lunes, 28 de diciembre de 2020

Carriles bici originales

El cachondeo con el concejal de movilidad de la ciudad de Valencia, Giuseppe Grezzi, continúa sin parar. En esta ocasión, ha sido el objeto de la tradicional inocentada del día de hoy. Y es que, para informar a quienes lean estas pantallas y no sean españoles, el 1 de abril, que es el "fool's day" en medio mundo, en España no pasa absolutamente nada (no sé si en otros países sucede lo mismo). El día equivalente en España, donde se dan las noticias falsas con intención de hacer gracia, es hoy, 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes; todo el mundo buscaba las noticias falsas, al menos hasta que apareció "El Mundo Today" y otras publicaciones satíricas de ese tipo, que ofrecen las mismas noticias falsas y (muchas veces) graciosas todos los días, con lo que el 28 de diciembre no ocurre nada especial.

En esta ocasión, la noticia es ésta, y ha sido ampliamente difundida en redes sociales. Además, desde que los medios de comunicación dan la posibilidad de insertar comentarios a las noticias, siempre hay alguien que queda en evidencia y se toma la noticia en serio.

Supongo que el propio Grezzi estará encantado de ser el protagonista de una inocentada como ésta. Al menos, yo lo estaría en su lugar. Por cierto que, entretanto, he tenido ocasión de utilizar el carril bici de la Gran Vía Fernando el Católico que comentaba el otro día y, como era de esperar, no lo encontré peligroso en absoluto y, desde luego, no en comparación con lo que viví durante mis años de estudiante. Hay espacio para todo el mundo, está todo bien señalizado, y no veo por qué tiene que ocurrir alguna desgracia, como profetizan los más agoreros; al menos, lo que está claro es que las posibilidades de que ocurra la desgracia son mucho menores que antes.

En cuanto a mi impresión de residente extranjero recién llegado a España, pues creo que la gente está mucho más cansada de las restricciones de lo que lo estaba hace dos meses, cuando vine por última vez. Creo que la paciencia se está terminando y que mucha gente que, por lo demás, no tenía un concepto muy elevado de las reuniones familiares de estas fechas, las está echando de menos cuando se las han quitado, además de que, las que ha habido, las ha habido muchas veces en ausencia de algún pariente, y se les echa en falta. Ése ha sido mi caso, por desgracia de forma definitiva, pero también el de muchos otros que, sin llegar al extremo, tienen a sus padres y abuelos confinados en residencias, de donde no les dejan salir en estos días, y que, como mucho, se han podido saludar desde un balcón.

En el caso particular de Valencia, a donde he logrado llegar burlando el cierre perimetral (y porque tenía una causa justa para burlarlo), a ello se añade que, de repente, los contagios han aumentado de forma notable. Durante el verano, y tras el mismo, la Comunidad Valenciana podía mirar a las demás por encima del hombro, gracias a su reducido número de casos, que le valió ser considerada como zona relativamente segura y destino preferente, incluso turístico. Sin embargo, la dicha ha durado sólo unas semanas, hasta el punto de que los datos valencianos son ahora los peores de España, y son las autonomías más castigadas en otoño las que nos miran ahora por encima del hombro, lo cual debería ser una cura de humildad para todos los responsables políticos, que ni eran tan buenos en verano, ni seguramente son tan malos ahora.

En los próximos días deberé seguir desafiando el cierre perimetral de Valencia, porque tengo que desplazarme a Madrid antes de final de año; pero luego tendré que volver a Valencia, porque mi vuelo de vuelta a Bruselas, que compré antes de que se supiera nada de los cierres perimetrales, debería despegar desde aquí. Y, entretanto, el gobierno belga ha adoptado medidas más severas y exige unas pruebas PCR negativas recientes a todo el que acceda a territorio belga, excepto a los residentes. Es decir, que en los próximos días voy a tener que convencer a las autoridades belgas y españolas de que resido en Bruselas, Madrid y Valencia, más o menos al mismo tiempo. Además, parte de esos viajes los haré acompañado de mis hijos... que también deberán convencer a las autoridades competentes de que residen en tres sitios diferentes.

En fin. Veremos si la experiencia acumulada de supervivencia en Rusia me resulta útil en esta tesitura, o me he ablandado excesivamente con las comodidades de Europa Occidental. Pero eso lo veremos en los próximos días. Hoy no, porque se hace tarde.

domingo, 27 de diciembre de 2020

Sucesión matemática

Hay cosas que no tienen remedio.

Otras que dan bastante yuyu...

Laurentius von Buchweizen, agricultor, falleció en diciembre de 1940, a la edad de 81 años.

Tuvo un hijo, Bernabé von Buchweizen, agricultor, que falleció en diciembre de 1980, a la edad de 85 años. Cuatro más.

Éste, a su vez, tuvo un hijo, Padralfor von Buchweizen, agricultor, que acaba de fallecer en diciembre de 2020, a la edad de 89 años. Cuatro más.

También éste tuvo hijos, en particular uno, que escribe estas líneas, y todas las demás de esta bitácora, que atiende por Alfor von Buchweizen y que, si se sigue la sucesión matemática expuesta arriba, debería fallecer en diciembre de 2060. Para seguir la sucesión matemática, en diciembre de 2060 debería tener 93 años, cuatro más... Y sí, es exacto.

- ¡Oye, 93 años, ni tan mal! - ha sido la reacción de Ame (Ame von Buchweizen, obviamente) cuando, en la estación de tren, poco antes de partir hacia Valencia, y de allí al pueblo, a los funerales, le he expuesto la sucesión arriba reseñada.

- Hala, macho, pues continúa la sucesión matemática ¿A quién le toca en diciembre de 2100 tener 97 años?

Ame se quedó pensando un momento.

- Eso es muy fácil de romper. Me tiro por la ventana y arreglado. Yo a los 97 no llegó.

- Bueno, pero da yuyu o no lo da.

- Lo da, lo da.

Yo no sé tampoco si voy a llegar a los 93, pero lo cierto es que da yuyu. Y, eso sí, es un incentivo para hacer planes con un horizonte temporal ¿Algún lector quiere continuar con la bitácora dentro de cuarenta años?

jueves, 24 de diciembre de 2020

Feliz Navidad

Pues sí. A todos los que lean estas líneas, por raras que vayan a ser sus navidades este año, lo serán menos si tienen en cuenta que lo más importante de la Navidad no es irse de compras, ni ponerse ciego de turrones, ni siquiera encontrarse con la familia: lo importante es que celebramos el nacimiento de nuestro Salvador, y eso lo podemos hacer con independencia de la situación en la que estemos. E incluso podemos cantar villancicos juntos por videoconferencia. Para alguien que sabe lo que hace, y lo que se cuece en fechas, la Navidad es forzosamente una fecha dichosa.

Y, para los que llevan años omitiendo la palabra "Navidad" en sus felicitaciones y, como mucho, al llegar el 1 de enero lanzan un "Feliz año nuevo", que sepan que el año pasado se equivocaron de medio a medio.

Así que vamos a lo que no falla: ¡FELIZ NAVIDAD!

lunes, 21 de diciembre de 2020

Gentes sin miedo

Al final, con la boca pequeña, vuelve a haber misas públicas en Bruselas. Digo públicas por llamarlas de alguna manera, porque, en realidad, desde el 13 de diciembre, lo que se ha autorizado es la reunión de hasta quince personas en los templos, sin contar los menores de doce años. Eso permite entrar a los templos... si alguien tiene la bondad de abrirlos, claro, porque el obispo puede indicar que los templos queden abiertos para acoger a los fieles que vayan a rezar, pero el obispo, y nunca mejor dicho, puede decir misa. Los que mandan en los templos católicos belgas cada vez son menos los obispos, ni siquiera los sacerdotes, y cada vez más los laicos que de hecho están al frente de las unidades pastorales y parroquias y controlan el acceso a la misma con mano de hierro.

En esta situación tan penosa, uno se pregunta cómo ha llegado a haber un colegio episcopal tan borrego como el belga, incapaz de levantar un poco la voz y decir que con la Eucaristía no se juega. Muy al contrario, los obispos belgas no paran de repetir lo peligrosa que es la pandemia y la solidaridad que tienen con este gobierno que deja abrir IKEA, pero no la catedral. Estos obispos vivieron durante su infancia en un país entonces católico, estudiaron en un seminario razonablemente nutrido, en una universidad católica, y han tenido la vida resuelta desde que fueron ordenados. Así las cosas, no es de esperar que se jueguen, no ya la vida, sino una multa por parte del gobierno. En Irak querría verlos yo dando testimonio.

En el mundo hay de todo, y estos días he pensado bastante en el señor de la foto, que quien haya leído hasta aquí pensará que es uno de los obispos belgas, pero no lo es. En realidad, ha aparecido al menos tres veces en esta bitácora, más concretamente aquí, aquí y, sobre todo, aquí, ya incardinado en su actual destino.

Efectivamente, se trata del actual arzobispo de Minsk y Magilov, monseñor Tadeusz Kondrusiewicz, que, a sus actuales 74 años y cerca de presentar la renuncia, a lo que no renuncia es a defender sus creencias en un lugar tan poco propicio para el pensamiento libre como la Bielorrusia de Lukashenko. De hecho, después de unas elecciones presidenciales que Lukashenko dice que ha ganado con el 80% de los votos, cosa que mucha gente directamente no cree, salió de su residencia, se dirigió a las puertas de una prisión en la que Lukashenko había hecho encerrar a gente que protestaba por el pucherazo, y se puso a rezar allí. A rezar, no a manifestarse ni a protestar contra el gobierno, aunque es cierto que también hizo declaraciones en las que aseguraba no ver clara la limpieza de las elecciones.

Unos días después, hacia el final de agosto, Monseñor Kondrusiewicz partió a Polonia a una reunión, y al volver a Bielorrusia se encontró con un control fronterizo que descubrió problemas con su documentación, y le denegó la entrada. Y así hasta hoy, en que sigue sin poder entrar en su diócesis. Teniendo en cuenta que Monseñor Kondrusiewicz nació en Bielorrusia y tiene nacionalidad bielorrusa, uno pensaría que los supuestos problemas con su documentación serían sencillos de resolver, pero no parece que los consulados bielorrusos en el exterior estén muy por la tarea de ayudar a Monseñor.

Y he pensado en él porque, aunque uno ve la foto y no encuentra gran diferencia física entre Monseñor Kondrusiewicz y cualquier obispo belga que vista de obispo (alguno hay), su trayectoria vital es bien diferente. Monseñor Kondrusiewicz nació en la Unión Soviética, bajo un régimen oficialmente ateo y que sólo toleraba a la Iglesia Ortodoxa porque era totalmente inofensiva y la tenía infiltrada hasta la médula. Sin embargo, Monseñor Kondrusiewicz era católico, que es motivo para que en la Unión Soviética la discriminación contra él fuera múltiple. Siendo notoriamente católico, no me quiero imaginar los obstáculos que tuvo que superar para estudiar (es ingeniero mecánico) y para ingresar en el seminario de Kaunas, que tengo entendido que era el único seminario abierto en toda la Unión Soviética, y aun éste severamente limitado por las autoridades. Ya como obispo en Moscú, tengo alguna idea de cómo fue sacando adelante la diócesis, entre las dificultades que planteaban las autoridades civiles y, de paso, las de la Iglesia Ortodoxa. Vamos, lo mismito que sus colegas belgas y sus cabezas gachas frente a cualquier cosa que venga del gobierno. Éste no. Éste no se ha callado cuando ha visto que tenía que hablar.

Yo no sé si a Monseñor Kondrusiewicz le habrá dado Dios muchos talentos, pero, cuando le llegue el momento de devolvérselos, podrá decir que dejó la diócesis católica de la Madre de Dios, la de Moscú, en mucho mejor estado que cuando la recibió y puso las bases de su crecimiento. No lo hizo él solo, pero no se hubiera hecho sin él. Y no puedo juzgar qué es lo que ha hecho en su diócesis actual, pero, por el poco tiempo que he pasado en ella, me quito el sombrero de lo que he visto. En cuanto a los obispos belgas, me pregunto si alguno podrá presentarse ante Dios diciendo que dejó su diócesis mejor que cuando la recibió, con más fieles y sacerdotes, o más bien tendrá que bajar la cabeza y decir que, cuando el gobierno mandó suspender el culto público, él no levantó la voz, ni puso pies en pared, sino que insistió en que los templos "permanecieran abiertos para la oración", y ni siquiera puso mucho énfasis en que al menos se cumpliera esto escrupulosamente.

En fin, a ninguno le deseo que esta situación, posiblemente embarazosa, se les plantee sino antes de mucho tiempo. Entretanto, vamos a ofrecer una oración por Monseñor Kondrusiewicz, que hoy paga su coherencia con el exilio, y vamos a la cama, que se hace tarde y mañana, si Dios quiere, toca viajar.

viernes, 18 de diciembre de 2020

I wanna Grezzi (de nuevo)

Ya sé que no es la primera vez que me pongo con este tema, pero es que me resulta apasionante. Soy ciclista, y espero que por muchos años, y serán muchos años si no tengo ningún percance serio, cosa que será más probable que suceda si hay unas infraestructuras como es debido. He pedaleado en España, en Alemania, en Rusia, un poquito en Francia (parte alsaciana) y ahora pedaleo en Bélgica, sobre todo cuando no hay pandemia que me ponga en teletrabajo forzoso.

España (y no sólo España, seamos serios) es un país en el que, si vas en bicicleta, te etiquetan de progresista, ecologista y muchas cosas a cual peores, ninguna de las cuales soy. Da la impresión de que todo vaya junto, y digo yo que se podrá ser ecologista, y progresista, y no obstante moverse en coche, y no es que se pueda, es que conozco más de un caso y más de dos de ecologismo hipócrita, igual que los hay que progresismo de salón y de vegetarianos que comen jamón de vez en cuando, a escondidas, como un vulgar pecador de la pradera de la religión que se han montado.

De igual modo, se puede ir en bicicleta no por un respeto reverencial por el medio ambiente, ni por luchar contra el capitalismo, sino simplemente porque ir en bicicleta mola, incluso cuesta arriba. Bueno, lo de cuesta arriba sin pasarse.

Mola más todavía cuando puedes circular despreocupadamente, sin temer demasiado que venga un vehículo monstruoso y te lleve por delante. Por eso, cuando leo nuestro panfleto regional valenciano, leo que Grezzi ha vuelto a hacer de las suyas, pero esta vez se ha cortado mucho, y ha montado un carril bici en la Gran Vía Fernando el Católico, en el cap i casal, aunque en la calzada y junto al carril bus, del que no está segregado. Hasta los ciclistas, según "Las Provincias", critican esta vez a Grezzi, o bien "Las Provincias", que ya sabemos que a Grezzi le tiene ojeriza, ha escarbado hasta encontrar un ciclista que critique a Grezzi.

Conozco cada metro de la Gran Vía Fernando el Católico. Durante años fue mi camino de vuelta a casa después de las clases de ruso en la Escuela de Idiomas. En aquellos tiempos feroces, ni siquiera me cabía en la cabeza que pudiera haber un día un carril bici por allí. Además, en mi clase hubo un año un tipo bastante cretino, repeinado y estudiante de Derecho, que no pegaba ni con cola entre aquella panda de peludos que estudiábamos ruso, y que iba con una bicicleta de montaña, cuando apenas existía tal cosa, con no sé cuantas marchas y una aerodinámica que dejaba tieso a cualquiera. Yo llevaba un modelo de frenos de varilla, que distraje de la herencia de un tío abuelo, que llevaba lustros criando polvo en un corral, que los herederos me cedieron con una mezcla de conmiseración y asco, y que fue mi medio de transporte durante mi último año en Valencia, que sigo considerando uno de los años más felices de mi vida. Los piques en bicicleta con mi pijérrimo compañero de clase, que debía vivir por mi zona, eran de órdago, y el teatro de las operaciones era el carril bus de la Gran Vía Fernando el Católico, con su asfalto horadado y desnivelado a fuerza de soportar autobuses de dos cuerpos, camiones y todo tipo de maquinaria como pasaba por allí en aquel entonces, y que, a veces, me pasaba a mucho menos del metro y medio de distancia que, ya entonces, debía respetar al adelantarme. Qué digo metro y medio, ojalá hubiera sido la mitad. En ese contexto, dos estudiantes de Derecho y de Ruso se las tenían tiesas con sus respectivas bicicletas, uno con mejor material rodante que el otro, el cual, sin embargo, a base de orgullo, entrega, y encontrando atajos más cortos que la línea recta, a pesar de Euclides, a veces obtenía ventaja.

Los nietos de aquellos dos ciclistas podrán disfrutar de recorridos menos peligrosos. Porque, si salí no sólo vivo, sino indemne, de aquel año, ello tuvo que ser debido a la milagrosa intervención del ángel de la guarda. No hay otra posibilidad.

En cuanto a que sea un carril no separado del resto del tráfico, e interrumpido por quienes, con todo su derecho, quieren acceder a los autobuses y taxis que circulan por allí, pues qué se le va a hacer. De momento, hay esperanzas para que el asfalto mantenga al menos una apariencia digna, y no los socavones que me ha tocado vivir. Y luego, si comparo con Bruselas (o con Madrid, que yo no sé cómo no fallecen más ciclistas en Madrid, con los carriles suicidas que hay), ya me gustaría en Bruselas tener más carriles como el que veo en las fotos, pulcramente pintado de rojo. Aunque las cosas están empezando a mejorar, el carril bici bruselense más habitual es una bicicleta con una flecha pintada en blanco sobre el asfalto, y allá te las compongas. Sólo últimamente el gobierno socioecologista se ha puesto las pilas con los carriles bici.

Tengo ganas de probar el carril bici de Fernando el Católico, ya abierto al público. Si Dios quiere, tendré la posibilidad dentro de unos días. Lo más probable es que me entre un poco de morriña de aquel año que rodé peligrosamente, pero lo cierto es que todo lo que me recuerda aquel año me produce un poco de morriña, quizá porque los humanos tenemos la tendencia de recordar las cosas buenas, y aquel año hubo muchísimas, y olvidar las malas, que también las hubo. 

Entretanto, me quedan unos días de circular -poco- por los carriles bici sin segregar característicos de la región de Bruselas, lo cual me debería recordar mucho más mis piques con mi conmilitón que el relativamente aséptico recorrido en que seguramente se habrá convertido la Gran Vía. Pero eso será en otro momento, porque ahora se hace tarde, y mañana me toca madrugón.



miércoles, 16 de diciembre de 2020

Más desaguisados eclesiásticos

Yo ya sé que en esta época del año tan entrañable deberíamos estar llenos de buenos deseos, y que una de las obras de misecordia espirituales consiste en sufrir con paciencia los defectos del prójimo, pero hay cosas que, mal que me pesen, son de actualidad permanente, y una de ellas es el colapso de la Iglesia Católica en Bélgica, un colapso que me temo que nos hemos ganado a pulso.

Pues señor, tenía yo esta mañana una cita con un oculista nuevo y, como siempre que debo ir a un lugar por primera vez, y a despecho de lo que digan Google Maps y toda la caterva de aplicaciones de navegación que acabarán por hacernos minusválidos en cuanto nos falle algo y nos tengamos que orientar solos, salí con muchísimo tiempo de antelación. Pensaba ir caminando, pero vi que llovía, así que tomé la bicicleta y, como no me perdí lo más mínimo, llegué a mi destino media hora larga antes de la cita. Incluso para mis estándares, media hora es mucho para meterme en una sala de espera, y seguía lloviendo, así que miré en derredor para ver si podía emplear con provecho al menos parte de esa media hora.

En esto, vi que justo frente a mí, prácticamente en el límite entre los pueblos de Uccle y de Forest, pero ya en la parte tocante a Forest, un gran cartel rezaba, y nunca mejor dicho, "Paroise Saint Pie X - Parochie H. Pius X". Es decir, que estaba ante el templo dedicado a San Pío X.

San Pío X está retratado en la foto que ilustra esta entrada. Papa entre 1905 y 1914, se opuso tenazmente al modernismo teológico y favoreció una reacción católica firme. Un gran papa, seamos claros. Un gran papa que no tengo nada claro que estuviera conforme con lo que parece que se cuece en la parroquia que se le ha dedicado en Forest y que se intuye en las fotos que he sacado.

De momento, advirtamos el tablón de anuncios, últimamente bastante vacío, que se sitúa a nivel de calle. Un folio reza "Ici chaque dimanche messe à 11 h avec animation pour les enfants". En castellano "Misa aquí todos los domingos a las once, con animación para los niños". A mí me parece un cartel muy preocupante. De momento, porque me temo que hay una sola misa en toda la semana (y eso será cuando la permitan celebrar, que ésa es otra), a semejanza de lo que ocurre en San Marcos, otro que se revolvería en su tumba si viera a qué se ha reducido el templo dedicado a él. Para eso ha quedado el evangelio...

En segundo lugar, no nos engañemos, ese cartel revela que quien lo escribió o encargó destaca la importancia de la "animación para los niños", como si fuera eso lo más importante de la misa, que queda convertida en una especie de guardería beatorra, y no la presencia de Jesús sacramentado. Que no pido yo que el cartel diga "con presencia de Jesús sacramentado" (aunque quizá no estaría de más recordárselo a más de uno), pero lo mínimo es guardar un decoro mínimo y no destacar una pastoral tan sumamente desacreditada como la que se ha venido haciendo con los niños, como si no fueran capaces de comprender el lenguaje litúrgico. Que son niños, no subnormales, y son capaces de comprender el lenguaje litúrgico a veces mejor que muchos adultos aburguesados.

El resto del tablón medio lo ocupan tres carteles, pero sólo uno de ellos alude a alguna cosa relacionada con la religión. Se trata del titulado "Sarments forestois", o sea, "sarmientos de Forest", que alude probablemente al nombre de la unidad pastoral al que pertenece la parroquia. La unidad pastoral es un invento adaptado aquí, y que es dudoso que traiga nada bueno, que consiste en juntar varias parroquias para compartir servicios, y que en todo caso pone de manifiesto que la Iglesia Católica en Bélgica se ha quedado sin carne con la que cubrir el esqueleto.

Los otros dos carteles son, uno, un anuncio lamentando la desaparición de Fígaro, un indudablemente precioso gatito negro con las patas blancas, y preguntando si alguien lo ha visto. El cartel restante es una oferta de alquiler de plazas de aparcamiento allí mismo, al precio de 60 euros, supongo que al mes, y el teléfono móvil de la persona de contacto, probablemente el responsable de la "fabrique d'église", que es como decir el ecónomo de la parroquia, encargado del mantenimiento del templo y de que no se venga abajo. En estos tiempos pandémicos, mucho me temo que los ingresos de la parroquia son más magros que de costumbre, y los de costumbre, si han de depender de la colecta de la única misa que se dice en ese templo, tampoco deben de ser como para tirar cohetes.

Un vistazo un poco más allá nos permite ver el famoso aparcamiento cuyas plazas se alquilan, y que es un descampado aplanado y, por lo que se ve, con no demasiado éxito entre los usuarios. Por cierto que el cartel indicador ya nos permite ver otro de los ingresos de la "fabrique d'église", y que es el alquiler de espacios como salas de celebraciones. El letrero dice "San Pío X - Iglesia - Sala de celebraciones". En el mejor de los casos, que San Pío X, autor de "Vehementer Nos", estuviera muy de acuerdo con la situación, es asunto más que dudoso. Él fue, al fin y al cabo, el que tuvo que elegir entre que la Iglesia Católica en Francia fuera reducida a la miseria, al privársele de todas sus propiedades, o claudicar y llegar a un acuerdo con el gobierno masónico y revolucionario de la Tercera República. San Pío X eligió lo primero. Y uno diría que el uso de las salas como lugar de celebraciones particulares debiera ser subsidiario, e incluso disimulado, pero los responsables de la cartelería lo han situado al mismo nivel que el uso como templo, y no puedo dejar de pensar que no pasará mucho tiempo antes de que el uso como sala de celebraciones sea preeminente, y si queda alguna eucaristía, será anunciada con la letra pequeña.

Al final, sumido en estos pensamientos, había llegado el momento de acercarse al templo mismo, que se adivina debajo de la cruz que se ve en la fotografía, allá al fondo. Es acercarse un poco más y darse cuenta de todo el mal que ha hecho la arquitectura moderna, que ha reducido un templo católico a una especie de trapecio en relieve, más soso que la dieta de un hospital de coronarios, y que sólo parece una iglesia por la cruz que se ve en la parte superior del edificio, pero que igual podría ser el palacio de deportes del obispado.

En esto, y como seguía quedándome un tiempo prudencial para la hora de la cita con el oculista, recordé la instrucción del señor obispo de mantener abiertos los templos, ya que no para las eucaristías, al menos sí para la oración privada, y resolví acercarme al mismo, y grande fue mi regocijo al ver el interior iluminado, señal -pensaba yo- de que los responsables del templo debían estar haciendo caso a la orden del obispo, no como los de San Marcos, y que podría pasar el tiempo hasta mi consulta no en una sala de espera impersonal, sino en oración en un lugar a propósito.

Me acerqué, pues, a la entrada, marcada con una flecha, y empujé la puerta, como mandaba un cartel fijado sobre la misma, pero nada conseguí, porque estaba totalmente cerrada. Haciendo hueco con mis manos, atisbé en el interior a dos personas, un hombre y una mujer, colocando lo que parecían unas flores delante del altar. En honor a la verdad, y a pesar de que a través del cristal con los reflejos del exterior se veía más bien poco de lo de dentro, el interior del templo, forrado de madera, mejoraba sensiblemente el exterior que se puede apreciar en la foto (apreciar es mucho decir, pero el lector ya me entiende).

Las dos personas de dentro ignoraron completamente mi presencia al otro lado del cristal, ni siquiera cuando intenté buscar otra entrada y me fui desplazando por las distintas puertas alternativas acristaladas, todas ellas pulcramente cerradas y que, con flechas pegadas sobre los cristales, dirigían a la puerta en la que realicé mi primer intento. Aún di la vuelta por uno de los lados, hasta que no tuve otra sino cejar en mi empeño y, con las orejas gachas, recorrer los diez metros que me separaban de la consulta del oftalmólogo y, con un adelanto un poco menos exagerado que al principio, tocar el timbre.

Y me preguntaba, esperando mi turno, cuál era el motivo de que aquellas dos buenas personas, tan atareadas con sus asuntos, hubieran entrado en el templo cerrando la puerta tras ellas. De hecho, se habían quedado con el templo para ellas solas, muy al contrario del espíritu de la orden del obispo de mantenerlo abierto el mayor tiempo posible. Y ahí está el problema: las dos personas cerraron la puerta tras de sí porque no esperaban a nadie. No esperaban que nadie tuviese la humorada, en un día lluvioso y feo como ha salido esta mañana, de acercarse al templo a rezar, ni mucho menos de que un paciente del oculista vecino llegase a su cita antes de tiempo y quisiese pasar un rato en compañía del Señor.

La verdad es que no he tenido un contacto muy estrecho con los feligreses católicos belgas, fuera de algunas excepciones muy contadas, y que lo que voy a escribir ahora puede ser injusto. Sin embargo, la impresión que tengo es de unas comunidades sumamente endogámicas con enormes problemas para aceptar a alguien nuevo en su capillita. Mis escasos intentos de ejercer las funciones de catequesis que ya desempeñé en Valencia y en Moscú han sido un fracaso sin paliativos,  y los responsables pastorales diríase que han preferido que no hubiera catequesis en absoluto antes que confiársela a un advenedizo como yo. Se sospecha de todo lo que no se conoce, precisamente en una ciudad en la que un enorme porcentaje de la población es foránea, y se sacude la cabeza frente a todo lo que sea sospechoso de poco ecuménico-social-vaticanosegundista-misericordioso (y ahora, además, ecológico), y no digamos si alguien dice que el catecismo confirma que el pecado mortal existe y que la confesión frecuente es algo muy conveniente. Vamos, que el ecumenismo, sin ceder en los principios, está bien; lo social está bien; el Concilio Vaticano II tiene cosas chulísimas; y la misericordia más nos vale que la reparta Dios a espuertas, porque, como lo que reparta sea justicia, aviados estamos. Pero una cosa es apreciar eso, y otra muy distinta sólo apreciar eso.

Yo diría que la Iglesia Católica en Bélgica, o muy buena parte de ella, es el paradigma de lo que ha sido ese progresismo litúrgico-eclesial que, a la vista está, tanto daño ha hecho. Los templos se han vaciado, se mantiene una sola celebración, no al día, sino a la semana, el porcentaje de creyentes es irrisorio, y los responsables, en lugar de plantearse si no han estado equivocados, miran embobados no se sabe bien adónde, mientras se empecinan en continuar con la misma pastoral que nos ha llevado a donde estamos. Y, mientras la Iglesia Católica se encoge como el algodón de baja calidad lavado a noventa grados, las funciones se las siguen repartiendo los mismos, sin dejar entrar a nadie que no conozcan, y orgullosos de ser una especie de resto fiel, dueño de la parroquia, aunque sólo les quede el esqueleto.

Y, mientras, uno se queda ahuecando las manos y tratando de mirar al interior del templo, tratando de acceder a él, mientras una pareja de buenísimas intenciones adorna un altar para disfrute de ellos dos y de los pocos a quienes permitan la entrada.

Pero quizá esté yo completamente equivocado, no lo sé. Al fin y al cabo, el que tenía que ir al oculista era yo.

martes, 15 de diciembre de 2020

Bacanales

Para mí desconcierto, parece que Bélgica últimamente es noticia por la profusión de detenciones en fiestas ilegales, que se organizan y tienen lugar en contravención de las normas de confinamiento contra el coronavirus. Primero fue la orgía homosexual en la que pillaron al eurodiputado húngaro ése que es -bueno, era- miembro de un partido político que no pasa por partidario de la homosexualidad. A estas alturas, que en el centro de Bruselas tenga lugar una fiesta homosexual, o una orgía si se quiere, no debería ser noticia. El que ha seguido estas pantallas durante los primeros meses de 2013, en que el autor de estas líneas vivió en pleno centro de Bruselas, rodeado de las dos emes (moros y maricones, en expresión de dudoso gusto acuñada por un homosexual bastante de vuelta de todo que conocí en una fiesta de cumpleaños), sabrá que lo que es noticia en el centro de Bruselas es más bien que la fiesta no sea homosexual.

Obviamente, lo que era noticia era la doble vida de uno de los asistentes, que por un lado asistía a una fiesta con hombres semidesnudos y semidrogados, mientras que, en su vertiente pública, casado y con descendencia, pontificaba contra la ideología de genero y defendía la familia tradicional. Al menos, hay que decir que se ha comportado con cierta dignidad, después de pasar el ridículo episodio de intentar escaparse por una tubería. Supongo que haber dimitido de todos sus cargos y pedir la baja en el partido, hasta cierto punto, le honra.

Pero, en todo caso, lo que le ha pasado a este señor, y probablemente le pase a otros varios como él, da que pensar. En Bruselas es de lo más normal que haya un ambiente bastante disoluto, y eso prescindiendo de que la orgía sea homosexual o no (toda orgía deja mucho que desear en cuanto ejemplaridad). Las instituciones europeas, las organizaciones internacionales de todo tipo, y toda la maraña de organizaciones que pululan alrededor de ellas, atraen a un montón de gentes de toda condición, pero que, en general, son bastante jóvenes, con ganas de comerse el mundo, muchos son descreídos, como lo son el común de los mortales, y no paran mientes en adaptarse al relajado ambiente moral que impera por aquí.

El caso es que no todos los que vienen por aquí son tan jóvenes. El político húngaro, por ejemplo, ya no cumplirá los cincuenta, a pesar de conservarse tan bien como para atreverse a descolgarse por una tubería y ganar así la calle. Y eso nos lleva a que hay bastante gente sola, con jornadas de trabajo larguísimas y nadie que les espere en sus domicilios cuando vuelven a ellos. Es terreno sembrado para buscar distracciones y, no nos engañemos, Bruselas ha cerrado los cines, los restaurantes, las salas de conciertos y todo tipo de distracciones honestas. A quienes usan de ellas sólo les queda la clandestinidad en forma de fiesta de catacumba, porque que las iglesias sigan abiertas para la oración evidentemente no les consuela.

Muchas veces he dicho que éste es un país de voluntades libres, que resulta sumamente difícil conjuntar para que no choquen demasiado. En este contexto, llevo viendo desde marzo, desde el mismísimo comienzo de la pandemia, que las restricciones, pasados los primeros días de estupor, las ha tomado la gente por el pito del sereno; y la policía, seamos serios, tampoco se ha puesto a detener a diestro y siniestro a todo aquél que haya contravenido las ya de por sí pacatas órdenes de las autoridades. Por eso causa sorpresa la intervención en esta fiesta, y en alguna otra, que se ha producido sin excepción tras la denuncia de algún vecino a quien no dejaban dormir. He leído en algún sitio que el organizador de la bacanal, que debe ser un tipo con la cocorota especialmente desportillada, se ha quejado de que le han denunciado varios competidores suyos, igualmente homosexuales, celosos de su éxito y que buscan atraer los clientes que él tiene de ordinario. Yo creo que es darse importancia, pero, sea como fuere, mal vamos si el mercado de orgías homosexuales, que de por sí no debe ser muy limpio, padece la competencia entre émulos con tan mala leche.

El caso es que, a partir de ese incidente, y a despecho de que fiestas clandestinas, a no dudar, hay en todos los países del continente, no se habla sino de las del país de uno... y de las belgas. Uno lee los periódicos alemanes o franceses, y aparecen sucesos como las detenciones de algún nacional reunido con más gente de la conveniente... y la última detención en Bélgica, aunque en el grupo de fiesteros no haya eurodiputados, ni ministros, y la orgía cuente con hombres y con mujeres, eso sí, ligeros de ropa, lo que con el frío que está haciendo no será por gusto, sino por comodidad para pasar a mayores sin demasiado embarazo ¿Desde cuándo es noticia que un grupo de desconocidos, por mucho que esté prohibido, se lo monten entre ellos? Pues desde que ese grupo de desconocidos, aunque en este caso sean franceses, se hayan internado (tampoco mucho) en Bélgica para ejecutar sus designios orgiásticos. Sí, Bélgica, ese país en cuya capital pasa de todo.

En fin, así comienzan las leyendas negras, y parece que la de este mi país de residencia va por buen camino. Seguiré atento a las pantallas, pero no será hoy, porque se ha hecho tarde.

lunes, 30 de noviembre de 2020

El catolicismo invisible

Los obispos belgas no parecen tener muchísima madera de mártires, la verdad. Con la segunda ola del coronavirus, las autoridades masónico-liberales que nos gobiernan prohibieron el culto religioso, con contadísimas excepciones en casos de funerales, bautizos y matrimonios, sin que la conferencia episcopal belga haya hecho algo distinto a agachar la cabeza y tragar saliva, ni los fieles, la verdad sea dicha, hayamos hecho mucho más que torcer el gesto y, todo lo más, escribir entradas en esta bitácora. En Francia, como sabemos, hay obispos mucho más combativos, y no está de más ver que la muy timorata página de internet de la conferencia episcopal belga se hace eco de ello, aunque sea un poquito. ¿Cuándo tendremos en Bélgica un obispo como Monseñor Rey, por poner uno de los citados en el artículo?

Y no es la primera vez que el gobierno belga hace de su capa un sayo con los creyentes, porque la primera fase de la pandemia también sucedió algo similar. Tres meses sin sacramentos (con las tres excepciones antedichas), y sólo al final, cuando ya casi todo estaba abierto, se empezó a escuchar alguna queja, muy matizada, por parte de un obispo valón.

Al menos, se supone que los templos pueden estar abiertos para la oración personal. Pero eso es mucho suponer. En el berenjenal que es la iglesia católica en Bélgica, no es fácil encontrar templos abiertos a horas normales. San Marcos, el templo más cercano a mi domicilio, no es precisamente un hervidero de actividad y, si está abierto a alguna hora, yo no he sido capaz de localizarla.

Sin embargo, afortunadamente, hay excepciones. Al menos, yo he podido encontrar una, a casi cuatro kilómetros de casa, en que la iglesia está abierta para la oración de manera frecuente y, cuando no lo está, al menos la capilla lateral, con imagen de la Virgen, está a disposición de todo el que pase. Y la música religiosa de fondo ayuda. Lo curioso es que el templo está en las afueras, en una zona que se diría bastante descreída, y con una densidad de población bastante baja, pero el párroco es muy activo, su liturgia es cuidadísima, y los frutos se notan, cosa que prueba que, incluso en Bélgica, con todo lo secularizado que está el país, las cosas se podrían hacer bien, y se obtendrían resultados.

Como eso no pasa siempre, el gobierno belga, directamente, ningunea a las religiones. La musulmana no es -todavía- tan potente como para tenerle respeto y, de todas formsa, hay sitios donde las autoridades miran descaradamente para otro lado, por la cuenta que les trae; la católica podría montar pollos muy serios en algún tiempo pasado, pero no en el presente, así que el gobierno liberal-masónico belga desprecia abiertamente cualquier oposición que le pudiera venir por ahí.

Tras su última reunión, las autoridades han permitido abrir los comercios no esenciales, pero, de los templos, no han dicho ni mu. Cerrados. Así que en San Nicolás y Navidad se podrán hacer compras, pero no ir a misa. Uno diría que la Navidad (y San Nicolás) son fiestas religiosas.

Error. Ni siquiera los obispos belgas se lo terminan de creer, según parece. Veamos el siguiente artículo aparecido ahora mismo en la página oficial de la iglesia católica en Bélgica.

Me ha llamado la atención esta cita: Le vicaire épiscopal du diocèse de Liège n’a toutefois pas manqué de déplorer le fait qu’aucune allusion n’ait été faite aux cultes lors de la conférence de presse. « Rappeler l’origine religieuse de Noël et la dimension spirituelle qui s’y déploie, ne fait offense à personne. Mieux – cela fait du bien à tout le monde. »

En castellano: Sin embargo, el vicario episcopal de la diócesis de Lieja no ha dejado de lamentar el hecho de que en la conferencia de prensa no se haya hecho alusión alguna a los cultos: "Recordar el origen religioso de la Navidad y la dimensión espiritual que se despliega en ella no ofende a nadie. Es más, hace bien a todos."

Sin duda, el vicario episcopal es un señor bienintencionado, pero le traiciona el lenguaje que usa ¿Cómo que "origen religioso de la Navidad"? ¿No da a entender una expresión como ésa que la Navidad ya no es una fiesta religiosa, aunque su origen sea religioso? No será una fiesta religiosa, sin duda, para mucha gente, pero es lamentable que el vicario episcopal de Lieja, con lo que ha sido Lieja, no tenga valor (o directamente no crea, qué sé yo), que la Navidad, o es una fiesta religiosa, nada menos que la celebración del nacimiento del Salvador del mundo, o no es nada. Nada.

Con estas premisas, el resto del artículo suena completamente vacío. Habla el articulista de fieles que envían cartas para reabrir las iglesias, de "millones de creyentes belgas", antes ha hablado de los "gruñidos" de los fieles...Pamplinas. Mientras tanto, los templos siguen cerrados, y los fieles son ovejas, porque los que debían ser sus pastores resulta que también se han hecho ovejas, y el gobierno belga se permite ignorar directamente a los pocos católicos que debemos quedar en este país (millones, dice, qué bueno), mientras al vacío añade la humillación de hacer más caso a los tenderos de comercios no esenciales.

Nos mean encima, y decimos que llueve.

 

miércoles, 25 de noviembre de 2020

Proveedores de internet

Mientras la pandemia campa por sus respetos en Bélgica, superando con creces a todos los países de su entorno (y a los demás también), en este país de voluntades libres sigo con los intentos de cambiar de proveedor de internet. Ja.

Tras muchas llamadas, pena y trabajo, conseguí que viniera un técnico a instalarla, y aquí me encontré con unas circunstancias curiosas que no me esperaba, y que a saber de cuándo datan.

Mi casa lo es desde hace cuatro años y medio. Antes lo fue de un arquitecto a quien no estoy seguro de confiarle nada serio, visto cómo trataba su propia vivienda. De momento, la había llenado de escaleras, lo cual fue finalmente el motivo de la venta, porque sus rodillas no le daban para pasar de una habitación a la otra. Mientras uno es joven, se ríe de las escaleras y encima se mantiene uno en forma, pero, a medida que se van cumpliendo años, las cosas cambian. Nuestro antecesor decidió que ya estaba bien de sufrir y se fue a una vivienda de una planta, y ni una más, en Waterloo.

Aparte de no pensar en el futuro, la vivienda estaba recorrida por un caos de cables de todo tipo. Los cabos que nos íbamos encontrando los escondíamos tras los muros o tras donde fuera, sin saber muy bien de qué eran. Los obreros que nos hicieron la reforma, dirigidos por un arquitecto que era el paradigma del belga (es decir, que le daba todo lo mismo), eran una banda de chapuceros que dejaron demasiadas cosas a medias, y otras directamente mal terminadas, pero eso es otra historia, y prefiero no detenerme demasiado en ella.

Al lado de donde normalmente estaría el televisor, debía haber un cable coaxial, de ésos de antena de toda la vida. Al menos, la entrada existía, por lo que, cuando el proveedor de internet que debía hacer la instalación me preguntó si tenía una clavija de cable coaxial, yo dije que sí que la tenía, y no mentía.

Me las prometía muy felices, pobre de mí.

Cuando llegó el instalador, se vio que la clavija estaba, pero que el cable que había detrás no llegaba a ninguna parte. Es más, se descubrió un oportuno cable cortado en alguna de las reformas que había habido, que venía de la caja distribuidora de la red coaxial del municipio.

El instalador me dijo que su empresa no hacía ese tipo de conexiones.

- Pero, ¿se puede hacer?

- Sí, sí, se puede.

- ¿Y usted sabe hacerlo?

- Sí.

- ¿Y cuánto me costaría?

El instalador se quedó pensando un rato y dijo:

- Ciento veinte euros.

- Venga ¿Ahora?

- ¡Nooooo! No lo puedo hacer en horas de trabajo. Vendré el sábado. Si me libero, el viernes por la tarde.

Está visto que la gente se aprovecha de que, en estos tiempos, ir enmascarado no es sospechoso en absoluto, y pueden hacer impunemente todo tipo de desmanes.

El instalador se piró, no sin asegurar que me enviaría un mensaje de texto para confirmar la hora a la que vendría.

Como el asunto del cableado se iba a resolver en pocos días, llamé a la proveedora para pedir otra cita para instalar internet. Obviamente, todos los operadores estaban ocupados, así que pasé al plan B de hacerme pasar por un cliente nuevo. Volvió a funcionar, pero no tan bien. Se ve que su oferta es buena, porque tardaron ya un par de horas en llamarme.

En esta ocasión, desgraciadamente, la operadora que me tocó era menos avispada que la anterior. Probablemente, la otra vez tuve suerte, y esta vez me tocó la norma general.

- ... y me ha pasado esto, y por eso querría dar de alta internet a partir de la semana que viene, cuando el asunto del cableado esté resuelto.

- Ah, pero me tendrá que enviar su documento de identidad.

- Ya lo hice.

- Ah, sí, lo veo. Lo tengo en pantalla. Pero lo tiene que enviar otra vez.

- ¿Otra?

- Sí, otra.

- ¡Pero si lo tiene en pantalla usted! ¿Para qué se lo he de enviar de nuevo?

- Son nuestros procedimientos.

- ¿Enviarles una cosa que ya tienen?

- Sí, eso nos dicen en el departamento de altas.

No es que yo no tuviera ganas de discutir: es que es inútil. Ni siquiera en los peores momentos de Rusia (y no digamos ahora) me encontré con alguien tan profundamente cerril. Así que busqué el correo que había enviado para darme de alta con las tarjetas móviles, lo envíe de nuevo, tal cual, a la misma dirección y, con un suspiro, proseguí la conversación con mi interlocutora.

- Ya está. Ya lo he vuelto a enviar.

- Muy bien. Aquí lo veo. Nuestro departamento validará su documento de identidad, y entonces le llamaremos y podrá pedir cita.

- ¿Seguro que me llamarán? Es que les voy conociendo...

- Sí, sí, son nuestros procedimientos.

Casi diría que naturalmente, el instalador piratilla de ratos libres jamás envió el mensaje de texto, jamás apareció por casa para restablecer la conexión de cable y, de manera previsible, pero coherente con su idiosincrasia, el proveedor jamás me llamó para decir que mi documentación estaba validada y, por tanto, podía pedir cita.

Lo que sí que me llegó fue un enlace para rellenar una encuesta de satisfacción.

Estoy prácticamente seguro de que todo lo que escribí en la encuesta de satisfacción les entrará por un oído y les saldrá por el otro a los responsables de la empresa proveedora. Para ser sinceros, no es exactamente lo que yo consideraría una crítica constructiva, pero, si reciben muchas encuestas como la mía, un empresario debería preguntarse si no está haciendo algo mal.

En todo caso, tiene narices que lo que me haya dejado más satisfecho de la empresa haya sido el rato empleado en rellenar la encuesta de satisfacción.

martes, 3 de noviembre de 2020

Desde España

La verdad es que salir de Bélgica no fue empresa fácil, más que nada por la escasez de vuelos para hacerlo. Tras un par de cancelaciones, acabé por trasladarme en un avión que salía de Charleroi, ese aeropuerto que Ryanair ha denominado "Brussels-South", y ciertamente está al sur de Bruselas. Con la misma lógica, lo podría llamar "Valencia-North".

El aeropuerto estaba menos que medio vacío, y eso en el primer día de vacaciones escolares en Bélgica. Normalmente, estaría de bote en bote. Al menos, todo el mundo estaba exquisito: hasta los seguratas sonreían y, como éramos menos pasajeros que seguratas, y se veía que teníamos tiempo, nos sometieron a controles un poco más rigurosos que de costumbre. A mí me cachearon de arriba a abajo, si bien eso, fuerza es decirlo, sucede también cuando el tráfico aéreo es el habitual. Algo sospechoso me verán.

El vuelo parecía ser uno de los últimos que salían de Bélgica. Vamos, no comprobé si el avión lo pilotaba Hanna Reitsch, pero no lo excluyamos del todo. El pasaje, más o menos la mitad de la capacidad del avión, lo componían en su práctica totalidad familias belgas que se habían creído que Valencia no estaba tan mal como otras zonas de España y habían sacado el billete y mantenido sus planes, a pesar de que dos días antes las autoridades belgas habían metido la provincia de Valencia en zona roja. Cuando salí de Bélgica, Alicante y Castellón seguían en zona naranja, pero hoy toda la Península Ibérica se considera zona roja, con la única excepción de la provincia de Lugo, que, francamente, no es adonde se desplaza un turista belga en noviembre.

La llegada a Valencia fue igualmente rara: el aeropuerto estaba más ocupado por trabajadores que por pasajeros, y la cola de taxis era impresionante, mientras que la de pasajeros era totalmente nula, así que me monté en el primero que había y me planté en mi casa en un periquete. Qué diferencia con otros días...

La verdad es que en Valencia me está sorprendiendo una extraña sensación de normalidad. La gente lleva mascarilla, sí, pero fuera de eso parecería que la vida sigue igual. Los bares y restaurantes, que en Bélgica llevan varias semanas cerrados a cal y canto, aquí están abiertos como si tal cosa, y el buen tiempo que ha hecho hasta hoy mismo permite que las terrazas, donde lógicamente los contagios son menores, estén llenas, y los interiores prácticamente vacíos.

Los comercios, que en Bélgica llevan cerrados desde el viernes, salvo lo más imprescindible, aquí están trabajando normalmente. En nuestro barrio bruselense, la cosa es aún más grave, porque el único supermercado que está a una distancia fácilmente abarcable a pie ha cerrado por obras hasta entrado noviembre, con lo que los únicos comercios abiertos en el barrio son, seguramente, las dos farmacias más cercanas. El supermercado más cercano, un Carrefour de ésos que abren todos los días, domingos incluidos, está a más de un kilómetro y no es cosa de hacerlo con la compra de la semana a la espalda.

En Valencia, no. Todo funciona, los niños llevan uniforme, o al menos mochila, hay actividades deportivas, y esta mañana, saliendo de visitar la Almoina, coincidí con la entrada de un nutrido grupo de colegialas atentas a las explicaciones de su profesora. Enmascaradas, sí, pero juntas, para oír mejor lo que les decían. Nada de eso sucede ahora mismo en Bélgica.

Dicen que en España vamos hacia un confinamiento estricto, y bien pudiera ser, ahora que hay estado de alarma y toque de queda desde medianoche, a lo Cenicienta. Muchas de mis amistades españolas, seguramente asustadas por la situación que ven a su alrededor, e imbuidas de ese complejo de inferioridad propio del español que ha viajado poco, preguntan qué estarán pensando en Europa del, dicen, desastre que está sucediendo en España.

Como otras muchas veces, me toca decir que no somos peores que en otros países de Europa, aunque las derechas digan que sí, y que la culpa es de la izquierda, y la izquierda también diga que sí, y le eche la culpa a la derecha. Si hay algo en lo que estamos claramente peor que en el resto de Europa es en el enconamiento entre unos y otros, que hasta ese extremo no creo que se dé en ningún otro sitio. Pero, fuera de eso (o a pesar de eso), no veo yo que España funcione peor que Bélgica, un país donde el diagnóstico del COVID no se hace antes de diez días, y eso sólo con síntomas. Por comparar, Abi estudia en Madrid, una ciudad gobernada por la derecha que, si tenemos que creer a la izquierda, está al nivel de catástrofe de Chernobil, o peor. Pues bien, sin tener el menor síntoma se ha hecho la prueba de antígenos en la sanidad pública por la mañana, hoy mismo, que fue cuando la pidió, y a la media hora salía con el resultado. Negativo.

Para que nos hagamos una idea, en Bélgica han abandonado la idea de hacer test a los que se desplazan al país desde una zona roja. No pueden, es pura saturación del sistema. En su lugar, hay que rellenar un cuestionario de autoevaluación y, si eres asintomático y te has autoevaluado lo suficientemente bien, eres libre o, como mucho, te mandan un SMS (aún he de verlo) con instrucciones.

De momento, lo que no está claro es que sea capaz de volver a Bélgica. Tengo un billete de avión para dentro de una semana, sí, pero últimamente los billetes de avión comienzan a parecerse mucho al papel mojado. Ya veremos si consigo tomar un vuelo... o se me hace tarde.

viernes, 30 de octubre de 2020

Cambiando de proveedor de internet... ¡en Bélgica!

Las cosas no van muy bien últimamente por casi ningún país de Europa, y desde luego no por Bélgica ni por España. Toques de queda. Estados de alarma. Mucho miedito, y gente que sale de su casa a hurtadillas, como si lo hiciera furtivamente. Teletrabajo generalizado. Uno esperaría que, en estas circunstancias, los proveedores de servicios belgas se concienciaran de que hay que disputarse los pocos clientes que van quedando, y que es hora de tratarlos con algo de respeto. Que yo diría que, en Bélgica, y muy particularmente en Bruselas, las encuestas de satisfacción no se hacen a los clientes, para ver si están satisfechos con sus proveedores, sino a los proveedores, para ver si están contentos ellos con sus clientes, no sean que les pidan muchas cosas o sean muy pesados.

Como ya vimos en otra ocasión, y si no lo repito aquí, la velocidad de la red en Bélgica es lamentable. En España hay fibra óptica en todas las grandes ciudades, y en muchas de las no tan grandes, y la velocidad es decente; en Bélgica no. En Bélgica la fibra óptica sigue siendo una excepción, y los proveedores de internet ofrecen velocidades de 30 megas de bajada como si fuera el no va más y el rayo que no cesa. Eso vale para nuestro actual proveedor, la antigua compañía de bandera belga, que es cara, muy mejorable, y tiene un servicio a la clientela entre penoso e inexistente.

Como en estos tiempos de teletrabajo y tele-estudio no queda otra sino tener una conexión lo más rápida que se pueda, he tomado la decisión de cambiar de proveedor. Se supone que es cosa fácil, incluida la portabilidad de números móviles y fijo.

Pues no. En Bélgica nada es del todo fácil.

Hay que reconocer que la cosa comenzó bien. Hice la petición en línea, y me llamaron en cuestión de minutos, de forma totalmente inesperada. A los tres días ya tenía las tarjetas SIM en mi poder y activadas, y el espacio de nuevo cliente. Sólo faltaba instalar internet y transferir el teléfono fijo al nuevo proveedor. El antiguo proveedor hizo amago de llamarme, pero me pilló en una tele-reunión de trabajo y no insistió más.

Pasaban los días y, a despecho de las buenas promesas de los comerciales del primer día, nadie se ponía en contacto conmigo para concertar una cita para instalar la conexión. Y, después de pasar los días, empezaron a pasar las semanas.

Llamar al servicio de atención al cliente era perder el tiempo y la paciencia, escuchando una cantinela interminable "todos nuestros operadores están ocupados, le pedimos que tenga paciencia" una y otra vez. Y seguía con el internet a pedales...

Al final, decidí hacerme pasar por un cliente nuevo, ya que parecía que lo único que funcionaba bien era el departamento comercial. Y, efectivamente, escribí como si me quisiera dar de alta desde cero, y a los pocos, no minutos, sino segundos, ya tenía a alguien llamándome, quizá uno de esos operadores que están ocupados si se marca el número de atención al cliente. Tiene narices que se trate mejor a quien se supone que no es cliente que a quien sí que lo es...

Le expliqué mi caso a la chica, amabilísima, que me atendió.

- ... y desde entonces nadie se ha puesto en contacto conmigo para concertar una hora para la instalación.

- Claro, es que tiene que llamar usted.

- ¿Yo? Eso no es lo que me dijeron.

- Voy a ver qué pasa.

Dentro de la calamidad que son los servicios en Bélgica, me da la impresión de que, o tuve suerte esta vez, o la tuve muy mala la primera. Por lo visto, nadie había validado mi tarjeta de identidad, que estaba durmiendo el sueño de los justos en la bandeja de entrada de su correo, y nadie había pensado que, además de tres tarjetas de móvil, no me vendría mal una línea telefónica fija y una de internet.

En fin, parece que mi interlocutora llevaba poco tiempo en la empresa y no había tenido tiempo de imbuirse del espíritu clientófobo de todo trabajador que se tercie, porque al poco tiempo (media hora larga, tampoco vayamos a pasarnos) ya tenía una cita con los técnicos, eso sí, dentro de dos semanas. Para entonces, Bélgica puede estar confinada completamente y las salidas a instalar cosas totalmente prohibidas, pero confiemos en que no.

Lo del cambio de proveedor de internet promete ser similar a la extraordinaria odisea de la puerta del garaje, y ya lo iré contando en estas pantallas, pero todavía hay un episodio más tremebundo en mi relación con el mundo de los servicios belgas: el cuarto de baño de Ame y las filtraciones en el piso de abajo. Llamarlo frustrante es poco, pero no nos precipitemos, que es asunto para una entrada larga y tendida. A moco tendida.

Pero eso será en otra ocasión, porque mañana sale mi vuelo a ese país en estado de alarma durante los próximos seis meses que, además, tiene a prácticamente todas las comunidades autónomas confinadas. Y, como sale mañana por la mañana, si Dios quiere (y, de momento, parece que aún no se ha opuesto), hoy se hace tarde.

domingo, 25 de octubre de 2020

En casita

El gobierno de la región de Bruselas (ésos de la foto) ha decidido ser más (o menos) papista que el Papa, y ha tomado una serie de decisiones que deja chiquitas a las que había adoptado el gobierno federal belga. De momento, el toque de queda (couvre-feu, se llama en francés, lo cual tiene un curioso origen que queda para otra ocasión) va más allá del federal. Como vimos, el federal transcurre entre medianoche, como el de Cenicienta, y las cinco de la mañana, mientras que el regional se aplica desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana.

El gobierno regional es, pues, aún más socialista que el federal, a la hora de hacer el trabajo de los demás, en este caso de los padres de adolescentes. Durante el próximo mes, ni me tengo que molestar en ponerle a Ame hora de llegada, cosa que podría ser objeto de conversaciones más o menos tensas: el benévolo gobierno regional bruselense ha cortado el problema de raíz. Su padre permite a Ame llegar a casa a la hora máxima que marca la ley, y más generosidad no es posible dentro del marco jurídico que nos limita. A las diez en casita. Qué gusto, tú...

Además, el gobierno regional lo ha prohibido casi todo: deporte, salvo que sea estrictamente individual; bares, restaurantes y establecimientos similares (otra ayuda a los padres de hijos adolescentes); la mascarilla vuelve a ser obligatoria en todo el territorio de la región; ah, y también ha prohibido las misas. En eso es en lo que, me imagino, son menos papistas que el Papa, aunque el Papa (éste) es a veces tan confuso que sólo Dios sabe con certeza su nivel de papismo.

A todo esto, para contagiarse en una iglesia hay que proponérselo con una seriedad admirable. He estado en cuatro iglesias distintas bruselenses en este período, y los responsables de las mismas han currado de tal forma que no te acercarías a menos de dos metros de ningún otro feligrés, a menos que tu intención fuera precisamente ésa: flechas, barreras, asientos señalizados... más que en parroquias de barrio, se diría uno en la capilla de una prisión de alta seguridad. Pero el gobierno regional, ese ente entre sociata, masónico y ecologeta, entiende que los templos pueden ser un foco de contagio; más, por ejemplo, que el Decathlon o el IKEA. Del último no sé (y es cierto que en la región de Bruselas no hay ninguno), pero estuve el sábado pasado en el Decathlon y allí no había ni limitaciones de aforo, ni distancia social, ni flechitas o barreras. Pero los Decathlon de Anderlecht y de Evere seguirán abiertos a despecho de la presencia de virus en este mundo en general, y en la región de Bruselas en particular.

Porque, sí, Bélgica se ha impuesto a sus perseguidores y hoy es el país más tocado por la pandemia, que está más rampante que el león del escudo de Flandes. Se veía venir, claro, tal y como es Bélgica, que, recordemos, es un país de voluntades libres que sólo se someten, y con desgana, al pago de impuestos. Ahora queda por ver cómo se someterán esas voluntades libres a la obligación de llevar mascarillas y de recogerse a las diez de la noche, obligación que comienza a partir del lunes. En lo de las mascarillas me voy a fijar; no, en cambio, en lo de recogerse a las diez, porque eso implicaría salir a deshora para curiosear y, con ello, rebelarse contra la misma norma, y no estoy yo a estas alturas de mi vida como para que me devuelva a casa la policía bruselense con un multazo, y que Ame se comience a hacer preguntas sobre si merece la pena o no llegar a casa a las diez, como su padre le pide y el gobierno regional le impone.

Y es que hay que dar ejemplo. Además de que, como es notorio a los lectores de esta bitácora, no me gusta a mí que se haga tarde. Como ahora.

viernes, 16 de octubre de 2020

Más noticias pandémicas

La llegada del nuevo gobierno ha acelerado las medidas de contención de la pandemia. Que se vea que hay alguien al mando. Así que:

1. Sólo podemos tener contacto con una persona que no pertenezca a nuestro núcleo familiar. Una al mes. Los misántropos están de enhorabuena, y la propia rueda de prensa en la que se anunciaron las medidas sería ilegal si se hubiera producido después del lunes, que es cuando entran en vigor.

2. Ni bares, ni restaurantes, ni nadie que sirva papeo o priva durante un mes. Toma ya. Van a volver los tiempos de las comidas a domicilio. Y de los cocinillas, y de las recetas fáciles para gente que no cocina demasiado bien...

3. Teletrabajo para todo el mundo. A mí no me va a cambiar la vida esto, porque ya estaba en ese régimen desde hace meses, pero habrá quien lo pase peor aún de lo que ya está.

4. Se prohíbe la venta de bebidas alcohólicas a partir de las ocho de la tarde. Pero no dicen a que hora se puede volver a vender... En todo caso, si los bares y restaurantes están cerrados, y teniendo en cuenta que en Bélgica a las ocho de la tarde, y aun antes, todo está cerrado a cal y canto, el impacto de la medidas se reduce a los after-hours que hay por la ciudad, a modo de farmacias de guardia.

5. Toque de queda desde medianoche hasta las cinco de la mañana. Como padre de un adolescente, entre eso y el detalle del alcohol, el gobierno ha hecho el trabajo por mí. Eso debe ser el socialismo. Ya no tendré que preocuparme por la hora a la que llega Ame a casa. Bueno, salvo que llegue esposado por pasarse de la hora, y me caiga un multazo.

En cualquier caso, y teniendo en cuenta que las medidas entran en vigor el lunes por la noche, auguro un fin de semana especialmente movido, con toda la juventud quemando Bruselas antes de que se acabe la juerga. Ame ya me ha dicho que seguramente se quede a dormir fuera.

Y ahora, que me diga alguien, ¿cómo adoptan esas medidas para que entren en vigor dentro de tres días? ¿Se creen que en esos tres días no va a pasar nada? Teniendo en cuenta lo descerebrado que es cierto populacho, dentro de unos cuantos días, cuando acabe el período de incubación de lo que pase este fin de semana, auguro una explosión de casos sin precedentes.

Eso, por si no tuviéramos bastante con la situación actual, que deja a Madrid, esa ciudad en estado de alarma y confinamiento premium, a la altura del betún en materia de contagios. Los barrios más pobres, como Molenbeek, superaban ayer los mil contagios por cien mil habitantes; entre los barrios más pudientes de la región de Bruselas, los contagios eran mucho menos frecuentes, con una notable excepción: Uccle. Sí, tenía que ser Uccle.

Lo de Uccle es un poco difícil de explicar, pero todo apunta que los contagios siguen un criterio lingüístico por lo menos curioso. En Molenbeek, Schaerbeek y otros sitios del lumpen -relativo- de la región, parece atacar a los que se comunican en árabe; en Uccle, como ya hemos visto en alguna ocasión, parece que hay terreno abonado a que el virus infecte a quienes se comunican en inglés, que aquí abundan. A ver si va a ser que hablar francés y flamenco protege de las infecciones.

La que desde aquí se ve algo mejor es España: si hace unos días Valencia, Castellón y Alicante habían pasado de color rojo a naranja, hoy lo ha hecho Cantabria y toda Galicia, menos Orense. E incluso hay un territorio español en verde: la isla de La Palma. Por algo se empieza.

En fin, que la cuestión parece comenzar a girar y dejar de ser si los belgas me iban a dejar entrar a su país, cuando vuelvo desde España, para pasar a ser si los españoles me van a dejar entrar en Valencia, sabiendo que vuelo desde Bruselas.

Dentro de dos semanas tengo un billete de avión para comprobarlo. Suponiendo, eso sí, que dentro de dos semanas esté permitido volar, que eso sólo Dios lo sabe. Entretanto, no es cuestión de perder el sueño por algo que no podemos cambiar y, como es tarde, vamos a dar esta entrada por buena.

miércoles, 14 de octubre de 2020

Noticias pandémicas

Ha bastado con formar gobierno, sin llegar por poco tiempo a sobrepasar los dos años negociando, y desatarse la segunda ola de coronavirus en Bruselas. Las infecciones han subido como la espuma, cosa que debemos considerar bastante previsible en una ciudad, la mayoría de cuyos habitantes no sólo tienen sus raíces en otro lugar, sino que, durante el verano y aun después, se han dedicado a volver a ellas.

Cuando llegué a primeros de septiembre, las autoridades belgas estaban aparentando seriedad. De hecho, me libré por los pelos de tener que someterme a cuarentena y tests obligatorios, porque fue llegar y declarar zona roja todo el Reino de Valencia, que hasta entonces era naranja (como debe ser Valencia, claramente), y pintar toda España de rojo. La mascarilla era obligatoria en toda la región de Bruselas, aunque, la verdad, las veces que salí a la calle la llevaba uno de cada tres, y corría el bulo de que en los parques de la ciudad no era obligatoria. Digo que era un bulo porque en las entradas de todos los parques había un letrero, en francés y en neerlandés, que dejaba clarísimo que, o te ponías la mascarilla, o te ibas a casa. Pero se ve que hay gente que tiene dificultades con ambas lenguas, porque es verdad que te cruzabas con grupitos de adolescentes o jovenzuelos, totalmente desenmascarados, y hablaban inglés.

Las autoridades tenían la opción de poner a la policía a poner multas a troche y moche y a detener a los infractores, o de hacer la vista gorda. Básicamente han optado por lo segundo, porque éste es un país libre, o algo así, al menos en el sentido de que, con tal de pagar impuestos, aquí la gente hace lo que le sale de las narices. Lo de pagar impuestos, en cambio, es innegociable: si hay algo que funciona en Bélgica como un reloj, eso es la administración tributaria. El resto del país es un complicado engranaje de voluntades libres que sólo con pena y trabajo consiguen aunarse para llevar a cabo alguna tarea común.

Total, que el gobierno regional decidió que tampoco había que exagerar con las mascarillas, y que a partir del 1 de octubre su uso en la vía pública no iba a ser obligatorio, excepto allí donde no se pudiera mantener la sacrosanta distancia social de metro y medio. Es decir, en zonas comerciales especialmente concurridas y debidamente señalizadas.

Contra lo que pudiera esperarse, no he notado una reducción significativa entre quienes no llevan mascarilla y quienes han decidido conservarla: son los mismos de antes. Yo he decidido no llevarla, pero, si hace frío, la verdad es que tampoco le hago ascos, pero no tanto por no contagiarme ni contagiar al personal, sino porque tampoco hay que renunciar a unos cuantos grados de propina. Que ya sé que en España sigue haciendo una temperatura bonancible, pero en Bruselas la máxima de hoy ha sido de once grados, yo duermo con dos mantas y la calefacción ya está en marcha.

Hace un rato leía que en lugares como Molenbeek una de cada tres pruebas son positivas. Molenbeek es un municipio que engaña, como ya vimos hace unos años, porque está en Bruselas, pero uno se diría en África. Supongo que allí los contactos son bastante estrechos, lo cual es néctar y ambrosía para los virus, que deben estar frotándose el ADN y el ARN mientras infectan a diestro y siniestro.

Mientras tenemos la segunda oleada encima de nosotros, y yo sigo en teletrabajo, menos un par de días en que me he acercado a mi oficina a desempeñar unas tareas que se prestaban mal a ejecutarlas desde mi casa. La verdad es que aquello parecía una de esas películas de los ochenta en que los malos habían lanzado bombas de neutrones y te encontrabas con ciudades intactas, pero completamente vacías. Creo que, además de mí mismo, había dos colegas en todo el piso, que normalmente (pero, ¿qué es eso de normalmente ahora?) debían alojar unas cuarenta personas.

Yo no sé si volveremos a los viejos tiempos, pero lo dudo mucho. Eso sí, hay algo que no ha cambiado lo más mínimo: que se hace tarde y, por tanto, es hora de terminar esta entrada.

viernes, 9 de octubre de 2020

Más Pajottenland: el Congoberg

¿Y esos olvidos? No hace tanto estábamos paseando por el Pajottenland, y quedó pendiente describir un poco el paseo desde Vollezele hasta el Congoberg, así como el motivo de que el cerro en cuestión haya recibido un nombre tan colonial.

Vollezele es un pueblo flamenco cuco y bonito, y está rodeado por una campiña no menos cuca y bonita. Maizales en abundancia, sobre todo, y bastante ganadería. La verdad es que dan ganas de quedarse una temporada por aquí, lejos del bullicio de una Bruselas que, sin embargo, está sólo a una treintena de kilómetros. Las casas cercanas al pueblo presentan un aspecto bucólico, y en casi todas ellas han algún chiquillo curioseando quiénes son esos forasteros que pasan por sus calles.

La región es famosa, como vimos, por sus caballos de tiro, que conserva en un intento atávico de aferrarse a un símbolo, más que a un animal. Y siguen criándolos, como vimos por el camino, en que nos cruzamos con una pequeña manada retozando tranquilamente dentro de un cercado.

Además de las competiciones de caballos de tiro, que continúan organizándose cuidadosamente año tras año, los pajotten tienen otras justas, como la del árbol del año, galardón que no hace mucho recayó en el árbol de la imagen, sin que quede demasiado claro para el paseante lego cuáles son los criterios que guían al tribunal a la hora de elegir un árbol, y no otro de su misma especie y medidas, como representante de todos los árboles de la región en ese mismo año.

Pasado que hubimos el árbol del año, y siempre siguiendo el camino que nos sacó de Vollezele, llegamos al Congoberg, y hora es de preguntarse por el motivo de ese nombre. Contra lo que pudiera suponerse, no es un homenaje a la colonia belga por antonomasia, sino que tiene un origen más prosaico, de cuando la zona estaba jalonada de minas de carbón, y los mineros que trabajaban en ellas, cuando volvían de las mismas, pasaban por el cerro que acabábamos de coronar, con un aspecto bastante desastrado, sucios como un deshollinador chino y, obviamente, con tizne por todo el cuerpo, que les dejaba más negros que blancos. Y, si en Bélgica hay algún lugar de donde se considera que vienen los negros, ése es el Congo, con lo cual enseguida se bautizó el lugar como Congoberg.

Hoy, seguramente, tal desatino desde el punto de vista de la corrección política no sería posible, igual que el acompañante de San Nicolás ha dejado de ser conocido por estos pagos como Zwarte Piet (Pedro el Negro, literalmente). Bueno, en realidad sigue siendo conocido bajo ese nombre, que es difícil que sea considerado racista salvo por cerebros muy torturados, pero lo cierto es que genera controversia. El Congoberg, en cambio, se mantiene incólume, probablemente porque poca gente conoce el origen del nombre y porque, a simple vista, puede parecer un mero homenaje a la colonia, como quien le dedica una calle.

Y vamos a terminar aquí, de momento, las peripecias por el Pajottenland, hasta que haya mejor ocasión de proseguirlas. Entretanto, Bruselas, celosa quizá de la relevancia de las otras capitales europeas, o más bien tan torpe o más que quienes las habitan, está viviendo otra ola de casos de coronavirus, lo cual, si Dios quiere, será el objeto de la siguiente entrada.

sábado, 26 de septiembre de 2020

La Pantera Rosa

Todo el que haya seguido esta bitácora desde su inicio, o desde cuando sea, se habrá percatado de que me gusta la Pantera Rosa. En los primeros años, includo puse la banda sonora de Mancini como música de fondo, y sólo la quité cuando una serie de lectores, hasta las narices de la misma, me lo suplicaron. Como yo mismo corría el riesgo de acabar detestando una melodía que, en principio, me encanta, les hice caso, y creo que hemos salido ganando.

En efecto, la Pantera Rosa me encanta. Tengo toda la serie con Peter Sellers y Blake Edwards, un montón de películas de dibujos animados, mi avatar es una pantera rosa con boina roja y gafas oscuras, e incluso el fondo de pantalla de mi escritorio en el ordenador es de color rosa. De hecho, lo primero que hago en cuanto instalo un sistema operativo es cambiarle el fondo de pantalla y ponerlo en rosa. Creo que la única excepción es la textura de camuflaje que verá el lector en el fondo de esta misma pantalla, y que también tengo en mi teléfono móvil, y eso que algún lector me hizo saber en su día que no les gustaba nada y que hacía la bitácora difícil de leer. Ahí ya me planté, como podéis comprobar fácilmente.

En Valencia, la Pantera Rosa, además de todo lo anterior (y de Toni Kukoc), es una fuente pública que todo el mundo conoce y que está situada a la entrada al centro desde el sur. Es un poco difícil no verla, porque es enorme y, de hecho, está representada en la foto que ilustra esta entrada. Se supone que el lugar en el que se la ubicó se llama plaza de Manuel Sanchis Guarner, pero nadie en Valencia, absolutamente nadie, sabe dónde está esa plaza; en cambio, preguntas por la Pantera Rosa y no hay ningún problema en que te indiquen cómo llegar.

La escultura tiene una historia curiosa, y más vale que el lector, si busca más información, no haga mucho caso de las reseñas de los guías locales de Google. De hecho, acabo de leer a uno que escribe, así, con aplomo, que es una obra del escultor Calatrava, y se queda tan pancho. De momento, Santiago Calatrava, aunque se las dé de artista, no es escultor, sino arquitecto; y desde luego no es el autor de la Pantera Rosa, porque lo es Miquel Navarro, también valenciano, como el mismo Calatrava, pero al que sería injusto privar de lo que es suyo, aunque su obra no deje a nadie indiferente.

Con Miquel Navarro o, mejor dicho, con su obra, he tenido un encontronazo reciente. Bueno, en realidad he tenido dos. El primero fue en agosto, en Valencia, cuando visité el IVAM con mi hija Ro. Ro ya no es la niña de cinco años que aparece en la segunda entrada de esta bitácora, claro, aunque creo que aquella entrada la sigue retratando perfectamente. Sin embargo, aunque ahora es una real moza de diecinueve años, por la que supongo que beberán los vientos sus compañeros de universidad, no deja de ser mi hija, y hay cosas a las que un padre, qué le vamos a hacer, tiene reparo. Y una de esas cosas es entrar en lugares calificables de pornográficos. No sé si durarán mucho, pero aquí hay una descripción de lo que es capaz Miquel Navarro, artista fálico donde los haya y capaz de hacer ruborizarse al palo de una escoba. Entramos, pues, en la sala del IVAM que alberga la colección que Miquel Navarro ha cedido al museo. Afortunadamente, Ro debió percibir el rictus torcido que se me puso nada más echar un vistazo a las obras que adornaban la estancia, de manera que no duramos mucho en ella. El resto del museo, como todos, es opinable, y yo estoy convencido de que ha conocido mejores tiempos, pero, al menos, no era directamente inmoral.

El segundo encontronazo con la obra de Miquel Navarro lo tuve una vez retornado a Bruselas. Decidí acercarme a una librería donde podría encontrar un manual de neerlandés (sí, sigo con el neerlandés, aunque sea de manera telemática), y me despisté un poco, con lo que aparecí a unos doscientos metros de la librería, en una plaza que me llamó fuertemente la atención, no por su majestuosidad ni por su belleza sublima, sino por la fuente que había delante de mis narices, y que estaba seguro que había visto en algún sitio.

Efectivamente, era la prima de la Pantera Rosa. La semejanza era tan evidente, que no pude menos que indagar un poco y, sí señor, el autor de la fuente, en una plaza perdida de Schaerbeek, región de Bruselas, era el mismísimo Miquel Navarro. De Mislata a Schaerbeek, nada menos.

Dejaré para otra entrada la recepción que la obra de Miquel Navarro ha tenido en Schaerbeek. El valenciano, como es bien sabido, tiene una bien ganada fama de meninfot, es decir, que nos da todo un poco lo mismo con tal de que lo más íntimamente nuestro no nos lo alteren. Así nos va, por otra parte.

El habitante de Schaerbeek no tiene esa fama, quizá porque, tras los cambios que ha sufrido en los últimos decenios, Schaerbeek se ha convertido en un municipio enormemente multicultural que no acaba de digerir la inmigración que ha recibido y que ha terminado por perder la personalidad que hubiera tenido y no llegar a adquirir otra. Pero eso lo veremos en la próxima entrada, porque hoy se va haciendo tarde.

viernes, 11 de septiembre de 2020

De Brabante a Borgoña

A pesar de mis buenos deseos, se echa de ver que durante mi estancia en España no he escrito una sola línea, y no es para menos. Fuera de que mi conexión a Internet es esporádica y poco estable, me he dedicado a otro tipo de menesteres, como un poco de turismo interior y ver a la familia, que, con tanto confinamiento, ya los pequeños de la casa ni me recordaban.

Pero, ya de vuelta, y tratando de superar el bajón que constituye la vuelta a la rutina, voy a seguir con los trabajos en la bitácora, esperando que los lectores que quedan a la misma no hayan salido espantados de la indigestión que puede suponer la lectura del fuero de Cortenberg en neerlandés medieval.

En los gloriosos tiempos de Juan el Victorioso nadie diría que a la estirpe de los duques de Brabante les quedaba poco tiempo más de existencia, pero así era sin embargo, como vamos a ir viendo en las próximas entradas de esta serie. Sucedió a Juan II su hijo, Juan III, que gobernó el ducado desde la muerte de su padre en 1312 hasta la suya propia, en 1355, que ya es un período más que decente. A diferencia de su padre, el Pacífico, y más a semejanza de su abuelo el Victorioso, Juan III se pasó su gobierno dándose de tortas con todo el mundo en un contexto de penuria económica extrema, y buena prueba de lo necesitados que estaban los duques de Brabante es la mera existencia del fuero de Cortenberg, que les dejaba con muy poquito margen de maniobra si querían pagar sus deudas. Vamos, que iban sobrados de títulos y honores, pero no de peculio con el que hacer frente a los gastos derivados de mantener el prestigio y el boato que venía aparejado a ellos.

Por si fuera poco, nos estamos acercando a uno de los períodos más complejos de la Edad Media en esta zona del mundo: la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, que obligó a los brabanzones a tomar partido y a cuidar mucho de cómo hacerlo, porque las tornas de esa guerra cambiaron en numerosas ocasiones (si no, a santo de qué iba a durar cien años, que en realidad fueron algunos más) y, el que se equivocaba de bando, corría riesgo cierto de desaparición.

Juan III era medio inglés, como hijo de la princesa Margarita de Inglaterra, de manera que no es extraño que tomara el partido de la nación de su madre. Sin embargo, Francia, y más en particular su rey, Felipe VI de Valois, decide darle donde más le duele, confiscando los bienes de los brabanzones en Francia, cosa que en Bruselas gustó menos que poquito. Los burgueses bruselenses deciden buscar un culpable y, como al rey de Francia no llegan, prefieren buscar un culpable a quien le puedan hacer cosquillas al menos. Efectivamente: su propio duque, que se ha aliado con los ingleses, el muy torpe. La revuelta es de aúpa y, aunque Juan III la sofoca como puede, decide llevarse un poco mejor con el francés y se dedica a casar a sus hijas con personajes francófilos de la zona.

A sus hijas, sí, porque sus hijos varones fueron palmándola uno tras otro antes que su padre. A su hijo segundo, Enrique, en esta política de acercamiento a Francia, lo casó incluso con la hija del rey de Francia, Juana, pero la palmó sin hijos en 1349. La hija del rey de Francia, ya viuda, pasó de duquesa de Brabante a reina de Navarra al casarse con uno de los personajes más turbulentos de este período, el rey de Navarra Carlos el Malo. Como Juana era hija de Juan II el Bueno, y parece que ambos personajes merecían sus apodos respectivos, el contraste debió ser importante para la pobre mujer.

Pero estábamos en Brabante, no en Navarra. Juan III falleció en 1355 sin que le sobreviviera ningún hijo varón legítimo (de los bastardos iba sobrado), así que la línea legítima de Brabante se extinguió con él. Como curiosidad, la línea bastarda ha llegado hasta nuestros días a través de Juan Brant de Brabante, bastardo suyo, a quien su padre ennobleció con diversos señoríos de fuste relativamente escaso. Con el tiempo, parece que algún descendiente incluso hizo borrar la barra de bastardía del escudo, pero eso es otra historia.

La nuestra nos lleva a Juana de Brabante, hija de Juan III y sucesora suya entre, nada menos, 1355 y 1406. Y al documento fundamental para el Derecho Público brabanzón hasta la Revolución Francesa, es decir, la llamada Alegre Entrada (Joyeuse Entrée en francés y Blijde Inkomst en neerlandés), un documento que incluso tiene calle en Bruselas. Vamos, como las plazas de los fueros que se ven en las ciudades españoles que los tuvieron.

Pero eso le tocará a otra entrada, porque esta se está alargando demasiado.

lunes, 7 de septiembre de 2020

Zona roja

Desde hace unos días, España entera se considera en Bélgica como zona roja, como si los republicanos hubieran ganado la Guerra Civil. Es posible que el actual gobierno español, de estructura similar al del Frente Popular de 1936, permita establecer paralelismos en este sentido, pero lo que está detrás es la evolución de la pandemia en España. Y es que la razón de esta colorida calificación consiste en el sistema que el gobierno belga utiliza para controlar los movimientos de quienes atraviesan la frontera belga, en uno u otro sentido. El gobierno belga, pues, ha instaurado un sistema semafórico, y divide el globo terráqueo en zonas verde, naranja y roja. Con las zonas verdes no tiene problema alguno, con las zonas naranja tiene algunas reticencias, y emite recomendaciones de guardar cuarentena y hacerse pruebas (pero sólo son recomendaciones). Con las zonas rojas no hay piedad: si has estado allí en los últimos catorce días, debes guardar cuarentena obligatoria y hacerte pruebas (se supone que a tu costa y, si no, no haber ido, se siente). Más te vale tener ayuda o vituallas para dos semanas.

Cuando me fui a España, los belgas la habían hecho multicolor. Había zonas verdes, zonas naranja y zonas rojas, como las provincias de Barcelona y Lérida, el País Vasco, la Rioja, y alguna otra, pero yo no pensaba pasar por ninguna de ellas. Lo que a mí me interesaba, que era Madrid y Valencia, estaba en zona naranja; pero fue salir de Madrid (por donde pasé lo justito para aterrizar y tomar la A-3) y ponerla los belgas en zona roja, como si el general Miaja hubiera vuelto a resistir a los nacionales.

En el Reino de Valencia, los belgas se contuvieron de momento. Valencia y Castellón eran zona naranja, cosa que a los valencianos no sólo no nos importa, sino que nos llena de orgullo y satisfacción, porque el naranja, y la naranja, son cosa nuestra. Alicante seguía de verde, aunque pasó rápidamente a naranja, porque en España dejó de haber zonas verdes en absoluto. Pero, ha sido volver a Bruselas, justo a tiempo, y ya tenemos toda España de rojo. Un poco más, y me hubiera tocado catorce días de confinamiento riguroso (menos mal que dispongo de vituallas y, gracias al jardín, incluso de productos frescos), y pruebas obligatorias.

A todo esto, allá donde yo he estado en España, y contagios aparte, la gente, en general, llevaba la mascarilla puesta a rajatabla y yo no sabría decir de dónde viene tanto contagio. En Bruselas, donde el número de contagios se ha desbocado a niveles próximos, si no superiores, a los españoles, es obligatoria la máscara desde mitad de agosto, a no ser que estés haciendo deporte o trabajando en el tajo, con lo cual esperaba yo una disciplina más o menos razonable al volver de las vacaciones.

Que si quieres arroz, Catalina.

Aquí la mascarilla, no diré yo que no se la pone nadie, porque tampoco sería verdad, pero sí que hay amplias capas de la población que la ignoran completamente, así como ignoran completamente la distancia social y que hay virus en este mundo. El sábado, poco después de volver, salí al bosque a trotar un rato, obviamente sin mascarilla, porque estaba haciendo deporte. Me encontré con la sorpresa de que alguien, no sé quién ni quién le dio permiso, había organizado una carrera.

¡Una carrera! En España, y en Valencia más en concreto, absolutamente todas las carreras se han suspendido hasta nueva orden, incluyendo auténticos símbolos icónicos como el Gran Fondo de Siete Aguas; y ojo, estamos hablando de Valencia, donde la afición a correr es enorme y cada fin de semana, prácticamente todo el año, puede uno elegir entre varias carreras populares. Este año, el Covid ha hecho añicos todo esto, porque guardar la distancia social en una salida de una carrera a pie (y en una meta, y en buena parte del recorrido) es absolutamente ilusorio. Pues van los belgas y, para chulos ellos, se montan una carrera en pleno pico de rebrotes.

No tengo ni que decir que mascarilla no llevaba ni uno, y que, si guardaban la distancia, era a veces y porque no podían acercarse a quien fuera delante por falta de resuello, no de ganas. Ni siquiera se habían molestado en cortar caminos, lo cual ya me indica que muy oficial no tenía que ser aquello; seguí con ellos un rato hasta que, a Dios gracias, tomaron por una trocha diferente de la mía y seguí por mi cuenta. Joroba, hasta una tienda de avituallamiento habían plantado poco después.

Si ya los corredores demostraban un índice de lucidez manifiestamente mejorable, lo de las patrullas caninas es para echarles de comer aparte. A los perros, claro, pero también a los dueños.

Ya dando la vuelta hacia casa, me encuentro con un nutrido grupo de perros con sus dueños, que evidentemente se reúnen los sábados por la mañana para pasear en manada. No tengo nada en contra de semejante afición, y más si se ejerce en el bosque, en que hay sitio para todos... menos por donde pasan ellos. Formaban un grupo tan compacto que no me dejaban pasar, cosa que normalmente hubiera podido hacer sin problemas si ellos hubieran guardado el metro y medio de distancia al que están obligados. Tururú. Y la mascarilla, otro tururú. Ni los dueños llevaban mascarilla, ni sus dueños bozales, ni me prestaban la menor atención cuando les pedía paso. Tentado estuve de simular que tosía.

En fin, que en Bruselas el índice de contagios está tan desbocado como pueda estar el español, y un alto porcentaje de la población passsssa ampliamente de la obligación de respetar la distancia social y no digamos de llevar mascarilla, ante la indiferencia de la policía, que sólo está por lo visto para multar coches mal aparcados. Han abierto los colegios, y la única medida que se ha adoptado es que los alumnos y profesores deben llevar mascarilla; por lo demás, clases abarrotadas y obligación de asistir. El otro día sorprendí a un grupo de adolescentes con sus mochilas sentados a la entrada de la casa del vecino, con las mascarillas protegiéndoles el codo, abrazándose y compartiendo patatas fritas ¿Quién habrá sido el iluso que pensó que los chicos iban a llevar la mascarilla un solo minuto al salir de clase?

Pero la zona roja somos nosotros.