La anterior entrada (e incluso alguna anterior a ésa) ha servido de pie para una serie de comentarios que giran en torno a una pregunta básica, que podríamos resumir, espero, así:
¿Por qué la Iglesia intenta influir sobre las leyes civiles para que éstas reflejen su doctrina?
¿No sería mejor abstenerse de hacerlo, y centrarse en la evangelización, para que los que quieran se adhieran a lo que dice?
Si las leyes civiles castigan el apartarse de la doctrina católica, ¿no se está comprometiendo el libre albedrío, obligando a todos a no pecar, bajo pena, no ya de castigo divino en un futuro, sino de castigo terrenal bien inmediato?
Lo de la pederastia del último párrafo del comentario de Miguel es otro asunto, pero no me niego a abordarlo, es que creo que es otro tema no directamente relacionado. Como Bélgica es uno de los países donde se han producido más casos (dentro de la Iglesia Católica y, la gran mayoría, fuera), no faltará ocasión de volver al asunto.
Antes de comenzar a abordar el asunto, vamos a partir de la base de que un católico tiene, o debería tener, una visión del mundo muy diferente a la de una persona no religiosa. Antes de seguir leyendo, convendría hacer una breve pausa, entrar
aquí y leer despacio lo que pone, que es corto, aunque cada palabra tiene su miga.
Un católico es una persona que pronuncia esas palabras del enlace siempre que va a misa, es decir, entendemos que por lo menos una vez por semana. Es cierto que habrá gente que lo haga automáticamente y de forma meramente mecánica, sin pensar en lo que significan esas palabras, pero ésa es otra cosa.
Antes, pues, de criticar lo que hace la Iglesia, habría que considerar que la Iglesia está formada por personas que, resumiendo muchísimo, creen en Dios. Es más, creen que Dios lo ha creado todo, incluyendo a ellos, que ha venido al mundo a cargar con sus pecados, a darles la Verdad y devolverles la libertad, y que Dios sigue presente, que incluso es capaz de actuar a través de ellos, y que recompensará teniendo siempre junto a Él a quienes hagan lo que dice. Y además está dispuesto a perdonarles cuantas veces haga falta, y van a hacer falta muchas.
Ese tipo de gente es la que forma (formamos, sí) la Iglesia. Tela. Para quienes no creen en Dios, dicho así un poco a lo bruto, somos gente de psiquiátrico. El desafío consiste en encontrar una forma de convivencia de dos concepciones tan enfrentadas como ésas y ante las que no caben términos medios: o Dios existe, y es todo eso que pone en el párrafo anterior, o eso son paparruchas de unos mentecatos que llevan siglos dando la murga y están totalmente pasados de moda.
Ambas formas de pensar tienen consecuencias prácticas, y son muy diferentes. Si creo que Dios existe, lo lógico y consecuente es que siga sus mandatos, porque, al fin y al cabo, le debo todo lo que soy; si creo, en cambio, que Dios no existe, a lo mejor lo que yo pienso coincide aproximadamente con lo que creen los creyentes, con lo cual nos llevaremos razonablemente bien, pero a lo mejor no coincide, y aquí empezamos a liarla parda.
Y con esto llegamos al asunto del Derecho, ese intento siempre mejorable por dar a cada uno lo suyo.
Si nos fijamos, la Iglesia no exige que la legislación incluya toda su doctrina, ni ha sido así nunca. Hace un par de entradas, Arkadi decía en un comentario que en la España de Franco la Iglesia tenía la sartén por el mango y que tenía el monopolio de la educación. Efectivamente, la España de Franco era un Estado confesional, vale, nos sirve como ejemplo, y ninguna normativa iba contra lo que manda la Iglesia.
¿Quiere eso decir que el pecado estaba castigado penalmente? De ninguna manera. En la España de Franco, por ejemplo, uno podía no ir a misa y pasar del tercer mandamiento, y no sucedía absolutamente nada. Mis abuelos, en un pueblecito de un par de millares de habitantes, con un control social importante, no iban a misa más que dos veces al año (Todos los Santos y Navidad, y no tengo ni idea de por qué lo hacían así), y nunca les molestó la brigada político-social. El poder civil jamás ha castigado la envidia, la gula o la pereza, o codiciar los bienes ajenos, o no honrar a tus padres. Allá tú.
Es más, y ya nos ponemos con el tema del sexo, en que tanto divergen la Iglesia y el mundo, en la confesional España de Franco (y en todas las anteriores) el preservativo no estaba prohibido, como tampoco lo estaban las relaciones sexuales prematrimoniales libremente consentidas entre adultos. Allá tú.
¿Qué estaba prohibido en la España de Franco? Efectivamente, estaba prohibido lo que afecta a terceros. Estaba prohibido matar o robar, o la codicia excesiva, reprimida desde 1909 por la legislación Azcárate, aún vigente, contra la usura. Todo eso sigue vigente hoy, y nadie discute que deba seguir estándolo (bueno, quizá Bárcenas o Urdangarín lo discutan, por la cuenta que les trae).
La divergencia con un Estado confesional está en los puntos en que se ven afectados terceros, y especialmente en asuntos de Derecho a la vida y de cuestiones relativas a la familia. Ahí la Iglesia no calla, y reclama que la legislación esté conforme a su doctrina, porque no sólo se ve afectado el mismo que comete el pecado (allá él, y advertido está), sino que ese pecado se extiende y afecta a quienes no tienen culpa en ello.
En el Derecho a la vida es claro, espero: si Dios nos ha dado la vida (recordemos: el Espíritu Santo es Señor y dador de vida), nosotros sólo la tenemos de prestado. En realidad, le pertenece a Él, y sólo Él puede decidir cuándo y cómo disponer de ella. Insisto: eso es una consecuencia directa de creer en Dios. Un no creyente que defienda la vida deberá buscar otros argumentos, y ya sabrá él cuáles encuentra, pero un creyente en nuestro Dios no puede callar. Si, además, la ciencia dice que la vida humana empieza en el momento de la concepción, cuando hay un ADN único e independiente y cuando ya no va a haber ningún cambio cualitativo, la consecuencia es inmediata: nadie tiene derecho a disponer de esa vida que ha empezado ya, porque no es suya. Y, por consiguiente, toda acción encaminada a destruirla es una acción ilícita, incluyendo el aborto, por supuesto, pero también cosas como la fecundación in vitro (y, sobre todo, sus embriones desechados) y toda una serie de anticonceptivos que, en realidad, son abortivos, porque destruyen un embrión ya existente o impiden artificialmente su progreso. Es más, esos desgraciados casos límite de malformaciones fetales, o de violaciones, tienen una respuesta clarísima para un creyente, y creo que está claro cuál es.
En esta época del control de la natalidad, de hedonismo y cháchara, y de miedo cerval a la superpoblación del planeta, esta postura molesta. Yo tengo más de una carrera universitaria, pero mis estudios están bastante separados en el tiempo. En la primera carrera que hice, la cuestión de la superpoblación ni se mentaba, y hubiera habido ocasión; en la segunda, que era Economía, ya aparecía por varias asignaturas como un factor limitador del crecimiento y la reducción de población como un objetivo de la política económica para aumentar el PIB por cápita (eso parece obvio, vale); pero es que ahora estoy estudiando Geografía e Historia y los manuales están llenos de perlas como la "acción antrópica perturbadora" y otras así, que casi te dan mala conciencia por existir.
En este sentido, la Iglesia molesta, con esa manía de defender la vida humana desde la concepción hasta la muerte. Y el resultado es que van a por ella de todas las maneras posibles: dando voz a supuestos científicos que dicen que la vida no comienza en la concepción; diciendo que la vida del feto, en realidad, pertenece a la madre (¿Aún se escucha por Alemania aquel desafiante "Mein Bauch gehört mir!" de los primeros ochenta?); o exigiendo que se calle y deje a la gente hacer lo que quiera.
Pero eso no es un problema y los cristianos contamos con eso. El problema viene con los distintos Danneels que han proliferado y que han renunciado a hablar claro, para tratar de contentar a ambas partes antagónicas y con el absurdo temor de que imponer demasiados sacrificios al pueblo les va a hacer irse de la Iglesia. Digo absurdo porque ese abandono de la Iglesia es precisamente lo que ha sucedido, y a los tibios ni siquiera queda el consuelo de haber dicho lo que tenían que decir.
Hasta aquí, hoy. Soy consciente de que ésta era la parte fácil, y de que falta la parte relativa al sexo. Si, después de lo que queda escrito, las respuestas a las tres preguntas de arriba siguen sin están claras, o hay otras, en la siguiente entrada continuaré.