sábado, 22 de diciembre de 2018

Lila, y el principio del fin

Si lo prometido es deuda, lo que tocaría ahora es un relato de la visita a Lila, Lille en francés, villa que, como tantas otras de la región, formó parte de la Monarquía hispánica en los tiempos en que en la misma no se ponía el sol. En efecto, Lila formó parte de los estados patrimoniales de los Austria desde que la última descendiente de la casa de Borgoña, que dominaba el condado de Flandes, se casó con el emperador Maximiliano, y así fue como pasaron a España, porque el emperador Carlos, que, nunca se repetirá bastante, era de esta zona, no los cedió a su hermano Fernando, sino que los mantuvo entre los dominios que cedió a su hijo Felipe II (V de Borgoña).

Lila, pues, permaneció bajo dominio español hasta 1668. Tras la muerte de Felipe IV (VII de Borgoña), España quedó agotada, y el reino en manos de un niño menor. Es cierto que durante el reinado de Carlos II apenas se perdieron dominios, y que la integridad territorial de la monarquía se conservó en lo básico, pero los pocos territorios que se perdieron lo fueron precisamente en esta zona de Flandes. Luis XIV, que por lo visto no era alguien con quien bromear, invadió los Países Bajos españoles en 1667, en la llamada Guerra de Devolución, y tomó Lila tras un corto asedio de nueve días. Las sucesivas paces de las guerras de Luis XIV trajeron consigo la restitución a España de la mayor parte de las conquistas militares de los franceses, pero no de todas. Una de las que no volvieron nunca más al poder del Rey de España fue Lila.

Del tiempo de dominio español en la ciudad queda el edificio de la bolsa, un lugar curioso, situado en la plaza principal de la ciudad. Cuando aparecimos por allí, en pleno verano, lo hicimos en medio de un bullicioso mercadillo de libros, tebeos de segunda mano, y otros objetos curiosos. El propio edificio merece la pena, y es lástima que no fuera posible visitarlo por dentro. Por lo demás, la ciudad está completamente afrancesada, y de su pertenencia al ducado de Flandes no queda ni el recuerdo, y eso que tiene nombre en flamenco, Rijsel. Únicamente vimos a dos personas en una tienda hablando flamenco entre sí, pero estaba clarísimo que no eran indígenas, sino turistas como nosotros que habían accedido a la ciudad para pasar el día.

Durante la Revolución Francesa, ésa de la que el mundillo oficial francés está tan orgulloso, Lila no lo pasó bien. Los austríacos, desde los Países Bajos, que están a un tiro de piedra, y no digamos de cañón, bombardearon la ciudad a troche y moche, pero Lila no cayó y, de hecho, hay un pedazo de monolito en el centro de la plaza que recuerda esta resistencia. De hecho, Lila tiene el dudosísimo honor de ser la ciudad más asediada de Francia (normalmente por los propios franceses). En cuanto a las guerras mundiales, las pasó generalmente bajo ocupación alemana, hasta que los británicos se asomaron a liberarla cuando los alemanes ya perdían el resuello.

Lila es una ciudad bulliciosa, llena de gente, y donde no es fácil en fin de semana encontrar un lugar para comer, así que tocó pasear mucho, mucho tiempo. Tanto, que con todo el cansancio acumulado, llegó el momento de salir de allí, y yo sugerí a Alfina volver a Bruselas y dar por terminado el periplo de fin de semana, y que Mons, que quizá hubiera sido la siguiente etapa, podría ser el siguiente destino en otra ocasión.

Y volvimos a Bruselas en lugar de seguir hacia Mons. Es posible que eso haya sido el comienzo del fin, pero eso es otra historia, que tocará narrar a su debido tiempo.

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