domingo, 31 de julio de 2016

Democracia en Europa

El activista de la entrada del otro día se quejaba de que él TTIP era un peligro para la democracia, y el ciclista, es decir, yo mismo, que pasaba por allí, le espetaba que un tratado comercial no debía ser el peligro que decía.

Para empezar, habría que preguntarse qué cosa es ésa de la democracia a la europea. Se supone que una democracia es un sistema de gobierno en el que manda el pueblo, pero en Europa, y conozco los sistemas políticos de bastantes países, no veo yo que el pueblo mande mucho. Somos demasiados para que el voto de alguien sea relevante.

La democracia tiene posibilidades en entidades políticas pequeñas. En la Grecia clásica, que es donde se inventaron el concepto, tenía su sentido en cada una de las polis, e incluso dentro de ellas no todo el mundo tenía derecho a voto, ni mucho menos. En Atenas, considerada la quintaesencia de la democracia clásica, la gran mayoría de la población eran esclavos o extranjeros. Aristóteles, que no había nacido en Atenas, nunca pudo votar allí y, como tampoco le dejaban tener la propiedad de ningún inmueble, se las vio y se las deseó para abrir su escuela cuando consideró que no estaba de acuerdo con la Academia. Nunca le dieron la ciudadanía. Y en Esparta llegó un momento en que literalmente votaban cuatro gatos, que eran los espartiatas que quedaban: de los periecos e hilotas nadie se acordaba nunca como no fuera para aterrorizarlos.

Los demócratas griegos estarían muy ufanos y presumirían mucho de sus victorias en las guerras médicas, contra un enemigo muy superior, e incluso crerían que su sistema era mejor, pero lo cierto es que, no tantos años después, se los llevó por delante una entidad política no democrática, como era Macedonia. Y luego Roma, que desde luego no era democrática en el sentido actual.

Desde entonces, y hasta el día de hoy, nos debatimos en un dilema irresoluble. Por una parte, mola ser demócrata y que todo el mundo, incluso los activistas contra el TTIP, tengan su parcelita de poder, y eso se consigue sólo en el nivel municipal, mejor cuanto más pequeño sea el municipio. Por otra parte, la realidad es tozuda, y nos muestra, ya desde la Grecia clásica, que el pez grande se come al chico, y las excepciones, como las guerras médicas, son tan increíbles que los relatos sobre ellas son devorados con admiración incluso hoy.

En el Antiguo Régimen, las cosas estaban organizadas con cierto equilibrio. Había una entidad política superior, vale, que era el rey y sus ministros, pero con un peso bastante limitado en la vida del país y un aparato bastante modesto. El peso del sector público formal en el Antiguo Régimen nunca pasó del 10% del PIB y en la mayoría de los sitios tampoco del 5%, los impuestos eran bastante bajos y el rey y sus ministros subvenían a sus necesidades en buena parte con bienes patrimoniales. En las ciudades no vivía apenas nadie, mientras que más del 80% de la población vivía en los pueblos, muchos muy pequeños, y obviamente participaba en la vida municipal, gobernada con instituciones forales ¿Era un sistema democrático? No lo era formalmente, porque, además, en bastantes sitios había limitaciones al poder del municipio, vale, pero tengo la impresión de que la opinión de cada uno contaba mucho más de lo que cuenta hoy, en que el porcentaje se ha invertido y el 80% de la población vive en ciudades donde el voto tiene un valor infinitesimal ya a nivel municipal y donde, por si fuera poco, los municipios no mandan nada, han perdido todos sus bienes comunales y tienen que ir mendigando recursos del Estado y de las Comunidades Autónomas, ese ente intermedio con el que nos quieren hacer creer que la administración se acerca al ciudadano. El sector público pesa la mitad del PIB, o más en algunos sitios, mandan quienes deciden los partidos políticos, unas asociaciones fáciles de manipular por unos pocos, y encima nos quieren hacer creer que esto es democracia.

Añorar el Antiguo Régimen, como hacemos algunos, está muy bien, pero fuerza es reconocer que, como nos recuerda el escudo de Bélgica, la unión hace la fuerza. Podemos partirnos de risa al pensar lo poco que en Bélgica siguen sus propios lemas oficiales, pero, en un mundo globalizado, las unidades políticas pequeñas lo tienen crudo. Los estados pequeñitos, aunque sean ricos como Suiza o Luxemburgo, no pintan nada, y en el consejo de seguridad de la ONU los que tienen derecho de veto son los cinco grandes, y dos de ellos son ahora mucho menos grandes y el día menos pensado se quedan sin veto.

Total, que los estados ven que uno a uno, salvo los tres primos de Zumosol que hay en el mundo, no se comen nada, y se dedican a lo que los cursis llaman integración regional. La Unión Europea es el intento más claro.

El TTIP se enmarca en este ámbito. La peña critica lo de que crea unas garantías para las empresas en caso de cambios legislativos adversos, y esas garantías irían más allá de lo razonable. Con independencia de que efectivamente eso se está negociando y no sabemos qué saldrá de la negociación, lo cierto es que eso ya existe. Existe el CIADI, al que pertenecen los EEUU y todos los países de la UE, menos uno (Polonia), y que protege a las empresas contra los gobiernos de otros países, como bien saben Argentina y Repsol ¿Alguien ha criticado al CIADI por atentar contra la democracia?

Al final, como bien saben en el Reino Unido, se impone la soberanía de cada estado. Antes de que el malhadado TTIP llegue a entrar en vigor, faltan las negociaciones, falta la ratificación por una miríada de Parlamentos, incluyendo el europeo, donde no faltará quien lo vilipendie. Y, aún después de la aprobación, quien considere que es una cuestión lo suficientemente sería siempre puede seguir el ejemplo del Reino Unido y hacer mangas y capirotes del antedicho tratado. Luego se convertirá en un paria internacional poco digno de confianza, pero eso sucede ya con todos aquéllos que no se someten a todo lo que se les dicta, sin necesidad de TTIP, de CIADI ni de zarandajas semejantes.

Así que menos lamentarse por la pérdida de democracia, que ya hace mucho tiempo que se perdió, y más dedicarse a centrar las críticas en lo que de verdad importa. Para algunos será la pérdida de soberanía, para otros el uso de transgénicos, y para otros más simplemente las ganas de fastidiar cualquier cosa que venga de gringolandia, lo cual es perfectamente legítimo, y yo me apunto. Pero que no me vengan con que vamos a perder democracia, por favor, porque de eso sólo queda en alguna aldea, y ni siquiera en mi comunidad de vecinos de Valencia, que domina la vecina del primero, doña Margarita, con mano de hierro y aires dictatoriales que ningún otro vecino se atreve a cuestionar.

Y todos ésos que protestan, podían comenzar por preguntarse si sus pancartas en inglés, en Bruselas, son coherentes con lo que proclaman ¿A que no hay narices para protestar en neerlandés?

Pero eso le toca a la siguiente entrada.

miércoles, 13 de julio de 2016

Activistas

En julio, todos los estudiantes belgas ya están de vacaciones y pueden dedicar sus horas a mejorar el mundo. Uno de ellos formaba parte de un grupo ruidoso y faldicorto apostado junto al chausée d'Etterbeek y se dedicaba a abordar a quienes pasaban por allí esgrimiendo pancartas contra la nueva bestia negra de los luchadores por la libertad que en el mundo son: el TTIP, que es básicamente un acuerdo comercial entre la Unión Europea y los Estados Unidos de América, esos dos emporios capitalistas dedicados, so capa de promover la libertad de comercio, a hacer sufrir al mundo bajo la férula de las grandes corporaciones capitalistofascistas.

El joven en cuestión, que lucía cuatro pelos en guerrilla, a modo de barba y bigote, iba ataviado con un gracioso sombrero, pantalón corto, camiseta multicolor, con una simpática pegatina de un arco iris que debía querer ser un signo de solidaridad con la oprimidad comunidad LGBTI (de momento son cinco letras, más adelante ya veremos). En las manos iba armado, además de con la verdad incontrovertible, con un taco de octavillas antiTTIP y con una pancarta alusiva a la obligación de hacer ruido y a la convicción de que unidos podemos frenar el TTIP y el fascismo.

El joven vio a un ciclista que se acercaba hacia él por el mencionado chaussée d'Etterbeek, seguramente de camino a su trabajo. Un ciclista. Alguien con conciencia medioambiental y que pone su granito de arena para proteger la madre Tierra. Un progresista. Alguien que, por fuerza, debe ser receptivo al mensaje liberador que su grupo se gloriaba en propagar.

El semáforo se puso en rojo, y el ciclista tuvo que detenerse y poner pie a tierra. Nuestro joven se acercó presuroso y abordó al ciclista.

- Buenos días, señor. Estamos protestando contra el TTIP ¿Ha oído usted hablar del TTIP?

El ciclista, un hombre delgado, de rasgos angulosos, y con la cuarentena cumplida de sobra, levantó la cabeza y miró al joven con curiosidad.

- Sí, he oído hablar bastante.

El joven sonrió confiado.

- ¿Podría firmar contra él? Estamos poniendo en marcha una petición para detenerlo.

- ¿Usted está en contra del TTIP?

El joven miró un poco mejor al ciclista, que le hacía una pregunta tan tonta, y tan fácil de responder. Su ropa no era muy llamativa: un sencillo pantalón de tela, una camisa descolorida, un chaleco reflectante bastante venido a menos y zapatillas deportivas.

- Sí, estoy en contra - repuso el joven firmemente.

- ¿Y por qué? - preguntó el ciclsta de inmediato.

El joven balbució, como sorprendido de que hicieran falta motivos para oponerse al TTIP.

- Eh... estoo... porque es un peligro para la democracia - el joven se quedó mirando al ciclista con una sonrisa bobalicona.

El ciclista miró al joven de arriba a abajo, sonrió ampliamente y, puesto que el semáforo se puso en verde, se puso en marcha, diciendo al joven:

- ¿Un tratado comercial es un peligro para la democracia?

El ciclista se alejó, mientras el joven se encogía de hombros y se reunía con sus compañeros (y, sobre todo, con sus compañeras), antes de volver a la carga en busca de otro interlocutor menos preguntón. También es mala suerte, toparse con un ciclista fascista. Un impostor, seguro.

lunes, 11 de julio de 2016

Nadie dijo que fuera sencillo ser valenciano

Ser valenciano fuera de Valencia se está convirtiendo en algo bastante inconfesable en los últimos tiempos. No es que nunca haya sido fácil estar orgulloso de ser valenciano, o por lo menos poderlo mencionar sin desdoro de la opinión que tengan de uno, pero desde hace bastante meses la cosa está resultando especialmente molesta.

Yo, en Bruselas, conozco muy poquitos valencianos y no tengo trato habitual con ninguno. Mi entorno español más cercano está más bien compuesto de madrileños y catalanes, y a algunos de éstos últimos, cuando se van a casa de vacaciones o de fin de semana, no sabes si preguntarles si van a España o qué, por no tener claro de qué pie cojean.

Lo que sí está claro es que, en cuanto conoces a algún español nuevo, y acaba por salir que eres valenciano, cosa que jamás negaré, ya te miran raro.

- Pues menuda está cayendo por allí...

La frasecita de marras era típica del año pasado, cuando los peperos salieron del gobierno regional, y del municipal del cap i casal del Regne, y entró en ellos una amalgama abigarrada de un partido, una coalición y un tercer partido asambleario que los apoya un poco más apartado y que últimamente está coaligado con la coalición. No es fácil explicar semejante galimatías ni siquiera a los compatriotas españolas que viven y se mojan en esta ciudad, Bruselas de mi corazón, en la que llueve a diario varias veces. Si ya Podemos les ha pillado con el pie cambiado y no entendían mucho de qué iba antes de su irrupción, no hablemos de las peculiaridades regionales valencianas, con su Bloc, sus escisiones de Esquerra Unida del Pais Valencià, y esa coalición Compromís que es más compleja que la personalidad de un judío antisemita.

Ese español bruselense, normalmente, y por mucho que conozca el percal, se ha quedado con que la antigua alcaldesa de la ciudad de Valencia, además de diputada autonómica, y hoy senadora en representación de nuestra autonomía por gracia del dedazo de su partido, tiene dificultades judiciales, con que la mayoría de su equipo de gobierno comparte esos problemas en mayor o menor medida, lo que ha dejado esquilmado el grupo municipal pepero.

Y esto es lo que viene a demostrar que, una vez más, Valencia no sólo tiene pésima prensa, sino que es víctima propiciatoria de cualquier prejuicio, hasta el punto de que nadie se corta a la hora de arrojar la primera piedra, como si los demás estuvieran sin pecado. Y, ¿cómo que están sin pecado? ¿Acaso algún madrileño va a tener el rostro de asegurar sin lugar a dudas que ha habido más corrupción en Valencia de la que hay en Madrid? Pues lo tienen, como si Granados, Marjaliza o el marido de Ana Mato y ésta misma se alimentasen exclusivamente de paella y horchata y las tapaderas que se montaron fueran comisiones falleras.

¿Y los catalanes? Pues sí, también los catalanes le miran a uno con cierta conmiseración, como compadeciendo al pobre valenciano que tiene que sufrir que lo esquilmen los políticos que él mismo ha elegido. Y lo dicen con tal superioridad que nadie diría que Pujol y su amplísima familia, a cual más creso a fuerza de desfalcar por doquier, les han estado gobernando varios lustros, y si no están en la cárcel es porque la situación enrarecida que ellos mismos han provocado les da bastante margen de maniobra.

Entendámonos. No tengo ninguna simpatía por los desaprensivos que nos han estado gobernando a los valencianos hasta el año pasado, pero desaprensivos de la misma o peor calaña han estado gobernando en otros sitios, y sin embargo parece que no haya habido más corrupción que en Valencia, y que al hablar de corrupción sólo se mira hacia Valencia como ejemplo paradigmático de madriguera de políticos vivalavirgen.

Lo cual es fundamentalmente injusto, porque Valencia es mucho más que todo eso y, si no fuera por nuestro acendrado meninfotisme, seríamos la vanguardia del mundo mundial. Pero, de momento, lo que me toca es hacer acopio de meninfotisme y adoptar una actitud indiferente cuando alguien pone a caldo a mi Valencia.

Eso sí, con esa actitud, nunca saldremos de pobres.


viernes, 8 de julio de 2016

Divorcio a la británica

Bruselas ha pasado un mes de junio bastante complicado. Y no sólo por las recurrentes redadas entre los sarracenos que la policía belga lleva a cabo con la profesionalidad que le es propia y que no da sino el estudio al que se dedican sus miembros y la práctica que han adquirido en los últimos meses y que les ha conducido a una muy ponderable maestría en su desempeño. No ha sido sólo eso, no. Lo que ha removido los cimientos de esta comunidad tan multicultural, multirreligiosa, multiétnica, y todos los multis que se quiera añadir, ha sido la decisión de diecisiete millones de británicos de tomar las de Villadiego y darse el piro de la Unión Europea, para regocijo de todos los euroescépticos que en el mundo son y solaz de quienes, en cualquier Estado miembro, despotrican contra la casta de eurócratas que, dicen, nos gobiernan sin haber sido elegidos por nadie.

De este último argumento habría bastante que hablar. En mis tiempos de estudiante de Derecho en Alemania, y de eso ya hace más de veinte años, uno de mis profesores, que era funcionario de la Comisión y, efectivamente, no había sido votado por el pueblo, como no lo es hoy funcionario de carrera alguno, decía que eso del déficit democrático de las instituciones europeas había que mirarlo un poco más despacio, porque es verdad que al presidente de la Comisión (en aquel entonces, Jacques Delors) no lo había votado el pueblo, como tampoco a los comisarios, pero del dedazo de algún dictador tampoco habían salido, sino que habían venido nombrados por los gobiernos de los Estados miembros, sometidos al control de sus respectivos parlamentos y cuyo presidente era elegido por ese mismo y respectivo parlamento, que, este sí, había sido elegido por el pueblo. En el caso español y de bastantes más sitios, en listas cerradas y bloqueadas a mayor gloria de los partidos políticos, no vaya a ser que el pueblo decida equivocarse y dar su plácet a diputados distintos a los que debe.

Entretanto, el argumento de mi profesor, que debe estar disfrutando del retiro dorado que toca a todo funcionario europeo contratado antes de 2004, antes de la entrada de los parias del Este y del cambio a peor de sus condiciones laborales, ha salido reforzado por el hecho de que el presidente de la Comisión (en este caso, como sabemos, Jean-Claude Juncker) y su equipo de comisarios han sido investidos por el Parlamento Europeo, que es una institución cuyos miembros sí han sido elegidos por sufragio universal, aunque ejercido por una parte relativamente reducida del electorado, excepto allí donde el voto es obligatorio, como en Bélgica. Eso sí, la práctica totalidad de sus miembros han sido elegidos en listas cerradas y bloqueadas, no faltaría más, pero eso es algo de lo que en España no es fácil quejarse ¿O acaso algún partido, incluso esos dos nuevos que han entrado en el Congreso, dice ahora ni mú respecto a cambiar la ley electoral en este sentido?

En fin, con o sin déficit democrático, el caso es que los británicos se van de la Unión. Para consolarse, hay quien dice que, total, tampoco es que estuvieran muy dentro, y algo de razón no les falta. Teniendo en cuenta que sus políticos, incluso los más europeístas, suponiendo que a alguno se le pueda llamar así, llevan décadas echando a Bruselas la culpa de todos los males, no es de extrañar que los británicos crean que Bruselas es una amalgama de todos los males, una especie de infierno sobre la Tierra, a tres horas de tren y poco más de una en avión de su capital.

Y yo creo que eso es lo que los políticos británicos van a echar en falta próximamente. Bueno, si no lo están echando ya.

En los días que han seguido al famoso referéndum, han dimitido todos los líderes de los partidos políticos británicos que tienen algo que decir, excepto el del partido laborista, que, de todas formas, ya veremos lo que aguanta, tal y como tiene el patio. Lo duro no es hacer frente a lo que les espera a los británicos en concepto de reorganización administrativa (alguien tendrá que hacer lo que hace hoy la Unión Europea, que hace más de lo que parece), descenso económico, disturbios sociales y escasez de fontaneros, no. Lo duro va a ser afrontar todo eso... sin poder echar la culpa a Bruselas de las medidas impopulares que van a tener que adoptar.

Y es que la función de Bruselas de ejercer de chivo expiatorio ideal para los gobiernos nacionales es prácticamente irreemplazable. En cualquier país lo vemos: que si los griegos tienen que apretarse tanto el cinturón que tendrían que hacer agujeros negativos, la culpa es de Bruselas (sección troika); que si a los españoles nos han subido el IVA del 15% inicial al 21% actual, la culpa es de Bruselas (que, sin embargo, nunca ha obligado a eso); que si los alemanes tienen que admitir refugiados a gogó y algunos se desmandan con las chicas, la culpa es de Bruselas (donde quien manda es Alemania, pero eso parece que no cuenta); que los portugueses son más bien bajitos, morenos y tirando a tristones, menos uno que lo han sacado del país para jugar en el Madrid, la culpa es de Bruselas... Y los ingleses, ¿a quién van a echar la culpa ahora? ¿A Rusia?

Llegados a este punto, toca un poquito de simpatía por Bruselas, como hay que tenérsela a cualquiera que, por muchos defectos que tenga (¡y tiene tantos!), nos ahorra un montón de pasta a los europeos y, si no, basta con imaginarse lo que sería esta administración trasplantada, aunque sea a un tamaño más reducido (sin servicios lingüísticos, por ejemplo), en cada uno de los países miembros, regulando a diestro y siniestro y satisfaciendo los caprichos de los políticos locales a la griega sin cortapisa que valga.

Que los políticos locales, nacionales, continentales y universales sean insaciables y ya se busquen la vida para tener un ejército de funcionarios a su servicio, sea necesario o no, es cierto, pero secundario en este contexto. De momento, hace falta alguien razonablemente independiente que les pare los pies, aunque a este alguien le lluevan críticas por las medidas que toma y, mucho más, por las medidas que no deja tomar a los otros. Y menos mal que no lo hace.