Así pues, llegamos al patio de butacas, nos sentamos en las nuestras, y admiramos el portentoso espectáculo que se abría ante nuestros ojos. Una miriada de cabelleras retintadas de rubio, o directamente de amarillo, con mechones canosos asomando entre las guedejas, se agolpaba en la sala ansiosa por recibir al artista de toda la vida. Junto a ellas, era posible espigar a algunos hombres entrados en lustros, más que en años, y esparcidos al azar entre tanta sesentona, casi todos ellos sentados y una relativa cara de resignación.
En medio de la algarabía, se veían los rostros hieráticos de los guardianes del orden, con la cabeza debidamente rasuada, pulcramente vestidos de negro riguroso, con corbata enlutada y camisa alba, que es el informal uniforme de todo segurata ruso que se precie, junto con la mala gaita de fábrica y la amabilidad bajo mínimos.
Pasadas las siete, que era la hora prevista de comienzo, se oyó una profunda voz a través de los altavoces que, sólo en español, dijo: "Faltan cinco minutos para el comienzo. Raphael, cinco minutos." Sobrecogidos, los espectadores volvieron precipitadamente a sus asientos y se hizo el silencio durante unos segundos, que pronto fue roto por los cuchicheos inevitables que se producen cuando el público es semejante al que estamos describiendo.
Al poco tiempo, pero desde luego más de cinco minutos después, la voz volvió a sonar tan profunda y grave que parecía que no estábamos en Moscú, sino en el monte Sinaí, delante de la zarza. Y dijo, siempre en español: "Va a empezar la actuación. Raphael, a escena." Las luces se apagaron, y todo el mundo ocupó sus asientos.
Todavía tardó Raphael un par de minutos en salir a escena. Cuando lo hizo, sonaron los aplausos de rigor. Dijo un saludo en algo que desde luego no era español, pero tampoco parecía ruso ni ningún otro idioma humano, o al menos no hubo nadie que lo entendiera. Y empezó a cantar.
Hay un hecho claro: este tío se conserva mucho mejor que Ian Guillan, que está bastante cascado, aunque el ex-presidente Medvedev lo admire. Todavía canta razonablemente bien y hasta se atrevió en algunas partes a prescindir del micrófono, que ya es atreverse, y no quedó mal. Sólo me atrevo a explicar esta asombrosa inmunidad ante la maldición que supone venir a Moscú a que ya lo hizo en tiempos soviéticos e igual la KGB debió inyectarle algo para mantenerle en la cresta de la ola. El otro caso de grupo musical que ha venido a Moscú y, sin embargo, ha hecho algo después de venir, es ACDC, que también vino en tiempos soviéticos y, por si acaso, supongo que para no tentar a la suerte, no ha vuelto a aparecer por aquí ni de lejos. Pero claro, en el caso de ACDC, y con la música que tocan, bien podría ser que hubieran hecho un pacto con el diablo, cosa que lo explicaría todo y que estaremos de acuerdo en que no es improbable. Highway to Hell.
Raphael no. Este tío ha estado viniendo la tira de veces (tres en los últimos tres años, que yo sepa), cantando siempre "Yo sigo siendo aquél", subiendo por el escenario, haciendo bailecitos, y además tiene bastante más pelo que yo y hasta parece más joven cada año que pasa. Igual tiene en un desván de su casa un retrato de un vejestorio horrible, como Dorian Gray.
El tío se tiró, atención, dos horas y media de actuación. Treinta y nueve canciones, con dos bises incluidos. Al final, salvo algún exaltado que le pedía que cantara "Yo soy aquél", la mayoría de los escasos hombres del auditorio estábamos pidiendo la hora, como el Levante cuando va ganando en el Bernabéu. Es que no es mi estilo, francamente. Puedo escuchar una o dos canciones sin perder la compostura, pero enchufarme treinta y nueve seguidas es algo que no puedo hacer ni con los grupos que realmente me gustan, cuánto menos con Raphael.
La aplastante mayoría de mujeres que componían el público, en cambio, sí que querían que la cosa continuara. Raphael, tras dos bises, decidió que ya había bastante, y dijo "buenas noches" en ruso con pronunciación por lo menos inteligible, que es más que todo lo que había hecho hasta el momento.
Y ya sólo quedó un pase por el guardarropa, recoger los bártulos y encaminarse hacia fuera a ver si conseguíamos algo de cenar a las diez y pico. Cosa que no es complicada, porque, al fin y al cabo, esto es Moscú. Y, en Moscú, nunca se hace tarde.
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