A pesar de mis buenos deseos, se echa de ver que durante mi estancia en España no he escrito una sola línea, y no es para menos. Fuera de que mi conexión a Internet es esporádica y poco estable, me he dedicado a otro tipo de menesteres, como un poco de turismo interior y ver a la familia, que, con tanto confinamiento, ya los pequeños de la casa ni me recordaban.
Pero, ya de vuelta, y tratando de superar el bajón que constituye la vuelta a la rutina, voy a seguir con los trabajos en la bitácora, esperando que los lectores que quedan a la misma no hayan salido espantados de la indigestión que puede suponer la lectura del fuero de Cortenberg en neerlandés medieval.
En los gloriosos tiempos de Juan el Victorioso nadie diría que a la estirpe de los duques de Brabante les quedaba poco tiempo más de existencia, pero así era sin embargo, como vamos a ir viendo en las próximas entradas de esta serie. Sucedió a Juan II su hijo, Juan III, que gobernó el ducado desde la muerte de su padre en 1312 hasta la suya propia, en 1355, que ya es un período más que decente. A diferencia de su padre, el Pacífico, y más a semejanza de su abuelo el Victorioso, Juan III se pasó su gobierno dándose de tortas con todo el mundo en un contexto de penuria económica extrema, y buena prueba de lo necesitados que estaban los duques de Brabante es la mera existencia del fuero de Cortenberg, que les dejaba con muy poquito margen de maniobra si querían pagar sus deudas. Vamos, que iban sobrados de títulos y honores, pero no de peculio con el que hacer frente a los gastos derivados de mantener el prestigio y el boato que venía aparejado a ellos.
Por si fuera poco, nos estamos acercando a uno de los períodos más complejos de la Edad Media en esta zona del mundo: la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, que obligó a los brabanzones a tomar partido y a cuidar mucho de cómo hacerlo, porque las tornas de esa guerra cambiaron en numerosas ocasiones (si no, a santo de qué iba a durar cien años, que en realidad fueron algunos más) y, el que se equivocaba de bando, corría riesgo cierto de desaparición.
Juan III era medio inglés, como hijo de la princesa Margarita de Inglaterra, de manera que no es extraño que tomara el partido de la nación de su madre. Sin embargo, Francia, y más en particular su rey, Felipe VI de Valois, decide darle donde más le duele, confiscando los bienes de los brabanzones en Francia, cosa que en Bruselas gustó menos que poquito. Los burgueses bruselenses deciden buscar un culpable y, como al rey de Francia no llegan, prefieren buscar un culpable a quien le puedan hacer cosquillas al menos. Efectivamente: su propio duque, que se ha aliado con los ingleses, el muy torpe. La revuelta es de aúpa y, aunque Juan III la sofoca como puede, decide llevarse un poco mejor con el francés y se dedica a casar a sus hijas con personajes francófilos de la zona.
A sus hijas, sí, porque sus hijos varones fueron palmándola uno tras otro antes que su padre. A su hijo segundo, Enrique, en esta política de acercamiento a Francia, lo casó incluso con la hija del rey de Francia, Juana, pero la palmó sin hijos en 1349. La hija del rey de Francia, ya viuda, pasó de duquesa de Brabante a reina de Navarra al casarse con uno de los personajes más turbulentos de este período, el rey de Navarra Carlos el Malo. Como Juana era hija de Juan II el Bueno, y parece que ambos personajes merecían sus apodos respectivos, el contraste debió ser importante para la pobre mujer.
Pero estábamos en Brabante, no en Navarra. Juan III falleció en 1355 sin que le sobreviviera ningún hijo varón legítimo (de los bastardos iba sobrado), así que la línea legítima de Brabante se extinguió con él. Como curiosidad, la línea bastarda ha llegado hasta nuestros días a través de Juan Brant de Brabante, bastardo suyo, a quien su padre ennobleció con diversos señoríos de fuste relativamente escaso. Con el tiempo, parece que algún descendiente incluso hizo borrar la barra de bastardía del escudo, pero eso es otra historia.
La nuestra nos lleva a Juana de Brabante, hija de Juan III y sucesora suya entre, nada menos, 1355 y 1406. Y al documento fundamental para el Derecho Público brabanzón hasta la Revolución Francesa, es decir, la llamada Alegre Entrada (Joyeuse Entrée en francés y Blijde Inkomst en neerlandés), un documento que incluso tiene calle en Bruselas. Vamos, como las plazas de los fueros que se ven en las ciudades españoles que los tuvieron.
Pero eso le tocará a otra entrada, porque esta se está alargando demasiado.
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