miércoles, 27 de enero de 2021

Sobre la dejación de responsabilidad

No sé muy bien cómo, he conseguido llegar a Valencia, una ciudad muy cambiada en estos tiempos de pandemia. Cuando estoy aquí, acostumbro a dar un paseo en bicicleta antes de irme a dormir, y eso he continuado haciendo durante esta semana, pero la diferencia con otras épocas es enorme. Es cierto que estamos a final de enero, que no es temporada que invite a salir por ahí en general, pero el espectáculo que se ve por la ciudad, poco antes de que, a las diez de la noche, todo el mundo deba recogerse por obligación, es bastante triste. Las calles, que normalmente deberían estar repletas de viandantes, están casi completamente vacías, sólo surcadas por ciclistas mensajeros que llevan sus cajas de comida a través de la ciudad, y por algún despistado que se apresura a regresar a lugar seguro, antes de que las patrullas de la policía local se lancen a la búsqueda de posibles infractores del estado de alarma.

La plaza de la Virgen, que normalmente es un lugar que, por la noche, contempla a una multitud de jóvenes ejercitándose con el monopatín, ahora está casi solitaria. Sólo dos personas me ven atravesarla con mi bicicleta y, al verme parado para hacer una foto, se me acercan y me ponen un micrófono debajo de la boca. Resulta ser una reportera enmascarada y su cámara, que quieren saber si soy consciente de que debo respetar el toque de queda a partir de las diez, y si dispongo de un justificante laboral en caso de que, por lo que sea, a las diez esté todavía en la calle.

Son las diez menos veinte, y la plaza de la Virgen no está lejos de mi casa, así que lo más probable es que ellos corran más peligro que yo de recibir una multa, pero les respondo que estoy de vacaciones, y que cuento con llegar a casa a tiempo. La reportera parece sorprendida de que alguien de vacaciones esté en la calle tan a deshora, para lo que se ha convertido España en estos tiempos, y me dice que no desea entretenerme y me anima a volver a casa cuanto antes.

Da que pensar en qué nos hemos convertido. La mía puede ser una intuición errónea, pero creo que la pandemia ha hecho emerger muy visiblemente un fenómeno que venía desarrollándose desde hace mucho tiempo y que se había acelerado en los últimos meses, hasta salirse de madre ahora mismo: la renuncia a la libertad para poder renunciar a la responsabilidad. Es un fenómeno que afecta a todo individuo, pero que ha llegado a su culminación en este caso, en que una amenaza externa, el virus, nos obliga a elegir, y la gente ha decidido delegar su responsabilidad (y su libertad) en el Estado, ese ente que ha ido creciendo hasta convertirse en un monstruo deforme que aspira a ser totalitario. No, no es necesario ser fascista o comunista para ser totalitario; curiosamente, también se puede ser totalitario desde el liberalismo burgués y, de hecho, estoy por apostar que este proceso hacia la renuncia a la responsabilidad comenzó con las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX.

Y así es. En el Antiguo Régimen, con un Estado embrionario y pequeño, y una multitud de cuerpos intermedios, a nadie se le iba a ocurrir delegar toda su responsabilidad en el Estado, porque evidentemente ésa no era su función. Cuando, en la Edad Media, y en la Edad Moderna, las sociedades de aquellos tiempos se enfrentaron a la peste, o a la viruela, aquellas gentes se hicieron responsables de sus actos, que les podían conducir a la muerte, sí, pero no se les ocurriría echarle la culpa de su muerte al gobierno. Ha pasado, me pilló en el momento inadecuado, con la compañía inadecuada, y qué se le va a hacer.

En el momento en que el Estado comienza a engordar, la tentación totalitaria empieza a aparecer. Me atrevo a decir en que el primer momento en que el Estado engorda es cuando la República francesa, acosada por los ejércitos profesionales contrarrevolucionarios, decide proceder a una leva en masa para conseguir un ejército impresionante, moviliza todos sus recursos en esa guerra moderna, y logra derrotar a las coaliciones que se le oponen. Las otras naciones terminarán por imitar a los revolucionarios franceses.

En España, el aparato estatal empezó a engordar durante el siglo XIX, de una manera imperceptible, pero constante. Y, con su crecimiento, fue acaparando funciones que antes no poseía, lo que, a su vez, requería seguir creciendo. De todas manera, el aparato español era relativamente reducido y no dejó de serlo hasta la década de los ochenta del pasado siglo cuando Felipe González subió al poder. Franco es muy criticado, e incluso hay quien lo llama totalitario, pero la verdad es que, si tuvo ganas de ser totalitario, lo que no tuvo nunca son posibilidades de serlo, porque jamás contó con una administración que se lo permitiera.

Bajo Felipe González, en cambio, el tamaño del funcionariado creció, además de configurarse el monstruo actual que es en España la administración autonómica, que se ha tratado de abrir paso rascando competencias de las administraciones central y local, que no por ello se han reducido todo lo que debieran. Ahora mismo, España tiene una administración enorme, como también los países de nuestro entorno. A veces queremos pensar que lo nuestro es lo peor, y no necesariamente es así.

Cuando tienes un bicho tan grande en tu país, lo menos que puedes hacer es confiarle una función, y los ciudadanos españoles lo que hemos hecho es endiosarlo y confiarle la solución a todos nuestros problemas. Por su parte, el Estado se ha dejado querer (y endiosar) y realmente se ha creído un dios, con lo que ha ido adoptando funciones y más funciones y, con el tiempo, ha ido expulsando de esas funciones a todos los que han pretendido competir con él. Otro día escribiré sobre cosillas como la sanidad y la educación...

Desde el punto de vista del individuo, ceder la responsabilidad a otro tiene un peligro enorme, porque también le estás cediendo la posibilidad de coartar tu libertad. Creo que lo que está sucediendo durante la pandemia es un buen ejemplo. Las medidas para atajar el coronavirus, en general, son parecidas en todo el mundo; según el país, o la zona, algunos tienen éxito ahora, y otros lo tuvieron más atrás. Valencia, por ejemplo, como ya he escrito, era una especie de paraíso terrenal poco después de terminado el verano, sin apenas casos, y hoy es lo más parecido al infierno, con el virus campando por sus respetos, contagios a tutiplén, los hospitales colapsados y los cementerios llenos. Pues las medidas no son muy diferentes entre un momento y el otro. Los ciudadanos, dentro de nuestra tendencia ancestral a buscar un culpable (¿cómo vamos a ser culpables nosotros? ¡Eso nunca!), le echamos la culpa al gobierno de cualquier cosa y por cualquier acción que quien sea perciba como errónea, pero eso es porque primero le hemos cedido la responsabilidad, que debía ser nuestra, y la libertad, que también debía ser nuestra.

Esto se está alargando y no estoy seguro de estarme expresando bien. Además, se hace tarde, y ya sabéis que, cuando se hace tarde, las ideas fluyen menos y peor, así que voy a terminar con la foto que he hecho en la plaza de la Virgen, justo antes de que la reportera se me aproximase.

Desconozco por completo si tiene que ver con el próximo Año Santo Jacobeo, pero supongo que sí. En todo caso, tiene toda la pinta de una invitación a ponerse en marcha y a asumir las responsabilidades que hemos espantado y cedido a quien ni las merece ni puede asumirlas. Cuando uno está en marcha, toma las riendas de su vida y no necesita a un Estado que, a fuerza de crecer y crecer, se ha convertido en maestro, médico, enfermero, defensor, padre, madre y, si las cosas se tuercen mucho, también psicólogo (una profesión, por cierto, a la que le tengo una inquina muy especial). Un Estado que ha convertido a todos los ciudadanos en adolescentes caprichosos, pendientes de la última novedad y frustrados cuando no todo sale como uno desea.

Habrá, pues, que ponerse en camino, y yo lo hice, siguiendo la flecha, porque mi casa está precisamente en esa dirección y porque se estaban acercando las diez a marchas forzadas, y se hacía tarde, pero esto no ha terminado aquí. Sólo lo ha hecho por hoy.

sábado, 23 de enero de 2021

El contagio (2)

 (Viene de la entrada anterior)

 Al llegar a la cocina, Ame podía decir con pleno derecho que pertenecía a la raza blanca, porque estaba pálido como pocas veces más habría estado. Con los labios entreabiertos, escribía mensaje tras mensaje en su móvil.

- ¿Qué hacemos ¿Hemos de avisar a alguien? - le dije al entrar en la cocina, con gesto serio.

- ¿Cómo han salido las pruebas? - preguntó Ro, que también estaba por allí.

- Tú has dado negativo, pero nosotros dos positivo.

- Pero, pero... ¿cómo ha podido ser? - repetía Ame.

- ¿No has visto a nadie estos días?

- ¡No!

Los padres, al menos este padre, sabemos bastante bien que los hijos adolescentes son una pésima fuente de información sobre sí mismos.

- Bueno, pues supongo que lo habré cogido yo al salir a comprar el otro día, o tú por la calle, yo qué sé...

- ¿Y entonces?

- Pues nos toca continuar con la cuarentena. Bueno, Ro puede salir, pero nosotros no...

- Entonces no puedo salir esta tarde...

Y Ame se sumió en pensamientos de lo más sombrío. Dos semanas más enjaulado en casa, cuando se veía a las claras que se estaba saliendo encima, el pobre.

Entonces, Ro y yo cruzamos una mirada pícara, yo asentí con la cabeza, me acerqué a Ame por la espada, lo agarré por los hombros y dije:

- ¡Que es una broma! Has dado negativo, y yo también.

Estos programas de edición de pdf son la bomba. Y mi esfuerzo para contenerme la risa al llegar a la cocina, cuando me estaba partiendo la caja literalmente desde que salí de mi lugar de trabajo hasta que me puse al alcance de su vista, al menos merece ser destacado.

Ame se tomó bien la broma, pero no volvió a casa hasta medio minuto antes del comienzo del toque de queda. Angelito.

domingo, 17 de enero de 2021

El contagio

Como los lectores ya saben, la llegada a Bruselas de Ro, Ame y de mí mismo ha sido bastante discreta, a la fuerza: las autoridades belgas, como ya quedó escrito, han decidido meter en cuarentena a todos los residentes que regresen de una zona roja (y ahora mismo apenas hay otras en todo el mundo). Los no residentes, además, deben presentar una PCR negativa para poder entrar en el país.

En nuestro caso, tenemos la napia bastante agujereada, después de pasar por dos laboratorios en una semana. La primera prueba tuvo lugar al día siguiente a nuestra llegada y salió negativa para los tres. A partir de ahí, y hasta la segunda prueba, cuarentena semiestricta, en el sentido de que las salidas de casa para comprar comida (y para hacerse las pruebas, supongo) estaban permitidas, y casi ni una más. Yo estoy en régimen de teletrabajo, Ro está de exámenes en línea, que puede hacer desde cualquier parte del mundo, y ha elegido Bruselas por puro interés y porque confía en mis habilidades culinarias, y luego... bueno, luego está Ame.

Ame tiene diecisiete años y muchas ganas de juerga. La cuarentena ha sido una dura prueba para él, las clases en línea una tortura china y las cuatro paredes de casa una cárcel muy agradable, sí, pero una cárcel. Si él tuviera la menor inclinación a escribir, y no a jugar a las maquinitas o seguir a youtubers y raperos, escribiría algo así como "Mis prisiones". No le veo yo contento si le tocara la experiencia del Conde de Montecristo.

El miércoles, víspera del segundo test, se hartó, cogió la puerta de casa, a despecho de las normas belgas y de mis advertencias para disuadirlo, y salió a dar una vuelta, otra vez sospechosamente perfumado hasta los dedos de los pies.

Al día siguiente, pues, fuimos a pasar la segunda prueba y volvimos enseguida a casa. La cuarentena no terminaba hasta recibir un segundo resultado negativo.

Por la tarde, Ame ya empezó a preguntarme si había llegado el resultado, con el ansia y el desficio de quien se está subiendo por las paredes. Yo le dije que no.

Por la noche, me lo volvió a preguntar. Le volví a decir que no.

Al día siguiente, viernes, por la mañana, me lo volvió a preguntar, dando saltitos. Le dije que lo miraría más tarde.

A la hora de comer, lo mismo.

Después de comer, me pidió que lo mirara, que era viernes. Y entonces hice una captura de pantalla desde mi ordenador con el resultado de su prueba y se la envié por WhatsApp, que él leyó en la cocina, donde estaba enviando mensajes a sus compis para salir por la tarde, eso sí, no más tarde de las diez.

Sars-Cov-2 detected

Y puse debajo una pregunta muy pertinente en estos casos: ¿Y ahora qué hacemos?

Me levanté de mi silla de trabajo, y me encaminé a la cocina, en el piso de arriba, para discutir la situación.

miércoles, 13 de enero de 2021

Cuarentena

¡Feliz año nuevo a todos los lectores que quedan! Ya estamos de vuelta en Bruselas, y confinados en casa hasta haber pasado dos pruebas PCR negativas. El 30 de diciembre, en mitad, pues, de mi estancia en España, las autoridades belgas cambiaron las reglas del juego y decidieron que todo el que llegara a Bélgica desde una zona roja (y, entretanto, el mundo entero se ha convertido en una enorme zona roja) debía llegar con una prueba PCR negativa bajo el brazo... excepto los residentes en Bélgica, que no debían necesariamente hacerse la prueba en el país de donde venían, pero sí debían hacer una al día siguiente de su llegada y, con independencia del resultado de la misma, quedarse encerrados en casa durante una semana como mínimo. Sólo al séptimo día podían someterse a una segunda prueba; si ésta era, también, negativa, albricias: la cuarentena y el consiguiente encierro terminarían al recibir el segundo resultado negativo.

Hasta ahora, he conseguido convencer a las autoridades madrileñas de que resido en Madrid; a las valencianas, de que resido en Valencia; y a la entrada convencí igualmente a las belgas de que resido en Bruselas. A veces se sorprende uno de lo que le avispan para luchar contra las burocracias unos lustros como extranjero en Rusia, pero es que en este contexto desquiciado vale todo para esquivar los controles a que deben someterse los no residentes.

Por fortuna, el tiempo en Bruselas no acompaña. Sí, ya sé que en Madrid hay nieve a manta, y que, en general, y exceptuando las Canarias, en España hace un frío del quince; pero en Bélgica hace el habitual tiempo gris y lluvioso, con bastante fresquito, aunque quizá no tanto como en España, y salir a la calle no apetece en absoluto. Lo cual es una suerte, porque de todas formas lo tengo prohibido.

Para ser sincero, tenía la intención de desafiar la cuarentena el domingo pasado, para ir a misa. En principio, la cuarentena sólo se puede quebrar para tres cosas: comprar comida e ir al médico o a la farmacia. Ir a misa no está entre ellas, pero yo tenía la intención de, si me pillaban, arrostrar el pequeño martirio de jugarme una multa.

Ahora bien...

- Papá, no vamos a pasar una semana entera en casa, ¿verdad?

Ame parecía poco convencido de la necesidad de respetar las normas belgas.

- Hombre, pues sí, nos quedaremos en casa, excepto para comprar comida.

- Pero yo voy a salir. Quiero quedar con gente.

- Está prohibido. No lo puedo permitir. Además de que es irresponsable, nos exponemos a sanciones durísimas.

- ¡Pues me da igual! ¡Yo no me voy a quedar en casa!

- ¿Que no? ¡Pues claro que te vas a quedar en casa! ¡Y yo también! ¡No voy a salir más que a hacerme las pruebas, y tú tampoco!

La conversación, por llamarla de algún modo, siguió por estos mismos derroteros aún bastante tiempo, finalizado el cual, y muy a regañadientes, Ame comprendió que había topado con una línea roja.

Y yo comprendí que, como se me ocurriera ir a misa rompiendo la cuarentena, iba a perder la poca autoridad paternal que todavía me queda, así que decidí dejar el martirio para otro momento. Al fin y a la postre, las misas en Bruselas siguen limitadas a quince personas, por grande que sea el templo en el que tengan lugar, y no es cosa de privar de la Eucaristía a otros fieles que no deban violar la ley para participar en ella. Ya correrán, si Dios quiere, mejores tiempos.

Entretanto, tras algunos días de confinamiento y de clases en línea, Ame se ha escapado en un par de ocasiones en las que dejó de llover. Según él, a dar una vuelta, sin ver a nadie. Sospecho que me engaña, porque yo, cuando voy a dar un paseo, no me meto colonia hasta en los dedos de los pies.

Pero eso será materia de otra entrada, porque ésta, habida cuenta de lo tarde que se ha hecho, termina aquí.