domingo, 20 de junio de 2021

El retorno

Uno de los cambios que han sucedido últimamente en Bélgica con el relajamiento de las medidas contra la pandemia ha consistido en el retorno generalizado al puesto de trabajo. Bruselas es un lugar donde hay una importante sobredosis de trabajadores de oficina, entre los que tengo el honor, no sé si dudoso o no, de encontrarme. El gobierno belga había sido bastante estricto y nos prohibía volver al trabajo presencial, salvo que fuera indispensable (y no lo era), con lo que llevo quince meses trabajando desde casa, cosa que no había hecho apenas nunca hasta entonces y que, para mi sorpresa, ha resultado ser posible e incluso tiene sus ventajas. Por ejemplo, que puedes dormir un rato más o, mejor dicho, que puedes levantarte media hora (o más) más tarde de lo que solías, y aun así llegar con una puntualidad intachable a tu puesto de trabajo que, en mi caso concreto, se encuentra en una especie de entresuelo que tengo en casa y del que he desalojado a Ame y su Fifa. Ahora, en lugar de acumular botellas y latas de Coca-Cola vacías, presenta un aspecto austero, sí, pero rabiosamente funcional y profesional, y eso que, en línea con la práctica totalidad de mis compañeros, no me he puesto una corbata en más de un año.

Otra indudable ventaja consiste en que, debido al cierre de cantinas, comedores y restaurantes, he mejorado mis habilidades culinarias. Ahora la tortilla de patatas, que ya me salía buena, me sale perfecta, y he añadido unos cuantos platos a mi repertorio. De hecho, incluso parece que he pillado cierta fama, como cuando el otro día me abordó Ame:

- Oye, que si podrías hacer un arroz al horno para mí y unos amigos míos cuando terminemos los exámenes.

- ¿Un arroz al horno?

Estamos en junio. En junio. El arroz al horno (que ya apareció en esta bitácora illo tempore) es un plato más bien potente muy indicado para tiempo más fresco, pero la verdad es que, desde que le pillé el truco a mi horno, me sale para chuparse los dedos, y he incorporado algunas novedades a la receta que usaba en Rusia que la han mejorado bastante. Aun así, no es lo que yo tomaría en pleno verano, que incluso en Bélgica, después de un mayo indecente, está resultando razonablemente caluroso.

- Sí, es que les dije a mis amigos que sabías cocinar, y quieren probarlo. Se ve que, cuando se quedan solos con su padre, les toca siempre llamar a un UberEats.

Pues nada, arroz al horno...

Pero, volviendo al tema de esta entrada, las ventajas derivadas del teletrabajo están cerca de irse al garete, porque el gobierno belga ya ha levantado la prohibición de presentarse en la oficina y, después de haberme vacunado, la verdad es que no tengo excusas para seguir durmiendo media hora más.

De acuerdo con las terminantes órdenes de mi jefatura, el lunes es el primer día de presencia en la oficina. A ver qué me encuentro, porque, el par de veces que me presenté allí de estranjis y porque me hacían falta un par de cosas que tenía allí, no parecía sino que hubieran lanzado una bomba de neutrones: de las cuarenta personas que, normalmente, ocupamos la planta, no había absolutamente nadie. Me dirigí a mi puesto de trabajo con algo de mosqueo y estuve trabajando un rato, solo para darme cuenta de que estaba totalmente desacostumbrado a la silla, a la mesa, e incluso a las pantallas: estaba muchísimo más a gusto en casa, con una silla de mi altura, una mesa enorme (que me acompaña desde el lejano verano de 1997) a la que he puesto unos tacos en las patas para dejarla exactamente a mi altura, y una pantalla de televisor colocada sobre otra mesa y que me da un espacio de trabajo fantástico. Allí, en la oficina, de repente todo era pequeño y birrioso. Incluso la conexión de Internet de mi casa, después de las aventuras del otoño e invierno pasado, era considerablemente mejor que la del trabajo, por mucho cable óptico que tuviera.

La verdad es que la única diferencia a favor del trabajo en la oficina es la presencia de compañeros y el aspecto social, pero es que incluso eso tiene pinta de estar bastante limitado, porque el teletrabajo ha venido para quedarse, y para quedarse más como regla que como excepción, que es lo que había venido siendo. Los días que pasé por la oficina conseguí encontrar a alguien por purísima casualidad, y este alguien tampoco esperaba encontrarme a mí, así que el aspecto social ha sido, hasta ahora, bastante ausente. Ya veremos a partir de la próxima semana, porque a mí me da la impresión que, si el teletrabajo obligatorio ha sido traumático para bastante gente, sobre todo para los que viven absolutamente solos en un piso pequeño en Bruselas, que son más de los que parecen, no menos traumático va a ser el retorno a un ambiente de oficina que difícilmente va a volver a ser lo que fue.

Pero ésa es otra historia, y tocará relatarla a partir del lunes. Entretanto, me toca ver de dónde saco morcillas para cocinar un arroz al horno de categoría y demostrar que, conmigo en casa, UberEats no es necesario.

martes, 15 de junio de 2021

Hacia el nuevo Imperio del Centro

Juan IV se encontró, tras casarse con Jacoba de Baviera, como señor no sólo de sus estados patrimoniales de Brabante y Limburgo, sino como señor consorte de Henao, Holanda y Zelanda, lo cual empezaba a parecerse mucho a lo que terminarían siendo los Países Bajos. Pero ya hemos visto que lo de gobernar no se le acababa de dar muy bien a Juan IV, mientras que, por otro lado, teníamos al tío de su esposa Jacoba, que era obispo de Lieja y tenía pretensiones territoriales sobre los dominios de su sobrina.

Lieja es un caso especial dentro de los Países Bajos. Hoy forma parte pacífica de Bélgica, sector valón, pero durante siglos, hasta las guerras revolucionarias de finales del siglo XVIII, fue un principado independiente regido por su obispo, que era uno de los más poderosos señores de la zona. Como hemos visto, otros señoríos de la zona eran heredados, o transmitidos por matrimonio, y así se formaban entidades considerables como la que se estaba formando en torno a Brabante. El obispado de Lieja, lógicamente, estaba exento de estos tejemanejes territoriales, porque su obispo no podía casarse ni, por tanto, tener hijos legítimos, así que no es de extrañar que permaneciera incólume hasta 1795.

En el siglo XV los obispos no eran como los de ahora. En esta bitácora han salido muchos obispos, como monseñor Kondrusiewicz, arzobispo primero de Moscú y luego de Minsk, o el de Bruselas y Malinas, primero monseñor Léonard, y ahora monseñor De Kesel, además de toda la conferencia episcopal belga, entre la que podemos encontrar clérigos con los que uno podrá estar más o menos de acuerdo, o en frecuentísimo desacuerdo, como monseñor Bonny. Pero, en general, son buenas personas y no van por ahí degollando gente.

En el siglo XV, el obispo de Lieja era Juan, tercer hijo del duque de Baviera, elegido obispo con quince años. En 1408, sofocó una revuelta contra él con ayuda del duque de Borgoña, que era entonces Juan Sin Miedo, con todo éxito, dedicándose después a masacrar a todo rebelde con tanta determinación que se ganó el sobrenombre de monseñor Juan el Despiadado. Esta joya de obispo era el que se las tenía tiesas con Juan IV el Apocado y su mujer Jacoba.

Cuando su hermano mayor la palmó, dijo que ya estaba bien de mitras y renunció al obispado de Lieja, para regocijo de los habitantes del principado-obispado, que pasaron a estar regidos por monseñor Juan de Walenrode, que, éste sí, era más parecido a los obispos de hoy. Tenía 45 años, no quince, y era un señor que se había distinguido como diplomático papal ante la corte imperial, y era conocido por su buen carácter. Nada que ver con su antecesor.

Su antecesor, libre del voto de castidad, se casó con la duquesa de Luxemburgo (sí, la que había enviudado de Antonio de Borgoña) y se dedicó a guerrear contra su sobrina Jacoba para arrebatarle sus dominios. Juan IV, nuestro señor de Brabante, se suponía que debía defenderlos, como señor consorte, pero, claro, cuando te estás jugando los cuartos con Juan el Despiadado, igual hace falta bastante más energía de la que nuestro protagonista estaba en condiciones de aportar. Para colmo de males, Jacoba se enfadó y mandó a su primo y marido a tomar viento; de hecho, se piró a Inglaterra y allí se casó con el hermano del rey, el duque de Gloucester. Eso de casarse, pero sin que esté muy claro que no lo estés ya, está mal visto incluso hoy, con lo licenciosas que son ahora las costumbres, y no digamos en el siglo XV. Jacoba se puso a pedir la nulidad por consanguinidad, pues, como quedó dicho, ella y Juan IV eran primos hermanos, pero el Papa se hizo de rogar bastante. Al final, la mujer debía de ser todo un -mal- carácter y el que terminó pidiendo la nulidad por haber un matrimonio previo fue el duque de Gloucester, que además la obtuvo.

Con todos estos rebotes, resultó que el marido válido de Jacoba seguía siendo Juan IV. Juan el Despiadado se quedó con el gobierno de Holanda y Zelanda, y montó una corte de lo más molón, pero con ese sobrenombre igual muchos amigos no tenía. A finales de 1424, su mariscal de palacio, Jan Van Vliet, envenenó las hojas del libro de oraciones del duque. Ah, un consejo: no os chupéis ligeramente el dedo para pasar las páginas de los libros. Además de que es asqueroso, nunca se sabe quién puede haber puesto qué cosa en las páginas. Juan el Despiadado no siguió ese consejo y cayó enfermo; haciendo honor a su mote, todavía tuvo ocasión de hacer ejecutar a su mariscal, pero la palmó él mismo pocos días después de resultas del envenenamiento de su libro de oraciones. Para que luego digan que la oración no te comunica con Dios.

Como no tenían hijos, Holanda se la quedó su viuda, la duquesa de Luxemburgo; Henao no. Allí desembarcaron los ingleses e impusieron a Jacoba, que aún estaba casada (o algo así, según a quien preguntemos) con el duque de Gloucester.

En este follón brutal, Juan IV falleció en 1427, y le sucedió su hermano, porque hijos con Jacoba no tuvo. Su hermano Felipe, un tipo bastante belicoso, todo lo contrario que él, había participado en la mayor parte de las guerras de su tiempo, y estaba a punto de ir a Tierra Santa a pegarse con los sarracenos cuando le tocó convertirse en duque de Brabante y Limburgo. Para entonces ya tenía cinco hijos bastardos y pensó en sentar la cabeza, casarse... esas cosas que hace la gente cuando madura, a sus veintitrés años. Pero la palmó, también él, al poco tiempo, sin casarse y, por tanto, sin hijos legítimos.

Pues ya no quedaba ningún descendiente legítimo de los antiguos duques, como el añorado Juan III, para suceder en los ducados de Brabante y Limburgo, así que hubo que recurrir a parientes de los  últimos duques. Ha llegado el momento de hablar de los tipos que pusieron realmente a Bruselas en el mapa, nada de condes de Lovaina o de duques de tres al cuarto.

Señores, hay que descubrirse el que no lo esté, porque toca escribir de Felipe el Bueno.

domingo, 13 de junio de 2021

Una nueva dinastía en Bruselas

En la última entrada histórico-gafapastosa dejamos a la duquesa de Brabante, Juana, última representante de la dinastía brabanzona tradicional, muriendo sin hijos a principios del siglo XV y en plena guerra de los Cien Años, que es un mal momento para proceder a un cambio dinástico, pero era el que había. Efectivamente, después de un gobierno larguísimo, aunque al final parece que no estaba mucho en sus cabales, Juana murió un buen día de 1406 y dejó como heredero a su sobrino-nieto Antonio de Borgoña, un chaval de veintiún años que era bisnieto del padre de Juana, Juan III. Como quedó dicho, Juan III sólo dejó hijas, la mayor de las cuales era la duquesa Juana, pero la segunda fue Margarita, la que se casó con el duque de Flandes, Luis de Male, el que vimos que tomó Bruselas y prácticamente todo Brabante en la guerra anterior.

Margarita y Luis sólo tuvieron una hija, llamada también Margarita. Hay que decir que Luis de Male no era lo que se diría un ejemplo de fidelidad matrimonial; se le conocen dieciocho hijos extramatrimoniales, pero igual eran más. Vamos, un Julio Iglesias bajomedieval. Pero la heredera era su hija matrimonial Margarita de Male (ya es hora de decir que Male es hoy un barrio a las afueras de Brujas, y que en su día fue un pueblo independiente), que iba para heredera del ducado de Flandes. Indudablemente, era un buen partido.

Margarita se casó con un pez bastante gordo, Felipe II el Atrevido, duque de Borgoña, cuarto hijo del Rey de Francia. Era el segundo intento de casarse con un duque de Borgoña, pero el anterior (sí, Felipe I) la dejó viuda muy pronto. El matrimonio tuvo tres hijos, de los que interesa sobre todo el primero, Juan Sin Miedo, que heredó Borgoña y el ducado de Flandes y se convirtió en una verdadera amenaza para todo el mundo, porque estaba cerca de reconstruir el famoso imperio del centro entre Francia y Alemania que había puesto en marcha Lotario, el nieto de Carlomagno.

El segundo hijo fue este Antonio de Borgoña, al que su tía abuela Juana le dio en herencia, al morir en 1406, el ducado de Brabante. La familia de Borgoña, una línea segundona de los Valois, la dinastía reinante en Francia, se estaba convirtiendo muy rápidamente en un clan de lo más poderoso. Además, a Antonio le tocó la lotería tras enviudar, porque se casó con la heredera del ducado de Luxemburgo, lo que le convirtió en duque consorte, aunque a los luxemburgueses tuvo que someterlos a mamporrazo limpio.

A todo esto, la Guerra de los Cien Años seguía, y Antonio de Borgoña, que no dejaba de ser sobrino del rey de Francia, tomó el partido de éste. En 1415, cuando los ingleses lanzaron su invasión de Francia, se unió al ejército francés, pero armado como un simple caballero, sin su escudo, parece que porque llegó con prisas al campo de batalla de Azincourt. Azincourt, como es bien sabido, fue una victoria completa de los ingleses, que se encontraron con tantísimos prisioneros que Enrique V decidió respetar la vida únicamente de los principales, y matar al resto (luego nos creemos las obras de Shakespeare a pies juntillas, y nos creemos que Enrique V era generoso y caballeroso, y pasa lo que pasa). Me imagino a nuestro Antonio, vestido de manera simple, gritando "¡Soy el duque de Brabante, canallas!", y a trescientas personas más, vestidas igual que él y sabedoras de que los ingleses mandaban a criar malvas a todo aquél de quien no pudieran obtener un rescate jugoso, diciendo "¡No, el duque de Brabante soy yo!". El caso es que los ingleses se lo apiolaron sin más, a él y a todos los impostores. Lo de la convención de Ginebra y esas zarandajas vino mucho después.

En Brabante quedó su hijo mayor, Juan IV, de doce añitos, y huérfano de padre y madre, en plena guerra. Para entonces, Bruselas ya era la principal plaza de Brabante y la sede ducal. Pero, técnicamente, Brabante pertenecía al Sacro Imperio, así que el Emperador igual quería decir algo sobre quién accedía a los feudos en el imperio, e igual no le hacía mucha gracia eso de que los borgoñones se estuvieran haciendo los amos de los territorios que en su día fueron el Imperio del Centro. No, no se la hacía, pero el tío de Juan IV, Felipe el Bueno, duque de Borgoña y primo de zumosol de Juan IV, disuadió rápidamente al Emperador de alterar el orden sucesorio brabanzón.

Juan IV, a diferencia de su padre y sus tíos, no era lo que se dice un tío echao p'alante. Le gustaba la retórica y la cultura, y era tirando a alfeñique, cosa poco saludable en el siglo XV centroeuropeo. Así, hizo cosas tales como fundar la Universidad de Lovaina, que hoy es la decana de las universidades belgas; pero lo de gobernar lo delegaba en otros. Con catorce años lo casaron con Jacoba, o Jacqueline, de Baviera, que era su prima hermana, además de condesa de Henao, Holanda, Zelanda y Frisia. Un muy buen partido, vamos, pero se diría que a Jacoba le venía corta su nueva condición. La niña tenía entonces diecisiete años, pero ya tenía experiencia matrimonial, y más que tendría. De momento, a esas alturas, ya le había dado tiempo a enviudar nada menos que del heredero del trono francés; y claro, pasar de París a Bruselas hay gente que lo consideraba una degradación.

Las cosas se complicaron sobremanera, pero no es cuestión de relatarlas a estas horas tan intempestivas, así que su glosa quedará para otra ocasión.