viernes, 30 de septiembre de 2016

Brocantes

La palabreja no la había oído jamás hasta mi llegada a este bendito país que me acoge. Une 'brocante' no es sino un rastro o mercadillo donde se venden (y, por lo visto, también se compran) todo tipo de trastos que yo considero totalmente inútiles, pero que a alguien le parecen lo suficientemente atractivos como para incorporarlos a su propiedad.

Los belgas, en general, tienen bastante sitio en casa. Bélgica es un país de una extensión reducida y de una densidad de población muy elevada, pero el terreno está razonablemente dividido entre los habitantes y, así, todo el mundo sale a bastante espacio, no como en Moscú, que estábamos todos apretujados. Es raro que haya belgas sin un sótano bien espacioso, y aun los relativamente pocos que viven en pisos suelen disponer de un trastero que les permite guardar todo tipo de cosas en desuso. No es extraño, pues, que tengan cosas, supongo que por si la guerra. Y es que, pensarán ellos, nunca se sabe cuándo los alemanes van a volver por sus fueros y se van a desmandar otra vez.

En el año largo en que estuvimos visitando casas para acabar comprando una, pudimos ver algunos agujeros ejemplares. Recuerdo una, ocupada por un hombre separado abandonado tanto por su mujer, como por sus hijos, que ya se habían hecho mayores. Evidentemente, la casa se le caía encima, pero es que además se había echado novia y había decidido hacer vida nueva y romper con todo lo anterior, casa incluida. La casa estaba habitable, aunque no nos gustó lo suficiente como para hacer una oferta por ella, pero el sótano era un lugar insondable que daba grima ver, atestado de objetos inclasificables.

Así vimos varios lugares. He de decir que, en lo tocante a sótanos, nosotros estábamos lejos de ser un ejemplo a seguir. Ya en Moscú, en que teníamos la enorme fortuna de vivir en una casa con sótano y trastero, algo insólito, los llenamos hasta los topes, y trajimos a Bruselas, con la mudanza, cachivaches de todo tipo, que habíamos ido transportando por las diversas viviendas que fuimos ocupando en Rusia y que fueron cayendo en desuso. La mudanza desde Moscú ocupó el doble del volumen que hubiera podido tener, y menos mal que ésa nos la pagaron.

De hecho, durante los dos años y pico que ocupamos nuestra primera vivienda en Bruselas, antes de comprar esta casa en la que escribo, mi obsesión estuvo consistiendo en reducir el volumen de la próxima mudanza (ésa no nos la pagaban). No había manera. Todos los objetos, hasta los más inútiles, tenían un valor sentimental para alguien, así que la reducción del volumen fue bastante limitada, y muchos bultos nos han seguido hasta aquí y a saber el tiempo que se quedarán con nosotros.

No está en mi cultura, pero eso los belgas lo solucionan a base de brocantes. Aquí cabe distinguir entre los mercadillos, que ocupan durante los fines de semanas las plazas de Bruselas, y las brocantes, más esporádicas. Mercado, o mercadillo, son palabras que pueden llamar a engaño a un español. Yo, por ejemplo, me figuro como mercadillo al que hay en mi pueblo, o los que hay en Valencia en Músico Ayllón o en Convento Jerusalén, con un alto porcentaje de gitanos, y mucho menor de payos, entre los vendedores, anunciando el género a voz en grito, con regateos y policías municipales dando vueltas por allí, por si acaso. Ya, ya sé que, además, están los rastros, donde uno se encuentra dependientes muy formales que exponen los fines de semana el género que también venden en su tienda el resto de la semana, pero no es lo primero que se me viene a la cabeza.

En Bruselas, no.

En Bruselas los vendedores no son gitanos, o no lo parecen, y tampoco creo que haya muchos por aquí. Pueden ser magrebíes más que proporcionalmente, pero también hay otros extranjeros de Europa Occidental, y también muchos belgas ¿Y por qué hay tantos belgas? Porque desde niños les acostumbran a las brocantes y no les importa pasarse días de pie vendiendo lo que tienen a mano.

Una brocante es, pues, un mercadillo ad-hoc, y cada vecindario que se precie tiene la suya. Un buen día (sí, más vale que sea bueno) un organizador pide los permisos correspondientes al municipio, y ya sabe que puede cortar la calle que le convenga. A continuación, se anuncia la brocante como es debido y ¡hala! la gente empieza a apuntarse para vender sus cosas y sacarse unas perras vaciando el trastero.

Lo primero que hay que hacer es pagar al organizador por el derecho a ocupar nueve metros cuadrados, o así, de espacio público. Luego, el día D, uno extiende su chiriguito y a vender. He visto desde sitios muy organizados con lonas y mesas, hasta el más básico de lienzo por el suelo, como un vulgar mantero.

El caso es que las brocantes proliferan enormemente, y en ellas se venden trastos que yo no querría ni regalados, pero que a los belgas les chiflan. Lo que para mí es un cachivache infecto de nula utilidad, para muchos belgas es un objeto 'vintage' de altísimo valor, y la prueba es que no sólo hay mercadillos y brocantes, sino muchísimas tiendas dedicadas a muebles y objetos viejos y de dudosísimo gusto, pero que supongo que la gente compra. Basta darse un garbeo por Marolles, entre Jeu de Balle y Chapelle, para ver tiendas a cual más curiosa.

Sí. Los belgas no tiran nada, o prácticamente nada, y aun eso con gran dolor de su corazón. Y en eso son de admirar y me traen algunos pensamientos a la cabeza, pero escribiré sobre ellos otros día, porque hoy se hace tarde.

viernes, 23 de septiembre de 2016

Primera parte: respondiendo

El lenguaje políticamente correcto, que infesta todos los medios de comunicación públicos, y fatalmente también los privados, como esta misma bitácora, no deja de asomar la patita por donde puede. Por ejemplo, hay una palabra que, desde hace varias décadas, vende muchísimo, que es 'democracia'. Todo el mundo, pero todo, quiere ser demócrata y ser investido de poder por el pueblo, y por nadie más. Los nacionalistas de extrema derecha se quieren demócratas, los comunistas, en realidad, o en su realidad, eran democracias populares, como el PP también es popular, y el propio Franco, paradigma español del antidemócrata, hizo llamar a su propio régimen, muy finamente, 'democracia orgánica'.

Quiero decir con esto que la palabra está gastadísima y ya lo quiere decir todo, o nada, pero todo el mundo tiene muchísimo miedo de quedarse sin ella, y no hay peor insulto en estos tiempos modernos que ser llamado antidemócrata, o fascista, que debe ser el sinónimo más en boga. El propio Zhirinovski, que no tiene fama de tolerante, ha llamado a su partido liberal y demócrata, cosa que, curiosamente, no ha hecho ninguno de los otros tres partidos que pueblan la Duma. Ser demócrata hoy es como ser católico en la España del siglo XVI, ¡ay del que no lo sea!, porque será excluido de la vida pública y se convertirá en un paria.

Pero una cosa es que el que no llore no mame, como denunciaba Beloemigrant el mes pasado, y otra muy diferente que la democracia partitocrática sea el único sistema que permita llorar. El llanto no depende más que de las libertades de expresión y reunión, y ésas han existido en todos los regímenes no directamente totalitarios, con tal de que se respetasen los valores mínimos de cada momento histórico. Igual que hoy hay que respetar, quieras que no, los que hay ahora.

Que protestar y llorar ha ocurrido siempre lo demuestran los innumerables motines del Antiguo Régimen. Sin salir de España, y sin necesidad de citar el 2 de mayo, otro día escribiré sobre el motín de Esquilache, de 1766, en pleno despotismo ilustrado poco democrático (todo por el pueblo, pero sin el pueblo), que, aunque parezca naftalinoso y antiguo, podría ser el día menos pensado de actualidad de lo más rabiosa, sin ir más lejos en un país como Bélgica.

Y sí, el que no llora, no mama. Aquí y en China.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Programa, programa, programa

En los casi dos meses, o sin el casi, que tengo la bitácora abandonada, he tenido más trabajo que el constructor de la muralla china, me he dejado las pestañas redactando todo tipo de escritos y, aunque de vez en cuando miraba la pantalla principal de la bitácora con nostalgia de cuando tenía ganas de cuidarla y de ir añadiendo entradas al nutrido número de las ya existentes, lo cierto es que no encontraba el momento de escribir algo con un mínimo de sentido y que, si lo hago ahora, es porque estoy tirado en la sala de espera de la estación principal de Luxemburgo, y mi tren no sale hasta dentro de un buen rato, porque el horario ha cambiado, y el que yo pensaba que me debía dejar en Bruselas resulta que no va más allá de Arlón, que me pilla lejos y donde, hoy por hoy, no se me ha perdido nada.

Pero, a fuerza de echarle horas y paciencia, el pico de trabajo que he padecido durante el verano, es decir, entre el 21 de junio y hoy mismo, se ha aplanado lo suficiente como para que ahora no tenga más que leer un par de docenas de informes, cosa que he decidido por unanimidad dejar para mañana. Y me he puesto a escribir en castellano, después de mucho tiempo de no redactar sino en francés e inglés, y coyunturalmente en alemán y en ruso.

Y es lástima que no lo haya podido hacer antes. Para empezar, porque en la última entrada el comentarista Beloemigrant ha dejado unos comentarios que, entretanto, están repletos de telarañas por lo desatendidos. No tengo por costumbre dejar los comentarios sin respuesta, y si lo he hecho esta vez es porque éstos merecen una atención que yo no he podido hasta ahora dedicar más que al trabajo que me permite pagar los garbanzos, así que voy a afrontarlos a la que tenga un buen rato. Este será el trabajo número uno, prometido.

Uno de los motivos por los que he guardado silencio durante tantas semanas tiene mucho que ver con una decisión que tomé cuando aún no sabía lo que me iba a caer encima durante el verano. Pensando, muy al contrario, que durante el verano la carga laboral tiende a reducirse, me apunté a un curso intensivo de neerlandés pagado por mi empleador, que es una organización lo suficientemente grande como para destinar una parte de su presupuesto a que sus esbirros se integren en el país aprendiendo la lengua local. Ha sido toda una experiencia, y de ella deberían salir un par de entradas por lo menos, pero eso será después de que haya respondido los comentarios a los que aludía antes. Lo primero es lo primero.

Bruselas es una ciudad calmada y tirando a muermo, según la fama que arrastra, y no digamos en una zona rabiosamente residencial como es la mía. Pero los belgas, o los bruselenses por lo menos, tienen características muy curiosas a los ojos de un español, y una de ellas es su afición por los trastos y las antiguallas. Ya hace tiempo que tengo entre ceja y ceja escribir sobre las 'brocantes', rastros y mercadillos en general, pero, hasta ahora, no se había dado la ocasión. Lo dejo para después de contar mis cuitas con el neerlandés, pero no para más tarde o, por lo menos, ése es el plan.

Esta bitácora cumplió diez años allá por mayo, tiempo en el cual los tiernos infantes que componían entonces la familia han tenido tiempo de convertirse en unos adolescentes con todas las de la ley. No es de recibo preguntarse si eso es bueno o malo, porque sencillamente es inevitable, pero trae aparejadas cosas como querer salir por ahí, enfrentarse a la autoridad (sobre todo a la paterna) y, también, querer tener siempre la razón en todo. Hace tiempo que no escribo sobre Abi, Ro y Ame (en realidad, hace tiempo que no escribo sobre nada en absoluto), pero ha llegado el momento de romper esa tendencia, sobre todo porque, a poco que me descuide, la mayor se me va a la universidad, y con ello de casa. Eso también dará lugar a alguna entrada, claro; de momento, baste con decir que todo indica a que se va a estudiar a Madrid, con algo de disgusto por su parte, porque, según ella, Madrid es una ciudad muy aburrida donde no hay nada que hacer.

Angelito...