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El sábado por la mañana se cernían sobre Valencia dos amenazas a cual más preocupante. La primera era la
presentación de Mariano Rajoy como candidato del PP a la presidencia del Gobierno, e iba a dejar Valencia tomada por los pijos. La segunda era la proximidad del
gran premio de motociclismo de Cheste, el próximo fin de semana, e iba a poblar Valencia de moteros con ganas de entrenamiento y escandalera. En tan apurado trance, evalué las posibilidades de camuflarme entre los invasores y registré mi armario, pero, desolación, sólo había un jersey de marca, osea, que me habían regalado hacía varios años y que evidentemente estaba pasadísimo de moda.
- No será suficiente - pensé para mí con preocupación -. Tendré que intentar camuflarme entre los moteros.
Eso era aún más difícil. Básicamente, por falta de moto: hasta cinco bicicletas hay en mi piso, pero, lo que es motos, ni las hay ni se las espera. Y birlársela a mi vecino de abajo, que sí es motero y tiene el vehículo aparcado en el garaje, no estaría bien. Después de todo, es un vecino y es de los pocos que logra calmar a doña Margarita cuando se pone farruca.
Alternativamente, se podría uno retirar a un lugar adecuado. El más adecuado a mis condiciones sería
Roma, pero pilla lejos; tampoco estaría mal
Moscú, pero mi vuelo no salía hasta el día siguiente. Chungo asunto.
Finalmente, en vista de que la amenaza era real e inminente, opté por echarme al monte en señal de protesta, todo lo simbólica que se quiera, vale, pero el día menos pensado, al paso que van las cosas, tocará echarse al monte de verdad, y para entonces más vale estar entrenado y disponer de un par de lugares en los que operar. Si no, luego, todo son prisas. Además, en Moscú no hay montes en más de mil kilómetros a la redonda, con lo que hay que aprovechar las oportunidades de pateo que se presentan.
Así las cosas, le pedí prestado el coche a mi padre y escogí como lugar de operaciones el Alto Palancia. Por un momento pensé en subir a Peñagolosa, lugar emblemático donde los haya, pero me encontré a un amigo por la calle, estuvimos una hora poniéndonos al día y, para cuando acabamos, ya se había hecho demasiado tarde para afrontar la ascensión en el día. De manera que decidí atacar el nacimiento del Palancia, que estaba más cerca; enfilé hacia allá silbando "Cálzame las alpargatas" y, al poco rato, ya estaba lejos de los peperos que debían estar haciendo fila para, uniformados ellos con sus jerséis y ellas, además, con sus mechas y sus reflejos, aclamar a su líder.
De los peperos, pues, me pude escapar, pero de los moteros no hubo manera ¡Pero qué tíos! ¿Cómo conocían esas carreteras de montaña? En Alcublas, en Sacañet, incluso en Mas de los Pérez... ¡pero si yo creía que nadie conocía esos sitios! Pues los moteros los conocen y, los días cercanos al gran premio, aprovechan para recorrerlos y tomar las curvas con la rodilla sobre el asfalto, a tumba abierta, en sentido contrario al mío. Casi me trago un par de ellos que se metían en mi carril.
A tumba abierta... sí, y a veces la tumba se abre de verdad. Cerca ya de Alcublas, prácticamente en la cima del puerto de montaña, vi a lo lejos una maraña de motos, y junto a ellas mucha gente de pie, un coche de la Guardia Civil y una ambulancia. Al pasar a su lado, vi una sábana blanca sobre el suelo, cubriendo un bulto, vi un montón de moteros con la cabeza agachada, que giraban con expresión de pesar, vi un sanitario de pie junto al bulto, y vi un guardia civil que me dio orden de seguir adelante y de no quedarme allí parado. Tragué saliva, recordando otra ocasión en que fui yo quien movía la cabeza con pesar, y continué, esquivando a los sucesivos moteros que, seguramente ignorando lo que le había pasado a su compañero, o quizá, si lo sabían, despreciando lo sucedido, se lanzaban cuesta abajo, o cuesta arriba, rozándome con su casco al cruzarse conmigo.
Y hasta aquí hoy. Mañana más.