lunes, 4 de julio de 2011

El sarao (III): Hablar con la boca llena

(viene de aquí y de aquí)

Efectivamente, la mayoría de la gente se arremolinó en torno a la tribuna con el fin de escuchar la disertación de Fernando Adriano. Mi amigo el intérprete ya llevaba un rato subido a la misma, delante de uno de los micrófonos, como quien lleva muchísimas horas de vuelo en esto de repetir en otro idioma lo que dicen otros. Por un momento, se detuvieron las mandíbulas y los gaznates, y todo el mundo, menos un par de becarios que seguían junto a la mesa del jamón, giró sus rostros al grupito de gente que, pagada de sí misma, acaparaba el protagonismo de la velada.

La verdad es que Fernando Adriano apenas habló. No debe de ser lo suyo, y además estaba rodeado de auténticas figuras en el arte de la palabrería. De momento, tomó la palabra el presentador ruso, un joven especialista en animar el cotarro, de los que abundan mucho en sitios como las bodas, y que es capaz de estar hablando sobre la amistad de los pueblos durante horas sin decir nada, como un político español. Por fin, abandonó el micrófono y, tras él, pronunció su discurso el Embajador, con su voz engolada, su bronceado de medalla olímpica y su sonrisa profidén; le siguió el Secretario de Estado de Turismo, que era uno de los organizadores y, al parecer, había venido de España a propósito para presentarlo y que añadió más vaguedades sobre la amistad de los pueblos. Y luego intervino otro cocinero español que también había venido y al que, para preservar su anonimato, llamaremos Pacorrón Zero, que queda algo así entre dicharachero y agente secreto. De todas formas, también habló sobre la amistad de los pueblos. Yo no sé cómo el intérprete podía estar traduciendo sin repetirse todo el rato, pero ya dije que es realmente muy bueno.

Tras tanta cháchara, el público ya estaba más pendiente de la mesa con la comida que de lo que pudiera decir Adriano, así que éste se limitó a saludar y a decir algo sobre lo bien que le habían recibido, y supongo que también diría algo sobre la amistad de los pueblos, pero a esas alturas ya no le escuchaba casi nadie.

Acabaron los discursos, y los rusos se dirigieron en masa a la mesa donde se servía la cocina innovadora. Algunos españoles también se unieron al aluvión, pero la mayoría de los demás, y yo diría que con buen criterio, nos retiramos al lado del jamón.

Por fortuna, los dos becarios no habían tenido estómago como para acabárselo todo, así que quedaba margen para sacar de penas la tripa. De vez en cuando aparecía alguna rusita por allí, de las más relacionadas con España, sea por trabajar para alguna empresa, o hasta para la misma Embajada, y le daba algún tiento al cerdo, pero, en general, los dueños del jamón éramos los españoles «pata negra», y nunca mejor dicho.

Desde allí, los dos becarios, Carbuncho, Alfina y yo, con algún otro que se nos juntó, observábamos a la concurrencia. Era curioso contemplar a los diplomáticos españoles postineros y a los empresarios veteranos y canosos, todos ellos impecablemente trajeados y pagados de sí mismos, paseando su cuerpo serrano por entre los recovecos que dejaba el lugar y entrando al palique con las rusitas más obsequiosas que se les ponían a tiro. Las rusitas, de todas formas, no eran las veinteañeras incipientes universitarias con el curso recién acabado, sino que tenían algo más de experiencia y el punto de estrafalariedad justo en su vestir para llamar la atención por algo más que por los encantos que pudieran tener, o por la progresiva desinhibición propia de la velada que iba avanzando.

Mientras tanto, una legión de rusos jóvenes, demacrados, peinados de manera innovadora, y vestidos como una mezcla de lolailo, ministra de cuota y diseñadora chiflada, pululaban por la sala para ser vistos y hasta fotografiados. Un fotógrafo nos cogió por banda a Alfina y a mí y nos tiró no menos de veinte fotos, algunas de ellas con la boca llena. Para compensar, sacamos nuestra cámara y conseguimos que nos sacaran una foto. Yo creo que nos sacaban tantas fotos porque los únicos que íbamos de «smart casual» éramos Fernando Adriano y yo mismo, y cuando cumples con las normas te lo reconocen a base de foto. Ya nos podían haber dado un premio, no sé, un jamón, por ejemplo, en lugar de tanta foto.

He aquí que nos fuimos dando cuenta de que clareaban las filas de los que se habían estado agolpando junto a la mesa donde servían la cocina de autor.

- ¿Nos acercamos?
- ¡Venga!

Y nos acercamos, pero lo que sucedió alrededor de las mesas queda para otra ocasión.

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