sábado, 24 de febrero de 2024

Patinetes

Lo de Bruselas con los patinetes no tiene nombre, o mejor no lo tenía. Estaban por todos los sitios y eran de todo tipo o condición. Cualquier mindundi se podía pillar uno alquilado entre los tropecientos que había en cualquier sitio. Y luego, cuando llegaba al sitio al que quería llegar el mindundi, el susodicho mindundi lo arrojaba allí mismo, en mitad de la acera, o tirado por el suelo, o en el bosque, o en el cementerio, o apoyado al reves en una papelera, o encajado en un buzón de correos. Donde más rabia le diera al mindundi.

Pues se acabó. Desde hace unos días, sólo dos empresas (Bolt y Dott, que eran las más grandes. Lime, Tier y Bird eran las otras tres oficiales, y a saber qué más había por ahí) tienen permiso para operar en Bruselas. El resto de la chusma ha perdido esa posibilidad. Es más, el parque móvil, que se calculaba que era de 20.000 patinetes, ha quedado reducido a ocho mil, que sigue siendo abundante, pero menos. Finalmente, el gobierno regional ha designado mil quinientas zonas de depósito de los patinetes, así que se acabó también abandonarlos delante de la entrada de una garaje o atravesados en la acera.

Como no soy usuario de los patinetes, no sé exactamente cómo ha afectado la medida al populacho que los utiliza. Yo sigo viéndolos, pero sí que parece que la cosa se ha vuelto más civilizada. Las dos operadoras que quedan son razonablemente serias y no tienen los patinetes trucados para que vayan a toda leche, así que no se ven tantos conductores suicidas como antes. También parece que se ha terminado realmente lo de dejar los patinetes a donde a uno mejor le pareciera.

Entretanto, he leído y escuchado en la radio que las nuevas autoridades municipales de Valencia se están dedicando también a poner coto a los patinetes, que en Valencia son más bien de propiedad privada, y no de alquiler, como aquí, y que les obligan a ponerse casco, a no llevar auriculares y a ir por donde deben.  Bueno, eso de ir por donde deben, en lugar de por las aceras, parece que afecta también a los ciclistas, ahora que la actual alcaldesa no se desplaza en bicicleta. Dentro de unas semanas volveré a Valencia a comprobarlo personalmente, espero que no en mis propias carnes, aunque yo en general no voy por las aceras (está bien, con alguna excepción), pero me querría detener en lo de la prohibición de llevar auriculares.

En España, hasta donde yo sé, está prohibido a rajatabla. En Bélgica, cuando llegué, yo pensaba que llevar auriculares en bicicleta era obligatorio, porque apenas había nadie que no los llevase. En mis primeras clases de idioma de por aquí, había quien se indignaba por el hecho de que en según qué sitios del mundo estuviese prohibido. También pensaba yo que en Bélgica, al igual que en Moscú, hablar por el móvil en el coche mientras uno conducía era igualmente obligatorio, y parece que no, que también está prohibido.

En fin, debo reconocer que, a fuerza de ver al resto del mundo andar con auriculares, me compré unos de conducción ósea que están de moda, que no aíslan del ruido ambiente, cosa que sería demasiado peligrosa, y los uso por la mañana para oír la radio. Ya sé yo que, en Valencia, me puede caer un multazo del quince a la que se me ocurra llevarlos por ahí, pero es que uno tiene que intentar adaptarse a las condiciones de allá a donde va, no se le vaya a hacer tan tarde como ahora mismo.

sábado, 17 de febrero de 2024

El definitivo fin de una época

Cuando uno pensaba que hacía tiempo que todo había terminado, he aquí que llega una pedrada desde el pasado para dar el cierre definitivo a un período de mi vida (y de esta bitácora) que ya pasó irremediablemente.

Aeroflot, esa línea aérea que me transportó de la Ceca a la Meca (bueno, de Moscú a donde fuera, normalmente Madrid) ha decidido que, después de diez años de no utilizar sus servicios, ha llegado la hora de darme de baja automáticamente de su programa de fidelidad. Bueno, a no ser que algún participante del programa me pase alguna milla que le sobre o, por lo menos, que me meta en mi espacio personal del programa. Se conforman con poco, pero me temo que, a estas alturas y en plena guerra, no me merece especialmente la pena conservar ese programa de fidelidad.

Sobre todo, teniendo en cuenta que el espacio aéreo de la Unión Europea está cerrado para los vuelos de Aeroflot.

Me da penica, porque Aeroflot ha sido protagonista de grandes momentos de mi vida y de esta bitácora. Uno se acuerda de aquellos tiempos en los que todavía no había teléfonos inteligentes ni aplicaciones de líneas aéreas y había que comprar los billetes a pelo, en las propias oficinas de la compañía o en alguna agencia de viajes, lo cual dio pie a situaciones tan curiosas como ésta. Vamos, que hubo un tiempo en que llegué a tener la tarjeta plata (la oro era para los muy expertos), con pase a las salas VIP de Aeroflot, cosa que merecía mucho la pena. Y culminamos la serie con uno de los últimos viajes, en que estuve pensando si convertirme al judaísmo. Al menos desde el punto de vista culinario, claro.

No sé si volveré a volar con Aeroflot algún día, pero lo cierto es que uno, al final, termina recordando las cosas buenas y riéndose de las malas, porque ya pasaron. Al final, romper el último vínculo con la compañía aérea que más me ha hecho sufrir y reír, pero que no deja indiferente, es como cuando un amigo se va: algo se muere en el alma.