sábado, 29 de mayo de 2021

Quince (II). El día de puertas cerradas.

Mis días como aprendiz de San Pedro de una de las comunidades católicas hispanófonas de Bruselas tienen sus días contados, porque, a partir del 8 de junio, el gobierno belga ha resuelto permitir que los cultos puedan reunir en interior hasta cien personas. Es poco probable que, incluso en tiempos mejores, quepan cien personas en el templo con las restricciones de distancia que seguirán en vigor, de manera que mis servicios como contable y guardián de la mágica cifra de quince personas no van a ser necesarios. Por fin, y gracias a Dios.

También es verdad que, en los últimos tiempos, mis funciones estaban muy de capa caída. Desde hace un par de semanas, el gobierno ha autorizado la presencia de cien personas en celebraciones en el exterior, y los feligreses han debido pensar que eso de la distinción entre interior y exterior son minucias que te enseñan en Barrio Sésamo y, si ya eran reticentes a la hora de inscribirse, a partir del anuncio del gobierno los números de inscripciones se han visto reducidos... a uno solo, pero el de feligreses sigue estable en quince... pero quince en cada lado del templo.

La verdad es que eso tiene pinta de ser generalizado. Hay sistema de inscripción en todas las parroquias de Bruselas en fin de semana, porque, entre semana, que se llegue a quince personas es poco corriente, salvo en parroquias bien potentes que, ellas sí, tienen su propio sistema de inscripción. Las que tengo cerca de casa, en un municipio regido por la masonería liberal del Movimiento Reformador y su mayoría absoluta, obviamente cuentan con los feligreses justos y necesarios para no desaparecer, pero un día festivo de ésos que ha habido últimamente, la Ascensión, decidí ir a misa y llamé al teléfono que había en la página en Internet de la unidad pastoral.

- Buenas tardes.

- Que me quería apuntar a la misa de mañana por la mañana.

- Ah... vale... pues venga.

- ¿Y no me pide el nombre?

- Ah, claro, claro, bueno, tampoco tiene tanta importancia.

Le dije mi nombre, algo mosqueado de la poca motivación de la encargada. Al día siguiente acudí y éramos exactamente quince. Qué ojo, tú. O qué potra.

El caso es que los problemas vienen, en la comunidad hispanófona, cuando quien tiene turno en el quisco de entrada es una señora mucho más celosa de sus funciones que yo mismo, y que suele contar a la gente y espantarlos si cabe. Mi presencia, eso sí, le corta un poco, y tiende a quedarse en la garita y dejarme a mí el marrón de decirle a la gente que ya no cabe, pero el domingo pasado ya era evidente que nos estábamos pasando varios pueblos de la cifra mágica.

- Que ya hay más de quince.

- Bueno, pero ya ve que no todos son españoles, y claramente no se van a quedar a la misa. Ya saldrán.

La señora gruñó un poco, y en esto entraron dos hombres, desconocidos para mí, y me dije que era cosa de hacer ver que estaba atento a las entradas, así que les abordé y les pregunté, por supuesto en español, si se iban a quedar a misa. Me llegó una respuesta en flamenco, y quedamos en que se iban a quedar un ratito a rezar. Vale, pero quítate el gorro, le dije a uno. Que hay que respetar las formas.

Esto ya convenció a la señora de la garita de que no todos los presentes en el templo eran españoles, pero aún así salió de su madriguera y se puso a hacer cuentas.

- Que son veintitrés.

- Pero está claro que algunos van a salir - repuse, callándome que yo había contado veintiocho.

La señora gruñó de nuevo, mascullando que no sería ella la que impidiese a cristianos que entraran en la iglesia, pero que los que no lo son deberían irse. Yo no vi nada que me hiciera sospechar de que hubiera sarracenos o hindúes en el templo, pero, claro, a simple vista, si se quitan el turbante, no se les distingue. Sea como fuere, repuse que igual, frecuentando el templo, acababan haciéndose cristianos. La señora gruñó otra vez, musitando no sé qué de multas y más multas, como entrara la policía.

En esto, la misa iba a comenzar. Los dos flamencos, menos mal, habían acabado de rezar y se habían ido. El sacerdote se acercó al fondo del templo, donde estaba yo.

- Padre - le dije -, creo que hoy tenemos una situación tensa por aquí detrás.

- Sí, ya he visto a la señora ¿Somos más de quince?

- Y de veinte, y de veinticinco.

- Pues vamos a cerrar las puertas, que no quiero líos.

- Si usted lo manda... Vamos, nunca pensé que haría yo una cosa así.

Salimos al atrio, y empujé las pesadas puertas. Bajé los picaportes y los encajé en los agujeros del suelo, y atravesé una barra de hierro, algo combada por los probablemente frecuentes intentos de forzarla, entre las dos hojas de la puerta. Y ya empezó la misa. Desde luego, no iba a entrar nadie más; ni a salir. Vamos, que ni siquiera la policía iba a saber que allí estaba sucediendo algo, y menos que había más de quince adultos dentro. Me senté en la última fila con ánimo de asistir a la celebración con menos distracciones que en semanas anteriores.

Bueno, lo cierto es que mis buenos propósitos no se vieron totalmente coronados por el éxito. Primero escuché algún golpecillo en la puerta, evidentemente desde fuera, indudablemente causados por los habituales feligreses retrasados. Si esto siguiera así, la puntualidad sería intachable en lo sucesivo: o llegas a tiempo, o desiste de intentar entrar siquiera.

Más o menos durante la primera lectura, una mujer negra, de aspecto notablemente adiposo y algún signo de desvarío, pegada a una mochila y que no era la primera vez que la veía por allí, intentó salir, pero se encontró la puerta cerrada y volvió a donde estaba sentada, prácticamente a mi lado. Pero no se quedó callada, sino que abrió un libro y empezó a musitar cosas y a gesticular. Como sabe cualquiera que haya estado en una iglesia con niños pequeños, en un templo cualquier ruido se multiplica, y no digamos si el templo está más que medio vacío. Me acerqué a ella y le pedí, todo lo amablemente que supe, que guardara silencio, pero ella lo único que hizo fue agitar los brazos de tal modo que por poco no me llevé un bofetón. Lancé un suspiro y volví a mi sitio, pensando que en la Rusia medieval esas personas estaban consideradas como elegidas de Dios y se les tenía tanto respeto que la catedral de San Basilio está dedicada al más famoso de ellos.

En esto vi a una mujer menuda, de aspecto asiático, salir de una nave lateral, donde supongo que estaría poniéndole una vela a la Virgen, y dirigirse a la salida. "Ya volverá", pensé, pero no volvió, sino que empecé a oír ruidillos cada vez más fuertes. "La madre que la parió", pensé, y me fui hacia el atrio para ver qué estaba haciendo. La pillé ya fuera, con la barra de hierro en la mano, y sin saber cómo cerrar la puerta de nuevo, cosa imposible, porque sólo se puede cerrar desde dentro. Le eché una bronca mínima, le quité la barra y cerré la puerta de nuevo, mejor si cabe que antes. Volví a mi sitio sacudiendo la cabeza.

La misa avanzaba, y ya iríamos por el comienzo de la homilía, cuando se me acercó la mujer del quiosco.

- Que si puede abrir la puerta.

- ¿Y eso? ¿Por qué?

- Es que ha llegado mi hija, que viene a relevarme.

Me levanté dando otro suspiro, salí de nuevo al atrio y me puse a abrir la puerta. Estaba encajada y aquello no respondía a ningún impulso.

- Pero, ¿qué ha hecho usted? - le pregunté a la mujeruca.

- Nada, nada, yo no he hecho nada.

Ella puede que no, pero la que estaba fuera esperando para entrar había empujado hasta encallarla, y ya no iba para dentro ni para fuera. Al final, tuve que dar un par de patadas bien dadas para que se soltara y poder quitar el travesaño y los picaportes. La puerta se abrió y pasó la hija de la mujer, que, si dije que la mujer de antes era de aspecto adiposo, ésta directamente era obesa sin paliativos. No por ello la otra se fue, sino que se metieron las dos en la garita, que no sé cómo lograron meterse las dos sin asfixiarse. Volví a mi sitio de nuevo.

Más o menos durante la consagración, y en todo caso me pilló de rodillas, dos personas salieron de la sacristía, donde se habían metido Dios sabe cuándo y por qué, e intentaron salir de la iglesia. Éstas, al menos, no armaron jaleo ni intentaron salir por sus propios medios, pero estuvieron dando vueltas por el atrio un buen rato hasta convencerse de que por allí no había otra salida.

Finalmente, terminó la misa, sonó el "podéis ir en paz", más convencido que otras veces respondí el "demos gracias a Dios", abrí la puerta de par en par, comenzó a salir la treintena, o casi cuarentena, contando a los menores de doce años, de feligreses, y devolví la cartelería de prohibido el paso a la estancia de donde la había tomado. Al salir de allí, me encontré al sacerdote.

- ¿Qué tal ha ido hoy?

- Bien, bien...

- Oye, lo de cerrar la puerta es una buena idea. Lo haremos otra vez la semana que viene en cuanto empiece la misa. Así no hay líos.

Está claro que el padre está realmente concentrado mientras dice misa.

2 comentarios:

Fer Sólo Fer dijo...

La religión siempre ha sido una actividad de alto riesgo. Debería vd. llevar casco y coderas

Alfor dijo...

Fer Sólo Fer, no le falta razón. Lo del casco no sé, porque lo de estar cubierto en un templo lo llevo mal, pero la parte de las coderas me la apunto, e incluso estoy por añadirles unas rodilleras bien acolchadas. Lo de los reclinatorios en Bélgica lleva muchos años en desuso, y las losas del suelo están muy duras para mis rodillas.