lunes, 13 de mayo de 2013

Aceras

- Bueno, estuvo bien mientras duró - me dijo Alfina, cuando me llevaba (a mí y a la mochila rosa) a la estación de tren, que, a su vez, me llevaría al aeropuerto de Sheremetyevo y, de allí, a esta Bruselas que me acoge.

- ¿Qué?

- Que ya nos vamos. Que hemos pasado una época aquí, pero de todas formas ya no es lo que era antes. Ahora, Moscú no es más que una gran ciudad, como otras grandes ciudades.

- Mmmm... yo creo que no. Sigue siendo diferente.

Desde Moscú, cuando alguien reside permanentemente allí, no se aprecia, pero basta con salir fuera unos meses para darse cuenta de que Moscú, de que Rusia en general, es diferente. Las condiciones de vida han mejorado y no es el caos absoluto que fuera en los primeros noventa, cuando podía pasar cualquier cosa, y cuando digo cualquiera, quiero decir realmente cualquiera; pero no han logrado alcanzar esa previsibilidad y esa rutina propia de nuestras vidas occidentales. Como escritor de una bitácora, la cosa es evidente: los ocho días mal contados que he pasado en Rusia me dan para muchas más entradas, y sin ningún esfuerzo, que un par de meses de estancia en Bélgica, donde, de no ser por las basuras y la mochila rosa, que dan mucho juego si uno se estruja los sesos, estaría escribiendo que los pajaritos cantan y las nubes se levantan (esto último, además, a veces pasa y todo, de verdad).

Claro está que la tentación consiste en continuar la bitácora sobre Rusia, como si tal cosa y como si continuara por allí, o incluso desde fuera, pero no valdría. No me valdría, para ser exactos. Después de ni sé cuántos años de burlarme de los españolitos, y de los occidentales en general, que opinan con autoridad sobre Rusia cuando, todo lo más, han estado un par de veces y ya se las dan de "kremlinólogos" (y lo que es peor, la gente les hace caso), me parecería por lo menos desleal ponerme a escribir sobre un sitio que, forzosamente, sólo voy a visitar de uvas a peras y en circunstancias muy diferentes. Ya sé que, así y todo, domino el idioma y tengo casi dieciocho años de estancia a mis espaldas, y eso me da ventaja sobre los santones de la rusología que campan por sus respetos por las ondas y por las pantallas, pero Rusia no es ¡ni mucho menos! empollarse la prensa, ni siquiera ver la tele (eso menos todavía) y ponerse a opinar. No. El contacto con el terreno es importante, y sobre esto quizá vaya a volver dentro de unos días, cuando escriba del acontecimiento cultural pictórico de esta primavera y verano en Rusia, que he tenido la fortuna de poder visitar.

Porque sí, así es, me he pasado ocho días en Rusia y estos ocho días, ahora que echo la vista atrás, han sido una vorágine de acontecimientos a cual más intenso. Menos ir a trabajar (lo de la entrada anterior sólo fue una visita de cortesía), he hecho de casi todo lo que ha aparecido en esta bitácora durante los últimos siete años, y como es evidente que los lectores de esta bitácora tienen preferencia por lo ruso, y yo no les voy a reprochar sus preferencias, va a haber una serie de entradas con las vivencias de este viaje, y posiblemente las haya con los que haga en lo sucesivo a esta zona del planeta.

Porque, sí, son un caso.

Pongamos por caso el manido asunto de las aceras. Hace dos veranos, el flamante alcalde de Moscú tras la destitución de Luzhkov, Sergey Sobyanin, impulso un programa de embaldosado de aceras para ponerlas decentes. Vamos, como el plan E de Zapatero, con la diferencia de que en Moscú no hay crisis y de que las aceras estaban realmente mal, no como la mayoría de las españolas.

Luego se sospechó, o se supo, que el propio alcalde tenía intereses poco confesables en la adquisición de baldosas ("klinker", creo que es el término técnico). Al parecer, el principal proveedor del ambicioso plan de embaldosado era una empresa cuyo principal accionista era la señora alcaldesa. Teniendo en cuenta que la señora Sobyanina, de profesión sus labores (y sus acciones), es una rústica siberiana con conocimientos empresariales desconocidos para el gran público, pero improbables en cualquier caso, las sospechas y los rumorcillos estaban pasando de un lado al otro de la alcoba del alcalde. Por si la cosa iba a mayores y Sobyanin pasaba demasiado pronto a hacer compañía a Luzhkov en la lista de ex-alcaldes de Moscú, el plan de embaldosado se quedó en la campaña del primer año y se interrumpió abruptamente.



La foto de ahí arriba ilustra lo anterior. Mientras un centímetro arriba tenemos una acera envidiable, fruto de una disposición baldosil sin parangón, un centímetro abajo tenemos el resultado de lustros de dejadez y de que el último que arregló las aceras debió ser Vladimiro Monómaco, allá por el siglo XI. Eso sí, después de Cristo.



El resto es una sucesión de baches, socavones y simas aceriles. Y, claro, pasa lo que pasa, después de cinco meses por las aceras de Bruselas, uno llega aquí desprevenido y habiendo olvidado que en Moscú siempre hay que mirar al suelo, y ¡clac! un mal apoyo y el tobillo a hacer gárgaras.

Hala, a recordar viejas costumbres que todavía funcionan.

2 comentarios:

Alfina dijo...

Si vas mirando al cielo por si algo cae... pasan esas cosasa

Alfor dijo...

Alfina, San Juan de la Cruz debía tener los tobillos destrozados, el pobre.