domingo, 27 de octubre de 2013

El Reino Soviético de Bélgica

Para introducir el asunto, nada mejor que ceder la palabra a una inglesa enfadada. Uno puede reírse por lo bajinis cuando alguien basurea vilmente a una inglesa (¡lo merece! ¡lo merece!, pensarán muchos), pero, en este caso, resulta una introducción difícilmente mejorable. Cedo la palabra a Emma Tucker, que obviamente escribe en inglés (no faltaría más, ¿no dijimos que era inglesa?). La traducción es de un servidor.

* * *

Bienvenidos a la Bélgica Soviética

Emma Tucker sólo quería registrar su coche. Pero no había contado con la burocracia belga.


En la antigua Unión Soviética, Zaire, o incluso Italia, ni siquiera hubiera pestañeado. Pero, ¿en Bélgica? ¿El centro de Europa, sede de las instituciones que dieron la libre circulación de personas a la Unión Europea?

Pocos lo saben hasta que llegan, pero Bélgica supura burocracia. En realidad, instalarse en la capital de Europa, incluso desde otro país de la UE, deja a los extranjeros que llegan frustrados, agotados y, a veces, a punto de verter lágrimas de rabia.

Puede llegar a enloquecer, pero la piedra angular de la UE, el Tratado de Roma, no ofrece consuelo alguno. El artículo 48 consagra la libertad de movimiento de trabajadores dentro de la UE y deroga toda discriminación basada en la nacionalidad. Pero no hay tratado que diga nada sobre burocracia y, como los belgas tienen que soportar los mismos laberintos que los extranjeros, no se puede decir que el país discrimine a nadie.

Mi primer obstáculo al llegar a Bruselas en mayo consistió en registrarme como periodista. Al ministerio belga de asuntos exteriores le gusta llevar un registro de todos los periodistas extranjeros que trabajan en el país y me llamó, poco después de mi llegada, diciéndome que me presentara con mi pasaporte, dos fotos y la tarjeta de prensa de mi país.

En un habitación sin colorido alguno ni ventanas, rellené los formularios exigidos y, diez minutos después, me dieron la tarjeta plastificada.

Por desgracia, la tarjeta sólo era válida por tres meses. Para obtener una acreditación permanente, tenía que solicitarla a un tribunal de periodistas que resolverían sobre mi solicitud y decidirían si yo era, o no, una representante adecuada de la profesión.

"Como usted trabaja para el Financial Times", dijo la mujer, "no debería haber ningún problema". Pero, como ninguno de mis colegas, ni siquiera el más quisquilloso, había completado el procedimiento, yo tampoco lo hice. Ya tenía una tarjeta de prensa internacional de la policía británica y una tarjeta de prensa de la Comisión. Pero esto resultó ser un error gravísimo.

Los problemas comenzaron cuando compré un coche. Para obtener las placas de matrícula, tenía que probar que me había registrado en la comuna local. De todas maneras, todos los extranjeros tienen que hacerlo. Así que, al comprar el coche, un buen día por la mañana temprano, me fui al ayuntamiento.

Tras abrirme paso entre las filas de madres con carritos, pensionistas frustrados e inmigrantes acosados, me dijeron que tenía que haber llamado por teléfono para pedir cita. "Vale, ¿lo puedo hacer ahora, por favor?" "No, ha de ser por teléfono". La mujer señaló un teléfono de pago que había en una esquina de la habitación. "Puede usar ése, pero tiene que llamar antes de las diez de la mañana".

Cuando conseguí hablar con alguien, no había citas hasta agosto, dos meses después de haber comprado el coche.

Después, la comuna no me dio una carta que confirmara que vivía en Ixelles, mi comuna, así que tuve que solicitar unas placas temporales de una validez de un mes: otra saga.

Entretanto, antes de mi cita de agosto, se me convocó al cuartel local de policía con una copia de mi contrato de alquiler. Cuando llamé para pedir cita, me dijeron que el policía que se ocupaba de mi calle estaba enfermo. No supe más del asunto.

En agosto, cuando me presenté a la cita en la comuna, había sido cancelada por no haberme puesto en contacto con la policía. Protesté, diciendo que mi policía estaba enfermo. Nada. Me dieron otra cita para final de septiembre. Para entonces, mis placas temporales estaban más que caducadas.

Esta vez fui a visitar al policía, que ya se había recuperado. Firmó un papel que certificaba que yo vivía en mi dirección, papel que tomé, junto con mi pasaporte, una carta del Financial Times, fotos y los datos de mis padres, y vuelta al ayuntamiento.

Esta vez denegaron mi solicitud de registro porque mi tarjeta de prensa belga había caducado. No sólo no me habían dicho que tenía que presentarla (¿Qué presentan los médicos o los profesores?), sino que ni siquiera había oído nunca que otros periodistas hubieran tenido que hacer lo mismo.

De los muchos que viven en Bruselas, sólo un puñado se han tomado la molestia de obtener una tarjeta de prensa belga. Pero a mi me echaron atrás con otra cita para finales de noviembre. Entretanto, mis placas siguen caducadas, y una tarjeta de prensa definitiva, según me dicen, puede tardar hasta seis meses en tramitarse.

¿Por qué una ciudad que alberga a tantísimos extranjeros -cosa de un tercio de la población de Bruselas es extranjera- hace las cosas tan complicadas? Llamé al ministerio del Interior, en Londres, y pregunté que debería hacer un periodista belga que llegara al Reino Unido para trabajar. La respuesta fue: "Presentar su pasaporte en el aeropuerto."

También hay un lado siniestro en la insistencia de Bélgica de que todos sus residentes se registren en la policía.

Desde mediados de los ochenta, a ciertas comunas de Bruselas se les permite denegar el registro a extranjeros de países no pertenecientes a la UE. Como era de esperar, esta norma ha servido sobre todo para mantener a raya a inmigrantes de Marruecos, África y Turquía. En un caso, un estadounidense que había comprado una casa en una comuna del centro de Bruselas no pudo registrar a su esposa, de origen africano.

Según la Liga Bruselense de Derechos Humanos, que lucha por que la ley sea derogada, eso incluso ha impedido mudarse de comuna a personas que han vivido en Bélgica durante treinta años.

Aunque las normas, para algunos, puedan llegar a ser desastrosas, para mí sólo han sido desquiciantes. En los seis meses que han pasado desde que llegué, no he podido enterarme del porqué de su existencia. Si es por crear puestos de trabajo, los belgas harían mejor en poner a trabajar a sus centenares de burócratas en sus calles, llenas de socavones, o en limpiar la fenomenal cantidad de cacas de perro que hay en la calle.

Los funcionarios belgas dicen que su sistema se ha desarrollado (en los 160 años que han pasado desde que Bélgica se fundara) a partir de sistemas burocraticos que ha tomado de sus vecinos, junto con la necesidad de ordenar a una población tradicionalmente desordenada.

Un alto cargo del gobierno dijo: "Para gente que viene del Reino Unido o de los EEUU, donde todo es libre, es un choque cultural. Pero el mayor placer de los belgas consiste en no respetar la ley."

No me gusta poner de manifiesto las partes absurdas de un país cuyas gentes han sido excepcionalmente acogedores, pero me consuela que todos mis amigos belgas me hayan instado a hacerlo.

Dicho esto, cuando el tema consiste en proveer a todos los ciudadanos con una tarjeta de identidad, los belgas no pueden comprender mis objeciones.

"¿Y qué pasaría si estuvieras en un accidente?, preguntan. "¿Cómo sabría la policía que se trata de ti?"

Esta mentalidad burocrática prevalece en la mayor parte del continente. En Italia, por ejemplo, los ciudadanos de la UE que llegan solicitan primero un permiso de residencia temporal, tras lo cual pueden registrarse en el ayuntamiento. Un colega que se mudó de Bélgica a Italia dijo que era trabajoso -una visita a la policía local incluía una espera de tres horas-, pero menos frustrante que sus experiencias belgas.

En Francia hay problemas similares. "Para hacer cualquier cosa en Francia", dijo un expatriado quejoso, "necesitas fotocopias por triplicado de las facturas del gas, del certificado de nacimiento y del permiso de conducir. Y siempre falta algo."

En Portugal, los extranjeros tienen que solicitar a la policía una tarjeta de residencia, pero sólo la recibirán si llevan un documento de su embajada que diga que son quienes son. "Un pasaporte no es suficiente", dijo un británico que vive en Lisboa.

Incluso en los Países Bajos, los trabajadores extranjeros de países de la UE tienen que registrarse en el ayuntamiento, así como obtener un sello de residencia de la policía local en un plazo de tres meses.

Un tratado contra la burocracia es lo que necesita Europa.

* * *

Según mis datos, el artículo que he traducido arriba fue publicado en el Financial Times, el 24 de noviembre de 1994. Dentro de nada hará, pues, diecinueve años de los sucesos que sacaron de quicio a Emma Tucker. Ahora estamos en 2013, entretanto hay una sola moneda en buena parte de los países de la UE y, por si fuera poco, han desaparecido los controles fronterizos en casi todo el continente ¿Quiere eso decir que el artículo está anticuado?

Lo veremos en las próximas entregas. Hoy no. Hoy se hace tarde.

3 comentarios:

Arkadi dijo...

Pues nos dejas con tó el suspense :(

Anónimo dijo...

Europa tiene toda la misma enfermedad, sólo cambia el grado. Probablemente el Reino Unido acabe por salirse de esta Unión cada vez más Soviética y el resto empiece a plantearse cosas. Mientras tanto vamos cada vez por peor camino.

Yo llevaba tres años fuera de España y al volver la he encontrado también más sovietizada. Como ejemplo, para cerrar un solar que tengo junto a mi casa para que no entren a robarme quería poner una estructura de madera. Pues no, tengo que pedir licencias, certificados, contratar un arquitecto y hacer un muro de obra mayor. Eso o multa. Y todos mis vecinos con vayas metálicas...

Alfor dijo...

Arkadi, no hay tal suspense: es que sí. Sin más.

Anónimo, bienvenido de vuelta a España. Luego dicen que el Antiguo Régimen era opresor y todo eso. Ojalá volviera...