viernes, 8 de abril de 2016

La guerra santa a la belga

Lo interesante, lo realmente interesante de Bruselas y de Bélgica es que representa en grado sumo el fracaso de un modelo que, a pesar de la tozudísima evidencia, sus gobernantes se empeñan en perpetuar. Un modelo en el que nadie es responsable de nada, en que los errores aparecen por arte de magia, sin que nadie reconozca, no ya estar detrás de ellos, sino que realmente se trate de errores; un modelo en que las cosas bien hechas apenas existen, y las que llegan a suceder se realizan a regañadientes y con un esfuerzo ímprobo. Un país donde reina la chapuza y que vive de las inercias de tiempos mejores.

Lo curioso es que el hecho de que esta sociedad rebose de gente despreocupada e irresponsable ha venido a jugar en su favor a la hora de sufrir un atentado terrorista como el de hace unos días. Lo que voy a escribir es un poco mala sombra (o muy mala sombra, vale), pero, en un país eficiente, los muertos no se contarían por decenas, sino por centenares y hasta por miles.

Tomemos Noruega. Yo no he estado nunca en Noruega, pero tiene imagen de país serio, donde la gente sabe lo que hace. El terrorista noruego por excelencia es Andreas Breivik, blanco y masón él, que además tiene el hándicap de que, al no ser suicida, su capacidad de perjudicar es menor. Pues este pollo (al que, obviamente, no quiero tener cerca) primero hace explotar una bomba en plena sede gubernamental en Oslo, con lo que mueren ocho personas. Acto seguido, sin cómplices ni nada parecido, se planta él solo armado con una pistola y un rifle en una isla donde están de campamento, ajenos a lo que se les viene encima, una colla de jóvenes sociatas, y se carga a 69 de ellos antes de ser detenido sin ofrecer resistencia. Productividad.

Y, ojo, el tío era -es- un aficionado y, por lo visto, hasta entonces no había matado ni una mosca. Pero se ve que sabía lo que hacía y estaba bien preparado. Vamos, lo que hizo fue una burrada, que quede claro, pero anda que no la hizo a conciencia.

Volvamos a Bruselas, más concretamente a Schaerbeek, y a la mañana del pasado 22 de marzo.

Tenemos a cuatro belgas, musulmanes ellos, y de origen moro, con una vasta disponibilidad de explosivos, hasta el punto de que su pisito de Schaerbeek estaría bajo el amparo de Santa Bárbara de no ser por su condición de mahometanos. Por si fuera poco, están tan convencidos de lo suyo que están decididos a perder la vida en el intento y, de hecho, su modus operandi no deja lugar a dudas sobre el poco futuro que les queda en este valle de lágrimas.

Uno de ellos toma el metro y vendrá a reventar en la estación de Maelbeek, como sabemos, llevándose por delante a veinte personas y dejando 106 heridos y una ciudad traumatizada hasta hoy.

Los otros tres tienen el aeropuerto de Bruselas-Zaventem, uno de los más importantes de Europa, como objetivo. No se les ocurre comprar o alquilar una furgoneta o una camioneta (total, serà per diners, teniendo en cuenta lo que les quedaba por disfrutar de la vida), sino que piden un taxi. Un taxi. De hecho, piden un taxi grande, un monovolumen, con el fin de meter más explosivos y armar una escabechina de categoría especial.

Aquí, los esbirros del Estado Islámico pinchan en hueso. La compañía de taxis es belga y, quizá por ello, quizá porque Dios es misericordioso (más que Alá, desde luego), el dependiente se equivoca y, en lugar de una furgoneta, envía a los turistas islámicos un taxi normalito, con el resultado de que la maleta más gorda no cabe de ninguna manera y los sarracenos se ven obligados a subirla de vuelta a su piso, donde la encontrará la policía varias horas después. Así, la nula profesionalidad de la compañía de taxis nos ha salvado de una buena.

Los tres terroristas llegan al aeropuerto, se acercan a los mostradores de facturación, y dos de ellos profieren un berrido en árabe y ¡pum! vuelan, dejando catorce muertos y un número no exactamente determinado de heridos (las autoridades, belgas ellas, han dado todo tipo de cifras). El tercer terrorista suicida, que, además, parece ser el que iba más cargadito de dinamita, se escabulle y hoy es el día en que no se le ha encontrado aún. Los antecedentes de su colega Salah Abdeslán, otro terrorista suicida que sobrevivie a su propio atentado, apuntan a que igual está al lado mismo del aeropuerto, o charlando con los policías tranquilamente.

Las comparaciones son odiosas, pero todo indica que, si en lugar de estos cuatro pollos, hubiera habido cuatro tipos como Andreas Breivik, estaríamos hablando de una desgracia mucho mayor. Y no es islamofobia, líbreme Dios, que los terroristas de Madrid de 2004, o los de las Torres Gemelas en 2001, eran igual de musulmanes que estos figuras, pero se las arreglaron para hacer muchísimo más daño.

Pues sí. Uno se imagina al ministerio (o visirato, o como se diga) de Guerra Santa del Estado Islámico, concretamente la Dirección General de Ataques Suicidas a Infieles, y no me los imagino muy contentos, no.

- El califa está que trina, Abdul.

- Ya... pero, claro...

- Ya es el segundo ataque en que sobrevive nuestro guerrero ¿Qué clase de inmolación es ésa? ¡Estamos haciendo el ridículo!

- Es que... nos dijeron que sabían hacerlo... que lo harían bien...

- ¡Lárgate!

Abdul se larga, y el visir se queda pensativo.

"Ya sabía yo que contratando belgas íbamos a hacer una chapuza. Le dije que contratara alemanes, aunque fueran más caros."

2 comentarios:

Babunita dijo...

Leyendo esto, no podemos dejar de pensar la cara de pasmo que se nos quedó cuando oímos en las noticias que al primer detenido, el periodista freelance Chefou, lo habían dejado en libertad porque la ubicación de su móvil durante los atentados era su domicilio, como le decía y tal como dieron la noticia, parecía inverosímil tanta ineptitud. Daban por hecho que el móvil es un dedo más de la mano y por tanto no podía el hombre estar en un lugar y el móvil en otro…

Alfor dijo...

Babunita, lo de la policía belga es francamente curioso. Dan una impresión de aúpa de ir dando palos de ciego y de que van deteniendo a quienes les caen antipáticos.