martes, 29 de noviembre de 2011

La soledad del corredor de fondo (V)

Novospassky no es un monasterio cualquiera. Es MI monasterio. He vivido nueve años a menos de un kilómetro de él y, durante esos años, hasta que se levantó una mole de tropecientos pisos de ésas que "adornan" Moscú, tuve vista directa a Novospassky desde mi ventana.

El monasterio, como la mayor parte de los monasterios rusos, tenía en el momento de su fundación dos funciones: la religiosa que se puede suponer, y la defensiva, como fortaleza frente a los ataques de los tártaros desde el sur, al igual que otros monasterios (Serguíev-Posad, Novodevichy, Andrónikov, Danilovsky, entre bastantes otros).

Allá por el siglo XVIII, los tártaros dejaron de ser un peligro, pero a principios del siglo XX llegó un problema mayor para Novospassky: los comunistas. Poco después de la revolución, el monasterio fue cerrado, los monjes expulsados, y las iglesias transformadas en campos de concentración. Guay. De los frescos del siglo XVIII no hay que hablar mucho, que da grima. Cuando el NKVD dejó de tener tanto trabajo, el monasterio fue transformado en cárcel para borrachos, una estación de recuperación para que a los borrachos incapaces de llegar a su casa y algo turbulentos se les pasara la mona en un lugar controlado. Más tarde fue un almacén, básicamente, aunque con el rimbombante título de centro de restauración de obras de arte.

No hay mal que cien años dure, pero se ve que setenta sí. A principios de los años noventa del pasado siglo, el monasterio fue devuelto a la Iglesia Ortodoxa en el lamentable estado que puede suponerse. Rápidamente fue abierto al culto, porque los templos escaseaban y la cantidad de creyentes de nuevo cuño no dejaba de crecer; volvieron los monjes (otros, claro) y, poco a poco, los trabajos de restauración fueron ejecutándose, siempre teniendo en cuenta que "restauración", en Rusia, me da la impresión de que simplemente significa "pintar por encima".

La primera vez que entré allí fue en algún momento de 1997, y luego en la Pascua de 1998, en que la iglesia principal del monasterio estaba de bote en bote, además de hecha una pena, y apenas se podía pasar. Y luego estuve mucho tiempo yendo a correr al estanque que hay junto a él y cuyo perímetro mide exactamente 630 metros, que he hecho muchísimas veces.

Al acercarse un domingo por la mañana al monasterio, las campanas suenan llamando a la primera misa, y los fieles van acudiendo y se persignan a la manera ortodoxa, o sea, comenzando por la derecha, al revés que nosotros. Así como nosotros nos persignamos en raras ocasiones, un ortodoxo lo hace constantemente: siempre que pasa por delante de una iglesia (práctica que entre nosotros, por desgracia, está en desuso), y cada dos por tres, o más, cuando está en misa. Nosotros, tres veces en las misas, al principio, antes del Evangelio y al final, y pare usted de contar.

Los fieles, todos con la cabeza cubierta, que los hombres descubrirán en cuanto entren en el templo, miran con curiosidad no exenta de desagrado a ese corredor vestido con ropas ajustadas que pasa por su lado, y con algo más de simpatía cuando ven que el corredor se santigua también, aunque sin parar de correr, al pasar por delante de la entrada de la iglesia.

Poco después, tras dar la vuelta a un edificio, llegué al estanque de Novospassky, al que tantas vueltas había dado cuando vivía por allí, con ánimo de darle un par de vueltas más. Otras veces había pasado por allí en pleno verano, después de trabajar, pasando entre los grupitos de jovencitos, algún monje que paseaba alrededor del estanque, mamás dando vueltas con sus carritos de bebé y mucha gente paseando al perro. Pero eso era lo que pasaba los días de entre semana por la tarde. Los domingos a las ocho y media de la mañana lo único que queda de toda la fauna anterior es la gente paseando al perro.


Qué tíos, tú. Están a todas horas. Y ninguno lleva el perro sujeto. Son una especie de secta que ve como lo más natural del mundo que el perro campe por sus respetos ladrándote y enredándose entre tus piernas, o saliendo detrás de ti a toda viroya con los colmillos en posición de ataque. Como mucho, el c*p*ll* del dueño, o dueña, te dirá: "No muerde. Qué va. Si no hace nada." O bien: "Sólo quiere jugar." Una chica que conocí hace tiempo decía que la culpa era mía, por provocar corriendo. Y es que los enemigos del corredor son las dos pes: perros y paletos.

De paletos también he visto unos cuantos en Novospassky, aunque no en domingo otoñal por la mañana. La típica gente medio borracha que se ríe al ver pasar a un corredor, o le hace burlas. Una vez hubo un jovencito que me pilló al comienzo de un entrenamiento progresivo, de los que empiezan muy lento y van incrementando en intensidad. El jovencito estaba con dos chicas, se las quiso dar de machote y se puso a mi altura, suponiendo que, al ritmo que iba, él lo soportaba perfectamente.

Yo no dije nada. Corrimos a bajo nivel una vuelta, y apreté un poco. Lo oía jadear un poco, pero el chaval aguantaba. Cada media vuelta apretaba yo sólo un poco, para que no se diera cuenta de que estaba intentando ahogarle sin que él se enterara; él jadeaba cada vez más, y a la tercera vuelta, ya a un ritmo decentillo, llegamos a la altura de las chicas que le acompañaban y allí ya se paró, sin aliento y bastante sudado, mientras las chicas se reían. Si lo que quería era dárselas de machote y ligar, la cosa no funcionó.

En estos pensamientos, di tres vueltas al perímetro del estanque y salí al malecón del río Moscú. Ante mí tenía cinco kilómetros largos, o cinco largos kilómetros, con el vivificante viento en contra.

Cosa que queda para la siguiente entrada.

2 comentarios:

Alfina dijo...

Tengo una amiga que sugería untar con ajo las zapatillas de correr para que los perros no se acercaran... pero es que no se te iba a acercar ni el Tato.

Alfor dijo...

Alfina, habrá que probarlo, pero no sé cómo acabará oliendo el sótano de casa, con unas zapatillas à l'ail perfumándolo todo.