En Bélgica, país supuestamente desarrollado y del primer mundo, con servicios sociales punteros y a la vanguardia del nivel de vida mundial desde por lo menos la Baja Edad Media, yo pensaba que la mendicidad sería inexistente o, en todo caso, residual y confinada a ámbitos de inmigración, como en la España de las vacas gordas: rumanos, polacos y guiris en general.
Para mi enorme sorpresa, al menos en Bruselas, no es así ni mucho menos.
La mendicidad en Bélgica fue legalizada en 1995 (o eso dicen, porque la Policía parece sostener otra opinión) y en Bruselas hay mendigos, ya lo creo que hay mendigos. Sólo que, en general, el nivel que tienen es mucho mayor de los que hemos visto. En primer lugar, está el mendigo de misa, también conocido en España, que se coloca en la entrada de los templos antes y después de la Eucaristía y se dedica a abrir la puerta al paso de los feligreses, con la esperanza de que le dejen unas monedillas. Durante la misa, el mendigo eclesiástico entra en el templo, donde se está más calentito, sobre todo en invierno, y asiste a la Eucaristía. Hay que decir que su presencia en el templo resulta algo chocante. El mendigo colonial, de raza indeterminada, pero difícilmente encuadrable en el tipo europeo occidental, se sienta en cualquier asiento de la nave, pasa ampliamente de quitarse el sombrero, o lo que lleve en la cabeza, y desde luego ni se le ocurre levantarse cuando toca, sino que estira las piernas y se relaja, en espera de que se termine la celebración y pueda dedicarse a abrir puertas y a mirar a los feligreses con los ojitos caídos.
Obviamente, este mendigo no inspira demasiada confianza al personal. La gente, cuando toca dar la paz, se le acerca con cierta aprensión y conteniendo la respiración. De todas formas, el par de veces que lo he visto, al ver que la gente se movía para dar la paz, el mendigo se pensó que la misa se había terminado y se dirigió hacia la salida. Los feligreses sentados relativamente cerca de él no creo que lamentaran demasiado no tener que darle la paz y estrechar una mano tan mugrienta. Una cosa es que todos seamos hermanos, y otra muy distinta que ciertos hermanos sea mejor tenerlos donde sus efluvios no nos lleguen.
Como ha debido haber casos en que los mendigos han tomado ellos mismos la limosna, la feligresía, sobre todo la sentada en los bancos traseros, tiene buen cuidado de ir a tomar la comunión sin dejarse absolutamente nada en sus asientos, para evitar malas tentaciones... a los mendigos.
El mendigo eclesiástico colonial es bastante desagradable, como hemos visto. Yo incluso diría que los más críticos con él son los feligreses "coloniales", de los que hay bastantes y que no tienen esa mala conciencia occidental para con los negritos que tienen hambre y frío, porque ellos mismos son negros y saben perfectamente lo que hay.
El segundo tipo de mendigo eclesiástico es femenino y es bastante paradójico, porque la chica va vestida con un pañuelo en la cabeza y es bastante evidente que es musulmana, así que no se entiende muy bien qué diablos pinta en una parroquia católica, ni por qué no hace nada por disimular siquiera que la cruz no es lo suyo. En su descargo hay que decir que por lo menos no molesta.
El tercer tipo de mendigo eclesiástico es puramente local. Va de jefazo. De hecho, uno se lo podría encontrar por la calle y no llamaría demasiado la atención. Quizá se pudiera afeitar mejor, es posible que vaya algo desaliñado... vamos, cosas que se podrían decir de bastante gente que lleva rollo "grunge". Qué digo de bastante gente... ¡de mí mismo! Píllame un día de ésos de fin de semana en que salgo deprisa de casa, y ya estoy al nivel de desaliño del mendigo eclesiástico de marras. Que, por cierto, es un tipo alto y bastante más robusto que yo, y parece sumamente lejano de la desnutrición.
El mendigo en cuestión se apuesta, como es debido, junto a la puerta de entrada, que mantiene abierta al paso de los feligreses con la mirada lánguida que su condición reclama. Acabada esta misión, y comenzada la Eucaristía, el mendigo penetra en el templo y se coloca al final del mismo, cerca de la puerta. La misa sigue su curso, y he aquí que suena un móvil.
Algún feligrés se da la vuelta con fastidio, harto de que haya gente que ignore las advertencias de que los teléfonos móviles deben apagarse al entrar en los templos. Por regla general, al que le suena el móvil, casi siempre una mujer de mediana edad, o lo apaga avergonzada, porque se le había olvidado hacerlo, o bien pasa de la misa y gana la puerta rápidamente, mientras el móvil sigue suena que te suena, para atender la llamada.
En este caso concreto, el móvil le ha sonado a nuestro mendigo, el cual, con gallardía y suficiencia, lo saca de su bolsillo y responde a la llamada.
- Oui... oui, Bernard... bien sûr, on se verra après... bon, d'ici une demie heure... oui... on peut aller diner ensemble quelque chose, parfait... à bientot, Bernard... oui, je suis occupé.
Uno ya se puede extrañar de que un mendigo disponga de teléfono móvil, pero que lo vaya exhibiendo con tal descaro y jorobando la marrana en mitad de misa ya parece de un morro que se lo pisa. En todo caso, parece que cierta mendicidad da buenos réditos, porque a ver de dónde ha sacado el pollo para comprarse el móvil y la tarjeta SIM, que ya os digo yo que por aquí no las regalan.
Ahora bien, está claro que en sábado o domingo el lugar evidente para que los menesterosos desempeñen su ministerio es una iglesia, o un centro comercial, que no deja de ser un templo del siglo XXI al dios Consumo, y donde el tipo que sale de hacer la compra puede tener resquemores de conciencia ante el congénere que no está en condiciones de compartir su culto. Hasta ahí, bien, pero ¿y los demás días de la semana?
Los demás días de la semana, la asistencia a misa es reducidísima, y los centros comerciales tampoco es que tengan la misma afluencia. Los mendigos (que creo que, si libran algún día, es el jueves), en estas circunstancias, se colocan en otros lugares.
Naturalmente, los lugares más adecuados son aquéllos con un tráfico intenso de personas. Eso es así en Bruselas y en el resto del mundo, claro, lo que pasa es que en sitios como Moscú los lugares transitados son prácticamente todos, mientras que en Bruselas hay que ver muy bien dónde se planta uno.
Yo me he encontrado, hasta ahora, mendigos entre semana básicamente en dos lugares. Al mendigo colonial depauperado lo he visto en la lavandería de mis amores. Bueno, lo de mis amores vamos a dejarlo. Si en la iglesia, el mendigo colonial, aunque no se entere de la misa la media, está más o menos en su sitio, en la lavandería da muuuucho repelús. Al fin y al cabo, la lavandería es un lugar al que uno va con el fin de deshacerse de la suciedad, con lo que toparse con un tipo que literalmente va supurando porquería y que huele a rancio a varios metros (más, desde luego, de los que ocupa la superficie del local), choca violentamente con el propósito de la visita. Es verdad que fuera hace frío y que la lavandería es de acceso libre y se está a cubierto, y de que no es cosa de que el hombre se congele, pero a mí la repugnancia que me inspira no me la quita nadie.
Sin embargo, he visto que, así y todo, hay quien le da algo, y eso que el mendigo ni siquiera pide, sino que se limita a estar sentado. Yo no he conseguido hacerme el ánimo.
Ahora bien, falta analizar la situación del mendigo local menos acabado que el anterior, cosa que quedará para la siguiente entrada.
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