domingo, 11 de agosto de 2019

La semana más larga (XI): El entierro

Los tres hermanos aparecimos por Benicountrí a media tarde, poco después de comer. Ellos, con la ropa puesta; yo, con una maleta donde tenía un traje y una corbata, los mismos con los que había ido al trabajo el día que volaba. Fuimos a nuestra casa, me cambié, y fuimos escuchando las campanas de la iglesia del pueblo.

En mis muchos veranos en el pueblo, habré oído tocar a muerto innumerables veces, pero aquella vez era diferente. Me afectaba muy directamente.

Posiblemente, durante la mañana, y quizá ya durante la víspera, el alguacil habría pronunciado su letanía por el altavoz del ayuntamiento. Ha faltat (nom de qui ha faltat). L'enterro es farà hui a les cinq de la vesprada. Esta vez, el "nom de qui ha faltat" era el de mi madre y su apellido era el segundo de los míos.

Cuando sonó el segundo toque, les hice señal a mis hermanos de que fuéramos. Mi abuela siempre decía que el primer toque era para avisar, el segundo para acudir, y el tercero para empezar. Es verdad que vivimos a pocos metros de la iglesia, pero, si nunca es conveniente llegar tarde, hay días en que no se debe ni plantear la posibilidad, y ése era uno de ellos.

La iglesia de Benicountrí es inmensa. Edificada en los albores del siglo XVIII, en época churrigueresca plena, rebosa barroco por todo su interior; lo pasó mal durante la guerra civil, y con pena y trabajo fue restaurada hasta el estado mejestuoso que sigue teniendo. Yo no la piso mucho, porque los fines de semana me ven muy raramente por Benicountrí, incluso cuando estoy por la zona, pero, así y todo, la piso bastante más que cualquiera de mis hermanos.

Dejé a mis hermanos en la puerta y me metí a rezar un poco en la capilla, a la izquierda del altar. Luego me incorporé al grupo. Había venido bastante gente, porque nuestra madre era razonablemente conocida, a pesar de que llevaba años sin poderse mover ni mucho menos pasar por allí, y también vinieron, desde Valencia, algunos amigos nuestros. Cuando empezó el funeral, nos situamos en primera fila, yo creo que por primera vez en mi vida allí, y escuchamos al sacerdote.

Cada vez que aparezco por Benicountrí, el párroco es diferente. Durante varios lustros estuvo el mismo, que dirigió la restauración del altar, por un lado, hasta dejarlo en su brillante estado actual, pero que como predicador dejaba muchísimo que desear; a éste le siguieron otros varios, pero ninguno se quedó demasiado tiempo. No estoy yo muy metido en los entresijos parroquiales de Benicountrí, pero tengo la impresión de que durante una época bastante larga la mangonearon elementos de liturgia por lo menos mejorable. Al menos, siempre se pudo escuchar misa en castellano al menos una vez cada domingo, porque la alternativa no es nada seguro que fuera valenciano.

Este párroco no había conocido a mi madre, y al menos no se le cayeron los anillos en reconocerlo.

- Yo no conocí a la difunta. He preguntado, como suelo hacer, a feligreses que sí que la conocieron, porque al menos me gusta saber a quién estamos enterrando. Y todos han coincidido en una cosa: en que era una persona de fe, y en que era una persona de fe que ha sufrido mucho.

La homilía continuó, y a mí me gustó ver a un párroco que se lo había preparado. Además, su resumen no lo podía haber mejorado yo mismo.

La misa continuó, llegó el momento de la comunión y, al terminar la ceremonia religiosa, el párroco nos dio el pésame y nos quedamos cerca de la puerta. Muchos de los que habían asistido a misa, y en particular los más ancianos, nos dieron allí el pésame y volvieron a sus casas; pero otros muchos iban a acompañarnos en procesión hasta el cementerio. El coche fúnebre abrió la marcha, seguido de nosotros tres; yo, vestido de traje negro y corbata negra; mis hermanos, bastante informales. Eran las cinco y media de la tarde de un catorce de septiembre, y hacía calor, pero supongo que alguno de los allegados, al menos uno, debía ir de luto, y me había tocado a mí.

El cementerio de Benicountrí está a cosa de un kilómetro de la iglesia. Al ritmo que íbamos, la cosa era por lo menos aburrida, y por mucho que fuéramos imbuidos en nuestros pensamientos, al final empezamos a charlar entre nosotros. Sobre todo, cuando pasamos al lado de uno de nuestros campos, que está a pocos metros del cementerio.

- ¿Cómo van los plantones de Valencias?
- No muy allá. Si queréis, a la vuelta pasamos y echamos un ojo. Bastante fue que nos los vendieran a estas alturas de la temporada y sin cola...
- A la vuelta lo vemos.
- ¿Y la cosecha?
- Yo la veo muy buena.

Y lo era. Hasta que dos semanas después cayó una granizada como nunca se había visto antes y la echó completamente a perder.

La verdad es que no se puede decir que estuviéramos muy plañideros. Hacía una tarde estupenda y aquello, y lo siento mucho, parecía más un paseo que un entierro. Se supone que debíamos estar tristes, y creo que lo estábamos, pero lo justo; yo creo que llevábamos tanto tiempo esperando el desenlace que ya nos habíamos hecho completamente a la idea.

En estas conversaciones llegamos al cementerio. Felipe, el enterrador, se nos acercó.

- La despedida la podemos hacer en la habitación de la derecha. Le hemos arreglado un poco el rostro, que estaba un poco deforme, para que luzca bien y que la gente la reconozca. Ya allí cerramos el féretro y ya pasamos al nicho.
- Venga.

Pasamos a la habitación de la derecha, y los funerarios retiraron la tapa del ataúd.

Miré el cadáver, y la verdad es que me costó reconocer a mi madre. Los 'arreglos' de Felipe le habían dejado el rostro un pelín extraño. Me giré a Reyrata y le musité:

- La han dejado rara, ¿no?
- Pues sí, en el hospital estaba mejor.
- Pues vale.

Los más allegados fuimos pasando, la mayoría de los acompañantes nos dieron el pésame y ya se retiraron, y Felipe volvió a colocar la tapa en su lugar. Pasamos al nicho, y ya sólo quedamos los familiares más próximos: nosotros, la tía y nuestras dos primas, y algún ahijado de la familia.

El nicho era el mismo que ocupaba mi abuela desde 2006. Retiraron la placa, metieron el ataúd, y ya entonces nos dieron el pésame quienes habían llegado hasta allí y, dando un paseo, volvimos al pueblo con nuestra tía y dos primas, recogimos un certificado de defunción para presentar en el trabajo y justificar la ausencia, y volvimos a Valencia. Bueno, yo me cambié primero, que estaba harto de tanto sudar.

Y así hubiera acabado la semana más larga, pero aún faltaba un detalle.

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