Ayer, domingo por la mañana, pillé la bicicleta con el tiempo necesario para llegar a la iglesia cosa de un cuarto de hora antes de que comenzase la Eucaristía. Con la señora francófona que vende velas ya hay buen rollito; bueno, hay que decir que hay dos señoras francófonas, y con una hay mejor rollito que con la otra, pero en general la cosa ha mejorado desde que ven que ellas no tienen que hacerse cargo del aforo.
Yo tenía una lista con la gente que se había apuntado, pero estamos hablando de españoles e hispanohablantes en general. Una característica que tenemos, y que parece que hemos enseñado a los hispanoamericanos y ellos han aprendido alborozados, es que pensamos que las normas no van con nosotros. Y, cuando nos damos cuenta de que sí que van, intentamos todo tipo de argucias para eludirlas. Para mí que con los alemanes esto no pasa.
- ¿Viene usted a la misa?
- Sí.
- ¿Y se ha inscrito?
- Ah, pero, ¿había que inscribirse?
El cartel lleva pegado en la puerta casi un mes, el padre lo anuncia sistemáticamente cada celebración, y mi interlocutor ha venido asistiendo todas las semanas, pero, claro, a la gente se le olvidan las cosas.
- Pues sí.
Como había llegado puntual y no habíamos llegado a los quince, ni en la lista habían quince personas, lo dejé pasar.
En esto, llegaron tres personas, dos mujeres y un hombre, de edad razonablemente avanzada. Les salí al paso y la que llevaba la voz cantante me dijo resuelta:
- Goedemorgen! Kunnen we de kerk bekijken? (¡Buenos días! ¿Podemos ver la iglesia?)
¡Dios mío! ¡Alguien que habla neerlandés en Bruselas! Increíble. Yo creo que me quedé tan pasmado que mi interlocutora se vio en la obligación de repetir lo dicho en francés, pero yo vi que aún quedaba algo de tiempo para empezar la misa y repuse:
- Natuulijk! Ze kunnen de kerk bekijken, geen probleem. Maar ze hebben alleen tien minutjes voor het begin van de viering. (¡Claro! Pueden ver la iglesia, sin problema. Pero sólo tienen diez minutos antes del comienzo de la misa)
Y los turistas neerlandófonos se pusieron muy contentos y empezaron a dar vueltas por la iglesia, que es bonita, sí, pero tampoco es una catedral gótica, así que con los diez minutos tuvieron tiempo suficiente para verla y salir.
- ¿Viene usted a misa? - le dije a una feligresa que me consta que venía todos los domingos.
- Sí.
- ¿Y se ha inscrito?
- Ay, no, ¿es necesario?
- Es que ya ve que sólo nos dejan que entren quince personas.
- Es que, señor, a mí esto de la tecnología... yo no sé usarla...
- Señora, que es llamar por teléfono. No hay que escribir si no quiere.
- Ay, mire, ¿y a dónde tengo que llamar?
- En la puerta están los teléfonos, escritos en un cartel.
- Ay, a la salida los tomaré.
- Hágalo ahora - y le corté el paso.
- Ay, ¿ahora?
- Sí.
- ¿Y no tendrá nadie un lapicero?
- Sáquele una foto con el teléfono.
La señora salió de mala gana de la iglesia, para volver poco después. Qué bien. Gracias a mí, ha aprendido algo de tecnología y ya sabe sacar fotos con el teléfono.
- ¿Viene usted a misa?
- Sí.
- ¿Y se ha inscrito?
- Ah, no ¿Hay que inscribirse?
- Desde hace un mes.
- Es que vivo muy lejos. Fíjese que he tenido que hacer veintidós kilómetros para llegar hasta aquí.
A mí se me escapa que diferencia hay, para llamar por teléfono o enviar un mensaje, entre vivir al lado mismo de la parroquia o hacerlo a cincuenta kilómetros, pero, oye, las compañías de teléfonos tienen a veces tarifas muy raras.
- En la puerta están los teléfonos para apuntarse. Como aún somos menos de quince, le dejaré pasar, pero no olvide apuntarse para la próxima vez.
- ¿Y podrá pasar mi hijo?
- Si es menor de doce años, no cuenta para el límite de quince y puede pasar.
- No, si está aparcando. Como no encontró sitio por aquí cerca, se ha tenido que ir lejos.
- Pues depende de cuando llegue.
- Es que vivimos muy lejos.
- Ya.
El señor se quedó deambulando por la iglesia, supongo que esperando a su hijo. A mí me da que se fue a aparcar a Francia, por lo menos.
- ¿Viene usted a misa?
- Sí.
- ¿Y se ha inscrito?
- No, yo es que tengo un rendez-vous con el padre - dijo en un español pastoso, lo cual me hizo seguir en francés.
- Pues hay que apuntarse, porque sólo dejan pasar a quince.
- Pero es que yo soy amiga de Alfina.
Ya empezamos con las influencias y el usted no sabe con quién está hablando.
- Sí, me parece muy bien, pero, ¿se ha inscrito?
- No, pero no me hace falta, porque tengo una cita con el padre, que me dijo que podía venir todos los domingos.
Claro, a ella y a cualquiera que se lo pregunte. Estaría bueno que un sacerdote le dijera a alguien que ni se le ocurriera ir a misa. Pues resulta que eso lo transforma según qué gente en una cita semanal. Le miré con cara de que no me gusta que se quieran quedar conmigo.
- Ande, salga y tome nota de los teléfonos de contacto para apuntarse.
- ¿Ahora?
No, pasado mañana, si te parece.
Volvió a entrar sin tenerlas todas consigo. La dejé pasar. Ya éramos quince, pero no se notaba mucho y estaba resuelto a dejar pasar, si no era muy descarado, a todo el que por lo menos fuera puntual. Casi diría que por supuesto, en cuanto acabó la celebración salió de la iglesia de las primeras sin hacer ademán siquiera de quedarse a hablar con el sacerdote para confirmar que tenía una cita con él.
En esto llega la marabunta, en forma de niños de la catequesis, por supuesto con la catequista. Los niños no cuentan, vale, pero la catequista ya hace tiempo que cumplió los doce años, y hasta los veinticuatro y los treinta y seis.
- ¿A que no te has apuntando?
- Ah, no, es que yo no tengo que apuntarme, eso se lo dejé muy claro a Jacinto (vamos a llamar Jacinto al padre; ya se sabe, la estricta normativa de anonimato de esta bitácora es lo que tiene): yo soy la catequista y no tengo por qué apuntarme, porque no cuento para las doce personas.
A veces me pregunto cuál es la dificultad lectora de la gente, porque todas las comunicaciones dicen bien clarito que los que no cuentan son el celebrante y el organista. Organista, no catequista. Pero preferí no meterme en demasiados problemas con los poderes fácticos, que luego sale uno escaldado y, después de todo, había llegado puntual.
- ¿Viene usted a la misa?
- Sí.
- ¿Y se ha apuntado?
- Sí.
- Ah, ¿me dice su nombre?
- Pilar Guirucha.
Y estaba en la lista. Ay, ¿por qué no serán todos así?
En fin, se trata de un puesto no necesariamente agradecido, la verdad, aunque resulta humanamente muy formativo. Yo sólo espero que no dure mucho, pero no las tengo todas conmigo, porque los contagios en Bélgica más bien aumentan últimamente, y el gobierno desde luego que no va a aflojar la mano en lo que asistencia a ceremonias religiosas se refiere.
Y quizá no sea una cosa tan desfavorable, porque, si la alternativa es que el obispo de Amberes se ponga a predicar ante audiencias peligrosamente numerosas, casi que es preferible que monseñor Bonny no diga nada, que éste nos provoca un cisma en menos que canta un gallo.
Pero de monseñor Bonny, que, de todos los obispos belgas, es el que pone los pelos más de punta, tocará escribir otro día, porque hoy se está haciendo tarde.
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