince personas, así sea a una capilla minúscula o a la catedral de San Miguel y Santa Gúdula, tiene un sentido que no es fácil de ver desde el punto de vista sanitario, sobre todo cuando no hay el menor problema para acceder a un supermercado, donde se admiten clientes hasta un máximo que depende de la superficie del local y que, en muchísimos casos, es bastante superior a quince, y hasta a quince veces quince.

Así y todo, algunos sacerdotes han decidido celebrar misa en público, y hasta dos seguidas si se queda gente fuera. Entre ellos se encuentra el que lleva la cura de almas de la comunidad emigrante española, que celebra en calidad de precarista en un templo céntrico de Bruselas, en una relación más o menos fluida, o más o menos tensa, con el personal laico y ecónomo que administra el templo.

El templo, seamos claros, está abierto para la oración, no como otros que hemos tenido la intención, pero no la dicha, de visitar. Pero una cosa es que se pueda entrar a poner una vela a la Virgen y otra que tengan lugar actos de culto organizados, como una Eucaristía, lo cual comporta varios riesgos y gastos, como alumbrado y calefacción, porque el templo es de techos altos, y las quince personas que, como máximo, pueden ocuparlo corren peligro cierto de congelación durante el húmedo y frío invierno bruselense. Ahora bien, cualquiera les dice a las señoras que se han hecho con la administración del templo que pongan la calefacción gratis et amore, cuando los ingresos de la unidad pastoral están tan congelados como el propio templo. Las negociaciones son duras y se tienen que saldar con un oportuno billete que sale de la colecta de los quince feligreses que han logrado plaza.

Otro riesgo consiste en que la autoridad pública decida cerciorarse de que se respeta el límite de quince asistentesy casque un multazo a no sabemos muy bien quién, pero supongo que es a la unidad pastoral, que debe tener personalidad jurídica en Bélgica. Evidentemente, la unidad pastoral no está por la tarea, y eso lleva a divertidos tiras y afloja entre las laicas que vigilan y los asistentes que intentamos pasar. Las laicas que vigilan, al menos una de ellas, decidió ponerse manos a la obra uno de los pasados domingos y, alcanzado que se hubo la cifra de quince (y alguno más, seamos sinceros) asistentes adultos, se puso en jarras en la puerta a echar a los que intentaban acceder al templo, quizá no con la caridad cristiana en las formas que debería caracterizar a todo cristiano, y no digamos si tiene responsabilidad.

Para evitar situaciones de este jaez, y no sé muy bien cómo acabó ocurriendo, terminó habiendo un feligrés en la puerta, más que nada para poder explicar en castellano (y no en francés a gritos) que lamentablemente el templo estaba con el aforo completo, que no lleno, y que si se esperaban un rato habría una segunda celebración. Ese feligrés que hacía las veces de cancerbero he terminado siendo yo, en una novedosa experiencia en mi carrera. Novedosa y paradójica, porque se supone que un católico debe trabajar por acercar almas a Dios, no por impedir el acceso a la Eucaristía, pero vivimos tiempos extraños.

El primer domingo que desempeñé esas funciones me coloqué en la puerta con mi mascarilla negra, una chaqueta azul marino y cruzando los brazos. La laica que estaba en el quiosco vendiendo las velas, y que pertenecía al grupo administrador, me miró con sospecha al principio, pero luego se dio cuenta de lo que iba a hacer y ya se calmó. También a lo mejor debía imponer un poco con mi aspecto, así que no me dijo nada.

Hasta la hora de comienzo de la misa, dejé pasar a todo el mundo, que tampoco eran tantos. Una de las cosas que ha traído la pandemia, no sé en España, pero desde luego en Bélgica, es que ha matado el poco catolicismo sociológico que quedaba aún por aquí. Ahora mismo, el que va a misa tiene que superar múltiples obstáculos (sin ir más lejos, un tal Alfor cruzado de brazos a la entrada de la iglesia), así que partimos de la base de que ganas no le faltan. El que iba por inercia, si es que quedaba alguno de ésos, se quedó sin ella durante el tiempo de prohibición absoluta de las celebraciones y no la ha recuperado, que eso es lo que pasa con la inercia.

Dejé pasar también a unos cuantos niños de catequesis, con su catequista. Su catequista es mayor de doce años, y de algunos más también, pero cualquiera se pone a discutir esas minucias, aunque ya estábamos pasando claramente de quince. Además, vi que alguno se me estaba colando por la puerta de salida, a despecho de los carteles de dirección que había por todos los sitios. Yo iba haciendo la vista gorda, pero ya me fui dando cuenta de que la laica francófona me estaba mirando con el gesto cada vez más torcido, así que me tocó demostrar que mi presencia allí tenía fundamento.

Ya pasado el Evangelio, y en plena homilía, entró una pareja de mediana edad, así que me tocó pararles. Demasiado tarde, chicos. Si venís para cumplir el precepto dominical, sabed que lo que dice es "Oír misa entera los domingos y fiestas de guardar". Entera, no de la misa la media. Así que me acerqué resuelto a ellos y les dije, por supuesto en castellano:

- Si vienen ustedes a misa, ahora el aforo está completo y no les puedo dejar pasar. Pero no se preocupen, porque el padre, si es necesario, dirá otra misa a la una, cuando termine ésta.

- Je ne comprends rien. Je suis français.

¡Hombreeee! La horma de mi zapato. El mismo truco que utilizo yo con el neerlandés, pero conmigo había pinchado en hueso.

- Donc en français. Je ne peux pas vous laisser passer, parce que la limite de quinze personnes par messe est atteinte. Mais le père va célébrer une autre messe après, si besoin était et si vous attendez.

- A quelle heure? - dijo el francés de mala gana.

- A une heure.

Miró a la mujer que iba con él, seguramente su esposa, y dijeron que vendrían más tarde. Pero esto ya lo dijeron en español, algo entrecortado, pero suficiente.

La laica de las velas me miró con gesto adusto, pero menos que antes. Vamos avanzando.

Este oficio de cancerbero promete mucha materia para relatar por aquí, pero no es de los más agradables que nos podemos imaginar. Entre que la gente no quiere hacerse el camino para quedarse en la puerta y recurre a todo tipo de argucias, que la vigilancia de las laicas de las velas está ahí en segundo plano, que decir a alguien que no entre en un templo es ir contra la razón de las cosas y que uno intenta no ser antipático de natural, las cosas están lejos de ser fáciles.

Al final de la misa, en los anuncios, dijo el padre que, quien quisiese asistir a misa, que se apuntase en una lista enviando un correo electrónico o dejando un mensaje en un teléfono.

Así que el domingo siguiente, a pasar lista. Ay, madre.

Eso lo dejaremos, eso sí, para el domingo siguiente, porque hoy se hace tarde, aunque no tanto como a los franceses que llegaron a mitad de homilía.

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