miércoles, 31 de marzo de 2021

Apariciones

Hace poco pudimos conocer a quien, con diferencia, pasa por ser el personaje más derrochador de todos los tiempos, capaz de pulirse una fortuna enorme, como fue Mariano Téllez-Girón y Beaufort-Spontin, duque de Osuna y de muchos más sitios. Este personaje, como vimos, acabó rindiendo su alma al Señor en Beauraing, un lugar, en general, bastante oscuro, del cual conviene, sin embargo, saber algo más.

Beauraing está lejos de todo. Bueno, lejos para lo que es Bélgica, que no estamos hablando de Rusia ni de Canadá. Está en Valonia, en un rinconcito bucólico pegado a la frontera francesa, y a medio camino entre Bruselas y Luxemburgo, en las proximidades de las Ardenas. La ciudad más cercana es Namur, y estamos hablando de un buen porrón de kilómetros hasta allí. Bien, pues éste es el lugar que eligió el duque de Osuna para pasar sus últimos años y gastar sus últimos millones, e incluso algunos millones que ya no eran suyos y que tomó prestados. Esto que gastó bien se puede decir que se convirtió en humo en el pavoroso incendió que consumió su castillo.

En las décadas siguientes, Beauraing no vivió ningún acontecimiento de relumbrón. La Primera Guerra Mundial vivió una molesta ocupación alemana, como casi la totalidad de Bélgica y, de hecho, cuando tuvo lugar el armisticio alemán del 11 de noviembre de 1918, el frente sólo se estaba acercando y Beauraing seguía ocupada por el ejercito alemán.

En esto llegamos a los últimos días de 1932. 

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Esto de las apariciones es un asunto delicado. Las de Beauraing, como las de Lourdes, La Salette, Fátima y algunas más, tampoco tantas, están confirmadas por la Iglesia Católica. Otras, muy notablemente las de Garabandal, que está en España, o Medjugorje, que está en Bosnia, no lo están, pero en los dos sitios hay santuarios y se producen conversiones espectaculares.

Sin embargo, si tal cosa existiera, Beauraing se ha quedado en una especie de segunda división de apariciones. Quizá sea porque el catolicismo belga, con honradísimas excepciones, es cada vez menos militante y cada vez más escaso, y no se diría sino que los obispos belgas caminan firmemente por ese camino que no sabemos dónde llega, porque no podemos estar totalmente seguros de nada que suceda en el futuro, pero no parece estar dando muchos frutos.

Quizá sea eso, pero Beauraing es indudablemente un lugar mariano. Cuando se levantó un sabado frío, pero soleado, hace unas cuantas semanas, me dije que era el momento de hacer una excursión más larga que de costumbre en el coche, y pensé en Beauraing, sin saber ni siquiera dónde estaba. En esto, comenzando los preparativos, me llamó desde Asia Central una amiga con la que hacía mucho tiempo que no hablaba, y nos tiramos más de una hora de palique. Total, que pasaba del mediodía, y yo seguía en casa, y entonces vi que Beauraing estaba mucho más lejos de lo que yo pensaba, y ya dudé si no dejarlo para otro día.

No tengo muy claro por qué no lo hice, pero sí que no hacerlo no era una decisión racional con los datos que tenía. Iba a tardar casi dos horas en llegar, no sabía lo que me iba a encontrar por allí, e iba a tardar otras casi dos horas en regresar. Un palizón de volante, sin saber si aquello iba a valer mínimamente la pena.

Tomé, pues, el camino de Luxemburgo y seguí la autopista hasta pasado Namur, momento en el que me desvié y seguí por una carretera aceptable, pero poco más, y luego por un nuevo camino que ya me llevó hasta Beauraing, poco antes de las tres de la tarde de un sábado. Para un español, las tres de la tarde de un sábado no es hora hábil, sencilla y llanamente; pero yo busqué un lugar para aparcar, cosa que no me costó demasiado, y saqué el teléfono con ánimo de informarme de cómo orientarme en un sitio como aquél.

Me acerqué hasta la oficina de Turismo de Beauraing, que encontré cerrada a cal y canto. Pandemias aparte, ya vimos en una ocasión lejana que las oficinas de turismo municipales en Bélgica son de calidad variable: las hay excelentes, y las hay bastante indolentes, y parece que la de Beauraing podría ser de las segundas, porque sus horarios de aperturas no parecen coincidir con los de probable llegada de turistas.

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El sábado es un día mariano. Sin embargo, no sé si como consecuencia de la pandemia y de las medidas del gobierno, o porque normalmente las cosas son así, el santuario de Beauraing, a muy poca distancia de la oficina de Turismo, estaba muy tranquilo. Con cierta timidez, porque no sabía muy bien qué iba a hacer allí, subí por una rampa que me llevó a una capilla. La puerta estaba cerrada. Me acerqué hasta ella y empujé sin mucha convicción, pero, para mi sorpresa, la puerta cedió y yo pude acceder al interior.

El interior estaba totalmente desierto. Una capilla oscura estaba iluminada únicamente por un par de velas rojas. Más adelante, había una puerta de cristal, y un letrero junto a ella, que, en francés, rezaba, "timbre para las confesiones". Empujé la puerta de cristal, y también estaba abierta; al otro lado de la misma, había unos cuantos confesionarios a derecha y a izquierda, pero estaban todos vacíos.

Mmm... confesiones.

Salí de la capilla por donde había entrado y subí más, hasta una iglesia moderna acristalada, de esos horrores setenteros que hicieron arquitectos poco respetuosos con las obras de quienes les habían precedido. Busqué la entrada, que estaba rodeando el edificio por la izquierda; junto a la entrada, un mural narraba la historia de las apariciones de fin de 1932 y principios de 1933, que leí atentamente.

Entré en la iglesia. Por fin, allí había gente. Me dio la impresión de que era una adoración perpetua, quizá de las pocas que quedan en la secular Bélgica. Unas cuantas personas, dos o tres de las cuales, a juzgar por su aspecto y sus botas, eran evidentemente peregrinos que habían llegado hasta allí desde muy lejos, rezaban al Santísimo expuesto; me uní a ellos un rato.

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Pasado el rato, desanduve mi camino y me encontré junto al primer edificio del santuario, un centro de información del santuario. Entré en el mismo y me dirigí a la voluntaria que lo atendía.

- Est-ce qu'il y aurait un prêtre pour confesser? - pregunté sin mucha convicción.

- Tout a fait, monsieur! Est-ce que vous êtes allé à la chapelle? Il faut sonner la sonnette là-bas, et après vous devez aller à l'église; le prêtre ira vous rencontrer.

- Un grand merci!

Volví a la capilla, volví a empujar la puerta, volví a entrar, volví a atravesar la puerta de cristal, y esta vez reparé en un botón que no había visto antes, que evidentemente había que apretar para avisar a un sacerdote de que alguien quería confesarse. Lo apreté con fuerza, salí de la capilla y, como me había dicho la voluntaria, me dirigí a la entrada de la iglesia.

Allí esperé un tanto confundido, hasta que oí una voz que me saludaba. Me volví y vi a un sacerdote de mediana edad avanzar con paso firme hasta donde yo estaba.

- C'est moi qui a sonné... - dije.

- Venez avec moi - y me hizo pasar a la sacristía, donde se había habilitado un espacio de confesión pandémica, con dos sillas separadas por la distancia de seguridad y por una pantalla de plexiglás; además, tanto el sacerdote, como yo mismo y todos los que por allí estaban llevábamos una mascarilla.

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En el camino de vuelta, no podía dejar de pensar en por qué había terminado por allí. No vi nada más de Beauraing, ni siquiera las ruinas del castillo-palacio del duque de Osuna (lo cual, desde luego, es un motivo para volver por allí), sino que me volví inmediatamente a Bruselas. Diríase que el único motivo tangible de mi presencia allí era una confesión, que yo estaba tratando de evitar, como diciendo que "no había para tanto", y que Dios me estaba diciendo que "sí había para tanto" y que, para poder participar dignamente en la Eucaristía de las quince personas, tocaba pasar por el perdón previo de lo mismo de casi siempre. Sí, aunque la confesión anterior datara de sólo dos semanas antes, o quizá ni eso. Y que había terminado en el único lugar más o menos cercano a Bruselas en el que había posibilidad de recibir un mensaje, claro, estridente en su silencio.

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No tengo muy claro cuándo volveré a Beauraing, ni en qué condiciones; ni siquiera tengo claro si volveré a Beauraing, después de todo. Pero sí puedo decir que Beauraing ha dejado en mí una fuerte impresión; como dicen de Medjugorje, "es un lugar donde hay muy buena cobertura", aunque en el caso de la ciudad bosnia las apariciones no estén aprobadas oficialmente... pero la cobertura es la que es. Beauraing es infinitamente más modesta, y estoy seguro de que lo que vemos hoy es un reflejo pálido de lo que fue el santuario cuando Bélgica era todavía un país mayoritariamente católico, pero, os lo prometo, sigue habiendo buena cobertura.

domingo, 28 de marzo de 2021

Idioma multiusos

Sería exagerado decir que aprender flamenco, o neerlandés, o como narices se llame lo que intento hablar con mejor o peor fortuna, me ha cambiado la vida. Sin embargo, sí que se aprecian mejoras singulares. Algunas se derivan del hecho de que en Bruselas no lo habla apenas nadie, por lo que, como hemos visto, viene bien para zafarse de pesados telefónicos diversos. Los vendedores telefónicos no están en un lugar muy alto, en general, en el escalafón social; seguramente por eso acceden a esta profesión personas con una formación poco esmerada, que han aprendido rápidamente los rudimentos de la profesión de comercial, pero poco más, y que no han pasado de su lengua materna (o sea, del francés). Si alguien por ventura llega a ser capaz de expresarse en las dos lenguas oficiales de Bruselas, su futuro profesional es mucho más halagüeño: puede ser policía, otro tipo de funcionario, agente de banca... vamos, que es profesionalmente más interesante, y mucho menor remunerado.

Pero toda esta gente tiene su corazoncito, no vayamos a creer. Es posible (pero no es completamente cierto, no vayamos a creer) que la totalidad de los neerlandófonos sean capaces de expresarse con soltura en otro idioma (raramente el francés, pero a veces también pasa), pero el suyo es el suyo, y se esponjan cuando ven a un extranjero que ha hecho el esfuerzo de aprenderlo. Y de hablarlo, que ésa es otra. Y son capaces de reservar a uno un trato más amable.

Ayer tuve día de aeropuertos. A despecho de las prohibiciones del gobierno belga de todo viaje no esencial, en este contexto de pandemia incesante, algunos tenemos necesidad de salir del país, ciertamente no para ir de turisteo, y el avión sigue siendo el medio de transporte más cómodo y, no sabemos por cuánto tiempo, también el más asequible, así que ayer nos plantamos Ame y yo en Zaventem para desplazarnos a la España de nuestras entretelas.

En el mostrador de facturación, la azafata que lo atendía hacía esfuerzos ímprobos por atender a los pasajeros en castellano, con el resultado de que cada trámite tardaba un mundo y cada gramo de peso de las maletas era pesado con precisión. Yo, que vi el percal, y que sabía que mi maleta debería haberse puesto un poco más a dieta de lo que ya estaba, cuando conseguí que me llegara el turno, lancé un jovial Goedeavond!

Desde detrás de la mascarilla, pude percibir una sonrisa de la azafata que le iba de oreja a oreja. El resto estuvo chupado: el control de PCR fue una bagatela, los dos kilos de más de mi maleta se quedaron en nada, el control de identidad una minucia, y finalmente salimos de allí con un salvoconducto para que no nos controlaran ni identidad ni PCR hasta llegar a España, lo cual, en estos tiempos que corren, no es ninguna tontería.

El control de seguridad era, pues, el último obstáculo serio. Mis últimos viajes habían sido en plena temporada baja, casi sin viajeros, y en el control de seguridad no había cola digna de este nombre.

Ayer, no.

Ayer parecía que se habían desatado los siete demonios entre el personal de seguridad, o que había una huelga de celo encubierta. De las catorce filas que podría haber abiertas, no lo estaban sino dos, y aun éstas a ritmo de tortuga, para una afluencia de pasajeros que, sin ser enorme, era relativamente considerable. Los seguratas estaban controlando absolutamente a todo el personal, sin dejarse uno. No es que yo llevara nada ilegal, pero había metido algún encargo en mi equipaje de mano y, si nos hacían muchas preguntas, uno nunca sabe cómo iba a terminar aquello.

Cuando le llegó el turno a mi equipaje, lancé un alegre Van mij! Dat is mijn!, que suscitó en mi interlocutor una sonrisilla y una ganas de dejarme pasar sin ponerme problemas, que se materializaron menos de medio minuto después en forma de un Goede reis!, y hasta luego, Lucas.

En fin, que puede que el neerlandés no sea la lengua más útil ni más estudiada del mundo, vale, pero merece un respeto, sobre todo si uno vive en un país donde es oficial y, a despecho del desprecio que suscita a demasiados francófonos, la más hablada del país. Además, yo resaltaría que es la lengua más utilizada entre los autores de tebeos belgas. No es el caso de Tintín, cierto, porque Georges Rémy siempre se expresó en francés, pero sí de otros muchos de los que tocará escribir en otra ocasión.

Por cierto, Tintín en holandés es Kuifje, que más o menos se puede traducir por "tupé". Y acabo de hablar de otra ocasión para escribir sobre tebeos, pero esa otra ocasión que he anunciado antes tendrá que esperar a otra ocasión, porque hoy se hace tarde.

jueves, 25 de marzo de 2021

Gente que pasó por aquí y por allá: Mariano Téllez-Girón

Aquí tenemos al segundo piernas que hizo carrera en Rusia, primero, y después en Bélgica. Tiene en común con Juan Van Halen, además de esas dos cosas, que también se batió el cobre contra los carlistas, pero en este caso el orden es diferente, porque en el caso de Van Halen primero pasó por el extranjero, antes de pelear en España, y en el caso de Mariano Téllez-Girón, duque de Osuna, primero se unió a uno de los ejércitos españoles que peleaban entre sí, y luego se marchó al extranjero a recorrer mundo.

A decir verdad, el XII duque de Osuna ya había pasado de refilón por estas pantallas, pero hace muchísimo tiempo, casi diría que en los albores de esta entretanto provecta bitácora. La verdad es que nuestro hombre era un segundón, pero de qué familia, tú: descendía de casi todo el mundo con posibles en España, y no sólo en España.

A los dieciocho años, con un mero titulillo de marqués que le dejaron sus ancestros mucho más titulados, se enroló en el ejército liberal y se pasó la guerra persiguiendo carlistas, normalmente sin alcanzarlos, porque ya se sabe que los carlistas, otra cosa no, pero movilidad, toda la que hiciera falta. En 1837, después de perseguir al mismo Carlos V hasta las Vascongadas (también sin alcanzarlo), ya quedó muy cansado y fue licenciado del ejército. Cuando se recuperó, comenzó a meterse en asuntos diplomáticos.

En 1844 murió su hermano mayor sin descendencia, y le tocó una infinidad de títulos nobiliarios, además de que el régimen liberal había dislocado los derechos de propiedad dividida del Antiguo Régimen y le tocó la plena propiedad de una barbaridad de tierras. Vamos, que estaba forrado hasta extremos inconcebibles. Y no sólo estaba forrado, sino que, a diferencia de sus antepasados, tenía ahora la capacidad de gastar lo que le viniera en gana de todos sus bienes: ya no había fideicomisos, ni mayorazgos, ni ninguna limitación a la libre transmisión de la propiedad. Gracias a los revolucionarios liberales, todo era suyo, y plenamente suyo.

Eso se notó en Rusia. En 1856, tras haber representado a doña Isabel (segunda) en algunos saraos de las monarquías europeas, se le mandó de embajador a San Petersburgo con motivo de la subida al trono de Alejandro II, un destino no demasiado fácil, habida cuenta de que el Imperio Ruso se había posicionado con Carlos V en la Guerra de los Siete Años. El duque de Osuna, sin embargo, consiguió una posición destacada en la corte del Zar gastando dinero de su propio bolsillo a diestro y siniestro, y los que hemos vivido en Rusia nos hacemos una idea de que, para destacar en Rusia por el dinero que gastas, hay que ser realmente un mago del derroche. En el caso de Osuna, ofreciendo banquetazos a todo San Petersburgo. Se dice que en uno hizo tirar a sus invitados la vajilla de oro al Nevá, para ahorrar el trabajo del fregoteo a sus sirvientes. Yo no sé qué palacio sería ése, pero sus invitados debieron ser unos expertos en el lanzamiento de disco, porque hay canales que están cerca de los palacios, pero el Nevá ya está a unos cuantos metros de cualquier edificio, al menos hoy. En todo caso, supongo que la vajilla sacaría de pobre, al menos por un tiempo, a más de un transeúnte, a no ser que lo descalabrara de un golpe, porque la vajilla sería de oro, vale, pero si te abre el cráneo da igual de lo que sea.

A base de gasto y dispendio, consiguió en relativamente poco tiempo que su embajada, que en principio era provisional, se transformase en permanente ante la corte imperial rusa. Ya vimos, aunque hace mucho tiempo, que a su subordinado Juan Valera, que sí era diplomático de carrera, no le acababa de hacer tilín su jefe e hizo lo posible porque dejara de serlo, cosa que logró en relativamente poco tiempo.

Después de doce años, en 1868, estalló otra revolución en España y allí terminó la embajada de Osuna, que presentó la dimisión al gobierno provisional. Para entonces, su fortuna estaba seriamente comprometida, por su increíble prodigalidad, y él parecía realmente incapaz de frenar su tren de vida, a  pesar de que sus administradores le advertían de que estaba en las últimas. Llegó a contratar como administrador a Bravo Murillo, que había sido un ministro que logró poner algo de sensatez en la hacienda española de doña Isabel, pero éste terminó dimitiendo como administrador de Osuna, incapaz de gobernar aquello. Para colmo de males, hacía poco tiempo que se había casado con una jovencita a la que más que doblaba la edad y que era también bastante manirrota.

La mayor parte del resto de su vida, hasta su fallecimiento en 1882, la pasó Osuna en Bélgica, con su mujer. La madre de Osuna, que falleció cuando él era muy pequeño, era hija del duque de Beaufort-Spontin, que había sido gobernador general de los Países Bajos austríacos, y él era dueño del castillo de Beauraing, que restauró completamente con dinero que ya no tenía, pero lo dejó niquelado, sin dejar él y su mujer de vivir a todo boato. Su esposa, una princesa alemana, María Leonor de Salm-Salm, acostumbraba a repartir monedas entre quienes encontraba en sus paseos en coche, y supongo que no sería calderilla miserable.

El duque de Osuna consiguió fallecer, en su palacio de Beauraing, sin recortar gastos, pero a su fallecimiento se descubrió el pastel. Todo lo que tenía estaba hipotecado, y ni así bastaba para pagar los gastos más esenciales. En un último alarde, su tumba era una filigrana con una lápida que enumeraba todos sus títulos, pero el escultor ya no pudo cobrar su trabajo, ni siquiera tras ir a juicio. Su esposa tuvo que ir vendiendo hasta los muebles de Beauraing, y fue en una de estas mudanzas, que se hacían también en la oscuridad, en que uno de los mozos que transportaban los muebles, y que se alumbraban con velas, provocó involuntariamente un incendió que dejó el palacio de Beauraing convertido en cenizas. Su herencia en España -no tuvo hijos- fue objeto de un sinfín de pleitos entre posibles herederos, y reales acreedores, que duraron muchos años y que terminaron con la división de los títulos de Osuna y con la transmisión de bastantes bienes a la Biblioteca Nacional o al Museo del Prado.

Hay bastantes estudios sobre la personalidad del duque de Osuna. Indudablemente, hay algo de enfermizo en una prodigalidad tan extravagante. El propio zar Alejandro II tuvo que reconocer que no podía competir con los banquetes y fiestas que daba Osuna; tenía un tren privado que unía San Petersburgo y Madrid, que utilizaba para todo tipo de ocurrencias (como enviar a alguien a comprar una corbata que le gustaba a París); quizá sea exagerado lo que se afirmaba de él que podía recorrer España sin salir de sus tierras, pero no lo era que podía viajar de San Petersburgo a Madrid pasando siempre la noche en una casa de su propiedad, cuyos sirvientes además tenían orden de tenerlo todo preparado por si llegaba.

Se especula con que tenía mucho que ver con esta actitud una inseguridad de fondo, derivada de lo temprano que se quedó huérfano, siendo el segundón de la familia. Probablemente ayudó que, contrariamente a lo que pasaba con sus antepasados, él podía disponer no sólo de sus rentas, ya de por sí enormes para la época, sino también de sus propiedades, que ya no eran "manos muertas", sino que podían ser enajenadas e hipotecadas y por las que recibió enormes créditos, incluso de sus propios administradores, a tipos de interés totalmente usurarios.

En todo caso, en esta entrada ha aparecido el nombre de un lugar, Beauraing, que unos años después se haría famoso, pero no por albergar las ruinas del otrora fastuoso palacio del duque de Osuna. Sin embargo, no es éste el momento de escribir sobre este particular, porque ahora se hace tarde. Ya habrá ocasión para ello.

lunes, 22 de marzo de 2021

En la portería

No hace mucho estuvimos viendo las consecuencias de haber limitado el acceso a las iglesias a quince personas, tanto más cuanto que me ha tocado a mí hacer de portero, como si fuera un becario de San Pedro.

Ayer, domingo por la mañana, pillé la bicicleta con el tiempo necesario para llegar a la iglesia cosa de un cuarto de hora antes de que comenzase la Eucaristía. Con la señora francófona que vende velas ya hay buen rollito; bueno, hay que decir que hay dos señoras francófonas, y con una hay mejor rollito que con la otra, pero en general la cosa ha mejorado desde que ven que ellas no tienen que hacerse cargo del aforo.

Yo tenía una lista con la gente que se había apuntado, pero estamos hablando de españoles e hispanohablantes en general. Una característica que tenemos, y que parece que hemos enseñado a los hispanoamericanos y ellos han aprendido alborozados, es que pensamos que las normas no van con nosotros. Y, cuando nos damos cuenta de que sí que van, intentamos todo tipo de argucias para eludirlas. Para mí que con los alemanes esto no pasa.

- ¿Viene usted a la misa?

- Sí.

- ¿Y se ha inscrito?

- Ah, pero, ¿había que inscribirse?

El cartel lleva pegado en la puerta casi un mes, el padre lo anuncia sistemáticamente cada celebración, y mi interlocutor ha venido asistiendo todas las semanas, pero, claro, a la gente se le olvidan las cosas.

- Pues sí.

Como había llegado puntual y no habíamos llegado a los quince, ni en la lista habían quince personas, lo dejé pasar.

En esto, llegaron tres personas, dos mujeres y un hombre, de edad razonablemente avanzada. Les salí al paso y la que llevaba la voz cantante me dijo resuelta:

- Goedemorgen! Kunnen we de kerk bekijken? (¡Buenos días! ¿Podemos ver la iglesia?)

¡Dios mío! ¡Alguien que habla neerlandés en Bruselas! Increíble. Yo creo que me quedé tan pasmado que mi interlocutora se vio en la obligación de repetir lo dicho en francés, pero yo vi que aún quedaba algo de tiempo para empezar la misa y repuse:

- Natuulijk! Ze kunnen de kerk bekijken, geen probleem. Maar ze hebben alleen tien minutjes voor het begin van de viering. (¡Claro! Pueden ver la iglesia, sin problema. Pero sólo tienen diez minutos antes del comienzo de la misa)

Y los turistas neerlandófonos se pusieron muy contentos y empezaron a dar vueltas por la iglesia, que es bonita, sí, pero tampoco es una catedral gótica, así que con los diez minutos tuvieron tiempo suficiente para verla y salir.

- ¿Viene usted a misa? - le dije a una feligresa que me consta que venía todos los domingos.

- Sí.

- ¿Y se ha inscrito?

- Ay, no, ¿es necesario?

- Es que ya ve que sólo nos dejan que entren quince personas.

- Es que, señor, a mí esto de la tecnología... yo no sé usarla...

- Señora, que es llamar por teléfono. No hay que escribir si no quiere.

- Ay, mire, ¿y a dónde tengo que llamar?

- En la puerta están los teléfonos, escritos en un cartel.

- Ay, a la salida los tomaré.

- Hágalo ahora - y le corté el paso.

- Ay, ¿ahora?

- Sí.

- ¿Y no tendrá nadie un lapicero?

- Sáquele una foto con el teléfono.

La señora salió de mala gana de la iglesia, para volver poco después. Qué bien. Gracias a mí, ha aprendido algo de tecnología y ya sabe sacar fotos con el teléfono.

- ¿Viene usted a misa?

- Sí.

- ¿Y se ha inscrito?

- Ah, no ¿Hay que inscribirse?

- Desde hace un mes.

- Es que vivo muy lejos. Fíjese que he tenido que hacer veintidós kilómetros para llegar hasta aquí.

A mí se me escapa que diferencia hay, para llamar por teléfono o enviar un mensaje, entre vivir al lado mismo de la parroquia o hacerlo a cincuenta kilómetros, pero, oye, las compañías de teléfonos tienen a veces tarifas muy raras.

- En la puerta están los teléfonos para apuntarse. Como aún somos menos de quince, le dejaré pasar, pero no olvide apuntarse para la próxima vez.

- ¿Y podrá pasar mi hijo?

- Si es menor de doce años, no cuenta para el límite de quince y puede pasar.

- No, si está aparcando. Como no encontró sitio por aquí cerca, se ha tenido que ir lejos.

- Pues depende de cuando llegue.

- Es que vivimos muy lejos.

- Ya.

El señor se quedó deambulando por la iglesia, supongo que esperando a su hijo. A mí me da que se fue a aparcar a Francia, por lo menos.

- ¿Viene usted a misa?

- Sí.

- ¿Y se ha inscrito?

- No, yo es que tengo un rendez-vous con el padre - dijo en un español pastoso, lo cual me hizo seguir en francés.

- Pues hay que apuntarse, porque sólo dejan pasar a quince.

- Pero es que yo soy amiga de Alfina.

Ya empezamos con las influencias y el usted no sabe con quién está hablando.

- Sí, me parece muy bien, pero, ¿se ha inscrito?

- No, pero no me hace falta, porque tengo una cita con el padre, que me dijo que podía venir todos los domingos.

Claro, a ella y a cualquiera que se lo pregunte. Estaría bueno que un sacerdote le dijera a alguien que ni se le ocurriera ir a misa. Pues resulta que eso lo transforma según qué gente en una cita semanal. Le miré con cara de que no me gusta que se quieran quedar conmigo.

- Ande, salga y tome nota de los teléfonos de contacto para apuntarse.

- ¿Ahora?

No, pasado mañana, si te parece.

Volvió a entrar sin tenerlas todas consigo. La dejé pasar. Ya éramos quince, pero no se notaba mucho y estaba resuelto a dejar pasar, si no era muy descarado, a todo el que por lo menos fuera puntual. Casi diría que por supuesto, en cuanto acabó la celebración salió de la iglesia de las primeras sin hacer ademán siquiera de quedarse a hablar con el sacerdote para confirmar que tenía una cita con él.

En esto llega la marabunta, en forma de niños de la catequesis, por supuesto con la catequista. Los niños no cuentan, vale, pero la catequista ya hace tiempo que cumplió los doce años, y hasta los veinticuatro y los treinta y seis.

- ¿A que no te has apuntando?

- Ah, no, es que yo no tengo que apuntarme, eso se lo dejé muy claro a Jacinto (vamos a llamar Jacinto al padre; ya se sabe, la estricta normativa de anonimato de esta bitácora es lo que tiene): yo soy la catequista y no tengo por qué apuntarme, porque no cuento para las doce personas.

A veces me pregunto cuál es la dificultad lectora de la gente, porque todas las comunicaciones dicen bien clarito que los que no cuentan son el celebrante y el organista. Organista, no catequista. Pero preferí no meterme en demasiados problemas con los poderes fácticos, que luego sale uno escaldado y, después de todo, había llegado puntual.

- ¿Viene usted a la misa?

- Sí.

- ¿Y se ha apuntado?

- Sí.

- Ah, ¿me dice su nombre?

- Pilar Guirucha.

Y estaba en la lista. Ay, ¿por qué no serán todos así?

En fin, se trata de un puesto no necesariamente agradecido, la verdad, aunque resulta humanamente muy formativo. Yo sólo espero que no dure mucho, pero no las tengo todas conmigo, porque los contagios en Bélgica más bien aumentan últimamente, y el gobierno desde luego que no va a aflojar la mano en lo que asistencia a ceremonias religiosas se refiere.

Y quizá no sea una cosa tan desfavorable, porque, si la alternativa es que el obispo de Amberes se ponga a predicar ante audiencias peligrosamente numerosas, casi que es preferible que monseñor Bonny no diga nada, que éste nos provoca un cisma en menos que canta un gallo.

Pero de monseñor Bonny, que, de todos los obispos belgas, es el que pone los pelos más de punta, tocará escribir otro día, porque hoy se está haciendo tarde.

domingo, 21 de marzo de 2021

Gente que pasó por aquí y por allá: Juan Van Halen

Esta bitácora comenzó en Rusia en mayo de 2006, permaneció allí hasta diciembre de 2012, y desde entonces lleva penando por Bélgica. Igual que ella, hay otros españoles que han hecho un recorrido similar, y voy a dedicarme a recordar a alguno de ellos.

El primero es Juan Van Halen, un tipo bastante revoltoso de la primera mitad del siglo XIX. Ha salido mencionado un par de veces por aquí, y seguramente es hora de tratar de él de manera un poco más pormenorizada. Con ese apellido, es fácil pensar que muy español no sería y, en efecto, descendía de un antepasado flamenco, pero su familia llevaba bastante tiempo en España.

Cuando pasó lo del 2 de mayo, capituló y se hizo afrancesado e incluso participó en las guerras napoleónicas, en el ejército francés, aunque no en España,. Derrotado Napoleón, lo normal es que hubiera ahuecado el ala y se hubiera exiliado en Francia, como todo afrancesado que se precie, pero nuestro hombre debió mover hilos excepcionalmente bien, porque no sólo terminó congraciado con el bando patriota español, sino que le reconocieron el grado militar e incluso recibió un ascenso. Para ser liberal hasta la médula, y masón hasta el tuétano, en plano sexenio absolutista, no está nada mal.

Sin embargo, como la cabra tira al monte, y nuestro hombre era muy cabra, se lio en alguno de los pronunciamientos liberales que el gobierno deshacía en aquellos tiempos de forma poco menos que rutinaria y, tras fugarse de la prisión donde le habían recluido, y donde parece que la vigilancia era mejorable, o que más bien había órdenes de hacer la vista gorda y de dejarle irse, acabo exiliado en 1818 en San Petersburgo, en la corte de Alejandro I, que es dudoso que se pueda considerar un tipo muy liberal, pero que tenía entre sus consejeros más próximos a otro español, Agustín de Betancur, que debió interceder por Juan Van Halen para que le diese un destino adecuado. Lo mandó al Cáucaso a pegarse con el turco.

Hasta ahí, bien, pero como la cabra seguía tirando al monte, y es que hay gente que no aprende ni quiere aprender, volvió a meterse en líos, conspiraciones liberales y logias masónicas diversas en San Petersburgo, así que el zar resolvió que ni Betancur ni leches, y puso a Van Halen de patitas en la frontera con el imperio austríaco (no, aún no era austro-húngaro, todo llegaría). Entretanto, resultó que en España un tipo bastante traicionero, de nombre Rafael del Riego, en lugar de irse a América a someter a los liberales de allí y reducir aquellos virreinatos a la obediencia, utilizó las tropas a su mando para montar un pollo y hacer caer el absolutismo, al menos de momento, y Van Halen aprovechó y volvió al ejército español, ahora liberal.

Duró poco. Cuando los franceses entraron en España en 1823 no las tenían todas consigo, pero, en lugar de una resistencia a muerte, como en 1808, lo que encontraron fue un ejército realista español de cincuenta mil hombres que se les unió con mucho gusto en la tarea de reinstaurar al Rey en la plenitud de sus derechos. Van Halen, viendo que igual era tentar demasiado a la suerte quedarse por España, se fue por patas hacia América, donde no le fue muy bien, así que en 1830 lo encontramos en el Reino de los Países Bajos, una especie de Benelux del siglo XIX que unía lo que hoy son Bélgica, los Países Bajos propiamente dichos y Luxemburgo bajo la autoridad de la casa de Orange. Un invento del Congreso de Viena, vamos.

Por alguna razón, los belgas lo consideran belgo-español, supongo que por tener un antepasado flamenco que, por una feliz casualidad, es por línea paterna y le ha dejado su apellido, aunque llevaran siglos siendo españoles. Supongo que de flamenco no hablaba ni jota (como cualquier bruselense de hoy en día, vamos), pero que el francés lo debía dominar a la perfección, pues no en vano había estado varios años en el ejército francés. El caso es que se monta una trifulca en Bélgica, o mejor dicho en los Países Bajos meridionales, y los mandamases de la revolución-trifulca se dan cuenta de que disponen de pasta, ya que no en vano se trata de regiones ricas, pero andan fatal de cuadros con experiencia militar. Y ahí aparece Van Halen. Les cuesta poquísimo darle el mando del ejército miliciano, y a él le cuesta aún menos aceptarlo.

La campaña es un éxito, en buena medida porque enfrente tiene a un ejército cuya oficialidad es del norte, pero cuya soldadesca es más bien del sur, mucho más poblado que el norte, y no tiene el menor ardor guerrero. Van Halen sale victorioso de la campaña, escribe un libro con más anexos que relato, es encarcelado por si le da por pensar en un golpe de Estado, es rápidamente rehabilitado, y no tarda mucho en darse cuenta de que allí no se le ha perdido nada más, que en Bruselas llueve mucho y que, oye, igual por España hace falta.

Y, efectivamente, vuelve a España, donde, por aquellas fechas, Fernando VII ya no es lo que era y ha dejado de perseguir liberales. Se reincorpora al ejército, igual que su hermano Antonio, para confusión de muchos historiadores que tienen problemas en distinguirlos, y los dos participan en la siguiente guerra, que enfrenta a los liberales españoles, ahora llamados cristinos o isabelinos, o simplemente guiris, con los realistas, ahora llamados carlistas, o simplemente carcas. Brillar, brillar, no es que brillaran mucho. De hecho, a Antonio Van Halen le hicieron jefe del ejército del Centro, y Cabrera le fue dando de bofetadas todo el tiempo, salvo en la última campaña, la de 1840, en que las fuerzas eran demasiado desiguales.

El resto de su vida lo pasó Juan Van Halen sin meterse en demasiados líos. Ya sólo salió una vez al exilio, lo que en su caso hay que considerarlo un mérito importante, y falleció más o menos tranquilamente en España. Sus descendientes masculinos siguen llamándose Juan Van Halen hasta hoy mismo, y el actual representante de la dinastía es un político del PP (además de literato, vale, seguramente su perfil político no es el más importante) que se hizo famoso hace unos años por utilizar un par de latinajos en un discurso en el que criticaba a la entonces Ministra de Cultura, y hoy vicepresidenta del Gobierno, en que quedó muy claro que no es necesario ser mínimamente culto para que te hagan ministra de Cultura. Al menos, en España.

Ya hemos encontrado, pues, un español que pasó por Rusia y luego por Bélgica, como esta misma bitácora, para terminar en España (eso no lo sabemos todavía, en el caso de esta bitácora). Por lo demás, está bitácora, ni su autor, son de tendencia masónica o liberal, pero eso es otro asunto.

Escudriñando, será cosa de intentar buscar a otro español que haya realizado el mismo periplo, pero la verdad es que parece difícil. A ver si rascando un poco por ahí encontramos algo, pero eso será otro día, porque hoy se hace tarde.

jueves, 18 de marzo de 2021

Quince

Una de las medidas que ha tenido a bien adoptar el gobierno belga para hacer frente a la pandemia, como ya saben los lectores, ha consistido en limitar las celebraciones religiosas, eso sí, sin ejercer discriminación alguna. Aquí, tots moros o tots cristians, pero las celebraciones se prohiben todas. Al principio, la prohibición fue absoluta, pero, con el tiempo, el gobierno ha resuelto ser magnánimo y ha concedido a las confesiones religiosas la posibilidad de celebrar sus ceremonias con la asistencia de... quince personas. Quince. No cuentan los menores de doce años, así como tampoco el celebrante y el organista (porque aquí, otra cosa no, pero organistas hay).

Yo no sé cómo se estarán apañando los sarracenos o los judíos, pero la mayoría de los sacerdotes católicos (o las laicas que llevan la voz cantante en demasiados sitios) han decidido que, por quince asistentes, no celebran misa. La verdad es que la medida del gobierno de no dejar pasar a más de quince personas, así sea a una capilla minúscula o a la catedral de San Miguel y Santa Gúdula, tiene un sentido que no es fácil de ver desde el punto de vista sanitario, sobre todo cuando no hay el menor problema para acceder a un supermercado, donde se admiten clientes hasta un máximo que depende de la superficie del local y que, en muchísimos casos, es bastante superior a quince, y hasta a quince veces quince.

Así y todo, algunos sacerdotes han decidido celebrar misa en público, y hasta dos seguidas si se queda gente fuera. Entre ellos se encuentra el que lleva la cura de almas de la comunidad emigrante española, que celebra en calidad de precarista en un templo céntrico de Bruselas, en una relación más o menos fluida, o más o menos tensa, con el personal laico y ecónomo que administra el templo.

El templo, seamos claros, está abierto para la oración, no como otros que hemos tenido la intención, pero no la dicha, de visitar. Pero una cosa es que se pueda entrar a poner una vela a la Virgen y otra que tengan lugar actos de culto organizados, como una Eucaristía, lo cual comporta varios riesgos y gastos, como alumbrado y calefacción, porque el templo es de techos altos, y las quince personas que, como máximo, pueden ocuparlo corren peligro cierto de congelación durante el húmedo y frío invierno bruselense. Ahora bien, cualquiera les dice a las señoras que se han hecho con la administración del templo que pongan la calefacción gratis et amore, cuando los ingresos de la unidad pastoral están tan congelados como el propio templo. Las negociaciones son duras y se tienen que saldar con un oportuno billete que sale de la colecta de los quince feligreses que han logrado plaza.

Otro riesgo consiste en que la autoridad pública decida cerciorarse de que se respeta el límite de quince asistentesy casque un multazo a no sabemos muy bien quién, pero supongo que es a la unidad pastoral, que debe tener personalidad jurídica en Bélgica. Evidentemente, la unidad pastoral no está por la tarea, y eso lleva a divertidos tiras y afloja entre las laicas que vigilan y los asistentes que intentamos pasar. Las laicas que vigilan, al menos una de ellas, decidió ponerse manos a la obra uno de los pasados domingos y, alcanzado que se hubo la cifra de quince (y alguno más, seamos sinceros) asistentes adultos, se puso en jarras en la puerta a echar a los que intentaban acceder al templo, quizá no con la caridad cristiana en las formas que debería caracterizar a todo cristiano, y no digamos si tiene responsabilidad.

Para evitar situaciones de este jaez, y no sé muy bien cómo acabó ocurriendo, terminó habiendo un feligrés en la puerta, más que nada para poder explicar en castellano (y no en francés a gritos) que lamentablemente el templo estaba con el aforo completo, que no lleno, y que si se esperaban un rato habría una segunda celebración. Ese feligrés que hacía las veces de cancerbero he terminado siendo yo, en una novedosa experiencia en mi carrera. Novedosa y paradójica, porque se supone que un católico debe trabajar por acercar almas a Dios, no por impedir el acceso a la Eucaristía, pero vivimos tiempos extraños.

El primer domingo que desempeñé esas funciones me coloqué en la puerta con mi mascarilla negra, una chaqueta azul marino y cruzando los brazos. La laica que estaba en el quiosco vendiendo las velas, y que pertenecía al grupo administrador, me miró con sospecha al principio, pero luego se dio cuenta de lo que iba a hacer y ya se calmó. También a lo mejor debía imponer un poco con mi aspecto, así que no me dijo nada.

Hasta la hora de comienzo de la misa, dejé pasar a todo el mundo, que tampoco eran tantos. Una de las cosas que ha traído la pandemia, no sé en España, pero desde luego en Bélgica, es que ha matado el poco catolicismo sociológico que quedaba aún por aquí. Ahora mismo, el que va a misa tiene que superar múltiples obstáculos (sin ir más lejos, un tal Alfor cruzado de brazos a la entrada de la iglesia), así que partimos de la base de que ganas no le faltan. El que iba por inercia, si es que quedaba alguno de ésos, se quedó sin ella durante el tiempo de prohibición absoluta de las celebraciones y no la ha recuperado, que eso es lo que pasa con la inercia.

Dejé pasar también a unos cuantos niños de catequesis, con su catequista. Su catequista es mayor de doce años, y de algunos más también, pero cualquiera se pone a discutir esas minucias, aunque ya estábamos pasando claramente de quince. Además, vi que alguno se me estaba colando por la puerta de salida, a despecho de los carteles de dirección que había por todos los sitios. Yo iba haciendo la vista gorda, pero ya me fui dando cuenta de que la laica francófona me estaba mirando con el gesto cada vez más torcido, así que me tocó demostrar que mi presencia allí tenía fundamento.

Ya pasado el Evangelio, y en plena homilía, entró una pareja de mediana edad, así que me tocó pararles. Demasiado tarde, chicos. Si venís para cumplir el precepto dominical, sabed que lo que dice es "Oír misa entera los domingos y fiestas de guardar". Entera, no de la misa la media. Así que me acerqué resuelto a ellos y les dije, por supuesto en castellano:

- Si vienen ustedes a misa, ahora el aforo está completo y no les puedo dejar pasar. Pero no se preocupen, porque el padre, si es necesario, dirá otra misa a la una, cuando termine ésta.

- Je ne comprends rien. Je suis français.

¡Hombreeee! La horma de mi zapato. El mismo truco que utilizo yo con el neerlandés, pero conmigo había pinchado en hueso.

- Donc en français. Je ne peux pas vous laisser passer, parce que la limite de quinze personnes par messe est atteinte. Mais le père va célébrer une autre messe après, si besoin était et si vous attendez.

- A quelle heure? - dijo el francés de mala gana.

- A une heure.

Miró a la mujer que iba con él, seguramente su esposa, y dijeron que vendrían más tarde. Pero esto ya lo dijeron en español, algo entrecortado, pero suficiente.

La laica de las velas me miró con gesto adusto, pero menos que antes. Vamos avanzando.

Este oficio de cancerbero promete mucha materia para relatar por aquí, pero no es de los más agradables que nos podemos imaginar. Entre que la gente no quiere hacerse el camino para quedarse en la puerta y recurre a todo tipo de argucias, que la vigilancia de las laicas de las velas está ahí en segundo plano, que decir a alguien que no entre en un templo es ir contra la razón de las cosas y que uno intenta no ser antipático de natural, las cosas están lejos de ser fáciles.

Al final de la misa, en los anuncios, dijo el padre que, quien quisiese asistir a misa, que se apuntase en una lista enviando un correo electrónico o dejando un mensaje en un teléfono.

Así que el domingo siguiente, a pasar lista. Ay, madre.

Eso lo dejaremos, eso sí, para el domingo siguiente, porque hoy se hace tarde, aunque no tanto como a los franceses que llegaron a mitad de homilía.

domingo, 7 de marzo de 2021

Aglomeraciones

La peña está bastante hartita de pasarse el día en casa, sin un bar al que acudir a socializar, así que, a la que hemos tenido un par de días de buen tiempo, el desmadre ha sido de los que no se habían visto en meses.

Primero sucedió el domingo pasado. Diecisiete grados y sol. Pre-verano. Vamos, que hay días de verano bastante peores en Bruselas. Yo decidí salir a correr por el bosque, y a la vuelta mi recorrido de larga distancia me hace pasar por el pulmón de Bruselas, el Bois de la Cambre. Fue salir del bosque de Soignes, cruzar la carretera de La Hulpe, y toparme con una multitud enorme, que nadie podía contar, como si fuera el Apocalipsis. Las praderillas del bois estaban petadas de grupitos de jóvenes charlando animadamente y con la música a tope; no sé si era el Apocalipsis o más bien Woodstock. A veces, se veía a alguno con máscarilla.

Mi trote, hasta aquel entonces en línea recta, pasó a ser una especie de eslalom, tratando de esquivar los grupitos, paseantes, y todo tipo de gente que se agolpaba por todos los rincones del Bois. En mi recorrido, creo que escuché una enorme variedad de lenguas (excepto neerlandés, claro, eso nunca), en una especie de Babel que, en lugar de una torre, se hubiera conformado con no construir nada, sino con retozar tranquilamente aprovechando el buen tiempo.

Aparcada en medio del camino, con un par de eso que sabemos, y además con un par de agentes en su interior, una furgoneta de la policía asistía al festival con cierta indiferencia. Al pasar a su lado, a duras penas, porque la furgoneta impedía el paso bastante bien, me asomé a su interior, por curiosidad de ver si a los policías que la habitaban, además de impedir el paso, se les veía con ganas de impedir algo más. Y no, no se les veía con gana de absolutamente nada. Me miraron y me devolvieron la mirada como lo hubiera hecho un pez.

El miércoles pasado volvió a hacer diecisiete grados y tiempo de camiseta y pantalón corto. Esta vez, y no me preguntéis cómo lo hicieron, se montó, ojo, una manifestación contra las medidas anti-COVID, por supuesto en el propio Bois de la Cambre y, por supuesto también, con animación musical y, al decir de Ame, que, ejem, pasaba por allí por casualidad, animación etílica superior a la recomendable en algunos casos. Debió ver doblado a más de uno, o más bien a más de una, a la que algo que habían tomado les había sentado mal. El miércoles por las tardes no hay clases en los centros educativos, así que, ¿qué mejor momento para manifestarse? De todas formas, prohibir una manifestación es cargarse la libertad de expresión y está muy feo. Así que la policía asistió a la misma como un participante más, sin disolver nada de nada, y sin poder amonestar a nadie que no llevara mascarilla, porque está permitido no llevarla puesta mientras algo entra en la boca. Bueno, o sale de ella. Este último caso no está previsto en la legislación, pero entendemos que es algo de sentido común.

Afortunadamente, y nunca pensé que diría esto, el tiempo ha empeorado bastante. El viernes salí a correr de nuevo, pero nos habíamos quedado en tres grados, muy lejos de los diecisiete de poco antes. La peña no convocó ninguna manifestación, ni auténtica, ni de mentirijillas. Por la tarde, el comité competente vio las cifras de contagios, que están desde noviembre en unos valores constantes de entre doscientos y trescientos casos por cien mil habitantes, como media de los últimos catorce días, y decidieron no aflojar ninguna de las medidas en vigor. Total, para que no hagan caso. Y sí, Bélgica ha vuelto a adelantar a España como país contagiador, cosa que no es de extrañar. Cuando hablo con mis amigos en España, se lamentan mucho de lo indisciplinada que, según ellos, es la población española; y no me creen cuando les digo que los belgas son peores. Si estuviera permitido, y si hubiera vuelos, me gustaría que vinieran y que lo vieran.

El sábado por la mañana el Bois apareció cerrado. Para que luego digan que no se pueden poner puertas al campo. Al campo no sé, pero al bosque...

miércoles, 3 de marzo de 2021

Aparcando en neerlandés (III)

Aparcar cerca de casa no es muy difícil o, al menos, no debería serlo. Con una densidad de población urbana muy inferior a la mayoría de las ciudades españolas, la región de Bruselas tiene más plazas de aparcamiento por habitante de las que debería necesitar, y el municipio de Uccle, que apenas tiene edificios multivivienda y que disfruta de una multitud de adosados envidiable, se lleva la palma de toda la región en este aspecto.

Eso sí, los adosados, en su gran mayoría, cuentan con una entrada de garaje, lo cual reduce el espacio disponible para aparcar. En España, la gente que tiene un garaje se rasca el bolsillo y se paga un vado permanente; aquí no existe ese concepto, pero se supone que el derecho a salir del garaje de uno está incluido en el muy oneroso equivalente del IBI urbana, que, en mi caso, supera holgadamente los 2.500 euros anuales. Y sí, yo tengo una entrada de garaje, además de algo de espacio ante el mismo, y la posibilidad de ocupar el espacio, contiguo a la acera, que está justo ante la salida del garaje. Claro que al hacerlo me paso un poco y tomo algo del espacio contiguo, con lo que ya no dejo que aparque nadie detrás, porque de hacerlo taparían la salida del garaje de mi vecina. Los que han seguido esta bitácora ya saben que es mejor no caerle mal a mi vecina, aunque, eso sí, mientras le caigas bien es un encanto (el que no esté seguro de lo que escribo, que vea esto, esto y esto).

El caso es que aparcar en Uccle no es muy difícil. Al que crea lo contrario le enviaría a intentarlo a mi barrio de Valencia, o a la zona urbana más densa de Europa, que, según parece, es Mislata; en todo caso, hay gente que nunca está conforme con su suerte, como, por ejemplo, un vecino de enfrente. Frente a mi casa, como se echa de ver en la foto, hay unas viviendas protegidas, que son antiguas, de cuando el casco urbano de Uccle no llegaba hasta esta zona y sólo se alzaban en toda la misma unas cuantas granjas y la casa de postas que ya estaba aquí en 1627 (o eso dicen) y que hoy es un restaurante. Bueno, en realidad hoy es un restaurante cerrado, como todos los restaurantes belgas, pero eso es otro tema.

Pero estaba escribiendo sobre el vecino de enfrente, un belga de toda la vida, que habla francés con lentitud y condescendencia, y que, como buen veterano, tiene autoridad y ascendencia sobre todos los advenedizos que hemos llegado a esta calle después que él, que debemos ser todos. La verdad es que eso de la autoridad y ascendencia es algo que cree él, pero sigamos con el relato.

Pues señor, llegaba el otro día de hacer la compra en coche, y encontré libre el espacio de delante de mi casa, así que, ni corto ni perezoso, metí el coche delante y me dediqué a descargar la compra; pero he aquí que el vecino en cuestión se encontraba entonces en la acera de enfrente, indicando a otra vecina dónde debía colocar su coche exactamente para maximizar el espacio de aparcamiento. Acabado que hubo este menester, cruzó la calle y se me dirigió resuelto:

- Buenas tardes, monsieur - me dijo tras su mascarilla-. Le voy a pedir un favor.

Me puse la mascarilla antes de que se acercara más, e hice bien, porque acabó a menos de un palmo de mi cara. Nada de metro y medio, ni de distancia social ni zarandajas: un palmo, y gracias.

- Le voy a pedir que aparque usted en el espacio que tiene delante de su puerta. Usted ha aparcado en la calzada de delante, lo cual es su derecho, muy bien, pero tenga en cuenta que usted tiene un garaje. Tiene la suerte de tener un garaje. Si usted aparca aquí, donde lo ha hecho, está inutilizando también la plaza que hay entre su garaje y el de la casa de al lado, ¿lo ve? - y abarcó con sus brazos el espacio en cuestión, y menos mal, porque tuvo que alejarse algo de mi cara-. Si yo aparco detrás de usted, bien pegado, como yo podría hacer, usted no podrá salir...

Hasta esta última frase, el vecino iba bien, pero la última frase sólo podía ser interpretada como una amenaza, y bastante explícita, de jorobarme la vida, pero también era una amenaza hueca, porque ya me cuidaba yo siempre de dejar un par de palmos por delante para poder maniobrar, por mucho que se me pegara quienquiera que aparcase detrás.

- Y yo no tengo la suerte, que usted sí tiene, de tener un garaje, y me cuesta encontrar sitio para aparcar delante de casa, no como usted, que lo tiene fácil.

El plañidero vecino, que además me amenazaba con bloquearme a poco que se me ocurriera pegarme demasiado al alcorque que limita el espacio para aparcar, me estaba comenzando a cargar un poquito. Una de las cosas malas que tengo es que soy completamente transparente, así que hice un gesto de desaprobación que mi interlocutor interpretó de otra manera.

- ¿No me entiende bien en francés? ¿Prefiere que se lo diga en inglés?

Y ahí vi el cielo abierto.

- El francés no es mi mejor lengua -dije de la manera más macarrónica que pude, y remarcando el acento más español que me puede salir-. Sin embargo, podemos hablar en neerlandés.

Me pareció que a mi interlocutor le dio un escalofrío.

- No, no, eso sí que no... el neerlandés no...

Y se fue.

Es impresionante. En Bruselas capital, donde el neerlandés es lengua oficial a más no poder, no sólo no lo habla ni el Tato, sino que produce directamente rechazo. Para mí que no lo hablan más que los que lo deben hacer por obligación, como los funcionarios públicos, y así y todo me gustaría ver cuál es su nivel real. Sí, ya sé que en Valencia capital sucede algo similar, y que dirigirse a alguien en valenciano es una señal muy clara de que no quieres ser amigo suyo, pero normalmente lo entienden al menos. Aquí, no. Aquí, el neerlandés es una jerigonza odiosa, que no se parece lo más mínimo a la lengua predominante (cosa que no pasa con el valenciano), y que pierde en popularidad con respecto al inglés ¡Al inglés! Que ni es lengua oficial, ni se le espera.

Tengo la impresión de que, si le hubiera respondido a mi vecino en valenciano, mal que bien me hubiera entendido. En neerlandés, ni pum.

Pero dejemos estos tejemanejes lingüísticos para mejor ocasión y, aprovechando que hace buen tiempo, cosa poco frecuente, vamos a dar una vuelta por el gran parque de Bruselas, el Bois de la Cambre. Pero eso será en la siguiente entrada, porque hoy se hace tarde.