miércoles, 7 de octubre de 2009

El hombre que no quería ser zar

En la última entrada, en que le saqué unas cuantas fotos a la estatua ecuestre de Nicolás I situada en la plaza de San Isaac en San Petersburgo, Fernando escribió un comentario interesándose por la razón de que Nicolás I llegase a Emperador. Efectivamente, para llegar a ello tuvieron que pasar bastantes cosas, porque Nicolás I era, no el primogénito, ni tampoco el segundogénito, sino el tercer hijo varón de Pablo I. Eso sí, era su favorito, quizá porque era el más pequeñín (cuando nació, porque luego aún tuvo un hermano pequeño). Cuando sus hermanos mayores ya eran unos mozalbetes veinteañeros, nacía él, que era el noveno de los hijos de Pablo I.

Con cuatro añitos, un buen día de invierno de 1801, Nicolás I le preguntó a su padre:

- ¿Y a ti por qué te llaman Pablo I?
- Bueno, porque no ha habido ningún emperador antes de mí que se llamara Pablo.
- ¡Entonces yo seré Nicolás I!

Aunque fuera su hijo favorito, y aunque quizá no costara nada decirle que sí, que seguro que se llamaría así, la respuesta de Pablo I fue echar un suspiro y decir:

- ¡Eso será si llegas a emperador!

A los pocos días, el primer obstáculo para la subida al trono de Nicolás desapareció. El primer obstáculo era, precisamente, su interlocutor en la conversación anterior, su padre Pablo I, que fue asesinado en una conspiración en la que estaba implicado el segundo obstáculo, su hermano mayor Alejandro, desde entonces Alejandro I.

Alejandro I tuvo bastantes hijos, pero ninguno de ellos con su mujer, con lo que no pudo engendrar más obstáculos a la subida al trono de Nicolás. Con lo cual el último obstáculo era el señor ése de la imagen, el Gran Duque Constantino, segundo hijo de Pablo I y hermano mayor de Nicolás.

Constantino no quería ser zar. Y no le faltaban razones para preferir otro oficio. Su abuelo, Pedro III, había sido asesinado por ser zar; su padre, Pablo I, había corrido exactamente la misma suerte. Y la prueba de que no estaba tan desencaminado en la consideración del oficio de zar como un empleo sumamente peligroso es que, de los cuatro monarcas rusos que reinaron tras su muerte, dos de ellos fueron asesinados, también, por ser zares. Semejante mortandad laboral no se ve en muchas profesiones; vamos, que la de piloto de prueba de fórmula-1 es más segura. Y así, se contaba que el hombre se decía "Me matarán, como mataron a mi padre. Que reine otro"

Además, no tenía hijos. Su primer matrimonio, que contrajo de adolescente, fue una castaña que concluyó cuando su mujer, una morenaza de diecisiete años y armas tomar, se piró a su Alemania natal, y no precisamente para meterse en un convento. Su segundo matrimonio ya le pilló bastante cascado. O sea, que al hecho de acojonarle bastante el peligroso oficio de zar, se unió el hecho de no tener hijos a quienes pasarles el marrón. En 1822 renunció a la herencia, pero eso sólo lo supieron cuatro gatos. De hecho, cuando murió Alejandro I, él estaba en Polonia, donde era quien cortaba el bacalao, pero Nicolás (que sí conocía su renuncia al trono) le proclamó emperador en San Petersburgo, en lugar de proclamarse él. Sólo pasado medio mes comenzó Nicolás, ahora sí, a llamarse Nicolás I, como le había augurado a su padre, y a recibir los juramentos de fidelidad de sus súbditos, por una parte y, por otra, el disgusto de una rebelión liberal, la de los decembristas, que no tuvo el menor éxito, aunque luego ha tenido mucha prensa.

¿Por qué hubo tanta vacilación en dar a Constantino por apartado de la sucesión al trono ruso y tanto jaleo para que renunciara con pelos y señales? Hay dos motivos principales, a mi entender.

El primer motivo es que, en la mentalidad legitimista (yo soy legitimista, ¿pasa algo?), la sucesión al trono es, sí, un derecho, pero también es una obligación. Y uno puede renunciar a un derecho, pero no puede renunciar así como así a una obligación; si no, menudo chollo. Un ejemplo más o menos similar lo tuvimos en España, cuando la intentona de San Carlos de la Rápita, en 1860, en que Carlos VI y su hermano Fernando de Borbón, tras fracasar de medio a medio en la intentona, se vieron prisioneros y fueron obligados a renunciar a sus derechos al trono. En cuanto estuvieron en libertad, declararon que la renuncia no había sido válida, lo cual puede parecer hasta cierto punto desleal, pero no lo es desde la mentalidad legitimista (y no cabe ninguna duda de que ambos eran, no ya legitimistas, sino los jefes de los legitimistas). Así que, para asegurarse de que no iba a aparecer una especie de partido constantinista, había que cerrar muy bien el asunto.

El segundo motivo, y seguramente principal, es que Pablo I había dejado blindadísima la sucesión a la corona imperial rusa, con una normativa que regulaba la primogenitura estricta y que sus sucesores no podían cambiar así como así. El motivo es que Pablo I estuvo en un tris de ser puenteado él mismo, porque su madre, ese ser alemán, tiránico e impúdico que atendía por Catalina II, lo despreciaba cordialmente y se decía que en su testamento había dejado como heredero a su nieto, que después sería Alejandro I y con el que se llevaba bastante mejor que con su hijo. De hecho, se dice que la primera preocupación de Pablo I consistió en hacer evaporarse el posible testamento de su madre; la segunda, en promulgar una ley sucesoria idéntica básicamente a la vigente en España desde Felipe V, para reformar la cual hubiera que currárselo muy seriamente, y que desde luego anularía automáticamente cualquier caprichito en contra del soberano de turno. En estas circunstancias, la sucesión de Nicolás I por delante de su hermano Constantino era totalmente irregular y sólo posible en el caso que se dio finalmente, de renuncia expresísima e irrevocable del segundo a sus derechos.

Y así hasta hoy. Había que seguir con una última entrada sobre San Petersburgo, pero hoy se hace tarde.

1 comentario:

Fernando dijo...

Gracias por tu comentario Alfor.