lunes, 9 de diciembre de 2019

Cosas buenas de Bruselas

Siguiendo con el tema de la última entrada, ¡ya está bien de quejarse! Esta bitácora se había convertido en una especie de Muro de las Lamentaciones, en la que el autor ha estado desahogando todas las frustraciones que le producía su residencia en Bruselas, esa ciudad en la que, como quien no quiere la cosa, hace poco que ha cumplido siete años, siete, como las plagas de Egipto y como los años de vacas gordas y de vacas flacas.

Bueno, quizá no todas las frustraciones. Pero sólo porque estos siete años han sido bastante estresantes, y no ha dado tiempo a dedicarle a la bitácora todo lo que debería ser. Hay frustraciones que seguro que no he expresado aquí.

El caso es que, leches, Bruselas no puede estar tan mal. A pesar de la gestión de residuos sólidos, de las dificultades para encontrar a alguien que te resuelva una chapuza, del tiempo de espera en los restaurantes o de los cuatrocientos días anuales de lluvia, hay algo más de un millón de personas que están aquí, y no en Norilsk ni en Salvacañete, así que algo tiene que haber aquí, en Bruselas, que atrae a tanta peña, aunque sean terroristas islámicos o huidos de la justicia española. Y éstos, además, ni siquiera están en Bruselas (aunque la visitan con cierta frecuencia), sino en Waterloo. Un día esta bitácora se acercará por allí, sin acritud, a ver qué tal está la zona por donde viven los otros exiliados.

En realidad, no hace falta acercarse de nuevo para saberlo: Waterloo es un lugar atestado de casoplones en donde vive quien puede pagárselo, que no es todo el mundo, para aislarse un poco del bullicio bruselense.

Pero ya me estaba yendo del tema. Esto debe ser la edad, que no perdona.

En fin, que Bruselas tiene que estar bien a la fuerza, y que hay que preguntarse por qué lo está, y la primera respuesta a esta pregunta está clara: el vil metal, como ya quedó dicho hace poco.

Sí, no sé si los salarios que se pagan (y se cobran) en Bruselas son mejores que los de Norilsk, porque para que alguien acepte ir a Norilsk hay que aflojar la mosca a base de bien, pero definitivamente son mejores que los que se ofrecen en Salvacañete, suponiendo que en Salvacañete la actividad económica dé para que haya un mercado de trabajo significativo, que creo que no.

El caso es que en Bruselas hay pasta. Gansa. Un sector público explosivo y mimado, un ejército de lobistas que hay que mantener, embajadas a tutiplén, no sólo ante Bélgica, sino ante la Unión Europea y ante la OTAN, y todo tipo de belgas ricos, porque no todos están en Roda de Isábena saqueando catedrales medievales, como aquel vivales.

Y la pasta atrae a la pasta. Ese ejército de ricachones necesita que lo mimen: necesita restaurantes, teatros, conciertos... en fin, lo que vienen haciendo los ricos desde que se inventó el dinero. También necesitan fontaneros, albañiles y electricistas, pero esta parte está peor resuelta, como ya sabemos.

Vamos, que en Bruselas se mueve pasta. No lo digáis por ahí, pero me parece que hay bastante peña que supera holgadamente los cinco mil bichos al mes, cosa que en Salvacañete es completamente ilusoria. Y Salvacañete será sanísimo con los aires de la Serranía de Cuenca soplando allí mismo, y tendrán unas lentejas con chorizo y unos embutidos de matanza que tirarán de espaldas, pero, oye, la pela es la pela, y no hay color.

Pero sigamos con cosas buenas que tiene Bruselas.

En Bruselas, no es que el trabajo esté bien remunerado, es que además suele ser muy interesante y, lo que no es poco, hay trabajo. En Norilsk, también hay trabajo, vale, pero consiste en la extracción de níquel a base de azufre, y las tardes consisten en olvidarse de los días a base de cogorza y anestesia. Aquí lo malo (o lo bueno, claro) es que a mi generación la mandaron a la universidad. Antes de que yo pisara las aulas de la Facultad de Derecho, repaso mis ancestros por vía paterna, y nadie tenía ni el bachillerato, cuánto menos una licenciatura; por vía materna, vale, parece que hay algún caso con estudios, pero podrían ser sólo rumores.

Yo reconozco que mis padres hicieron un pedazo de esfuerzo por mandarme a la universidad y sacarme de destripar terrones en Benicountrí o en Salvacañete, pero el resultado es que uno sale de la facultad con el título bajo el brazo, ¿y ahora qué? Como se me ocurriera ir a Salvacañete a cuidar cabras o a Benicountrí a desbrozar naranjos, ¿para qué tanto estudio? Total, que resulta que en Salvacañete no hay abogados ni falta que hacen, con lo que, tras desesperarse bastante buscando curro y encontrando ocupaciones mal pagadas y poco consideradas, termina uno, sin saber cómo, mirando un poco más lejos, y -vale, tras pasar por una ciudad como Moscú, que es un caso aparte- aterrizando en Bruselas para trabajar en lo que había estudiado. Veinte años después, vale, pero veinte años no es nada y, total, nunca es tarde.

Y mi trabajo es interesante. Me temo que mucho más que cualquier oficio que se pudiera encontrar en Salvacañete. Que sí, que le echo un montón de horas (y así va la bitácora de abandonada), pero, oye, no veo que en España la gente llegue mucho antes que yo a su casa, y quizá lleguen menos contentos. Así que, sí, Bruselas es el rompeolas de Europa, aquí pasan cosas y, estando aquí, uno participa de alguna manera en ellas.

Y sí, seguiremos viendo cosas buenas de Bruselas.

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