domingo, 21 de diciembre de 2025

Árboles muertos (II)

Revisando cosas que, en esta bitácora, se habían quedado a medias, he descubierto una entrada (ésta), que se había quedado huérfana de continuación. Voy a intentar finalizar el año sin cuentas pendientes, así que toca acabar con ésta antes de que se haga tarde.

Nos habíamos quedado en la aplicación práctica de la normativa municipal de gestión del arbolado, que se impone también en las parcelas privadas de la gente, no vaya a ser que el personal se desmande y se ponga a podar sin ton ni son.

Pues señor, resulta que, a mi llegada a esta casa que aún hoy me protege de las inclemencias del tiempo (que en Bélgica son abundantes), había un cerezo en el jardín. Bueno, el jardín es un espacio de seis metros de ancho y quizá quince de largo, no vayamos a pensar en Versalles o algún lujo de este tipo. El cerezo no dio jamás una cereza (la foto que ilustra esta entrada no tiene nada que ver con su estado real) y tenía una salud manifiestamente mejorable, aunque aún le quedaban algunas hojas. Sin embargo, pronto se hizo evidente que la cuesta abajo que había emprendido el pobre árbol era completamente irreversible: terminó perdiendo las pocas hojas que tenía, cosa que todos los cerezos, incluso los sanos, hacen en otoño, pero llegó la primavera y las ramas del árbol siguieron completamente desnudas. Comencé, pues, a sospechar que el cerezo se había ido al paraíso de los árboles, o donde vayan los árboles, si es que van a algún a sitio, cuando mueren.

Un árbol muerto no sólo hace feo en un jardín. También es un peligro para las casas que hay cerca. Las raíces de los árboles que crecen en Bélgica no suelen ser muy profundas, porque el agua y los nutrientes en los suelos locales no requieren mucha búsqueda, habida cuenta de que el terreno es fértil y llueve con frecuencia. Por lo tanto, el crecimiento es rápido, pero digamos que la estabilidad de los árboles queda comprometida a la que haya una ventolera más violenta que de costumbre. El que quiera una prueba, la encontrará en el bosque más cercano, como en la Forêt de Soignes, donde uno sale a corretear tras haber amainado la ventolera y se encuentra con un árbol atravesado en los caminos cada dos por tres. Y, si esto sucede con los árboles vivos, no me imagino lo que puede suceder con los muertos, que forzosamente tienen menos fuerza, si es que tienen alguna, para agarrarse con sus raíces al terreno.

En fin, que no quiero que me caiga un cerezo encima, aunque sea mío, y tampoco quiero que le caiga encima al vecino. Los vecinos que tenía entonces eran una familia muy simpática y, aunque no lo fueran, tampoco es cosa de descalabrarlos y tener todo tipo de líos con ellos, con la responsabilidad civil y, lo que probablemente es peor todavía en Bélgica, con el seguro.

Hice puntualmente los trámites con el municipio. Pagar fue sencillo. La administración belga es buenísima para cobrar; lo hacen de maravilla y uno no tiene siquiera que desplazarse a ningún sitio, con tal de que tenga una cuenta que funcione y una conexión a internet.

Claro, la segunda parte para obtener el permiso era otra cosa y ya exigía una actitud proactiva del municipio: tenía que venir un técnico del servicio ecológico municipal a examinar el árbol y ver si no tenía valor medioambiental o histórico. Lo de árbol histórico me llamó la atención. Yo sé que hay olivos milenarios en el mundo, pero no me suena que ningún árbol de Uccle cumpla los requisitos de entrada en los manuales de Historia. Pero parece que yo soy un ignorante de siete suelas y los que saben de esto en Uccle tienen incluso un catálogo de árboles históricos o, como los llaman ellos, remarcables.

Un cerezo muerto no debería dar lugar a dudas, pero oye, tiene que venir un técnico a mirarlo bien.

Los técnicos del ayuntamiento, como es bien sabido, trabajan a horas muy concretas, que suelen coincidir fatalmente con mi horario de trabajo. A duras penas conseguí una cita durante mi pausa de mediodía, que no coincidía exactamente con la suya, así que tuve un par de carreras ciclistas de ida y vuelta al trabajo que pusieron a prueba mis gemelos.

El técnico llegó y constató lo que sospechábamos.

- El cerezo está muerto.
- No me diga...
- Tendrá que cortarlo.
- Qué pena.
- Aquí tiene el permiso.
- Gracias. No sé qué haríamos sin ustedes.

El técnico se fue, y yo salí escopeteado de vuelta a la oficina. En aquel tiempo prepandémico y feliz, el teletrabajo no estaba tan bien considerado como ahora.

Ahora faltaba, claro, la última parte. Obtenidos todos los permisos necesarios, tenía que venir alguien con la infraestructura necesaria, es decir, un jardinero con su escalera, sierra eléctrica y, a ser posible, medios para llevarse los restos de poda, porque los cerezos adultos, la verdad, se las traen de tamaño.

En Bruselas, los jardineros abundan, pero parece que no den abasto para dar servicio a todos los jardines privados que existen por toda la ciudad. Al final, sin embargo, todo se anduvo y un jardinero cortó el cerezo en troncos y, a mi petición, me dejó la leña, porque nunca se sabe cuándo puede ser necesario encender una hoguera. No sé, en caso de guerra y cortes de energía... cosas así.

Naturalmente, han pasado ocho años del corte del cerezo, buena parte de los troncos se han podrido directamente, me quedan todavía un número considerable de leños de cerezo y jamás he encendido nada, ni siquiera una barbacoa. Los tengo en la caseta de mi jardín ocupando espacio, más que nada porque estoy convencido de que el día en que los tire va a haber un corte de energía y se va a montar una gorda. Es como cuando la gente sale con paraguas para que no llueva, porque, si no sale con paraguas, seguro que caen chuzos de punta. Pues yo mantengo mis troncos para prevenir los cortes de energía. No sabe Bruselas lo que me debe.

La siguiente fase ya consistía en plantar un árbol que sustituyera al cerezo. Sí, señor, no basta con eliminar un árbol, sino que hay que plantar otro en su lugar. Uno se pregunta por la razón de semejante regla, que, llevada al absurdo, conduciría a un número siempre creciente de árboles en Bruselas, porque, además de los que uno planta porque la norma le obliga, están los que nacen porque sí, porque hay semillas en el suelo que germinan sin intervención humana. Como en otras tantas ocasiones, la aplicación de la norma exige cierta fantasía para no pillarse los dedos.

En mi caso, pasaron dos cosas: que nació un roble en una parte del jardín y que yo, ya que al fin y al cabo me gustan las cerezas, planté un cerezo que compré en un vivero. Ya tengo sustitutos. Lo siguiente ha sido impedir que crezcan lo suficiente como para que tenga que pedir permisos para hacer lo que me dé la gana con ellos, así que los he venido podando sistemáticamente para evitar que superen los dos metros y medio, lo cual me permite acceder a las cerezas (y a las bellotas) y hacer con los árboles lo que prefiera.

A decir verdad, alguna flor de cerezo sí que he visto, pero cerezas ni una. A ver si alcanzo a comerme alguna antes de jubilarme y que, por tanto, se haga tarde.

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