miércoles, 30 de septiembre de 2009

Enchufes

Los rusos tienen un pánico a los incendios que parece exagerado en un país con tantísimos medios para apagarlos, pero que parece justificado a la vista de que el material de construcción de toda la vida es la madera, que las instalaciones eléctricas dan miedo, y que el fuego, desde Moscú enterita en tiempos de Napoleón hasta el difunto Dyagilev, ha reducido a cenizas infinidad de edificios.

San Petersburgo debía ser una excepción. Durante mucho tiempo, fue la única ciudad en que se permitió edificar en piedra, material prohibido (y prohibitivo) en el resto de Rusia, y así les ha quedado la ciudad, con un aspecto de solidez que ya quisieran para sí en otros sitios. Uno esperaría que, en estas circunstancias, la estricta normativa contra incendios se relajara algo, y que los bomberos fueran más moderados. En Rusia, los bomberos son una banda de paranoicos no demasiado honrados, conocidos pomposamente como Inspección de Incendios (Pozharnaya Inspektsiya), y que se pasean con unas gorras de plato exageradas y que les hace pasar poco menos que por generales de división, encontrando por doquier violaciones de la normativa antiincendios, una normativa que ni Prometeo sería capaz de respetar hasta la última coma, y tomando medidas al respecto. Porque, efectivamente, lo de tomar se les da muy bien.

Pero no. La normativa es nacional, además de absurda, y así uno llega al hotel, construido a base de piedra y ladrillo de arriba a abajo y cuya combustión, incluso con la decrépita instalación eléctrica de muchos de ellos, es bastante improbable salvo mala idea, y se encuentra con...



... que en el cuarto de baño hay un secador (que, por cierto, se pone en marcha solo y a veces cuesta apagar Dios y ayuda), pero no hay enchufes. Ni uno. Cortocircuitos, los justos.



Y no veáis lo difícil que es afeitarse con el reflejo de tu cara en el televisor.

lunes, 28 de septiembre de 2009

San Petersburgo

Me encanta San Petersburgo. No es que me guste, es que realmente me encanta. Y me encanta especialmente ahora, en estas fechas en que el otoño se adelanta y convierte a la ciudad en una paleta multicolor de rojos, amarillos y verdes diversos, mientras comienza a hacer un biruji que ya da a entender lo que nos espera y vendrá después.

Sin embargo, en esta bitácora San Petersburgo ha aparecido muy poco para lo que se merece. Todo ha sido una crónica rescatada de un viaje que tuve que hacer años ha con Kukoc y su tropa, y algunas entradas (alrededor de, por ejemplo, ésta) derivadas de mi última estancia allí, hace exactamente dos años y con la bitácora ya en marcha. Muy poco para la que es una de las ciudades más bonitas que he visitado, si no la que más, y que marca un contrapunto bastante impresionante con Moscú, una ciudad donde la gente está mucho más nerviosa y donde los monumentos antiguos están rodeados de horrores modernos (a veces los rodean en sentido estricto) que la hacen deslucir bastante. San Petersburgo no. San Petersburgo tiene tanto edificio antiguo que rescatar que nadie ha logrado edificar adefesios a su alrededor.

Para paliar esta falta, y visto que las bitácoras en español que se escribían desde la capital del Norte están paradas, cuando no difuntas, y aprovechando que por mi parte un nuevo viaje (el decimoséptimo, por cierto) está en marcha, me propongo darle algo de cancha a la ciudad. La he visto cambiar mucho en los quince años largos que median desde mi primera visita hasta la actual, y además la he visto cambiar para bien. Desde 1994, fecha de mi primera visita, en que, fuera de los edificios más principales, aquello era un conglomerado decrépito de edificios tan preciosos como abandonados, ha ido mejorando mucho. Primero empezó por maquillarse, reparando las fachadas de los edificios, aunque dejando lo que había detrás tan descuidado como había estado; en 2003 celebró su tricentenario y, al menos, lo hizo con la epidermis en bastante buen estado, aunque los órganos interiores dieran pena. Pero es que en los últimos años, indudablemente beneficiada por el hecho de que Presidente y Primer Ministro sean hijos de ella, también los órganos interiores están comenzando a recuperarse, hasta el punto de que en el último viaje ya estoy pudiendo observar patios interiores con excelente aspecto y que, a diferencia de mis primeros viajes, no invitan a salir corriendo tapándose la nariz.

Pero, de momento, vamos a ver qué ocurre al llegar al hotel, después de un viaje que, aunque no es muy largo, es bastante tedioso e invita a una buena ducha y una sesión de aseo general. Pero eso queda para la próxima.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Aparcando

Para entenderlo un poco mejor, veamos la foto que encabeza esta entrada. Efectivamente, es un coche. Es más, es un coche que ha sido fotografiado por un servidor, que no daba mucho crédito a sus ojos, en mitad de un cruce entre dos calles. En principio, parece que no hay nada de particular, pero sí, ya lo creo que lo hay.

Lo particular es que ese coche está aparcado.

Ahí, con un par de narices. Si alguno quiere pasar por la calle, que lo rodee.

Otra cosa no menos particular es que hay sitio a espuertas, por lo que no hay ninguna necesidad de tirar el coche en medio de la calle. A un lado de la calle no hay nadie aparcado en varios metros, y en la otra, a unos diez metros del lugar, hay sitio como para que aparquen una limusina y un camión trailer sin hacer maniobra.

No sé. Quizá al conductor le había entrado el mono y estaba en la tienda más cercana, que es...

Sí, señor. Aromatny Mir, uno de los mayores distribuidores de bebidas alcohólicas.

Comprensible. Con el tembleque del delirium tremens debe ser complicado hacer maniobras.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Tránsito

Creo que ya he escrito en alguna ocasión sobre el tráfico de Moscú, y no sólo yo, sino bastantes sufridores del mismo. No obstante, hay algunos aspectos que no están bastante tratados en este peliagudo asunto, y uno de ellos es la paradoja del aparcamiento.

Me explico. En España, conduzco con cierta asiduidad por dos de las tres ciudades mayores del país, que en este caso son Madrid y Valencia. Por la segunda, Barcelona, no he conducido personalmente, pero he pasado alguna vez por allí y, por lo que he visto, creo poder decir que el percal no es nada diferente al de las otras dos.

En ninguna de las tres ciudades hay atascos de verdad y, si alguien piensa que sí, pone en evidencia que nunca ha visto un atasco de verdad. Los coches, más o menos lentamente, se van moviendo, y la gente llega a su destino sin mayor novedad... ¿sin mayor novedad? Naturalmente que hay una novedad, y es que a ver quién es el guapo que se las apaña para aparcar en cualquiera de las tres ciudades. Buscar un sitio para aparcar es directamente un suplicio en prácticamente todos los barrios imaginables de las grandes ciudades. En Madrid, esa ciudad que el alcalde Gallardón fríe a multas e impuestos, puedes dar más vueltas que un tonto si esperas aparcar gratis, puedes pasar una tarde de lo más estresante si consigues la proeza de dejar tu vehículo en zona azul o verde y tienes que acercarte cada cierto tiempo a la maquinita-de-los-papelitos-que-no-da-cambio a meterle más monedas (eso si las tienes), y lo mejor que puedes hacer es irte al aparcamiento de pago más próximo y dejarte, igualmente, los cuartos, y no pocos.

En Barcelona, por lo que sé, el alcalde Hereu, siguiendo la estela de sus antecesores, le ha declarado la guerra a los coches y le ha dado por estrangular las calzadas ensanchando aceras y pintando de azul las plazas de aparcamientos, a la vez que ha sacado varias legiones de guardias urbanos a no dejar títere con cabeza, hasta lograr una situación del todo semejante a la madrileña.

Finalmente, en Valencia, que es lo que mejor conozco, Rita no ha llegado a los extremos de los dos alcaldes anteriores, pero las plazas de aparcamiento del centro están igualmente pintadas de azul, con su camisita y su canesú, de tal forma que aparcar, y no digamos gratis, es una especie de quimera que paulatinamente se acerca a la situación de las dos primeras ciudades. Como ciclista urbano veterano, esta situación me trae relativamente sin cuidado, pero las veces que me he visto obligado a buscar dónde aparcar las he pasado canutas.

¿Y Moscú? Pues en Moscú puedes tardar varias horas en llegar a los sitios en coche, puedes morirte de asco con el volante en la mano, pero, una vez has llegado a tu destino, las más de las veces puedes aparcar en la mismísima puerta. El domingo pasado, sin ir más lejos, fuimos a un concierto y aparcamos exactamente enfrente de la puerta de la sala de conciertos, y no es la primera vez. Y aquí llega la paradoja del aparcamiento: Se diría que en Moscú todos los coches están enfangados en atascos y, por tanto, ninguno está aparcado quitándote el sitio, mientras que en España todos los coches están aparcados (y nadie los saca del sitio, no sea que se lo quiten), y así las calles están relativamente libres.

¿Por qué pasa eso? Es un misterio. Uno piensa que es porque hay más sitio para aparcar, pero yo no lo veo demasiado claro. Es más: las "zonas de aparcamiento controlado" son virtualmente inexistentes en Moscú, y aún así aparcas como quieres (¿te enteras, Gallardón?). Pero luego hay otra cuestión, cual es la forma y estilo de aparcar de los moscovitas. Pero ésa le toca a una próxima entrada.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Manuales

Cuando salí de la librería con mi primer libro de ruso, una doble sensación me invadía.

En primer lugar, mi bolsillo sintió una sensación de alivio. El libro costó mil quinientas pesetas y me iba a durar tres años. Hace ya mucho tiempo de aquello, pero el precio era razonable y eso de no tener que rascarse el bolsillo en dos años molaba, que los estudiantes somos pobres.

En segundo lugar, yo no diría que el tocho aquél me estuviera entrando mucho por los ojos. Leches. En alemán, el libro se llamaba algo así como "Themen" o "Dichtung und Deutung" (bueno, éste ya era avanzado), con cubiertas multicolores y fotos de Goethe, Schiller o Lessing. En inglés, el libro podía ser "English for today", con dibujitos de niños estudiando y muchos colores. En francés, teníamos cositas como "Le français au présent", título con juego de palabras incluido y portada con una bonita foto de la torre Eiffel. En holandés, era algo así como "Levend nederlands" y fotos de queso y molinos de viento. En portugués, incluso, la portada tenía preciosas barquitas de pescadores y un montón de peña en la playa, y el libro se llamaba "Vamos là!" Pero, ¿cómo no vas a estudiar portugués con un título como ése?

El libro de ruso era gordo, encuadernado en rústica y completamente azul. Y se titulaba "Manual de lengua rusa". Así, sin engañar a nadie.

A medida que fuimos desgranándolo, resultó que el libraco aquél era el libro de texto de los estudiantes hispanoamericanos (con un alto porcentaje de cubanos) que acudían a estudiar a, entre otros sitios, la Universidad de la Amistad de los Pueblos, en Moscú. La mayoría de ellos iban para médicos o ingenieros. Bueno, en realidad se trata de "ingenieros", y las comillas están puestas con toda la intención. El caso es que a estos estudiantes los tenían un año a piñón fijo con el ruso (la "prepa", como se llama aún hoy) y, a partir del siguiente curso, les metían en clase con el resto del mundo. En esa universidad, lo de "resto del mundo" es estrictamente exacto.

Claro, si estás en Rusia rodeado de ruso por todas partes y tienes un fuerte estímulo en aprender, porque, de lo contrario, estás perdido, casi cualquier libro te sirve y no hace falta que te enseñen el vocabulario más frecuente, porque ése ya lo absorbes entre callejeo, salsa, merengue, mojito y magreo. Pero ése no era el caso del grupo de frikis que éramos, que ni sospechábamos lo que se podía estar cociendo al otro lado del telón de acero. Y algunos pensábamos en defendernos con el idioma y vale, no en estudiar, y mucho menos para científicos atómicos.

Los contenidos de los temas eran como para preocuparse. Al cabo de unos meses, habíamos visto a un heroico cirujano destinado en una estación polar hacerse una operación de apendicitis a sí mismo (sin anestesia, claro); una chica del Komsomol se había ido voluntaria a Chitá, en plena Siberia, a conducir un tractor y trabajar en el campo cultivando maíz; un estudiante mongol de nombre impronunciable le había enviado una carta a ésta última, sin conocerla ni nada, alabando su valentía y arrojo comunistas... sabíamos decir en ruso palabras como "apendicitis", "bisturí", "ambulatorio", "tractor", "komsomol", "cosmos", "ciencia" u "otorrinolaringólogo"... pero no sabíamos decir "tomate" o "zanahoria", que la verdad es que no hubieran venido mal.

Y, claro, así no es de extrañar que en mi primer día en Moscú, con cuarto de ruso terminado, entrara en el metro con un español que llevaba un tiempo viviendo allí y que apenas había dado clase, y que sonaran las palabras de siempre:

"Осторожно! Двери закрываются! Следующая станция: Полежаевская." (¡Cuidado! ¡Las puertas se están cerrando! Siguiente estación: Polezhaevskaya)

Y yo le pregunté:

- Oye, ¿qué quiere decir "осторожно" (¡cuidado!)?

Él se me quedó mirando con cara de alucinao y dijo:

- Alfor, ¿de verdad has terminado cuarto?

viernes, 18 de septiembre de 2009

Profesoras

En este recorrido nostálgico que estoy haciendo por mis primeros pasos con el idioma ruso, nos habíamos quedado en el momento en que el docente entraba en clase.

Entre los lectores de esta bitácora me consta que hay más de un estudiante (o ex-estudiante) de ruso, así que me permitiré lanzar la pregunta que me viene atormentando: ¿alguno ha visto alguna vez a un profesor de ruso? A un hombre, quiero decir. Porque yo he conocido a varias docenas de maestras, profesoras y aficionadas a dar clase, pero, lo que es hombres, o son profesores de universidad y no se rebajan a los niveles inferiores, o directamente no son.

He tenido profesores, masculinos, de alemán, de inglés, de francés y hasta de holandés; pero, lo que es de ruso, es que no he visto uno ni de cerca.

Pues bien, volviendo a aquel primer día de clase, la profesora finalmente entró en el aula y echó una ojeada al grupo de alumnos que quedó descrito en la última entrada de la serie y que, claramente, eran una banda de frikis avant la lettre. La profesora, llamémosla Natalia, era una mujer de edad mediana, tez oscura, media melena rizada, recogida en una discreta diadema y tirando bastante a canosa, estatura igualmente mediana y vestimenta rabiosamente conservadora: vestido y falda larga, todo ello de color entre azul y gris, y zapatos de tacón bajo. En alguna ocasión, nos dijo que la solían confundir con una monja, lo que le molestaba mucho. Quizá para marcar las diferencias con las religiosas, fumaba constantemente: en el pasillo, en clase, en la sala de profesores y donde te la encontraras. Y es que eran otros tiempos, afortunadamente olvidados, porque lo de estar oliendo constantemente a tabaco, quieras que no, a alguno no nos molaba.

El español que hablaba Natalia era absolutamente impecable; sus modales, tan impecables como su español. Se trataba de una niña de la guerra retornada y que conservó la admiración por la URSS, por un lado y, por otro, la nacionalidad española. Eso, junto a sus estudios, le permitió acceder a una plaza de funcionario de la educación. Y allí estaba, enseñando ruso.

Las primeras clases siempre son un poco tensas. Nadie sabe muy bien a qué atenerse. En aquella clase, eso se notaba de una manera especial. Los alumnos, a cual más raro, nos mirábamos entre nosotros pensando que los frikis eran los otros. La profesora, de igual manera, debía estar pensando en la fauna que le estaba tocando pastorear.

Más adelante, la estructura de las clases se fue haciendo clara. Natalia nos ponía deberes; nosotros no los hacíamos; no pasaba nada, los revisábamos por encima en clase; luego ella nos contaba cositas de su vida que tenían muy poco que ver con la enseñanza del ruso. De esta manera, nuestro nivel era penoso. Con el tiempo, llegué a darme cuenta de que la prioridad de Natalia, como la del resto del departamento de ruso, consistía no tanto en que aprendiéramos, sino en no quedarse sin alumnos, y así el nivel de exigencia bajaba hasta extremos alarmantes, pero, eso sí, el de esfuerzo no era muy superior.

Con el tiempo, tuve hasta otras seis profesoras de ruso. Mientras estuve por aquel centro, todas fueron más o menos del mismo estilo. Como el objetivo parecía ser el de conservar alumnos, lo lógico era lo que pasaba en la Escuela: los primeros cursos eran más sencillos que el mecanismo de un botijo; el penúltimo era complicadillo y el último era directamente imposible. Así la gente se quedaba años y años, repitiendo curso incesantemente, pero seguía matriculándose, porque, ya se sabe, el ruso, si lo dejas, lo olvidas en un pis pas.

Quizá algo de culpa de esto lo tuvieran los libros y los materiales que debían acompañar a los alumnos a lo largo de su aprendizaje, pero esto es asunto aparte y tendrá su hueco en la próxima entrada.

Porque hoy, la verdad sea dicha, se está haciendo un poco tarde.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Bombillas

Desde mi último viaje a España, a principios de este mes, me he convertido en el orgulloso dueño de una bombilla de bajo consumo, gentileza de nuestro Ministro de Industria, señor Sebastián, que con este generoso regalo pretende concienciar a la ciudadanía de las ventajas de este elemento de iluminación.

Por cierto que el Ministro, cuando la crisis se nos venía encima, hizo unas declaraciones bastante sonadas en la que nos animaba a comprar producto español, en una muestra de orgullo patrio que los responsables de compras de su departamento parecen desatender lamentablemente. Lo cierto es que la bombilla de marras está fabricada en China, o al menos eso pone en la cajita.

Creo que algún responsable del departamento adujo que en España no se fabricaban esas bombillas. Por lo visto, al que dijo eso se le olvidó mirar aquí. Bueno, bueno, no pasa nada, esperaremos a que, convencidos los españoles del incalculable ahorro que se estaban perdiendo, las ventas se disparen y, de esta manera, aparezcan tantos fabricantes españoles que resulte imposible que pasen inadvertidos.

Entretanto, lo que tengo es una bombilla de bajo consumo encima de la mesa, que puedo utilizar en mi piso valenciano, o puedo llevarme a Moscú para contribuir al ahorro ruso de energía. Ya sé que el señor Ministro no pensaba en esta segunda posibilidad, pero, leches, la exportación de bombillas de bajo consumo no está prohibida, y yo tengo que mirar por mi bolsillo, tanto más cuanto que, dentro de poco, Moscú se va a ver sumido en la tiniebla típica de estas fechas, vamos a ver el sol una vez al mes y tendremos las bombillas encendidas a toda hora.

Sin embargo, creo que la bombilla china se quedará en España, para reemplazar a la primera que se funda.

¿Que por qué? Pues por lo siguiente. Porque, los meses en que enciendo algo la luz en Valencia, aun sin ser mucho, ni ser todos los días, la factura de la luz rara vez baja de los treinta euros. Por ese precio, en Moscú tengo luz prácticamente todo el año. Desde hace unos años, quien paga es el casero, pero en mi anterior alquiler el que pagaba era yo, y las facturitas eran de risa, algo así como cien rublos al mes (unos tres euros, entonces), aunque últimamente han subido algo, pero al desmadre que es la luz en España no se llega. Claro, las instalaciones en Rusia están un pelín cochambrosas, porque a ver quién es el guapo que se pone a invertir a saco, palmando pasta y pasando por el calvario de pedir permisos hasta para rascarse, todo para cobrar tres cochinos euros por cliente y no amortizar la inversión ni el día del juicio final por la tarde. En honor a la verdad, hay que decir que se están montando unos planes de inversión bastante imponentes, pero su realización final está por verse.

Así que la bombilla se queda en España. Aquí, entre que la luz entra en el alquiler, que las bombillas incandescentes de toda la vida cuestan dos chavos y que, de todas maneras, los tres euros de la factura no son un dispendio como para pensar en economías, no vale la pena el viaje.

lunes, 14 de septiembre de 2009

El regalo de bodas (I)

- Un saludo a Alfina, y a los niños...
- Se lo daré.
- ¡Ah! ¿Se acuerda de Lora?
- ¿Lora? No sé...
- Sí, aquélla que quería mucho a su chico, que se llamaba Olifor.
- Aaahhh... bueno, sí que me acuerdo. No duraron mucho. Por lo que supe, Lora, además a a Olifor, quería a bastantes más chicos. Y a varios al mismo tiempo.
- ¿Cómo?
- Eso parece. Bastante tuvo que aguantar Olifor.
- ¡Pero si era un santo!
- Y tanto que lo era.
- No entiendo yo eso de no ser fiel a tu marido.
- Bueno, no estaban casados.
- Fíjese que yo me quedé embarazada con dieciocho años años, me casé y me separé con veinte ¡Era tonta! Y luego estuve con Kolia diecisiete años ¿Conoció usted a Kolia? Claro que lo conoció ¡Diecisiete años! Y nunca nos separamos. No como mi primer marido ¿Sabe lo que pasó? ¡Entró en casa de la vecina! La vecina le llamó para arreglar no sé qué ¡Para arreglar no sé qué! Y el entró en su casa. Esa vecina era un bicho, por lo menos tenía que haberme preguntado, y ya se lo dije yo a él, primero tenía que haberme pedido permiso.
- Claro que sí.
- ¿Sabe? Se casó mi nieta, la hija de Oleg. Fue el año pasado, en octubre. Pero yo les compré un regalo, ya lo creo que se lo compré. Un día pasé por Paveletskaya, después de limpiar en una casa del rascacielos de Oktyabrskaya. Iba al metro, pero pasé por una tienda... la que hay al lado de una zapatería, seguro que usted la conoce ¿La conoce?
- Ahora no recuerdo...
- Bueno, una tienda. Y entonces lo vi en la vitrina. Era una rana, pero era una rana con piedrecitas por encima. Unas piedrecitas que brillaban. A mí me gustó la rana.
- Sí, qué... bonita.
- Decidí regalárselo a mi nieta, como regalo de bodas. Entré en la tienda y miré lo que costaba. Pregunté y fui dando vueltas. Al final, una chica me lo dijo. Siete mil rublos. Pero yo, claro, no tenía siete mil rublos en casa. Mi pensión es de cinco mil rublos ¡Cinco mil rublos, Alfor! ¿Pero es que se puede vivir con cinco mil rublos al mes? Menos mal que están ustedes, que son mis salvadores. Sí, sí, mis salvadores, a todos se lo digo. Y yo estaba allí en la tienda, y quería regalar aquella rana a mi nieta. Pero tenía que ir a mi casa a por dinero. Y le dije a la chica que no vendiese la rana, que me la guardase a mí. La chica, ¿sabe usted?, la chica me dijo que me la guardaría, y así fue como al día siguiente volví a la tienda y compré la rana ¡Una rana preciosa, Alfor!
- ¿Y le gustó mucho a su nieta?
- ¡Ah! Es que mi nieta se iba a casar, ¿sabe? Ya se casó hace unos meses, claro, pero entonces no se había casado todavía. No pude ir a su boda, ¿sabe? Y no pude ir porque fue entonces cuando tuve el accidente y me rompí el brazo ¡Qué mal lo pasé! Y Oleg, mi hijo, que sólo vino a verme dos días. Fíjese lo que son las cosas. Un hijo, y casi no vino a verme. Quienes vinieron a verme fueron los amigos y la familia de Kolia ¿Y qué eran míos? ¡Nada! Eran familia de Kolia. Y Kolia ya había muerto, y ni siquiera nos habíamos casado, bueno, legalmente, usted ya me entiende. Lo quería mucho, y nunca lo engañé. Ni él a mí. Pues fue su familia la que venía a verme al hospital, y la que me trajo comida y cuidó de mí cuando ya me mandaron a casa. Porque yo ahora estoy bien, estoy muy bien, pero entonces ni siquiera podía ir de compras ¿Cómo iba a ir, tal y como estaba?
- Claro que no.
- Pero Dios me ayudó, y ahora ya estoy bien. Espere un momento, que me llama aquel señor. Voy a limpiar y ahora vuelvo y le cuento lo del regalo de bodas.

viernes, 11 de septiembre de 2009

El primer día de clase: fauna discente.

Cuando me asomé por la puerta, encontré a más o menos una docena de alumnos a cual más raro, o eso me lo parecía a mí. Me senté tímidamente en un pupitre vacío y me puse a mirar a la concurrencia.

Las pintas eran impresionantes. En primera fila se sentaba un hombre de alrededor de cuarenta años, de pelo espeso, barba rizada y gafas de culo de vaso; vamos, el prototipo de revolucionario. Luego supimos que era marino y de hecho se pasaba semanas enteras embarcado. Cuando venía, no se enteraba de mucho, pero hacía preguntas muy serias a la profesora. Desapareció a los pocos meses, pero entonces, en el primer día, imponía lo suyo.

Cerca de él se sentaba un chavalín de catorce años que lo que quería era estudiar inglés, pero encontrar una plaza en inglés era imposible (y sigue siéndolo) para un alumno nuevo, así que el chaval decidió meterse en ruso, donde no había problemas de plazas (y sigue sin haberlos), con la esperanza de pasar a inglés en el curso siguiente. Claro, allí no pintaba mucho, pero hay que reconocer que el chico se lo curró, la profesora le puso sobresaliente, para ver si lo conseguía mantener, pero ya nunca lo volvimos a ver, porque consiguió su propósito y se metió en inglés.

Al otro lado había un repetidor. Alguien que había suspendido primero y que volvía a intentarlo. Más adelante me di cuenta de que para suspender primero de ruso había que proponérselo muy seriamente, así que el tipo aquél no debía ser muy normal. Sin embargo, no era tan anormal como para intentarlo por tercera vez: hacia Navidad dejó de venir y ya nunca más se supo de él.

Delante de mí se sentaba un tipo tremendo, de cerca de dos metros de altura, con unas patillas que le llegaban hasta la mandíbula y unos pómulos pronunciados que hacían aún más destacables unos ojos oscuros y hundidos. Una de las primeras preguntas que hizo fue por qué en la escuela no se podía estudiar vasco. Éste sí que aguantó y con el tiempo fue conocido como "Hombre del Pífano". Sin pegar golpe, fue pasando de curso hasta llegar a cuarto (y aprobarlo), y se las arreglaba para sabotear la mitad de las clases. De vez en cuando, se quejaba de no poder estudiar vasco, pero la verdad es que resultaba gracioso y contaba chistes bastante buenos.

En el pupitre de detrás había un tipo todavía más curioso, con una barbita de chivo y unas gafas gruesas, que parecía un pariente de Gengis Kan recién llegado de Mongolia. En aquel tiempo se negaba a hablar castellano y se comunicaba en la "llengua dels països", pero más adelante, al ganar confianza, que ya se sabe que da asco, se hizo algo más tolerante y consintió en chapurrear algo en castellano, un poco a regañadientes. Llevaba la carpeta llena de cuatribarradas con estrella. La verdad es que éste también aguantó bastante. Le perdí la pista en cuarto, y más adelante tuve noticias de él por un conocido común, pero las noticias no son como para darlas en una página que pueden leer menores de edad.

Y había una mujer, sólo una, de edad indefinida, pero desde luego superior a la que tenía en realidad, con cara ajada y avinagrada, que olía a tabaco a kilómetros y que se lamentaba con frecuencia de su mala suerte. En general, se lamentaba de cualquier cosa.

El último de los alumnos que recuerdo era un sujeto con pelo por toda la cara, estudiante de Matemáticas, que decía que esperaba aprender el ruso suficiente como para poder leer las excelentes obras de los matemáticos rusos. Eso era lo que decía él. En realidad, luego supe que todas las obras de los matemáticos rusos, efectivamente excelentes, están cuidadosamente traducidas al castellano, y que el estudiante de Matemáticas pertenecía a Esquerres Matemàtiques, una agrupación de estudiantes que se escindió de la agrupación ultracomunista de la Facultad por parecerles ésta demasiado blanda y condescendiente con el capital.

"Vaya tela", pensé. "¡Menuda gente! ¡Qué pinta tienen todos estos pollos!"

Como la profesora tardaba un poco en llegar, me acerqué al servicio y allí me encontré con otro elemento. Un tipo tremendamente delgado, con unas greñas de palmo, ojos oscuros y hundidos, una barba estilo "Lincoln", sin bigote, camisa de franela a cuadros, zapatillas de mercadillo y una cazadora azul descolorida. Una pinta de chiflado de libro. Sin embargo, con el tiempo, el tío se vio que funcionaba bien en clase, aguantó con notable éxito todos los cursos y, muchos años después, incluso sacó el título tras un par de intentos fracasados.

Lo malo es que a este elemento lo vi... cuando miré al espejo.

"Bueno", pensé. "A lo mejor tampoco tengo mucho derecho a quejarme de la pinta de los demás."

Volví a clase, y al poco entró la profesora. Pero eso es otra historia.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Al salir de clase

Hace unas cuantas entradas, un comentarista (Cid6cuerdas, para ser exactos) comentaba el ambiente de su clase de ruso comparándolo con mi definición con retranca de rusófilo. El comentario me hizo mucha gracia y me recordó mis primeros escarceos con el ruso, que tuvieron lugar en tiempos bastante remotos, cuando los rusos eran, todos ellos, el enemigo, y apenas ninguno había asomado la nariz por España.

La cosa comenzó cuando un par de adolescentes valencianos salían del templo del saber idiomático del Cap i Casal, la entonces Escuela de Idiomas (hoy, tras su normalización, "Escola d'Idiomes"), después de haber terminado todos los cursos allí posibles de alemán y de inglés. Uno de ellos era Alfor von Buchweizen y escribe estas líneas; al otro lo vamos a llamar Sepp von der Ebene.

Salían, pues, muy contentillos, supongo que como sale todo alumno que acaba de terminar el curso y que ha conseguido aprobar, y con el aprobado ha obtenido un papel en que daban sus estudios de dos idiomas por finalizados. En la euforia del momento, Alfor y Sepp conversaban animadamente sobre cómo se las habían apañado para sacar el curso de alemán a trancas y barrancas, a pesar de tener más faltas de asistencia que un diputado autonómico.

- Y, el curso que viene, ¿qué hacemos?
- Mmm... no sé. Desde luego, con el alemán y el inglés ya hemos terminado.
- Igual podemos apuntarnos a otro idioma.
- ¿Otro?

A lo mejor hoy día no es muy difícil encontrarse a españoles que hablen más de dos idiomas extranjeros. En aquel entonces, lo normal era tener nociones básicas de uno, suficientes como para destrozarlo y no enterarse de la misa la media, y quizá de dos; pero encontrar a gente que conociera tres idiomas extranjeros era algo entre insultante o directamente obsceno, y en todo caso propio de frikis. Claro que entonces los frikis no se habían inventado, o al menos no se había inventado la palabra, pero allí estaban aquéllos dos para irle dando forma al concepto.

- Pues sí, otro.
- Buf, pues podemos elegir entre francés y ruso.

Hoy día la oferta ha mejorado, te puedes matricular en diez idiomas y salir de allí más políglota que Juan Pablo II, pero en aquel entonces no había más que cuatro opciones, y dos ya las habíamos agotado, así que no quedaban más que las otras dos.

- ¿Nos apuntamos a francés?
- ¿Qué dices? ¿A gabacho?
- Bueno, bien pensado...
- ¡No! ¡A gabacho no! Además, el gabacho es odioso. Ah, y es valenciano algo transformado. En un par de semanas chapurreamos sin problemas, si nos ponemos.

Eso debía ser la euforia de haberlo aprobado todo.

- Bueno, pues sólo queda el ruso.
- Mmm... el ruso.
- ¿A que no hay huevos?
- ¿Que no? ¿A que sí?
- No estaría mal.
- Sí, sí...
- Además, la invasión es inminente.
- Claro.
- Vale, pues decidido, el curso que viene nos matriculamos de ruso. Esa lengua de rojos.

Porque, efectivamente, el ruso era una lengua de rojos y, en aquel entonces, parecía que lo sería eternamente. No, todavía no había tenido lugar el XXVII congreso del PCUS y los dirigentes de la Unión Soviética eran un grupo de matusalenes con hoz y martillo que la diñaban periódicamente y daban paso al siguiente abuelete.

Pasó el verano, y a Sepp se le debió ir pasando la audacia con el calor, porque, llegado el momento, le dio a Alfor las excusas suficientes como para que éste comprendiera que no estaba por la tarea de pasar cinco horas a la semana descifrando textos escritos con unas letras tan raras. Pero Alfor, hiciera calor o no, seguía con la euforia de junio, así que, ni corto ni perezoso, hizo la cola correspondiente, pagó las tasas y a mediados de octubre, con el comienzo del curso, se presentó en el aula que le tocaba a su grupo, y allí empezó el verdadero primer contacto con la lengua rusa.

Así que mis motivaciones para empezar con el ruso fueron ésas: un arranque "pensat i fet" de un adolescente valenciano difícil de clasificar. Ahora bien, hay muchísima gente que ha comenzado con el ruso, y muchísima menos que ha terminado pudiendo decir que lo habla, lo que nos lleva a que lo importante es la persistencia y el proceso de aprendizaje. En esto, como en tantísimas otras cosas, la primera impresión es muy importante, porque, como tantas veces hemos oído, no hay una segunda primera impresión.

Pero de mi primera impresión con el ruso, o sea, de mi primera clase de ruso, tocará escribir en la próxima entrada. Porque hoy se hace tarde.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Eslavófilos

Pues bien, efectivamente, en la entrada sobre rusófilos la ilustración era una foto que Danferesp identificó acertadamente como de Aksakov. Claro, el archivo se llamaba exactamente así y es el retrato que Kramskoy realizó del patriarca de los Aksakov, Sergey Timofeevich. El retrato de aquí al lado es del hijo del anterior, también Aksakov, pero Iván Sergeyevich, y el autor del cuadro es otro de los grandes, Ilia Repin, que ya ha aparecido aquí más de una vez.

La verdad es que el retrato del patriarca de los Aksakov no estaba muy bien colocado en la entrada sobre rusófilos. Ya quedó dicho allí que los rusófilos, entre otras cosas, son de izquierdas, y cualquier Aksakov está lejísimos del marxismo, pero... ya ha aparecido algún comentarista protestando por la adscripción por necesidad a las izquierdas de todo rusófilo que se precie. Y, claro, eso me ha hecho pensar, porque a mí un rusófilo de derechas me sigue pareciendo, no sé, como un sueco hablando vasco. Será un prejuicio, pero los prejuicios son totalmente reales.

En el siglo XIX ruso, como quedó dicho, no hubo guerras civiles, sino que el poder estuvo firmemente en manos del Emperador, con algún sobresalto, como el asesinato de Alejandro II, pero ni mucho menos a base de pronunciamientos y guerras civiles, como en España ¿Quería eso decir que en Rusia todo el mundo estaba de acuerdo? Nada de eso. En Rusia, como antes y como después, había dos principales tendencias: una que miraba hacia el Oeste y otra que escarbaba bajo tierra para encontrar las raíces rusas más auténticas. Los primeros eran los prooccidentales (западники) y los segundos los eslavófilos. Había más tendencias, sí, pero éstas dos eran las más virulentamente enfrentadas (pero sin pegarse).

Los eslavófilos tenían un ideal, la Rusia anterior a Pedro I. Rechazaban las reformas posteriores y consideraban que la perfección estaba en la organización del pueblo ruso (es decir, del campesino ruso, que era el paradigma) en comunidades, donde el genio del pueblo ruso podía desarrollar todo su potencial. Los eslavófilos eran muy religiosos, y muy ortodoxos, rechazando de plano todo lo que viniera de Occidente, ya fuera la Iglesia Latina (que es como muchos ortodoxos, aún hoy, gustan de llamarnos a los católicos) o cualquier denominación protestante. Más adelante, el movimiento evolucionó hacia posiciones paneslavistas en que se hacía un llamamiento a los distintos pueblos eslavos, entonces bajo soberanía austríaca u otomana, a unirse en una gran entidad bajo la hegemonía de Rusia.

Los eslavófilos, por decirlo claro, eran románticos y compartían muchas de las características del romanticismo, incluyendo una visión muy favorable, tirando a idílica, de la Edad Media. Eso sí, unos más que otros. Precisamente el señor del retrato, al que por su trabajo le tocó viajar bastante por distintas regiones rusas, era muchísimo más escéptico que cualquiera de sus compañeros ideólogos de la eslavofilia sobre las virtudes que supuestamente adornaban al campesino ruso. Más de una vez escribió, por ejemplo a su hermano, cartas desesperanzadoras que eran a modo de jarros de agua fría.

Cualquiera que siga un poco las ideas políticas españolas en el siglo XIX habrá identificado a los proocidentales con nuestros afrancesados y a los eslavófilos como nuestros tradicionalistas. La cosa no es tan simple, porque, a pesar de los parecidos, también hay fuertes diferencias entre todos ellos. Poner en paralelo las vidas e ideas de Iván Aksakov y de Menéndez y Pelayo, o de Vladimir Dal y José María de Pereda, o de Iván Kireevsky y Jaime Balmes, o de Yuri Samarin y Juan Vázquez de Mella, nos lleva a parecidos sorprendentes, pero también nos enseña dónde están las diferencias.

Pero de eso ya tocará escribir otro día. De momento, basta con mantener el término de "rusófilos" para los rojetes aficionados a lo ruso, y con proponer el de "eslavófilos" para aquéllos a quienes, desde la derecha, como a Ángel, Rusia les hace tilín. Además, a éstos les dispensaremos de otras cualidades de la definición, con lo que la cosa, al menos en un primer bosquejo muy general, quedaría así:

1.- No hacen falta que detesten a los Estados Unidos, pero mejor será que no les gusten demasiado. Una indiferencia razonable está bien.

2.- No hace falta que sólo les gusten las mujeres rusas. Pueden gustarles las mujeres que prefieran. Bueno, lo normal será que no hablemos mucho de eso, que para eso somos gente de orden.

3.- Ni siquiera hace falta que vivan en España. Pueden vivir en Rusia; donde no van a poder vivir será en la Rusia anterior a Pedro I, porque la máquina del tiempo está por inventarse.

4.- Además les pongo otra condición: tienen que ser monárquicos y religiosos. Yo diría que un republicano no le pega bien a este grupo.

Esto de momento. Ya iremos mejorando la definición de eslavófilo.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Comparaciones históricas (V): El siglo XIX

Las comparaciones históricas habían terminado comparando a Bielorrusia con Portugal, y he aquí que llega el señor Bauer a escribir de lo que no sabe y suelta la perla de que el siglo XIX español y el ruso tienen muchísimos paralelismos.

Sorpresa. Para todo el que sepa algo de Historia, es evidente que España y Rusia entraron en el siglo XIX aproximadamente empatados: los dos países eran potencias de entidad considerable. Sin embargo, al acabar el siglo, España estaba de capa caída tras la pérdida de los virreinatos americanos, más la derrota en la guerra de 1898, y se había dado de baja en el catálogo de potencias. Rusia también había salido trasquilada de una guerra, la ruso-japonesa de 1904-1905, pero conservaba la práctica totalidad del imperio y experimentaba un florecimiento que sólo vendría a cortar la Primera Guerra Mundial. Bueno, y lo que vino después. Así que España terminó el siglo mucho más perjudicada que Rusia ¿Paralelismo?

La verdad es que algún parecido sí que hay. Tanto Rusia como España fueron las dos chinitas que le salieron a Napoleón en el zapato. Las dos estaban gobernadas por monarcas con una característica común: se habían rebelado contra sus respectivos padres para alcanzar el trono. Fernando VII, el español, llegó a sacar del trono a su padre, Carlos IV, antes de perpetrar uno de los actos más vergonzosos de la historia de España y abdicar en su padre, a sabiendas de que éste iba a hacer lo propio enseguida en el propio Napoleón. Fernando VII no logró superar en el resto de su reinado el nivel de bajeza de aquella abdicación, pero el tío se ve que se lo curró, mantuvo sus cualidades infames toda su vida y, así, anduvo cerca de superarse varias veces. En cuanto a Alejandro I, el ruso, intervino en la conspiración que mandó al otro mundo a su padre, Pablo I, lo cual también está pero que muy feo.

Si bien es cierto que España y Rusia estuvieron en guerra contra Napoleón y fueron causa principalísima de su derrota, también es cierto que las diferencias son más que los parecidos. En primer lugar, porque la Guerra de la Independencia española ya fue la primera guerra civil de las más o menos cinco que hubo en el siglo XIX español, mientras Fernando VII se encontraba poco menos que de vacaciones. El ejército español, salvo en contadas ocasiones, no pudo impedir la ocupación de casi toda España por parte de las tropas francesas. En cambio, el pueblo español se las compuso por sí mismo en plan guerrillero, a falta de rey, y con alguna ayudita exterior, y en casi seis años de guerra, entre soldados y guerrilleros, logró sacar a gorrazos a los gabachos y al intruso que éstos hacían llamar rey.

En el bando ruso, Alejandro I comenzó la guerra bastante pasota, pero la reacción fue terrible. La guerra duró poco tiempo, alrededor de medio año, en territorio ruso, y si duró hasta 1814 fue porque los rusos llevaron la guerra primero a Alemania y, en la siguiente campaña, a la misma Francia.

La siguiente semejanza viene por el hecho de que en la década de 1820 hubo en España una (en realidad varias) conspiración liberal, pero el parecido llega hasta ahí.

En España, el golpe de Estado liberal tuvo éxito en 1820, Fernando VII, en otro ejemplo poco edificante, pero que no dejaría de repetir hasta su muerte, dijo que vale y se dispuso a hacer el paripé con la Constitución en la mano mientras en el Norte de España se preparaba otra guerra civil. El régimen liberal llegó a su fin en 1823, cuando entró un ejército francés por la frontera. En lugar de recibirles a pedradas, como en 1808, quienes les recibieron fueron cincuenta mil realistas que se unieron a ellos gustosísimos para derrocar al Gobierno, cosa que lograron en poco tiempo.

En Rusia, el golpe de Estado liberal iba a tener lugar en diciembre de 1825, pero Nicolás I lo descubrió a tiempo y arregló el asunto expeditivamente, mandando a algunos conjurados a reunirse con su Creador y enviando al resto a Siberia, bien, bien lejos. Los liberales rusos, viendo cómo iban las cosas, dejaron de rechistar rápidamente y no volverían a hacerlo hasta el siglo siguiente.

A partir de ahí, yo no sé qué semejanzas pueden trazarse entre ambos siglos XIX. En España, todavía quedaban tres guerras civiles por disputarse entre realistas (bueno, ahora carlistas) y liberales, además de una serie incontable de pronunciamientos militares, aderezados por una revolución y una república y fuertes movimientos separatistas. En Rusia, de eso nada: durante todo el siglo no hubo grandes sobresaltos, aunque quizá Alejandro II no esté de acuerdo, y los zares pudieron dedicar la fuerza que no gastaban en sacudirse mutuamente, como hacíamos los españoles, en consolidar y hasta aumentar su expansión territorial.

Pero, claro, eso no quiere decir que no hubiera debate en Rusia. En España, además del debate, había tortas; el Rusia, sólo había debate. Y ahí es donde entran los Aksakov y su grupo, cosa que queda para la próxima entrada, en la que seguiremos buscando paralelismos entre los siglos XIX ruso y español, que seguro que a Alexey Bayer no se le ocurrieron ni de lejos.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Si antes lo cito...

... antes se me muere. El pobre Mijalkov padre, citado en esta bitácora con motivo de su condición de compositor de dos himnos rusos, murió, a los 96 años, el otro día.

Era un señor muy respetado. El sábado pasado por la mañana fue el entierro, tras un funeral religioso en la Catedral de Cristo Salvador. Curiosamente, a pesar de haber compuesto el himno soviético, Mijalkov era religioso y en más de una ocasión declaró que siempre había querido componer un himno a la Rusia ortodoxa. Es cierto que nunca hizo declaraciones parecidas antes de 1990, pero bueno, al menos las hizo después. Su voluntad se vio cumplida cuando pudo componer el actual himno ruso, el cual, por cierto, cita a Dios en una de las estrofas, motivo por el cual un diputado poco amigo del incienso planteó un recurso ante el Tribunal Constitucional, alegando que en Rusia la Iglesia está separada del Estado y que a qué viene eso de citar a Dios en el himno. El Tribunal Constitucional mandó al recurrente a hacer gárgaras.

Mijalkov deja una viuda ¡cuarenta y ocho años! más joven que él. Varios años después de quedarse viudo después de nada menos que 53 años de matrimonio, y a sus, ojo, 84 años, se casó con una mujer que podía perfectamente ser su nieta. Menudo crack.

Tras el funeral, fue enterrado en el Cementerio de Novodevichi, donde hay bastante gente que en vida fue importante. Naturalmente, como es costumbre, cortaron todas las calles en varios kilómetros a la redonda. Yo me escapé hacia el Norte de Moscú para evitar el lío, pero quienes estuvieron me dicen que aquello estaba de bote en bote.

Descanse en paz.