El domingo pasado, pues Señor, fue la fiesta nacional belga, acompañada de la entronización (que no coronación) del nuevo rey de los belgas (que no de Bélgica). En el mapa de la entrada anterior ya queda más que claro que estaba literalmente rodeado de actos institucionales. Por si fuera poco, Bélgica, y Bruselas en particular, está en plena ola de calor, y el domingo pasamos holgadamente de los treinta grados, y de los húmedos, estilo Valencia, no de los secos, estilo Madrid. Sofocante es poco.
Yo pensaba, en mi candidez, que, como Bélgica es un país de independencia precaria y con fuertes tensiones territoriales, los belgas serían gentes apenas patriotas y que los actos pasarían sin gran afluencia de gente.
Craso error.
Tuve que haberme dado cuenta cuando reparé en que los pakistaníes de la tienda de abajo, que en todo el tiempo que llevo por aquí habían puesto a la venta banderas de cualquier sitio, España incluida, menos de Bélgica, retiraron de las vitrinas todas las banderas extranjeras y las sustituyeron por el negro, amarillo y rojo de la bandera local.
De verdad, de verdad, que no sé de dónde habían sacado las banderas. Unos días antes no había ni una.
El domingo siguió su curso normal. Por mucha fiesta que fuera, no por ello dejaba de ser domingo, así que por la mañana fui a misa. En España, y no digamos en algunos sitios de España, a nadie se le ocurriría meter una bandera española en misa. Pues aquí, ni complejos ni leches. Ahí va la foto.
Otro día hablaremos de las pintas que lleva la peña en misa, y de la liturgia en general. Hoy toca hablar del impulso patriótico. Mucha gente iba con su banderita belga y, al final de la misa, el sacerdote dijo que nos pusiéramos todos en pie para escuchar el himno nacional belga. El himno nacional belga se llama "La Brabançonne", no lo había escuchado hasta entonces y, cuando lo vuelva a oír, no sé si lo reconoceré, porque en órgano sonaba bastante rarito. Yo pensaba que era como la Marcha Real, que no tiene letra, pero sí debe tenerla, porque el feligrés que tenía detrás y que estaba bastante enfervorizado se puso a cantar algo que parecería solemne si el susodicho feligrés no hubiera ido vestido en pantalón corto y camiseta de tirantes, además de con la banderita. Y si no desafinara tanto.
Salí de la iglesia, y aquello era tremendo. Había banderas por doquier.
De verdad que todas esas banderas, tan lejos como la vísperas, eran todas de colores diferentes, pero se ve que todo el mundo había concentrado su patriotismo en un solo día.
Y eso no era todo: aparecían las banderas belgas en sitios donde uno, la verdad, no hubiera esperado encontrar un patriotismo tan acendrado.
Maricón, sí, pero más belga que nadie. Deben ser los del orgullo belgay...
Las inmediaciones del Palacio Real estaban totalmente ocupadas, pero, con ciertas dificultades, conseguí escabullirme y llegar hasta el campo de baloncesto. Me quedé sin saber cómo sigue mi tiro de tres, porque el campo tenía canastas, pero no líneas; de todas formas, no estuvo mal para ser la primera pachanga en año y medio, y menos teniendo en cuenta que el único de los jugadores cuyos padres habían nacido en Europa era yo. No me quedó claro si los demás hablaban francés (a veces parecía francés) o algún idioma ignoto (a veces no parecía francés). A ver si la semana próxima pillo confianza y se lo pregunto.
Molido a empujones, como está mandado en estos casos, volví a casa, porque aún quedaba un evento por visitar. Para conmemorar la fiesta y la coronación de Felipe I, las autoridades no habían reparado en gastos y habían anunciado un castillo de fuegos artificiales con la inusitada duración de cuarenta y cinco minutos.
Un valenciano fallero de pro no podía perderse semejante acontecimiento; pero, de los detalles del mismo, tocará escribir en otro momento. Hoy ya se me caen los párpados, porque es tarde.
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