El coronavirus ha tenido un impacto enorme en mis rutinas. Si mi trabajo, de por sí, ya era sedentario, al menos tenía como contrapunto los trayectos de ida y vuelta entre mi oficina y mi vivienda, que únicamente he realizado en coche de manera excepcional, porque lo normal ha venido siendo recorrer los cinco kilómetros que separan ambos destinos en bicicleta o caminando, lo cual no es mala contribución a la hora de mantener cierta actividad física.
Pero hete aquí que el confinamiento trajo consigo el cierre de hecho de la oficina y, forzosamente, el teletrabajo. De entrada, no tengo motivos de queja: no he sido víctima de ningún ERTE y, por si fuera poco, mi casa es espaciosa y he tenido la ocasión de adaptar un espacio como oficina en casa, razonablemente separado del resto de la vivienda y bien equipado, a base de retales que teníamos arrinconados o en desuso. De hecho, el otro día tuve que ir a trabajar en "presencial", ahora que ya se va abriendo la mano, y me encontré incluso incómodo. Si no fuera por la impresora casi industrial y por la conexión de Internet, que es una historia aparte y de la que ya habrá ocasión de escribir, y donde la oficina mejora claramente las condiciones de mi casa, yo diría que mi casa supera a la oficina en todos los frentes.
Eso sí, pasarse todo el día sin salir a la calle no es bueno, y había días en que no se encontraba ningún motivo para hacerlo, así que he ido adoptando la costumbre de salir a rodar en bicicleta tras la jornada laboral, ahora que los días son largos y en general ha estado haciendo buen tiempo. Incluso me volví a sentir ciclista, por primera vez desde los tiempos en que recorría las dos riberas del Júcar y buena parte de las comarcas aledañas, el día que fui a curiosear a la "Casa de la República Catalana" de Waterloo (ya escribiré de eso) y, entre paseo de ida y paseo de vuelta, con sus correspondientes rompepiernas, terminé rozando cuarenta kilómetros de rodaje. Una ridiculez comparado con tiempos más felices, sí, pero tampoco está nada mal.
Sin embargo, no tardé en comenzar también a dar paseos a mi hora favorita, poco antes del anochecer, que en valenciano se dice de manera entrañable a poqueta nit. Y descubrí con cierto asombro que no conocía mi barrio sino muy superficialmente, y que era capaz de perderme a unos pocos cientos de metros de mi casa. Y, por si fuera poco, descubrí también que los alrededores de mi domicilio, pongamos a tres o cuatro kilómetros en derredor, que es una distancia perfectamente caminable, son una preciosidad.
Los primeros días no pasé de cuatro kilómetros, mientras la luz crepuscular se iba haciendo más y más tenue, pero me he ido animando y ya paso de los siete de vez en cuando. Se duerme mejor, por lo menos, pero también se familiariza uno con caminos y vericuetos de lo más pintoresco, en esta zona meridional de la región de Bruselas que pasa por ser una zona residencial, y lo es, pero por el mismo motivo tiende a pasar desapercibida para el visitante o el turista, que, si pasa por aquí, lo más que hace es silbar con admiración mientras contempla los casoplones que se alzan a sus costados, mientras omite que hay más cosas que admirar de las que parece a primera vista.
Lo cual es una idea para hacer una serie sobre sitios interesantes del entorno inmediato en que vivo, y que ahora conozco un poco mejor. El que haya visto mi Twitter últimamente ya se estará dando cuenta, y eso que allí no hay ni la mitad de lo que podría haber. Seguramente lo iré alternando con la serie histórica sobre gobernantes de estos pagos.
Pero eso será en otra ocasión, claro... por lo de siempre, que se hace tarde y me llaman para cenar.
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